Kitabı oku: «Amor y tequila», sayfa 2
CAPÍTULO TRES
No llevaban ni media hora de vuelo y Juan ya se había quedado dormido. Sara, con la pequeña Loreto en brazos, lo observaba en silencio. Aunque todavía era un hombre atractivo, en los últimos meses parecía haber envejecido diez años. Empezaban a asomar las primeras canas, siempre tenía ojeras y estaba tan delgado que su fabulosa mandíbula inferior cada vez se marcaba más. Sara pensó que era lo normal porque tenían una niña pequeña que dormía menos que el chófer de Drácula, pero ¿a quién quería engañar? La niña no era lo único que le quitaba el sueño a Juan. Tenía que haber algo más y Sara pensaba, sabía, más bien, que eran las consecuencias de forzar las cosas. Porque todo en la vida de Sara y Juan había sido forzado.
Se conocieron en un fiesta que Abi organizó en el Stupen’Dance, el bar donde habían pasado los mejores momentos de su juventud. Sara esperaba en la barra a que le sirvieran un ron con Coca-Cola cuando Loreto apareció de la nada envuelta en su aura gótica. La cogió del brazo y la arrastró por todo el local hasta colocarla frente a Juan. Sin más preámbulos, dijo:
—Este es Juan, un compañero del imbécil del novio de Abi. Juan, mi amiga Sara. No te dejes engañar por su aspecto de rubia impresionante e insustancial. Acaba de terminar Medicina y está haciendo el MIR.
Hechas las presentaciones y haciendo gala de lo poco que le gustaba perder el tiempo, Loreto se marchó y los dejó a solas. Sara y Juan se miraron con timidez y mucho, muchísimo recelo. Juan estaba más que harto de su don para atraer mujeres tan deslumbrantes como vacías, y a Sara le habían roto el corazón tantas veces, que cuando empezó a latir de nuevo por Juan, a eso de las tres de la mañana, se asustó.
—Chicas, me encuentro mal, ¿podéis acompañarme al baño? —les pidió a Loreto y a Abi.
Tras despejarse un poco, reconoció ese cóctel de ron, Coca-Cola y mariposas en el estómago que nunca antes le había traído nada bueno, de modo que decidió huir cual Cenicienta experimentada que sabe que el cuento acabará mal. Prefería mil veces quedarse con el recuerdo intacto de la forma en que Juan la había llevado de la mano hasta un lugar apartado para escuchar mejor lo que le estaba contando, que arriesgarse a descubrir que era un hombre tan malvado como todos los demás. Sin embargo, no pudo escapar.
Cuando Sara salió del baño y enfiló las escaleras del local para irse a casa, su cuerpo se paralizó. Juan la estaba esperando en el primer escalón, mirándola como si fuera una preciosa burbuja que podría estallar en cualquier momento. Aún seguirían en aquella escalera, mirándose como dos líneas paralelas que fluyen destinadas a no tocarse, de no haber sido porque Loreto les dio el empujón definitivo, literalmente. Al percatarse de la situación y volviendo a hacer gala de lo poco que le gustaba perder el tiempo, empujó a Sara con la fuerza justa para que cayera escaleras abajo, directa a los brazos de Juan. Fue así como se dieron su primer beso, un momento divertido y bonito, pero forzado. Como todo lo que vino después.
Juan solía preguntarle a Sara por qué insistía en vivir en un piso de estudiantes desordenado, bullicioso y sucio.
—Me gusta —contestaba ella.
Pero era mentira. Sara necesitaba ruido, desorden, broncas… Lo que fuera con tal de no detenerse a pensar. Se había mudado a ese lugar infernal al poco tiempo de morir sus padres en aquel accidente horrible. Pudo haberse quedado en su casa, claro, pero no fue capaz de afrontar la soledad rodeada de tantos recuerdos tristes. El peor de todos, sin duda, el eco de las palabras de Cayetana, su hermana pequeña, anunciando que no podía abandonar México para ir a consolarla:
—Sarita, no puedo ir a España —dijo con una rotundidad aplastante, casi cruel.
—Caye, te lo pido por favor. Lo estoy pasando fatal —imploró Sara, deshecha en lágrimas.
