Kitabı oku: «Torre blanca, rey negro», sayfa 5

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Jueves, 2 de abril a las 18:00 h.

Hacía una hora que las clases habían terminado. Todos sus compañeros se habían marchado ya. También los de las otras clases, hasta los más mayores, que siempre salían más tarde.Y allí estaba Tania, a las afueras del edificio, en el jardín de la entrada del colegio esperando a que alguien viniese a recogerla. Esperaba mientras dibujaba en el suelo con una ramita del arbusto de al lado para luego borrarlo con sus zapatos. Su pelo luchaba por liberarse de la goma que lo amarraba y en protesta se iba soltando con el movimiento de sus bocetos. Escribió «Papá, te odio» sin saber que la estaban viendo.

—Contándole secretos a la tierra… ¿Por qué no pruebas a contárselo a una persona?

—¡Porque no!

Había lanzado la ramita a un charco y esta flotaba en la superficie igual que los pensamientos de la chiquilla.

—¿Qué te ha hecho tu padre?

Un suspiro afligido enmudeció por el ruido de los coches que circulaban en la avenida, aunque no lo suficiente para que este no fuera escuchado por la persona a su lado.

—Otra vez me ha mentido. Me dijo que estaría aquí para recogerme y no está.

Su estómago rugió con fiereza y ella se abrazó a sí misma con las mejillas sonrojadas.

—Toma —dijo ofreciéndole una bolsa de papel con una magdalena dentro—. ¿Qué te parece si lo esperamos en la calle en vez de estar aquí en este sitio tan deprimente?

—Bueno.

***

Atraviesan el jardín de la Glorieta, que por esas horas está lleno de niños que acaban de salir del colegio. La mayoría de los padres ha dejado a un lado el móvil y tiene la mirada clavada en sus hijos. El Butoni ha traído el miedo y vigilan recelosos a sus críos para que nadie se los lleve. Sus voces, que se oyen felices y despreocupadas, le ayudan a tranquilizarse. Desde que dejó la casa de Joan, Teresa es incapaz de aguantarle la mirada y él no ha querido mencionar nada al respecto Se han reunido horas más tarde después de aquello y han creado una estrategia. Ella continuaría fingiendo que todavía tiene amnesia, aunque esto no es del todo falso, para utilizarlo como excusa si la veían en alguna habitación en la que no debería estar. Buscaría pruebas y escucharía todo lo que pudiera sin ponerse en peligro.

—¿Lo tienes todo? —pregunta Joan a sus espaldas.

Teresa asiente y, de pronto, una inquietud por ver a su hija y estrecharla entre sus brazos la sacude de la cabeza a los pies. La invaden las prisas y las ganas. Recorren la calle de la Paz, uno al lado del otro, manteniendo una minúscula distancia entre ellos sin rozarse. Los nervios quieren que los dedos de Teresa busquen los de Joan, que al notarlos, sin dudar, se aferran transmitiéndole toda la seguridad que puede. A tres metros de la puerta del hotel, Teresa lo suelta consciente del color ceniciento de la fachada antigua, que le trae a la mente la presencia de Miguel Ángel espiándola.

—¿Preparada? —susurra Joan.

—Para estar con mi hija, siempre.

***

Chorretones de sudor le resbalan por la sien y van a morir al cuello de la camisa. Le suda hasta el mostacho y tal vez parece que participa en una maratón. Se asegura de que el pasillo esté desierto y recoge a Álvaro del suelo, que se ha quedado inconsciente al golpearlo contra la pared. Escucha despotricar al viejo en el despacho, sin entender lo que le dice. Pasa un brazo de Álvaro alrededor de su cuello y lo sujeta contra su cuerpo agarrándolo por la cintura. Debe llegar al final del pasillo y meterlo en su habitación sin que los descubra nadie. Mira de reojo hacia las cámaras en los cuatro puntos estratégicos y le pide a Dios que en aquel instante el de seguridad esté en el baño para no ver aquello.

Con la cercanía, Tadeo olisquea el aroma a whisky que desprende el angustiado hombre. Trabaja para Francisco y la mayoría de veces está en desacuerdo con el déspota de su jefe, como en esta ocasión. No entiende por qué sus hijos se dejan tratar de esa manera, él se hubiera alejado hace mucho. ¿Es por dinero? No cree que sea razón suficiente. ¿Poder? No le ve sentido. ¿Amor? Improbable.

