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Resiliencia

Por Jocelyn France

Mis padres son del sur, crecieron en la novena región, en el campo, en territorio indígena, aunque ellos no lo eran. Crecieron bebiendo agua de vertiente, alimentándose de las verduras de la huerta, el pan del trigo que la familia cosechaba y la carne de los animales que criaban. Suena lindo y muy orgánico, pero en el campo no existía la electricidad, ni almacenes cercanos donde comprar lo que faltaba. Los hijos eran mano de obra, la mujer había nacido para cocinar y criar a los niños que nacían sin pausa. Mi abuela tuvo 11 hijos, algunos murieron en el parto o al poco tiempo de vida. Aunque la partera y mi abuela hacía un buen trabajo, a veces no era suficiente. Mi mamá fue la segunda hija, por lo tanto, creció cuidando a sus hermanos y haciendo labores del hogar y del campo. Iba a la escuela y era la mejor del curso. Su nombre es Sucy.

Varios cerros más arriba estaba la familia de mi padre, de apellido France. La historia dice que llegaron arrancando en barco de la Segunda Guerra Mundial: atracaron en el puerto de Talcahuano desde Europa. Mi abuelo paterno era inquilino: trabajaba en un fundo a cambio de tener el derecho de vivir dentro de un pedazo de tierra y vivir de lo que cosechaba allí. Mi abuela paterna murió cuando mi papá tenía 8 años, eran 6 hermanos y no iban a la escuela, solo ayudaban en la casa y en las labores del fundo. Mi papá creció trabajando en el campo, por eso ahora hace todo lo que se proponga. Nunca recibió cariño, no sabe lo que es eso, su nombre es Alfredo.

Un día un amigo de la familia visitó la casa de campo de mi mamá en vacaciones desde Santiago y le dijo a mi abuelo que quería traerse a su hija favorita a la capital para que estudiara ya que veía que era muy inteligente y que le iba bien en el colegio. Con mucha pena, todos aceptaron y mi mamá se vino con 14 años a Santiago con la esperanza de las oportunidades que la educación y la ciudad le podían ofrecer. Pasó el tiempo y este amigo de la familia, nunca llevó a mi mamá a la escuela: la tenía encerrada en la casa, de nana, haciendo todas las cosas. Mi mamá era muy joven para escapar de esta realidad y con esfuerzo sabía leer y escribir. Pasaron los años hasta que pudo salir a trabajar, igual de nana, pero al menos por un sueldo.

Cuando se vino a Santiago ya pololeaba con mi papá, aunque nunca se habían dado un beso. Pololearon por carta hasta que un día mi mamá juntó el dinero suficiente para ir al campo y traerse a mi papá con ella hasta Santiago. Se casaron. A los 25 años mi mamá me tuvo a mí y entonces dejó de trabajar. Mi papá era el sostén del hogar, trabajaba de operario en Anasac, arrendaban una pieza hasta que mi mamá consiguió un subsidio habitacional. Cuando llegó al SERVIU en el año 85, había una larga fila. Mi mamá llegó aún de noche y se encontró con un familiar muy lejano que le cedió su lugar: así conseguimos la casa propia en La Cisterna, donde crecimos mis tres hermanos y yo.

Tuvimos una vida muy precaria, vivimos la falta de oportunidades y de educación en carne propia. Aunque nunca pasamos hambre ni frío, y teníamos vacaciones todos los años en el sur, nuestra vida fue muy humilde. Recuerdo haber pasado un día del niño en el mall Parque Arauco porque mi papá era guardia de seguridad de una tienda, y así podíamos jugar con los juguetes en exhibición sin que el guardia nos lo impidiera.

Pasaron los años y crecí. A los 18 tras salir de un colegio comercial como contador tuve la oportunidad de trabajar en un banco donde me quedé por cinco años mientras estudiaba psicología en vespertino. Me titulé y hoy trabajo como profesional. Soy resiliente por naturaleza como mi madre, y capaz de hacer lo que me proponga, como mi padre. En un momento de la vida decidí que no quería ser más pobre y doy la batalla con mi esfuerzo. Trabajo a diario, me siento orgullosa de mí porque todo me ha costado más ser mujer, no tener redes de poder ni venir de un colegio de renombre. No ha sido fácil, sin embargo, siento que una varita mágica siempre me ha traído suerte y me ha dado oportunidades.

Mis papás estuvieron casados 25 años. Hoy están divorciados y no se hablan. Hoy quiere vender la casa donde crecimos, la del subsidio, donde aún vive mi mamá.