—Lo sé, y yo también estoy muy triste, pero no puedo ir a verte. Mi hijo solo tiene seis meses y acaban de ascender a Álvaro. Tiene mucho trabajo y no puede hacerse cargo del niño.
—¿Y si buscas a alguien con quien dejarlo?
—No puedo, le estoy dando el pecho. Lo siento, Sarita. Apóyate en tus amigas y piensa que te quiero y que estoy aquí para lo que necesites. Lo sabes, ¿verdad?
Sara tardó mucho tiempo en contarle todo aquello a Juan. No es fácil compartir lo que se siente al perder en un instante a todos los miembros de tu familia, los vivos y los muertos.
—¿Cuántos años tenías cuando murieron? —le preguntó Juan.
—Acababa de cumplir veintidós.
—O sea, que no habías terminado la carrera.
—No.
—¿Cómo pudiste terminarla? ¿Tenían un seguro de vida o algo así?
—Ojalá —suspiró Sara, con una sonrisa triste—. Dejaron algo de dinero ahorrado, pero con eso apenas pude pagar los impuestos y el entierro. Tuve que vender el coche de mis padres y un montón de cosas más. Y ponerme a trabajar, claro.
Juan la miró pensativo.
—¿Por qué no vendiste su casa?
—Porque la mitad es de mi hermana. Ella no vino al entierro pero su marido sí mandó a un abogado con un poder para firmar la aceptación de la herencia.
—¿Nunca te ha propuesto venderla, alquilarla o hacer algo con ella?
—No, y dudo mucho que llegue a hacerlo. Cayetana puede ser una desconsiderada, pero te aseguro que el dinero es lo último que le interesa.
Juan permaneció en silencio y Sara sonrió aliviada, pensando que por fin su novio había comprendido por qué vivía como lo hacía y no hablaba del pasado. Pero Juan no estaba pensando en nada de eso. Estaba sintiendo, por primera vez, una profunda admiración por Sara, por eso no dudó en decir:
—Vamos.
—¿Adónde?
—A por tus cosas.
—¿Por qué?
—Porque te vienes a vivir conmigo.
—Pero, Juan, tu apartamento es muy pequeño.
—Mejor. Así no nos costará llenarlo de buenos recuerdos —dijo él con ternura.
En ese momento empezó lo que Sara consideraba la época más feliz de su vida. Entre sus guardias en el hospital y los viajes de Juan, que por aquel entonces trabajaba en una consultoría internacional, pasaban mucho tiempo separados; pero Sara no se sentía sola porque, como bien había vaticinado Juan, en aquel apartamento minúsculo fueron atesorando recuerdos maravillosos, como el del día que Juan llegó a casa con una gran noticia:
—Sara, voy a dejar la consultoría.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Estoy harto de viajar a todas horas, sobre todo ahora que te tengo a ti.
—Pero si lo dejas, ¿qué vas a hacer?
—Voy a montar una asesoría por mi cuenta. Ya tengo un par de clientes que se vienen conmigo y conseguiré muchos más. Seguiré trabajando como un animal, pero esta vez será solo para nosotros y no pararé hasta que puedas dejar de hacer guardias. Casi no te veo, Sara, y lo odio. Odio todo aquello que te aparta de mí. Sara… ¿Estás llorando?
Sí, Sara estaba llorando. Había pasado tanto tiempo anhelando que alguien, más allá de sus amigas, se preocupara de verdad por ella, que la emoción la desbordó. Era como volver a tener una familia y eso, después de que la suya desapareciera de la noche a la mañana sin dejar rastro, le pareció un regalo. Juan la abrazó, limpió cada lágrima a base de caricias y consiguió que el momento fuera mágico, apasionado y chisporroteante. Tan mágico, apasionado y chisporroteante, que Sara se quedó embarazada.
