Kitabı oku: «Torre blanca, rey negro», sayfa 6

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Viernes, 17 de abril a las 20:12 h.

Las tardes se le hacían eternas después de las clases. Como la jornada laboral de su madre.

Javier salía del colegio todos los días y se dirigía a la cafetería donde trabajaba hasta que esta acababa a las ocho. Aunque últimamente no salía hasta bien pasadas las nueve. Aprovechaba la tarde para acabar sus deberes y estudiar en una de las mesas más apartadas y más tranquilas lejos del ruido. Debía darle gracias a la jefa de su madre por permitirlo, así se lo decía ella. Él no encontraba momento para decirle que era una aprovechada.

El buen tiempo lo invitaba a salir a la calle con sus amigos cuando venían a recogerlo, pero su madre no se lo permitía ante la posibilidad de que le pasara algo malo. El Butoni acechaba.

Al lado de las puertas de la cafetería, apoyado en la pared, Javier miraba a la gente pasear.

—Pero mira a quién tenemos aquí, ¡qué chico tan guapo! —exclamó una señora de la edad de su abuela.

—¡Y qué alto! —le contestó la otra.

La primera le tocó la cara, cogiéndole el moflete y apretándolo. Javier aguantó con expresión de disgusto a que la mujer acabara. Las conocía, eran clientas habituales del bar que siempre dejaban buenas propinas a su madre.

Ninguno de los tres se percató de que estaban siendo observados por dos pares de ojos al otro lado de la acera. El chaval fue el primero y cuando ambas mujeres se alejaron, cruzó la calle para encontrarse con ellos.

—Menudo magreo te han metido.

Él asintió distraído mirando sus pies. Su resignación le trajo a la mente viejos recuerdos que latían por ser rememorados.

«Tú te vienes con nosotros», pensó.

***

Teresa ha conseguido librarse de la presencia de Miguel Ángel el resto de la tarde. Sabe que no tardará en encontrarla y que la buscará en la noche después de la cena. Le pedirá explicaciones, detalles para ver si le está mintiendo y, luego, considerará creerla o no. Tiene miedo.

A su hija, más parlanchina que nunca, parece que le hayan dado cuerda y consigue distraerla a veces.

—Mami, tengo tantas ganas de que llegue la hora de la cena.

—¿Y eso?

—Pues porque tengo muchas ganas de estar contigo.

—Yo también, cariño.

Se han duchado y visten batas rosadas a juego que compraron juntas en una tienda. Natalia insiste en que deben arreglarse para aquella cena en su honor y Teresa no puede tener menos ganas. Intenta trenzar su pelo, que al ser tan fino, se escurre entre sus dedos.

—Cariño, ¿qué tal todo por aquí? ¿Qué pasó mientras yo no estaba?

Natalia frunce sus ojos, haciendo memoria, y niega con la cabeza después de unos segundos.

—No mucho. Ya te lo conté.

—Háblame de papá —puntualiza Teresa.

Los hombros de la niña se tensan y la alegría que siempre la acompaña amaina. Por la cabeza de Teresa desfilan multitud de ideas que no quiere pronunciar. Despacio, con mucho tiento, como quien tiene miedo de romper algo muy frágil, Natalia se da la vuelta para mirarla.

—Mamá, papá es muy raro.

—¿Por qué dices eso? —Intenta utilizar un tono pausado y tranquilo, no quiere alertar a su hija.

—Papá sigue insistiendo en que vaya a hacer los deberes a su despacho. No me gusta su despacho, huele raro.

—Eso no tiene nada de malo. Tampoco es tan extraño —respira aliviada Teresa.

—¿Sabes lo que es raro? Me quiso dar chocolate con almendras — le cuenta Natalia mordiéndose el labio.

Teresa no necesita más de dos segundos para saber qué es lo que le disgusta a su hija.

—Eres alérgica a las almendras, ¿en qué estaba pensando? Lo sabe de sobra.