En otros tiempos, arrastrar un cuerpo como el de Álvaro no le habría supuesto un problema. La respiración acelerada, el hormigueo en los hombros y la pesadez de sus rodillas le indican que demasiados años han pasado y que ya no está para esos trotes. Puede levantar niños sin problemas y viejos con el pellejo pegado a los huesos, pero adultos hechos y derechos ya no.

Llegan a la puerta, rebusca entre los bolsillos y no encuentra la llave. Suspira derrotado pensando que debe volver a buscarla en los despachos. Lo deja recostado en la puerta de su habitación y a paso trémulo dobla la esquina hacia las oficinas; todavía oye al viejo renegar. Pasa por delante de la puerta del pequeño despacho de Raquel y la siguiente puerta ya es la de Álvaro. Un sonido extraño que proviene de la última estancia, el despacho de Miguel Ángel, le sorprende.

Como alma curiosa que es, al ver la puerta entreabierta decide espiar por el mero hecho de cotillear con su mujer cuando llegue a casa los tejemanejes que allí ocurren. Ni en un millón de años podría haber adivinado lo que encuentra dentro. Con cuidado, mueve la puerta para tener mejor visibilidad. Lo primero que atrae su atención es la quietud del despacho en contraste con la celeridad de las respiraciones, hasta que sus ojos encuentran el centro del movimiento.

Por el hueco del escritorio, unas pálidas piernas se estremecen por el vaivén de otras que las empujan por detrás. Ella ahoga sus agudos gemidos mordiéndose el interior de las mejillas, que con el calor del momento, se muestran enrojecidas como dos manzanas maduras. Con sus zapatos de plataforma, apenas puede tocar el suelo y a él no le importa que sus caros pantalones de traje se arruguen amontonados en los tobillos. El corazón de Tadeo da un vuelco de horror cuando advierte las menudas manos de cortos dedos que se aferran con fuerza al borde del escritorio. Contempla cómo el minúsculo busto de ella, que se escapa por debajo de un sujetador con relleno, se mueve levemente en comparación con la violencia con la que es penetrada. Miguel Ángel se agarra a sus estrechas caderas huesudas tan fuerte que dejará sus huellas marcadas por días. Tadeo traga de su propia saliva y busca en sus facciones, en sus ojos nublados por el placer, en su pelo revuelto, en sus labios entreabiertos algún dato que le dé pistas de su identidad y de su edad. Le es familiar, pero no consigue ubicarla.

—Susana, date la vuelta.

Tadeo se separa de la puerta con la mano cubriendo su boca. Reconoce el nombre y le viene a la mente la imagen de Susana vestida de azafata arrastrando una maleta. Los gemidos se vuelven más fuertes y rápidos, pero a Tadeo ya no le interesa seguir mirando.

Vuelve a su objetivo: encontrar las llaves de Álvaro en su despacho. Para su gran alivio, no tiene que buscar mucho. Encima de la mesa, entre muchos papeles, brillan bajo la luz de la lámpara. Bordea torpemente la mesa y casi tropieza con el último cajón abierto del escritorio, del que sobresalen un cartón de tabaco mentolado y una botella de whisky de la misma marca que bebe Francisco.

Una Navidad quiso el viejo tener un detalle con él y le regaló una botella como aquella. No estaba mal, pero su paladar no está hecho para gustos refinados. Coge una cajetilla de cigarrillos, que se guarda en el bolsillo, y cierra el cajón para poder pasar y hacerse con las llaves. Sale a toda prisa para descubrir que Susana y Miguel Ángel siguen con sus menesteres.

Cuando llega a la altura de Álvaro, el ascensor se detiene en la quinta planta y es Dolores quien baja de él. Grita como la protagonista de una película de terror cuando ve a su hijo en el suelo y se acerca a ellos corriendo.

—Ha bebido un poco más de la cuenta —añade quitándole importancia—. No te preocupes.

Dolores se agacha a verlo y zarandea la cabeza de su hijo inquieta.

—¿Y ese golpe que tiene en la frente?