¿Se acuerdan que les conté que él no sabe lo que es el cariño? No es malo, solo que no sabe como se hace eso de amar y cuidar de otro.

Que él estuviera aquí

Por Violeta Díaz

So, so you think you can tell heaven from hell, blue skies from pain Can you tell a green field from a cold steel rail? A smile from a veil? Do you think you can tell?

(Pink Floyd – Wish you Were Here)

Una vez me contaron que, siendo yo una recién nacida, me encontraba durmiendo y él fue a verme. Resulta que yo tenía los pies puestos de una manera muy particular – un pie metido entre los dedos del otro - lo mismo que hacía él al dormir. Dicen que cuando lo vio, se puso a llorar. Imagino que ese fue el momento cuando olvidó que quería que su primer retoño fuera hombre, para nombrarlo igual que a él, y se enamoró de nuevo. No por nada me cantaba “Mi niña bonita” de Lucho Barrios cuando yo era pequeña.

A harta gente le he escuchado decir que es inevitable tener un hijo preferido. No sé si será verdad o no – no soy mamá ni quiero serlo -, pero en el caso de mi familia lo es. Si bien la relación de mis padres con cada uno era buena, mi madre tenía más afinidad con mi hermano, y bueno, él la tenía conmigo.

Y sí, con él me refiero a mi padre. El que me cantaba canciones como la que ya mencioné, o “La Abejita” de Mazapán, o “It’s Now or Never” de Elvis. Con quien escuchábamos “Here, There and Everywhere”, de The Beatles y la bailábamos abrazados. A quien yo llamaba cuando iba al baño para que fuera a limpiarme, e inventaba toda una ceremonia para ello con diálogos de lo más rimbombantes, los cuales yo replicaba feliz. El que me contaba las historias del Pato Cappuccino y el Pescadito Fish. El que me hablaba en inglés. El que impulsaba mi veta artística y me dejaba contar chistes de Condorito o imitar a la gente cuando llegaban visitas a la casa.

El que llevó, cuando yo tenía 4 años, un computador a la casa, gracias al cual conocí DOS y aprendí que “manzana” en inglés es “apple”, que “gallo” en inglés es “rooster”, que 2 + 1 es 3 y que 5 – 5 es 0. El que me decía que no estudiara lo mismo que él, porque quería que yo decidiera mi carrera por gusto y no por seguir sus pasos.

El que escucha la radio Futuro desde que empezó, y que al hacerlo me abrió las puertas de ese paraíso auditivo que es el rock. De su mano, conocí a The Beatles, a The Mamas & The Papas, a Pink Floyd, a Deep Purple, a Led Zeppelin, a The Rolling Stones. El que me hacía escuchar la misma canción de Yes una y otra vez, para que descubriéramos que no solo era una, sino 5 canciones que convivían maravillosamente. El que, cuando íbamos en el auto y empezaba a sonar una canción, se daba vuelta y me preguntaba de improviso “¿Quién es?”. Si yo no sabía responderle, se lamentaba todo melodramático y reclamaba que cómo era posible, que tanta educación musical para nada. El que era plenamente consciente de las prohibiciones religiosas en aquellos terrenos, pero que igual no más escuchaba “Enter Sandman” de Metallica para callado porque pucha que es bueno ese tema, fíjate cómo empieza la guitarra, es tan profunda que parece bajo. El que se raya con una canción en particular y la escucha a cada rato a todo volumen y la canta y le da como caja, hasta que se le pasa y después se raya con otra.

El ser más mateo e inteligente que he conocido. Todo un ratón de biblioteca oye, qué señor más bueno para acumular libros y devorárselos uno tras uno. El que me presentó las comedias de Molière, las obras de Antón Chéjov y los cuentos de Isaac Asimov. El que siempre está estudiando, porque en esto de la computación no te puedes quedar atrás. El que misteriosamente está siempre al día con todas las series, todas las películas, todos los juegos de estrategia. El que, apenas sale un aparato nuevo, se lo compra porque alguna gracia tiene que tener. El que, después de un rato quebrándose el cráneo frente al computador, se levanta y dice: “Necesito un rato de cine arte” y va y se pone una de Steven Seagal o Chuck Norris. El que, cada vez que van visitas a la casa, comparte un rato y después se va a meter a su oficina y no vuelve, por más que mi mamá se enoje y reclame que ya se fue a encuevar este gallo otra vez. Pensar que yo la apoyaba pensando que qué mala onda esto de no compartir con las visitas: ahora hago lo mismo cuando la gente me aburre y necesito mi madriguera de vuelta.