La pequeña respira aliviada y se recompone de la decepción que había estado sintiendo desde hacía días a causa de la insistencia de su padre con la chocolatina.

—¿Sabes lo que me dijo además? Que no fuera mentirosa, que ese es mi chocolate preferido y me lo tenía que comer —añade molesta.

—¿Por qué haría eso?

Natalia se encoge de hombros y cambia el tema de conversación, dirigiéndolo hacia la ropa y sus amistades del colegio.

—Cariño, necesito hablar contigo de un tema importante. Es sobre tu padre y yo.

—¿Os vais a divorciar?

«Algún día», piensa ella esperanzada. Descubre con sorpresa que Natalia no le da la importancia que pensó que le daría. La ve echarse agua de colonia de una botella anaranjada y segundos después la habitación huele a mandarinas.

—¿Por qué lo preguntas?

—No os queréis —resalta lo obvio—. Ya ni me acuerdo de cuándo nos reímos la última vez. Se ríe mucho con la tía Susana ahora.

Tantas emociones por sentir que la traición de su hermana guarda su turno en la cola y todavía no ha tenido tiempo de analizarla. Para Teresa no significa nada que Susana se haya acercado a Miguel Ángel, ni siquiera que se haya acostado con él. Lo que de verdad le duele es ver la falta de alegría que ha mostrado horas antes al verla después de haber desaparecido.

—¿A ti te gustaría vivir conmigo lejos de este hotel?

Natalia la mira extrañada.

—Esto ya me lo preguntaste antes de que te fueras. Papá está bien, no me necesita. Tú sí.

Teresa se aferra a su cuerpecito y le llena la cara de besos.

«¿Preparada para el segundo asalto? Ahora sí».

***

Miguel Ángel camina de un lado para otro en su despacho. Ha estado buscando a Teresa después de haber hablado con ella en el pasillo. Le había dado diez minutos de ventaja y la muy escurridiza se las había ingeniado para desaparecer por el hotel. Piensa que no debe recordar muchas cosas si está actuando tan imprudente.

La vuelta de ella complica mucho sus planes, pues si bien disfrutaba su tiempo con Susana, tendría que volver a ser más comedido en sus encuentros para no suscitar rumores. Con lo bien que le había venido que desapareciera del mapa.

Susana lo ve reflexionar en silencio, perdido en su propio mundo, mientras ella piensa en el suyo propio. Su hermana ha vuelto, es un hecho. No significa que la relación entre ellos tenga que cambiar. Miguel Ángel, su fiera indomable, le haría ver a Teresa que ya no la ama y que se tendría que marchar del hotel.

—Susana, después de la cena te irás a casa.

—¿Perdona? —pregunta ofendida.

—Teresa sigue siendo mi mujer, y por mucho que nos pese, sigue viva. No seas niña.

—Ya le ponías los cuernos antes de que desapareciera, ¿qué sentido tiene lo que estás diciendo?

Miguel Ángel siente hervir la sangre, aunque en el exterior no lo muestre. Susana no conoce tanto su temperamento como Teresa, y esta vuelve a la carga con sus quejas problemáticas. La besa con ira y con violencia mientras la sujeta del cuello.

—Nos separaremos por un tiempo, esa es mi última palabra.

***

Álvaro ha despertado hace una hora. La cabeza le daba vueltas, en parte por el alcohol y en parte por el golpe. Su madre le ha dejado encima de la mesilla de noche galletas de miel y un vaso de leche al lado de un paracetamol. Antes de que se fuera, estuvieron hablando y qué fortuna la suya que siempre se pierde los mejores momentos. Teresa ha regresado y él se ha alegrado por la niña, quien sin su madre parecía un pollito perdido en busca del amor que su padre no sabe darle.

—Mamá, es una buena noticia, ¿por qué no te alegras? —le ha preguntado extrañado.

—Esa mujer nos trae la ruina desde que entró en nuestras vidas.

—Pero ¿qué dices, mamá? —protestó horrorizado—. ¿Cómo puedes hablar así de la madre de tu nieta? Teresa es una buena persona. Deberías alegrarte por ella, y si no por ella, por Natalia.