Aunque nunca habían hablado de tener hijos, ambos acogieron la noticia con ilusión. Sin embargo, ninguno de los dos se acordó de plantear si debían dar un paso más en su relación. O, tal vez, no quisieron. Juan pensaba que estaban bien así y Sara no quería forzar las cosas. Pero las forzaron. En el cuarto mes de embarazo, Sara tuvo un fallo renal que las llevó, a ella y al bebé, directas a quirófano. Por suerte todo salió bien, pero Juan se asustó de verdad y, en la misma cama de hospital le entregó con torpeza un anillo tan caro que hasta Gollum habría renunciado a él. Puede que el escenario no fuera el más romántico del mundo, pero para Sara fue un momento precioso.
Juan no quiso esperar al nacimiento del bebé para celebrar su amor por todo lo alto, y así fue como, en la semana treinta y seis de embarazo, Sara rompió aguas frente al mismísimo altar y tuvieron que salir corriendo al hospital.
—¿Nos vamos de luna de miel? —preguntó Sara con picardía esa misma noche, con Loreto recién nacida en sus brazos.
Juan sonrió feliz.
—En cuanto crezca un poco nos iremos los tres donde tú quieras.
Jamás volvieron a hablar del tema. ¡Fue imposible! Loreto se despertaba cada dos o tres horas pidiendo atención con un llanto desesperado, algo habitual en los dos o tres primeros meses de vida, pero llegado el quinto y el sexto, empezaba a ser preocupante.
—No duerme más de cuatro horas, ¡eso no puede ser normal! —explotó Juan un día, en la consulta de un antiguo compañero de universidad de Sara que parecía disfrutar con su desesperación porque siempre había estado enamorado de ella.
—Os ha tocado un bebé que no duerme, eso es todo. Mientras siga ganando peso y creciendo a buen ritmo, no hay ningún problema.
Juan pidió una segunda opinión y también una tercera, pero no consiguió que les recetaran nada nuevo, solo una buena dosis de amor y mucha paciencia. Dos remedios de los que ambos iban cada vez más escasos.
—¿Qué nos está pasando, Juan? —murmuró Sara en el avión, casi sin querer.
Juan cambió de postura en su asiento al oírla, pero siguió durmiendo como un gusano de seda en su capullo. Loreto, sin embargo, se inquietó en sus brazos. Se revolvió tanto que tiró a Po, su perrito de peluche, al suelo. Sara se inclinó para alcanzarlo y se lo dio, pero era demasiado tarde. Loreto ya se había espabilado del todo.
Con el fin de evitar que despertara a su padre, Sara buscó la cartera en su inmenso bolso. Loreto se entretenía mucho jugando con las tarjetas de crédito. Como tardaba en encontrarla, decidió sacar lo primero con lo que tropezó, su pasaporte provisional y las fotos que, al final, no había necesitado. La niña lo agarró todo con sus manitas y, cuando Sara comprobó que la mujer cansada y descuidada que la miraba desde la tira del fotomatón nada tenía que ver con la rubia despampanante que aparecía en su pasaporte, entendió que el policía guapo no pretendía ofenderla cuando le dijo aquello de: «Suerte para usted, está muy desmejorada». Solo había dicho la verdad, una verdad flagrante hasta para un bebé de veinte meses.
—¿Mamá? —preguntó Loreto con su lengüita de trapo, señalando la foto del pasaporte.
—Sí, esa era mamá —susurró Sara.
—No, no, no, no —aseguró la pequeña riendo, y volvió a preguntar incrédula—: ¿Mamá?
Sara le dio un beso en la frente para evitar que el juego se convirtiera en un bucle interminable. Apoyó la cabeza en su asiento y la giró para observar a Juan. Sí, ambos parecían haber envejecido una década en tan solo unos meses pero, ¿acaso era eso posible?
«Claro que es posible», pensó Sara con tristeza. «Es lo mismo que les ocurrió a papá y mamá cuando Caye se fue a México y decidió no regresar».
CAPÍTULO CUATRO
Todo comenzó con uno de tantos viajes exóticos que Cayetana hacía cuando era joven, vegetariana, activista de causas perdidas y todo aquello que pudiera molestar a su padre. Llevaba semanas recorriendo Centroamérica cuando llegó a Tulum, en plena Rivera Maya.
—Tulum es increíble, Sarita. Es un lugar mágico donde te puede pasar de todo —le explicó a su hermana en una de sus escasas llamadas de teléfono.