El que escuchaba mis llantos y quejas de adolescente, y todo pragmático me explicaba que “adolescente” viene de “adolecer”, o sea que esos años son dolorosos y hay que vivirlos no más. El que sufría conmigo cuando me sacaba alguna mala nota en la U y me decía no importa, yo pasé todos mis ramos y seguro tú también. El que habla poco, pero cuando habla deja la cagada. Asertivo a más no poder, con dos frases bien puestas y sus ojotes bien abiertos es capaz de dejarte K.O. El que parezco perseguir cada vez que me gusta alguien, porque no por nada me atraen los hombres más bien callados y herméticos.

El que sería el más bacán del mundo, si no fuera por esa religión de porquería que me lo quitó. El que me echó de su casa porque se la estaba “ensuciando”. El que, según me contaron, lloraba a sollozos porque la niña de sus ojos le salió rebelde. El que, desde que me fui, no me habló nunca más – con solo un par de excepciones-, porque claro, hay que respetar la decisión de la hija expulsada y no hincharla para que vuelva, pero también hay que dejar de hablarle porque tiene que darse cuenta de que está en un error. Si La Organización lo dice es por algo, no ves que ellos representan a Dios y Dios sabe lo mejor para nosotros, así que hay que obedecer. El que me miró fijo con esos ojazos y me dijo que no le importaba que yo lo hiciera sufrir, pero que no me iba a perdonar ver a su mujer así de triste por mi culpa.

El que, así y todo, aceptó mi invitación a ver a Roger Waters en vivo porque recién me habían pagado la práctica y si tenía que ir con alguien, era con él. El que, sin saber que yo lo escuchaba, le decía a mi mamá que cuando sonó “Wish You Were Here” pensaba en mí, y en las ganas que tenía de que yo estuviera allí con él en el otro lado de la vereda. El que apareció en mi mente cuando, 10 años después, David Gilmour vino a Chile, tocó esa misma canción y yo la canté a todo pulmón llorando como Magdalena. Fue ahí cuando supe que esa sería su canción, la que escucho cada Día del Padre mientras veo Facebook con puras fotos de los papás de mis amigos y pienso en que no tengo fotos actuales de él. La que escucho en estos momentos, mientras escribo estas palabras y por supuesto, lloro. Porque recién ahora vengo a caer en cuenta de que llevo un tercio de mi vida sin él, de que ha sido tremendamente difícil escribir y recordar porque se siente todo tan lejano a estas alturas. Es como si los recuerdos se me escaparan y yo tratara de atraparlos para construir una figura incompleta e invertebrada de alguien que ya no está, no porque no puede, sino porque no quiere. Porque su ausencia es, por lejos, la que más me duele. Porque, cada vez que voy a un concierto de rock, miro a mi lado y pienso en que pucha que le gustaría estar viendo lo que veo, pucha que disfrutaría estas canciones, porque fue él el que me enseñó a gozarlas.

Tal como dice la canción: cómo desearía que él estuviera aquí.

Acantilado

Por Alejandra Novo

14 de febrero de 2015. Ese día volví a sentir angustia, desesperación, rabia y miedo. No podía respirar, solo quería que él me abrazara, me contuviese, me amara. Pero él no estaba, nunca lo estuvo y jamás lo iba a estar. Me dejé envolver por las mariposas y él llegó violento a desarmarme. Estaba hipnotizada por su aroma, dulcemente sometida a su carne, mientras él me tomaba casi a la fuerza. Pensaba que podía gozarlo y no salir lastimada. Pero el amor me enloqueció. Volví a sufrir. Mi ego creía que estaba superado. Me dije: “He conseguido estar bien, sin necesitar estar embobada por un hombre”. Pero me estrellé contra el piso. Aparecieron miles de preguntas. “No soy suficiente, no soy lo que él quiere, no soy buena, nunca me eligen. Si ni mi madre lo hizo, cómo esperar ser una opción para otra persona”. Comenzó el flagelo otra vez con más fuerza. Se destruyó el castillo creado a mi alrededor.