—El golpe… —titubea Tadeo—. Como está borracho, perdió el pie y se dio un golpe.

—¿Y si tiene un derrame? —cuestiona angustiada, abofeteando a Álvaro para que reaccione.

—¿Cómo va a tener un derrame, mujer? Espero…

***

Teresa nunca esperó tal recibimiento por parte de los trabajadores del hotel, quienes al verla muchos dejaron sus puestos para darle un abrazo. Había permanecido tanto tiempo oculta tras la sombra de Miguel Ángel que llegó a creer que formaba parte del mobiliario del mismo hotel. Recuerdos vienen a su mente con los nombres de los recepcionistas, a quienes había ayudado a solucionar algunos problemas detrás del mostrador, o de las camareras de piso, a quienes por pura curiosidad se había acercado para que le enseñaran a hacer camas tan perfectas. De la cocina salen los chefs, a los que, con pesar, tiene que admitir que no los recuerda todavía, pero que pronto lo hará. Se emociona porque no es tan invisible como se piensa.

—¡Mamá!

Natalia la llama gritando desde la puerta principal y Teresa al oírla busca el sonido de su voz. Sus cuerpos chocan, felices y ansiosos, demandando el contacto que por semanas les ha sido privado, y se abrazan. De la fuerza del impacto, Teresa pierde el equilibrio y trastabilla. Joan la sostiene antes de que caiga al suelo.

Natalia llora, Teresa llora y la mitad del personal llora también. El policía se permite unos segundos para deleitarse con la escena y saborear el matiz agridulce, pues sabe que no todas las historias acaban bien.

En la entrada del hotel, Raquel aguarda con una sonrisa sincera. Muerde su labio inferior aguantando las lágrimas y está con las manos en los bolsillos. Desde las escaleras, algunos clientes observan sin entender qué es lo que está ocurriendo.

Se aproxima Raquel, tímida, y cuando Teresa le devuelve la sonrisa, la estrecha entre sus brazos con Natalia entre ellas.

—No sabes lo mucho que me alegro de verte. No te puedes hacer ni una idea —confiesa Raquel al cabello de Teresa.

—Gracias, Raquel.

Aquel tumulto de gente poco a poco vuelve a sus puestos de trabajo, más felices que antes sin duda alguna. La calidez ha inundado la recepción del hotel Flor de Azahar acompañada de la risa de Natalia, que se escucha por toda la entrada e invita a unirse a ella. El momento se siente adecuado, el regreso de una pieza perdida de un puzle se siente correcto.

El buen ambiente se propaga, pero no logra alcanzar cada rincón. Hace varios minutos que el ascensor ha llegado a la planta baja con Dolores, Francisco y Tadeo en su interior. Dolores, asombrada y boquiabierta, se mantiene paralizada al lado de su marido, que con taimados ojos de caimán observa la escena. Tadeo suda por todos los costados y mira en dirección a las escaleras pensando en los dos amantes. El viejo le murmura unas palabras a su escolta, quien asiente de inmediato y abandona el ascensor. Cuando las puertas se cierran, Tadeo se acerca con un amago de sonrisa que Joan identifica como preocupada.

—Teresa —susurra Tadeo—, me alegro de tu regreso. Nos tendrás que contar qué te ocurrió.

—Hay muchas cosas de las que hablar, desde luego.

Devuelve la atención a su hija, no sin antes hacer contacto visual con Joan queriéndole transmitir que recuerda el segundo motivo de su regreso.

—Teresa, Francisco quiere verte en su despacho.

Se sorprende al escuchar aquello, pues no ha sido consciente de que ya la han visto. En cuestión de segundos, la sorpresa se torna indignación al darse cuenta de las prisas del viejo; ya se imagina para qué la busca. Joan no se pierde la mueca de disgusto de Raquel cuando escucha el nombre de su padre.

Natalia no deja de abrazar a su madre y de decirle que la quiere. Un carraspeo fingido a sus espaldas la enerva.

—¿De verdad, Tadeo? ¿Quiere que vaya ya? ¿No puede esperar? He estado dos semanas sola sin recordar a nadie. Que se espere —sentencia Teresa.