—Yo sé lo que me digo.

Álvaro suspira resignado recordando la conversación. Se levanta de la cama con intenciones de bajar al comedor privado, pero al verse en el espejo con el traje arrugado y la cara pálida, decide que lo mejor es darse una ducha.

Media hora más tarde y con un atuendo cómodo y lo suficiente elegante para la ocasión, se dispone a salir de su habitación y dirigirse al comedor. Se encuentra en el pasillo, en dirección hacia el ascensor, cuando un olor familiar se adueña de su nariz. Un olor que le transporta a su niñez, un olor que le recuerda a su padre, a las meriendas en la plaza de la Reina en verano y a las riñas en su despacho después del desayuno, a su aliento y sus reproches. Huele a malta recién preparada. Álvaro busca la fuente de ese aroma y la halla en la otra punta del pasillo, en el interior de una taza blanca procedente de la cocina del hotel.

Su madre golpea la puerta, firme y segura, y no espera respuesta. Le escucha gritar, mas no entiende el qué. La esencia y los gritos le traen a la mente los momentos antes de que él se desmayara, todas las palabras que le dirigió y el golpe de Tadeo. El miedo, tan ligado a la imagen de su padre, lo anula por completo alimentándose de todos sus movimientos y del hambre que ha sentido al pensar en la cena. El miedo se ha apropiado de su cuerpo y, sediento, le pide alcohol.

***

Se presenta con quince minutos de antelación en aquel elegante pero acogedor comedor. Los camareros, con un clásico uniforme blanco y negro, se mueven frenéticos siguiendo las órdenes del maître. Se queda embobado admirando la considerable altura del techo y la enorme lámpara de araña decorada con cientos de cristales y numerosas bombillas. Los manteles de tela, blancos como la nieve, hacen resaltar la cubertería de plata y las servilletas de color verde musgo convertidas en flores. Encima de cada mesa, un pequeño candelabro con velas decora la estancia haciéndola más acogedora. A un lado de la sala, un enorme mueble antiguo con un excelente estado de conservación guarda la vajilla, y en la pared de enfrente, una barra americana que comunica con una cocina insonorizada. Cada vez que se abre la puerta, se escapa el ruido de las cacerolas y los gritos del chef.

El comedor cuenta con catorce mesas, de las cuales siete están ocupadas por comensales que hablan en voz baja o comen en silencio. Entre muecas de satisfacción, degustan los platos que tienen al frente. Intenta buscar una cara amiga entre la gente y la única que encuentra es la de Miguel Ángel sentado en uno de los taburetes frente a la barra. Nunca se han visto, aunque Joan lo reconoce por las fotografías de su pizarra. Observándolo desde la distancia con su porte seguro y altanero, no le cuesta imaginar el tipo de persona que es en la intimidad. Consigue caer bien sin esfuerzo y no se oyen más que halagos y admiración de él; sin embargo, todo se queda en la superficie. Si te detienes a observar más allá de la imagen que te quiere dar de sí mismo, se mostrará ante ti sin que hagas un esfuerzo. Una de las cosas que detesta de su trabajo es encontrar personas como él, personas que encajan dentro de un círculo sin levantar sospechas y terminar descubriendo que vende droga a menores en las discotecas de moda o que maltrata a su mujer.

Joan se dispone a regresar a la recepción cuando una voz le llama. Miguel Ángel se acerca con una sonrisa plasmada en el rostro y lo saluda.

—Debes de ser Joan. Te puedo tutear, ¿verdad?

Joan estrecha su mano, imaginando cómo con la misma habría golpeado a Teresa más de una vez, y se obliga a no pensar en ella para no darle un puñetazo.

—Sin problema —afirma con una mueca de circunstancias.

—Mi hermana Raquel me ha enviado a recibirte. Ella vendrá un poco más tarde, ha tenido que irse un momento a casa. No tardará en llegar. Si me acompañas —añade, al mismo tiempo que le da unas palmadas en el hombro.