Sara sonrió al comprobar que la tendencia natural de su hermana a la exageración se mantenía intacta, aunque aquella vez, no exageraba. Tulum resultó ser un lugar mágico de verdad donde todo era posible, como que Cayetana encontrara a su alma gemela, un tal Álvaro, y que decidieran casare a los tres días de conocerse. Tenía apenas veinte años.
El padre de Sara montó en cólera cuando se enteró de la noticia. Estaba tan enfadado que fue hasta México con el firme propósito de anular la boda y traer a Cayetana de vuelta, pero ni él ni sus abogados ni su determinación pudieron hacer nada contra de la magia de Tulum.
No volvieron a tener noticias de Cayetana hasta un año más tarde, cuando llamó a casa para contarles que ahora vivía en Cancún y, así de pasada, algún detallito más sin importancia:
—Cancún es un elogio al capitalismo, pero el mar es increíble y aquí hay mucho trabajo para Álvaro. De algo tenemos que vivir, ¿no? Además, en quince días nacerá mi bebé.
La noticia cayó como una bomba, sobre todo porque pretendía dar a luz a su hijo en su propia casa; y Sara decidió ir a verla, aunque para ello tuviera que enfrentarse, por primera vez en su vida, a su padre:
—Papá, somos su familia y tenemos que apoyarla.
—Ese es el problema, Sara, que como siempre la hemos apoyado, nunca ha tenido que asumir las consecuencias de sus actos —protestó su padre—. ¿Tienes idea de lo que tu madre y yo hemos gastado en multas, fianzas y abogados cada vez que tu hermana se manifestaba desnuda en las plazas de toros, se encadenaba a los árboles o saboteaba el Congreso de los Diputados? Decenas de miles de euros, Sara. ¿Y cómo nos lo agradece? Largándose con el primer cantamañanas que encuentra dispuesto a seguirle la corriente.
—Pero dice que va a tener a su hijo en casa, papá. ¿Tienes idea del riesgo que corre?
—Es su decisión y, por tanto, su problema.
—Papá, entiéndelo. Yo soy médica y puedo ayudarla.
—Aún no, Sara, te quedan dos años de carrera y el MIR.
—Sí, pero puedo asistir un parto. Así, si no consigo convencerla de que vaya a un hospital, al menos podré ayudarla.
—Sara, te lo prohíbo.
—¿Por qué?
—Porque esto es precisamente lo que busca tu hermana, que vayamos a sacarla del apuro.
—Tener un hijo es más que un apuro, papá. Lo siento, pero voy a ir verla.
—¿Con qué dinero, Sara? —la retó su padre, harto de discutir.
—Con el que yo le voy a dar. —La voz de Sol, la madre de Sara, sonó contundente por todo el salón y colapsó el aire con su tristeza.
El padre de Sara se giró hacia ella sorprendido. Su rostro pasó de la sorpresa al enfado y, finalmente, a la derrota. Fue entonces cuando Sara se dio cuenta de cuánto había envejecido en tan poco tiempo.
—Está bien. Haced lo que queráis, pero una cosa os pido: No os llaméis a engaño. Cayetana solo piensa en sí misma, y nosotros, su familia, no le importamos nada —sentenció.
Tres días más tarde, Sara llegó al aeropuerto de Cancún, donde su cuñado Álvaro la esperaba con una enorme sonrisa y su nombre dibujado en un cartel. Era uno de esos chicos tan encantadores y amables que al final terminan provocando desconfianza. Guio a Sara por el aeropuerto hasta una furgoneta llena de turistas que tenía que repartir por varios hoteles de la cadena de resorts americana para la que trabajaba.
—Esto es algo provisional —le dijo a Sara—. Muy pronto conseguiré algo mejor. Así podré cuidar a Cayetana como se merece. Como a una reina.
—Álvaro, si hay alguien en este mundo que no quiere ser una reina, esa es mi hermana —le advirtió Sara.
—Sí, ¿verdad? Es tan auténtica… —suspiró Álvaro con una sonrisa que hubiera encogido el corazón de cualquiera, pero que a Sara le provocó un escalofrío.