Por las expresiones de Raquel y Tadeo, Joan deduce que Francisco no debe estar acostumbrado a esperar. Se pregunta si Teresa recuerda esto o simplemente se va a excusar con la falta de memoria. Contraria a sus palabras, Teresa es breve con su hija, prometiéndole que esa noche dormirán juntas y se pondrán al día. Le guiña un ojo, cómplice de muchos secretos, y con cara de perro con malas pulgas acompaña a Tadeo hacia el ascensor arrastrando sus pies.

—¿Quién es usted? —pregunta Raquel con tono amable.

Natalia sonríe a Joan con reconocimiento, pero no contesta por él. Intuye que Teresa ya le habrá advertido de que no dé muestras de conocerlo públicamente por el bien de ambas.

—Soy Joan Martí, inspector de policía. Estuve llevando el caso de la desaparición de Teresa. Cuando puedan, me gustaría hacerles unas preguntas, formalidades para el informe.

—¿Voy a ser interrogada como en las pelis? —cuestiona juguetona Natalia, moviéndose hacia delante y hacia atrás sobre sus pies.

—También necesitaré tu testimonio, bonica —añade guiñándole un ojo, tal y como había hecho su madre.

En el instante en que levanta la vista para mirar a Raquel, ya no hay pizca de la simpatía que antes mostraba con su cuñada, ni siquiera la que ha utilizado para averiguar su identidad. Su boca se convierte en una línea recta y sus ojos destilan hostilidad. Siente la necesidad de andar con pies de plomo y su sexto sentido manda señales a su cerebro.

—Así que cuando tu madre, tu padre o tu tía, si quiere, puedan — añade Joan—, hablaremos todos.

Los hombros de Raquel se relajan y la tranquilidad regresa a su rostro.

—¿Le gustaría cenar con nosotros? Como agradecimiento por sus servicios prestados —aclara Raquel—. A todos nos gustaría.

Joan acepta encantado. Nunca habría esperado semejante giro de los acontecimientos.

***

Tadeo mira con cautela a Teresa, puede comprender su enfado por separarla de su hija, pero no se hubiese imaginado haciéndole esperar al viejo. Nadie le hace esperar.

Ella ha cambiado, ya no quedan restos del comportamiento que hubiera tachado de sumiso y amargado. La falta de memoria saca a relucir su antiguo yo, más desinhibido y seguro de sí mismo. Teme que cuando llegue el momento de encontrarse con Miguel Ángel brote su miedo y le impida seguir su plan.

—¿Siempre haces caso a todo lo que dice el «gran jefe»? —cuestiona con sorna.

El hombre tarda en reaccionar. Está con los nervios de punta, muy incómodo y sudoroso. Afirma distraído sin mirarla, pero Teresa vuelve a insistir porque no es el tipo de respuesta que busca.

—¿Alguna vez te ha ordenado algo que no quisieras hacer?

—¿Quién está de acuerdo con su jefe siempre? —contesta a la defensiva—. Eso es imposible.

—Yo no pregunté eso —especifica Teresa—. Yo te pregunto si has cumplido órdenes que te han hecho sentir violento de algún modo.

Se estudian el uno al otro, ella intentado adivinar la respuesta y él desorientado como un cervatillo por las luces de los faros de un coche.

—¿Como hoy?

Vuelve a cogerlo desprevenido con sus preguntas, descubriendo de pronto que acostumbra a obedecer todo tipo de mandatos sin cuestionárselos siquiera. Recuerda el golpe que le ha tenido que dar a Álvaro y traga saliva.

—¿Con mi hija y conmigo?

—¡Ah, sí, claro! Es una marranada lo que hace ese hombre con todo el mundo —alega aliviado.

—¿Qué le ha hecho a los demás?

Las puertas del ascensor se abren y Tadeo se escabulle por ella, olvidando su habitual caballerosidad para evitar sus indagaciones. Le incomoda su cercanía, pues no la reconoce tan habladora e insistente.

—Me suena esta habitación —finge Teresa, aproximándose a la habitación de Álvaro—. ¿Aquí quién duerme?

Centímetros la separan de la manija de la puerta cuando Tadeo evita que la toque sosteniéndola del brazo.

—No te distraigas. El jefe te espera.

—Pero ¿ahí quién duerme?

—Cuando no está en su casa, Álvaro, tu cuñado —aclara el hombre con tono cansino.