Jovial y dicharachero, lleva el rumbo de la conversación, quejándose del tiempo de locos que hace en Valencia para luego hablar del tráfico. Le guía a través del restaurante, cediéndole el paso a los camareros y saludando a algunos de los clientes. Joan no sabe a dónde le lleva hasta que ve una portezuela a la derecha del mueble que guarda la vajilla y que se encuentra oculta tras unas cortinas burdeos de rieles dorados. Al otro lado, una sala más pequeña que la que han dejado atrás les invita a sentarse frente a la mesa rectangular de copas centelleantes. El ascensor de puertas relucientes al final de la habitación desentona en aquel lugar. Joan cuenta quince sillas y Miguel Ángel, como si supiera lo que está pensando, le informa.

—Tranquilo, no vamos a ser tantos. En verdad —frunce los labios en una expresión extraña—, vamos a ser menos de los esperados. Sentémonos al lado del minibar, hablemos un poco antes de que venga el aquelarre.

Miguel Ángel insiste en ofrecerle una copa de vino, un especial reserva; la ocasión lo merece. Aun así, Joan declina la oferta, está trabajando, pero omite ese detalle para no alertar al maltratador. Desvía su atención, admirando el gusto con el que había sido amueblado y decorado el hotel.

—Ante todo, me gustaría darte las gracias por traernos a Teresa de vuelta. —Su voz se escucha honesta, aunque la rigidez de su cuerpo indica todo lo contrario—. Nos temimos lo peor. Muchas gracias.

—Es mi trabajo, y ya que lo menciona, debo hacerles unas preguntas de rigor. Las hubiera hecho más tarde, sin embargo, no me he podido hacer con ustedes antes.

—Tutéame, por favor —pide Miguel Ángel.

—De acuerdo, pues te voy a hacer unas preguntas…

—Por favor —interrumpe—, cuéntame antes, ¿qué pasó con Teresa? ¿Qué recuerda?

Se llena una segunda copa de vino esperando respuesta, sonriendo y despertando la irritación de Joan.

—Teresa apareció sin conocimiento en la playa de la Malvarrosa el jueves 23, a las 19:00 horas. La descubrió una corredora que entrenaba y fue llevada al hospital más cercano. Encontraron magulladuras en barbilla, hombro, brazo y muñeca del lado derecho.

Hace una pausa intencionada y lo analiza. Miguel Ángel mira al suelo con la copa entre sus manos recordando cómo aquella mañana habían discutido y, en el calor de la disputa, la aprisionó contra la pared. Había vuelto a empecinarse con el tema del divorcio y él solo quería apagar su voz.

—Como no llevaba la documentación encima y nadie parecía buscarla, no pudimos localizar a los familiares.

—Eso no es cierto, yo puse una denuncia por la desaparición.

Joan enarca una ceja, incrédulo ante la desfachatez de aquel hombre. Si bien se sintió mal al colocar un sistema de rastreo en el bolso de Teresa —sin que esta lo supiera— la última vez que estuvieron juntos, no se arrepintió luego, cuando en la noche del jueves la buscó por su móvil y la encontró en el hospital. Pidió estar al cargo del caso y, aunque al principio se mostró reticente a confiar en el comisario, terminó revelando que Teresa estaba involucrada indirectamente en la desaparición de los niños. Le permitió entonces llevar su caso y tenerla vigilada. Por eso sabía que nadie de la familia Beltrán había puesto una denuncia de su desaparición, nadie se molestó en buscarla y, por sus caras al verla, nadie se había esperado que volviera a aparecer.

—¿Me puedes decir en qué comisaría hiciste la denuncia para hacer el seguimiento? Lo necesito para el informe.

—¿Valdría de algo? Seguro que se tapan el culo unos a otros.

Joan insiste y tras dudar unos segundos, nombra la comisaría en la que él mismo trabaja. Sonríe para sus adentros, Miguel Ángel está cogiendo la pala para empezar a cavar su propia tumba y ni siquiera es consciente de ello.