Tras repartir a todos los turistas, Álvaro llevó a Sara a su casa. Como era de esperar, vivían en una casucha de mala muerte en Cancún pueblo, lejos del lujo y el glamur de los hoteles, pero contra todo pronóstico, estaba limpia y ordenada. Cayetana salió a recibirlos descalza, con los brazos abiertos y su larga melena rubia cayendo libre y salvaje hasta la cintura. Seguía como siempre, salvo por la inmensa barriga de embarazada y por el precioso vestido blanco bordado con flores de cien colores que llevaba puesto.
—Caye, esto es muy bonito —le dijo Sara después de abrazarla.
—¿Te gusta? Es el vestido típico de Yucatán. ¡Tengo millones! Los hago en casa y después los vendo en la playa. Al principio me los compraban en una tienda de un centro comercial muy pijo, pero cuando vi que cobraban a las clientas diez veces más de lo que me pagaban a mí, les insinué amablemente que fueran a burlarse de otra.
—¿Amablemente? ¿Eso significa que te esposaron? —dijo Sara, riéndose.
—Solo un poco, pero ¿qué más da? Mira, he hecho uno para ti y otro para mamá.
—Son muy bonitos —reconoció Sara, sorprendida de que su hermana tuviera algo parecido a un trabajo y de que se mostrara generosa con su madre.
Estuvieron hablando toda la noche. Cayetana le contó a Sara lo feliz que se sentía viviendo en Cancún, lo estupendo que era Álvaro y lo maravilloso que era estar embarazada:
—Las mujeres somos diosas, Sarita. Cuando estés embarazada lo entenderás.
Pero lo mejor del viaje de Sara llegó cuando, unos días más tarde, Álvaro la despertó en plena noche.
—¿Qué pasa?
—Ven, por favor, Cayetana se encuentra mal.
Sara se levantó corriendo y fue hasta la habitación de su hermana.
—Álvaro, ¿para qué la despiertas? Ya te dije que son gases. No tendría que haberme comido el quinto taco de carnitas[2] —dijo Cayetana.
Nada más tocar su barriga, Sara confirmó que no se trataba de gases, sino de contracciones.
—Las tienes cada diez minutos, Caye, tu bebé está en camino. Vamos a un hospital.
—Sarita, ya lo hemos hablado. No quiero ir a un hospital. No estoy enferma, solo voy a tener un bebé y no quiero que nazca en un quirófano frío y cargado de mal karma.
Sara miró a Álvaro con preocupación. Necesitaba ayuda para convencerla.
—Caye, mi reina, estoy preocupado por ti. No quiero que te duela —dijo él.
Cayetana tomó entonces la cara de su marido entre sus manos con suma ternura.
—Cariño, ¿cómo me va a doler traer al mundo a un hijo tuyo? ¡Es imposible! Además, estoy segura de que los dolores del parto no son más que un oscuro plan de la industria farmacéutica para vendernos anestesi… ¡Ahhh! —gritó de pronto, con el rostro crispado y las uñas clavadas en la cara de Álvaro.
Una contracción, una de las que duelen de verdad, tiró por los suelos cuantas teorías alternativas había urdido Cayetana sobre el hecho de alumbrar a un hijo.
—Álvaro, ¡tenemos que irnos ya! —gritó Sara, mientras lo ayudaba a liberar su cara de las manos de Cayetana, que se aferraban a ella con la fuerza de un jaguar enloquecido.
—Voy… Voy a por la camioneta —dijo Álvaro, con la cara llena de arañazos.
Cuatro horas más tarde, en el paritorio, Cayetana gritaba con todas sus fuerzas y un insólito acento mexicano:
—¡Mátenme, hijos de la chingada! ¡Mátenme de una vez!
Aunque nada más llegar al hospital suplicó que le pusieran anestesia parcial, general o incluso que le dieran un golpe en la cabeza para no sentir dolor, la torpeza del joven anestesista (o puede que algún oscuro plan de la industria farmacéutica en su contra) provocó que no le hiciera efecto a tiempo.
—Ayúdenla a empujar, ¡ahora! —ordenó el médico.
—Vamos, Caye. Una, dos y tres —dijo Sara, apretándole la mano.