—¿Ahora está ahí durmiendo? ¿Por eso no querías que entrara?

—¿Cómo va a estar durmiendo a estas horas? No te he dejado abrirla porque a él no le gusta que husmeen en su habitación.

«Sospechoso», piensa Teresa. Sin intercambiar más palabras, lo sigue hasta el despacho. La puerta crece conforme avanzan, al igual que su inquietud. Se repite las palabras de Joan antes de salir de su piso: mientras siguiera con la fachada de la pérdida de memoria, todo iría bien. Tadeo llama a la puerta y la abre, aunque no entra con ella. La encierra con la bestia dentro.

Es irónico que el despacho más grande de la planta sea para el único que no trabaja ya en aquel hotel. Es por descontado el más bonito de los cuatro y el más elegante en cuanto a decoración y mobiliario. Podría ser utilizado como decorado para rodar una película ambientada cien años atrás. Los muebles han sido creados por un ebanista siguiendo el modelo de la época. Se pueden ver flores de azahar grabadas por todos ellos. La biblioteca, acristalada por una parte, bordea el despacho con libros encuadernados en tela y en piel, con el brillo de obras recién impresas que nunca se han abierto y otras tan desgastadas que parecen que se vayan a deshacer con solo mirarlas. Como todo en aquel hotel, ni el polvo se atreve a llevarle la contraria al viejo. A la derecha del despacho, el ajedrez que tanto obsesiona a su suegro resplandece con luz propia. La reina blanca la mira, atenta a sus movimientos, y le susurra palabras de aliento: «No le temas al rey negro».

Teresa se siente observada y sabe perfectamente por quién. Seguiría con su fachada hasta que Francisco iniciara la conversación. Con falsa curiosidad, sigue observando el despacho como si fuera la primera vez que entra.

—Bienvenida de nuevo, Teresa. ¿Cómo te encuentras?

La estudia, la tiene bajo la lupa con la luz a máximo voltaje y procede a diseccionarla, a descuartizarla si es necesario. La manosea con la mirada, desea saber hasta el más profundo de sus secretos.

—Mucho mejor, muchas gracias. ¿Me has hecho llamar?

La reina blanca en el tablero la anima a empezar la partida.

—¿Qué ha sido de ti estas dos semanas?

—Fui a navegar con la lancha de Miguel Ángel en el puerto, tuve un accidente y caí al mar —resume Teresa.

Aguanta la mirada perforadora, que busca algún resquicio de mentira a la que agarrarse.

—¿Cómo caíste?

—No lo recuerdo, he perdido la memoria. Hay algunas cosas que no…

—Qué conveniente —interrumpe él.

Ambas partes esperan un comentario del otro. Francisco ha lanzado una provocación. La reina blanca le grita desde el tablero: «Ataca».

—Porque no recuerdo, no entiendo muchas cosas como por qué mi familia no vino a buscarme.

—Eso es cosa de Miguel Ángel, pregúntale a él.

—Qué conveniente.

Francisco sonríe divertido con la pulla.

—Desaparecieron varias cosas en mi despacho, ¿tuviste algo que ver?

Piensa en las horrorosas fotografías de Raquel, en el dinero también, pero por alguna razón está convencida de que lo único que le interesa realmente es lo primero. Su rostro se muestra imparcial a pesar de que la repugnancia le corroe.

—¿Qué te hace pensar que fui yo?

—Desaparecisteis a la vez —añade con simpleza.

—¿Por qué no me denunciaste entonces? ¿Qué te ha desaparecido tan valioso para que te molestes tanto y que a la vez no quieras que nadie lo sepa?

Sus manos se cierran sobre el reposabrazos de la silla intentando mantener la calma. Es la segunda persona en aquella tarde que se atreve a confrontarle y no es un sentimiento al que esté muy acostumbrado. Teresa aprovecha la vacilación de Francisco para reordenar sus pensamientos y dirigir sus preguntas hacia el caso. Con el ansia supurando por sus poros, con horror y con rabia, escupe veneno.