—Teresa perdió la memoria, ¿qué recuerda?

—Contéstame antes a una pregunta. Unos pescadores encontraron tu lancha dos días después del accidente, avisaron a la guardia costera y ellos a ti…

Miguel Ángel no le deja acabar adivinando la pregunta.

—En cuanto me avisaron pregunté por mi mujer, suponiendo que había sido ella quien la llevaba. Pero tampoco podría haberlo sabido. Me dijeron que no había signos de ella en el barco. Se podía haber ido en coche a ver a las amigas, ¡qué sé yo! La lancha podría haberse soltado del embarcadero. Últimamente la coge mucho mi hermano y es algo descuidado.

Joan asiente escéptico.

—Sobre sus recuerdos, tendrás que preguntarle. Permaneció dos días en coma y, cuando despertó, no sabía ni su nombre. No fue hasta esta mañana que pudo recordar a su familia.

—Entiendo.

Las puertas del ascensor se abren y de él sale Dolores, elegante, con un traje de chaqueta de color añil. Un broche en forma de abeja, adornado con perlas, lanza destellos sobre la solapa. Miguel Ángel recibe a su madre para evitar más preguntas, pues nota que Joan desconfía de sus palabras.

—Mamá, ¿qué te has hecho? Estás guapísima.

Dolores ríe contenta por los halagos. Unos pasos más atrás, Joan se acerca a ellos para apreciar lo mucho que se ha acicalado. Le parece sospechosa su actitud, ya que en la recepción demostró no estar muy contenta con el regreso de su nuera.

—¿No tendrás calor con esa chaqueta?

La intuición de Joan le cuchichea a la oreja y le dice que esconde algo. La mujer se niega en rotundo entre risas por los chascarrillos de Miguel Ángel.

—Mamá, te presento a Joan. Es el policía que nos ha traído a Teresa.

Dolores palidece bajo el maquillaje y, con una risita nerviosa, corresponde el saludo que Joan le ofrece. Su mano sudorosa tiembla con la suya.

—El azul le queda muy bien.

Dolores quiere agradecerle el cumplido, pero el tembleque no la deja hablar.

—Mamá, Joan te va a hacer unas preguntas sobre Teresa. Yo mientras voy a hacer unas llamadas.

Joan reconoce el pavor en los ojos de Dolores; le ocurre con frecuencia cuando los demás saben cuál es su profesión. No le da importancia.

—Por favor, no se altere. Son solo unas preguntas de rigor, nada más. No la voy a meter en la cárcel —bromea en un intento de relajar el ambiente.

Al contrario de lo que cree Joan, aquello solamente sirve para agitarla aún más.

—¿Sospechó que Teresa había desaparecido?

—Bu… bueno, no. No lo sé. Probablemente.

—¿Podría ser más concreta? —pide Joan.

Dolores carraspea y se le queda mirando con sus ojos claros, tan claros que Joan imagina por un segundo cuántos suspiros habrá robado a lo largo de su vida.

—De repente una noche no vino a cenar y le siguió otra. ¿Por qué dejó de venir? No lo sé. Mi hijo y ella no están en su mejor momento. Quise pensar que se había marchado y ya nunca más volvería.

—¿Qué quiere decir con que no están en su mejor momento?

Se muerde el labio, percatándose de que los nervios le han jugado una mala pasada, e intenta enmendar su error.

—Bu… bueno, lo que quise decir es que, como cualquier matrimonio, tienen sus discusiones.

—¿Por qué se marcharía Teresa para nunca más volver si era una discusión normal?

Traga saliva sin percatarse de ello y gira sus anillos en un intento de aparentar tranquilidad.

—Puede que discutieran más de lo normal. Teresa tiene un carácter complicado, usted ya me entiende. Mi pobre hijo ya no sabe qué hacer para lidiar con ella.

—No lo entiendo —añade Joan con más dureza de la que pretende—, ¿me lo puede explicar?