Cayetana infló los carrillos, apretó los ojos muy fuerte y se concentró en realizar un abdominal que le hizo ver las estrellas.
—¡Esto duele mucho! —gritó.
—Doña Cayetana, otro poquito y ya, de veras. ¡Empújele! —insistió el doctor.
—¡Que me duele! ¡Chingao!
—Caye, mi reina, no grites así, ¿qué va a pensar el doctor? —suplicó Álvaro, cada vez más avergonzado.
Cayetana se dejó caer sobre la cama, miró a su marido y gritó llena de ira:
—Que piense lo que le dé la gana, Álvaro, ¡pero que saque a este niño de mi cuerpo ya!
—Ándele, doña Cayetana, aproveche que está enojada y empuje —propuso el doctor, con fingido entusiasmo.
Cayetana se incorporó ligeramente sobre los codos para así establecer, por encima de su barriga y entre sus piernas, contacto visual con el doctor.
—¡Empujaré cuando me dé la rechingada ganaaa! —vociferó, con tal fuerza, que de pronto todo cambió.
Un chasquido acuoso dio paso a un silencio inquietante que rompió el llanto de un niño de más de cuatro kilos tras inspirar su primera bocanada de aire caribeño.
—Enhorabuena, es un varón —anunció el doctor.
—¡Sí! —gritó Álvaro con los puños en alto y un evidente subidón de testosterona.
—Caye, ya está —anunció Sara.
—¿El qué? ¿Qué pasó? ¿Por qué no me duele?
—Nuestro hijo, ya está aquí, mi reina —dijo Álvaro, y antes de que Cayetana pudiera reaccionar, la matrona dejó un bulto nervioso sobre su pecho.
—¡Álvaro! ¡Es igual que tú! —exclamó Cayetana.
—Sí, se parece a mí, ¿verdad?
—Es precioso, Caye. ¿Cómo lo vais a llamar? —preguntó Sara.
—Kin —dijo Cayetana, y al ver que la cara de su hermana se convertía en un signo de interrogación, le explicó—: Significa sol en maya.
—¿Sol? ¿Como mamá?
—Sí, como mamá. Después de todo lo que le he hecho sufrir… Iremos a verla en cuanto podamos. ¿Verdad, Álvaro?
—Claro que sí, mi reina —contestó él, y selló su promesa con un beso en los labios.
Sara regresó a España orgullosa de poder demostrar a sus padres que su hermana había sentado cabeza. Tenía un trabajo, era feliz y, a su manera, los quería.
—Ojalá tengas razón —dijo su padre.
Pero no la tenía. Cayetana lo demostró seis meses más tarde, cuando sus padres murieron y no hizo el menor esfuerzo por viajar a España para acompañar a Sara. Una faena que, sin embargo, trece años más tarde no le impidió tener la desfachatez de llamarla para comunicarle que su marido había muerto y pedirle que viajara a Cancún para acompañarla en tan duro momento.
—¿Auriculares? —preguntó la azafata en el avión.
Sara los aceptó sonriendo. Juan seguía dormido y Loreto necesitaba algo nuevo para entretenerse.
—¿Eto? —dijo la pequeña, señalando el paquetito que tenía su madre en la mano.
—Son para ti —le susurró Sara al oído.
La pequeña agarró los auriculares, miró a su madre y sonrió. Era su forma de dar las gracias. Sara le devolvió la sonrisa y pensó que, tal vez, la gratitud fuera un sentimiento natural para todo ser humano que algunas personas, como Cayetana, decidían ignorar. ¿Y cuál era entonces el sentido de ese viaje que, además de complicado, con toda probabilidad resultaría inútil? La respuesta brotó de lo más profundo de su corazón cuando miró por la ventanilla y observó el cielo:
«Puede que Cayetana solo piense en sí misma, papá, pero es lo único que me queda de vosotros. Por eso la necesito».
[2]. Carnitas: carne de cerdo cocida a fuego lento en cazuela de cobre. Existen muchas formas de prepararlas y las más famosas son las de Quiroga o Santa Clara de Cobre, en Michoacán, pero también las de cualquier puesto callejero de Xochimilco, en Ciudad de México, te llevarán al cielo. (N. de la A.)