—¿Qué es lo que pasó con mi hija el otro día? Me contó que te la subiste a la silla y no la dejaste bajar. ¿Es eso cierto, cerdo asqueroso? —pregunta, mientras da un golpe con la mano abierta en el centro de la mesa sobresaltando a Francisco, quien no se esperaba ese cambio en el rumbo de la conversación—. ¡Contéstame! ¿Te atreviste a meterle mano a tu nieta?

Francisco no dice nada, tampoco puede. Se mantiene estático mirándola espantado.

—El que calla otorga, ¿no es así? ¿Entonces es cierto? —Se sujeta al borde del escritorio porque de pronto siente unas ganas de cogerle del cuello que no puede retener—. ¿Te gusta solo mi hija o te gustan todas las de su edad, las pobres criaturas que no se saben defender? ¡Contéstame, joder!

La dureza de su mirada la atemorizó muchos años atrás, cuando le hizo la entrevista de trabajo. Ni que decir de la vez que fue a su despacho con Miguel Ángel de la mano para anunciarle que Natalia venía en camino y no estaba entre sus planes abortar. Pero, en aquel momento, lo observa y no puede más que sentir repulsión y odio, hasta tal punto que no sabe si puede paralizar sus instintos de acabar con él. Se dispone a salir del despacho cuando un siseo a su espalda la detiene.

—Yo… —murmura con el rostro congestionado por la ira— yo no soy un monstruo. Yo…

La puerta del despacho se abre de improvisto, sobresaltando a Teresa y a Francisco. Con el ímpetu de un huracán, Dolores irrumpe en medio de la habitación seguida de Tadeo, que ha sido forzado a apartarse. Los gritos furiosos de Teresa atraviesan paredes y él ya no puede con tanta información en un solo día. Demasiados secretos que guardar.

Su suegra la mira, con la respiración agitada y los ojos inyectados en sangre. Incapaz de descifrar lo que piensa, se niega a desviar la mirada. Otra pieza se suma al tablero y la amenaza. El silencio es ensordecedor y Teresa advierte que no va a ocurrir nada mientras ella permanezca allí. Regresa a las sombras de donde vino y espera una nueva oportunidad para atacar.

Sus pasos se escuchan silenciosos por el ancho pasillo, los sigue Tadeo a un par de metros de distancia. Se muerde el labio concentrada, elaborando estrategias y decidiendo su próximo movimiento. Al otro extremo del pasillo, una risa estridente que conoce muy bien y que le recuerda mucho a la risa de su hija la hace volverse. Susana, sonrojada y con el pelo desarreglado, muestra una sonrisa enamorada apoyada en el antebrazo de Miguel Ángel.

Retiene la respiración, siente una presión en sus oídos y el corazón se acelera del miedo. Ha estado pensando toda la mañana en aquel momento, en cómo reaccionaría su marido con su vuelta o si se vería capaz de enfrentarlo y hacer como si nada hubiese ocurrido. Nota dolor en su rostro, en sus muñecas y en su estómago. Son los golpes que su mente no quiere que evoque, pero que la advierten de que no le conviene tenerlo cerca. Un velo invisible la envuelve, forma parte de su ser, es ella misma. Y también le duele. Todavía no la han visto, siguen buscándose en los ojos del otro. Nadie habla en aquel pasillo y Teresa oye con claridad los insultos que alguna vez le dedicó dentro de su cabeza.

Quiere volverse pequeñita, fundirse con la tierra, desaparecer. Tadeo observa extrañado sus ojos verdes asustados y el temblor de su labio inferior. Piensa en su propia mujer: si lo hubiese visto con esa actitud cómplice y cariñosa con su cuñada, ella ya le estaría pegando con el bolso hasta hacerle saltar los dientes. Teresa se imagina a Joan junto a ella, sus cálidas palabras de aliento. No va a dejar que Miguel Ángel la anule, otra vez no.

La primera en reparar en ella es Susana, que se detiene en medio del pasillo con un grito ahogado y se le cae el bolso de mano al suelo. Miguel Ángel, sobresaltado, mira en su dirección y, al ver a Teresa, se acerca a ella con los ojos como platos.

—Teresa, ¿qué haces aquí?

«Valiente y decidida», se dice mientras deja que la alcance pese a sus impulsos de salir corriendo. «Recuerda que has perdido la memoria».

—¿Eso es lo único que se te ocurre preguntarme después de haber desaparecido? ¿Acaso me buscaste?