—Teresa empezó a sentirse mal hace unos meses. Mi hijo la llevó a ver a una amiga suya, una psiquiatra, y le recetó una medicación muy fuerte. Descubrimos que se intentó quitar la vida, aunque fracasó en el intento.

Ante aquella respuesta inesperada, Joan se queda sin palabras. Es la primera vez que escucha esa información, Teresa nunca le había mencionado tener intenciones de quitarse la vida. Baraja la posibilidad de que haya sido una estratagema de Miguel Ángel para explicar su desaparición.

—Necesitaré que me den los datos de la psiquiatra.

—Pídaselos a mi hijo, yo no los sé.

Saca una pequeña libreta del bolsillo trasero que siempre lo acompaña en todas sus investigaciones y en la que anota lo más importante.

—Si intenta suicidarse, razón de más para que denunciaran su desaparición, ¿por qué no lo hicieron?

—¿De qué nos está acusando? Mi hijo puso una denuncia.

Joan asiente y vuelve a apuntar en la hoja. Dolores aprovecha para levantarse y abandonarlo con una excusa, desapareciendo por la misma puerta por la que minutos atrás se ha marchado su hijo. El ascensor vuelve a abrirse, esta vez con Teresa y Natalia en su interior. Cogidas de la mano y ajenas a Joan, siguen inmersas en su charla. Teresa ha conseguido, después de muchos intentos, trenzar el cabello de su hija y la acaricia apartando algún pelo que se ha soltado. Joan mira la escena enternecido.

—Buenas noches, señor invitado —saluda Teresa, tranquila de verle allí.

—¡Hola, señor invitado! —exclama Natalia con una sonrisa juguetona.

—Está usted muy guapa esta noche, señorita Natalia.

—Mi madre más.

Se lleva una mano a la barbilla y simula estar meditando. Natalia danza entre ellos y se ríe de las expresiones de Joan. Teresa niega con la cabeza y le imita.

—Pero mira a quién tenemos aquí. ¿Se puede tener a una hija y a una esposa tan guapas como estas?

Miguel Ángel irrumpe en el comedor privado como un vendaval seguido por Dolores, Raquel y Susana. Al llegar a la altura de Natalia, la sostiene por debajo de los hombros y la levanta en volandas girando sobre ellos dos veces. Natalia, feliz por el momento, quiere abrazarlo, pero antes de que pueda conseguirlo la deja en el suelo. Del mismo modo, igual de efusivo, se acerca a Teresa y, estrechándola entre sus brazos, le estampa un sonoro beso en la mejilla. Solo Joan y Natalia pueden ver el horror reflejado en su cara en unos breves segundos que ambos tardarán en olvidar. Por un instante, proyectan la imagen de familia perfecta. Una imagen que Miguel Ángel le intenta vender a Joan y que este no le compra.

Raquel le da un apretón cariñoso a Teresa en el antebrazo y saluda a Joan con una sonrisa. Luego halaga el peinado de Natalia rozando las hebras de su cabello y la coge por los hombros en un medio abrazo para tomar asiento en la mesa. Alejada, en una de las esquinas del comedor, Susana mira la escena con un deje de amargura de quien recela de su propia hermana y sí compra el cuento que Miguel Ángel vende.

—Me temo que mi marido y mi otro hijo no se encuentran bien, por lo que no nos honrarán para la cena —informa Dolores con tono vacilante—. Tendrá que volver en otro momento para hablar con ellos.

—No hay ningún problema. De todas formas —pronuncia mirando a cada uno—, solo me falta preguntarles a ellos dos y a Susana Roig.

Derrochando confianza y desparpajo, se amarra a su brazo y le contesta coqueta.

—Yo te respondo a todo lo que tú quieras, cariño. Será agradable estar al lado de un hombre tan guapo como tú, pero antes descríbeme tu uniforme. Me gustan los altos cargos.

Un alma traviesa y burlona como la de Susana se divierte incomodando a más de uno en la sala. El primero Miguel Ángel, que tenso cual cuerda de piano, organiza los asientos de todos dejando uno frente a otro.

—Vamos, Miguel Ángel, tú has recuperado a tu amor perdido, deja que los demás encontremos el nuestro.

Algunos recuerdos han empezado a regresar a cuentagotas durante toda la tarde. Como el carraspeo casual de Miguel Ángel y al tic nervioso que tiene al rascarse la oreja izquierda de tanto en tanto. Tics que no traen nada bueno.

Teresa quiere advertir a su hermana del peligro, con sus provocaciones no va a conseguir nada más que enfurecerlo. Está inquieta, siente que los envuelve un ambiente pesado, pero son sensaciones que solo ella nota porque conoce a la bestia que acecha en un rincón de la sala con la copa en la mano.

Se van sentando alrededor la mesa, intercambiando palabras y alguna risa. Un par de camareros entran silenciosos y sirven los entrantes. El delicioso aroma consigue hacerle la boca agua. No sabe qué es lo que tiene delante, así que pregunta curioso a Dolores a la espera de que esta le desvele el misterio. No le contesta, se limita a animarle a que pruebe bocado y lo descubra. Espera con impaciencia disimulada a que todos tengan su plato delante para comenzar. Susana intenta llamar su atención con comentarios que, lejos de ser inocentes, intentan incomodarlo. A él le resbalan, pero Miguel Ángel está más pendiente de ellos que de lo que le está contando Natalia y le molestan. Se deshace en elogios con el primer bocado y Dolores asiente llena de orgullo, como si hubiese sido ella misma la que ha preparado el plato. Joan observa que, en su lado de la mesa, se ha convertido en el protagonista de la cena. Sobre él recae la mirada celosa de Miguel Ángel por acaparar todo el interés de su madre y de su amante. A su lado, Raquel y Teresa hablan entre ellas, y Natalia, aburrida por no poder conectar con su padre, juguetea con las migas del mantel.

Llegan los postres y con ellos las tartas más dulces. Sin quererlo, la cena se ha convertido en un pequeño banquete. Raquel se recuesta en el respaldo de la silla, entre suspiros, y hace una broma sobre su peso y que su coche no podrá llevarla a casa. Teresa ríe, libre y relajada después de haber estado tensa durante un rato. Joan no puede evitar sonreír al verla y, antes de que pueda evitarlo, Miguel Ángel lo ha visto.

—Bueno, bueno… Tenemos a un invitado entre nosotros que nos ha estado llenando de preguntas y del que no sabemos nada —añade petulante, aferrándose a la mano de Teresa—. Cuéntanos algo de ti: ¿dónde trabajas?, ¿estás casado?, ¿tienes hijos?

Ante personas como Miguel Ángel no existen respuestas correctas, sino armas en tu contra. Sin quererlo, ha condenado a Teresa por su descuido.

—Pues trabajo en la policía, como ya sabréis. No estoy casado y no tengo hijos.

—¿No tienes hijos? —interviene Raquel extrañada—. Hubiera dicho que sí, se te dan genial.

—Trabajé de canguro hace mucho —miente Joan, pues no quiere hablar de su sobrino delante de unos sospechosos de la desaparición de los niños.

Miguel Ángel ríe como si hubiera dicho lo más gracioso del mundo.

—¿De canguro, en serio? ¿Eso no lo hacen mujeres?

—Papá, eso es machista —salta su hija.

Teresa aplaude las palabras de Natalia en silencio y le guiña un ojo a modo de aprobación. El agarre en su muñeca se hace más fuerte y le hace daño.

—¿Pero qué palabras os enseñan en el colegio? ¿Dónde has oído eso? —pregunta a la defensiva—. De todas maneras, ha sido una broma sin maldad. Os lo tomáis todo en serio. —Carraspea y cambia de tema al ver que nadie le apoya—. Ya sé que trabajas en la policía, ¿dónde?

Se permite vacilar y sonreírle con burla. Nombra la misma comisaría en la que ha afirmado haber puesto una denuncia por la desaparición de Teresa y le da el último bocado a su pedazo de tarta de limón, deleitándose en su expresión sorprendida.