Su voz tiembla, pero si le preguntan dirá que es por enfado, no por miedo. Sus preguntas y el tono atacante de su voz sorprenden a Miguel Ángel más que haberla visto aparecer de repente. Intenta sonar calmado, aunque por dentro lo único que desea es empujarla contra la pared por hablarle así.

—¿Por qué me hablas de esa forma? He estado muy preocupado por ti —comenta, fingiendo estar dolido para ocultar su rabia—. Te estuve buscando y al no encontrar tu cuerpo en el mar, te dieron por muerta. ¿Te puedes hacer una idea de lo mal que lo hemos pasado Natalia y yo?

Reconoce las brasas en su mirada, el fuego lento que lo consume cuando quiere golpearla. A los demás puede engañarlos con sus mentiras, pero no a ella, que lo conoce como la palma de su mano.

—¿Por qué me miras así? —se dirige a su hermana—, ¿no te alegras de verme?

—Claro que me alegro —se apresura a añadir—. Solo me has pillado desprevenida. De veras que me alegro.

Las mismas palabras de Raquel, que en boca de Susana no suenan sinceras y la destrozan por dentro. Quiere regresar con su hija, abrazarla de nuevo.

—¿Dónde estabas? ¿Qué ocurrió?

—Tuve un accidente con la lancha, me di un golpe y caí al mar —relata—. Me encontraron en la playa y me llevaron al hospital. Cuando desperté ya habían pasado días y no recordaba nada. Aún tengo lagunas, no recuerdo muchas cosas. Ahora quisiera volver con mi niña, vosotros ya veo que os habéis acompañado muy bien mientras no estaba —insinúa mordaz.

Antes de que puedan detenerla, se cuela por la salida de emergencias y baja las escaleras a toda prisa. Detrás los deja reflexionando en silencio cómo utilizar la amnesia de Teresa en su propio beneficio.

El ansia la lleva a la segunda planta y se sienta en los primeros peldaños del rellano. Se muerde las uñas como cuando era pequeña y nota que su cerebro se convierte en un avispero. Suena su móvil, asustándola, y contesta antes de que alguien pueda escucharlo.

—¿Quién es?

—Soy Joan. ¿Dónde estás? ¿Va todo bien? —le pregunta preocupado.

La imagen de Miguel Ángel aparece con tanta claridad como si lo tuviera delante, se le encoge la garganta y el estómago se vuelve del revés. Está contenta por cómo ha mantenido la entereza suficiente para no mostrar sus sentimientos, pero ya no puede frenarlos.

—La verdad es que no —susurra a duras penas con la voz compungida.

—¿Dónde estás? —repite Joan.

En pocos minutos, está delante de ella. No ha querido levantar sospechas, así que ha optado por elegir las escaleras en lugar del ascensor. La encuentra sentada ocultando su cara con las manos, con una actitud derrotista. Al oírle llegar, levanta la mirada y su primer impulso es abrazarlo para esconderse. No lo hace.

—¿Qué ha pasado?

Teresa es breve y concisa. Le narra el interrogatorio improvisado a Tadeo, la partida de ajedrez figurada contra Francisco y su encuentro con Miguel Ángel y Susana.

—Vaya, eso sí que son novedades. ¿Qué dijo Dolores? ¿Os oyó discutir a Francisco y a ti?

—Por su cara, te podría decir que sí. Pero mi suegra siempre me mira con cara de haberse atragantado con una nuez.

—¿Con una nuez? —pregunta frunciendo el ceño.

—Con cáscara —añade Teresa, como si con eso lo explicara todo.

Joan se carcajea imaginándolo y consigue sacarle una pequeña sonrisa contagiosa. Más tranquilo, se agacha para ponerse a su altura y la coge de sus manos para infundirle ánimo.

—¿Y Miguel Ángel?

No contesta, no le hace falta. Teresa tiene escrito por toda la cara que está aterrorizada.

—Lo estás haciendo muy bien. Como se enteren en la comisaría, me quitan la placa y te la dan a ti. Estoy convencido de ello.

—¡Venga ya!

—¡Lo digo en serio! Ahora que ya te has tomado un respiro, ¿estás preparada para el segundo asalto?

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9788419092724
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