—¡Anda! —comenta con inocencia Dolores—. ¿No es esa la misma comisaría en la que trabaja tu amigo…?, ¿cómo se llama? Tengo una cabeza para los nombres.

—Como ya hemos acabado el postre —interrumpe Miguel Ángel—, ¿qué os parece si vamos a tomar una copa? Mañana es fin de semana.

—¡Sí, sería perfecto! —exclama Dolores juntando sus manos—. Teresa, querida, ¿por qué no subes a tu hija a su habitación y la acuestas? Seguro que ya está cansada.

La niña protesta, pues desea acompañarlos. No quiere marcharse a la cama, ya que a la mañana siguiente es festivo y no hay necesidad de madrugar. Teresa alza una ceja extrañada por el tono cariñoso que le ha dirigido su suegra y se apresura a añadir que se quedará con ella, ya que está cansada de tantas emociones.

Raquel se une a la petición de tomarse la última copa a su salud y ya no tiene oportunidad de negarse. El policía ve que su velada concluye allí y se levanta dispuesto a despedirse. Pero Miguel Ángel tiene otros planes para él.

—¿A dónde vas? ¿No pensarás en irte, verdad? —cuestiona astuto—. Aunque no puedas beber, tenemos varios licores sin alcohol. Además, tengo ganas de proponerte una partidita de ajedrez, ¿sabrás jugar, no?

Aquella pregunta consigue resoplidos cansinos de su hermana, quien pone los ojos en blanco y mira con consternación a Teresa. No entiende su reacción y alza los hombros con una mueca divertida. Todavía no lo recuerda, pero Miguel Ángel cuando siente amenazada su hombría acaba retando al ajedrez a su oponente, un juego en el que rara vez pierde y con el que pretende burlarse de la inteligencia de Joan. Su necesidad de quedar por encima de él le está ganando y, como en muchas ocasiones, está a punto de cometer una imprudencia. Planea llevarle a la sala privada donde su padre y él organizan las timbas ilegales de las que obtienen un buen pellizco cada noche que juegan.

—Miguel Ángel, ¿de verdad te apetece jugar al ajedrez a estas horas? —pregunta Raquel más seria.

—Por supuesto, si a Joan no le importa.

Echa un vistazo a su reloj, todavía le quedan un par de horas para regresar a la comisaría y acepta. La niña se encuentra con el ceño fruncido, de brazos cruzados y el labio superior ligeramente hacia fuera; es la viva imagen del enfado. Teresa le acaricia la cabeza y le hace señas para que se despida de todos.

—No me gustáis nada, ninguna de vosotras —dice señalando a Raquel y a Dolores.

A regañadientes las besa en las mejillas. Luego llega a Joan.

—Gracias por traer de vuelta a mi mami.

Y lo abraza fuertemente, derritiendo más de un corazón en aquella mesa y provocando que otro se consuma en llamas.

—Vamos, Natalia, no lo molestes más y vete a dormir —ordena su padre.

Se muerde el labio, molesta, y le coge la mano a Teresa para llevársela a tirones hasta el ascensor. Cuando este cierra sus puertas, Miguel Ángel habla de nuevo.

—¿Pasamos a la sala de los juegos?

Los camareros entran en el comedor privado y recogen los platos vacíos de encima de la mesa. Miguel Ángel es el primero en levantarse y, tras él, le siguen todos los demás. El ruido que provocan las sillas al arrastrarse se une al tintineo de los platos formando un pequeño caos. Joan no se pierde detalle de las miradas de advertencia que Raquel, desesperada, lanza a Miguel Ángel. Intenta evitar que su hermano se meta la mano en el bolsillo interior de la americana, pero él la aparta con delicadeza y se dirige al ascensor. La expresión de Raquel cambia cuando descubre a Joan mirándola y se apresura a disimular preguntándole si le gusta el ajedrez. Se encoge de hombros, le es indiferente.

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