De donde viene todo este vacío. La carencia gritó. La culpa me sacudió. “Soy incapaz de hacer que alguien se enamore de mí. Hay tantas minas pencas o más trancada que yo e igual tienen pareja, entonces qué pasa en conmigo”, me preguntaba. La respuesta apareció entre tanta amigoterapia y conversaciones que tuve. Desde que tengo memoria el abandono me persigue y no me deja amarme. Siempre lo he sentido como un tremendo hoyo en mi corazón, por más que lo intento sigue ahí: abierto como un saco sin fondo.

Me había cansado. La única salida posible era enfrentar lo que en mi cabeza rondaba hacía años. Debo conocerla, debo preguntarle por qué.

Al otro día, busqué a mi mamita. Le expliqué lo que sentía y lo que había decidido.

Cuando nací, mi madre fue a buscarme al hospital y la enfermera la dejó sola con mi ficha clínica. Ahí leyó su nombre: “María Juana González Muñoz”. El lugar donde residía: “Doñihue”. Encontró una carta mal escrita. Era casi de una analfabeta. En ella explicaba que, debido a sus ataques de epilepsia y otros motivos, me daba en adopción. Mi mamita me contó esta historia hace 10 años. “Por si me pasa algo”, dijo.

Entonces buscamos en la guía telefónica. Encontramos un hermano. No sabían nada de ella hacía años. Según él, vivía en San Fernando con dos hijas.

Viernes, crisis. Sábado, contacto inicial. Domingo, respuesta: el martes a las 5 de la tarde.

17 de febrero de 2015. Tenía muy asumida en mi decisión. Sentía que iba a realizar un trámite. No me hice expectativas, ya intentarlo era un gran paso. Llegamos con mi madre y mi mejor amigo Jaime. Mi madre estaba muy nerviosa y se arregló mucho. Jaime me preguntó si iba a un matrimonio. Nos reímos en el trayecto y llegamos a buscar al conocido de mi mamá, el tío Ojito. Llegamos a la casa y afuera nos recibió un señor mayor con su esposa y otra mujer más joven. Me pregunté quiénes eran. Ahí me empecé a urgir. Me calmé rápido. Al fin y al cabo, solo era un trámite.

Era hombre era el hermano mayor de mi mamá. Eran 11 hermanos y María Juana era una de las menores. Estaban enterados de que había tenido una hija y contó que la veía en ocasiones. De joven se desaparecía y era media loca. No tenían mucho contacto familiar. Pero sabía que vivía con una pareja menor en un pueblito cercano llamado Salsipuedes. La otra opción era que estaba en San Fernando cuidando a su ex marido que estaba agonizando por un cáncer. También allí vivían sus dos hijas. Solo quedaba ir a Salsipuedes. Dije de inmediato: Vamos. Quería salir del cacho luego. El famoso pueblo quedaba a 40 minutos de ahí, pero me pareció mucho más. En la camioneta iba mi madre, Jaime, el hombre, su señora, otra tía solterona llamada Purita, que se fue pelando todo el camino a mi progenitora, y yo.

Llegamos a un lugar humilde, de campo. Yo me quedé en el auto y los demás se bajaron. Jaime me miró y me dijo: “Mira para atrás”. Giré la cabeza, puse mis ojos en esa mujer y solo pensé: “Qué fea es”. Sentí rechazo, asco. Era un ser demacrado, decadente, víctima y bastante diferente a cualquier cosa que me hubiese imaginado. Igual se parecía a mí. La observé de lejos. Traté de buscar empatía, algo dentro de mí. Nada. La señora del hombre la acercó al auto. “Te traje una sorpresa, conoces a esta niña”. Casi me dio un ataque. Yo quería que fuese lo menos invasivo posible y ojalá le dieran la opción de decidir si quería o conocerme o no. Menos mal que Jaime atinó y la sacó rápido de ahí. Nos fuimos a conversar los tres. Ella no cachó nada. Solo balbuceaba y lloriqueaba. Contaba que sus hijas la habían echado del hospital, que ella estaba arrepentida, que solo quería cuidar a su ex marido, que los golpes, que estaba sola, que nadie la quería. La tratamos de tranquilizar un poco.

De a poco, Jaime le habló de mí. Cuando se dio cuenta quién era yo, su rostro cambió. Entró en shock y volvió a lloriquear. Que le quitaron la guagua, que yo era su sangre, que le habían dicho que una matrona había adoptado a su hija. Le dije que yo no pretendía juzgarla ni reclamarle nada. Llamé a mi mamá y las presenté. “Gracias por darme la oportunidad de tener la mejor mamá del mundo”, le dije.

Nunca me miró a los ojos, no preguntó mi nombre. Entramos a su casa y conocí a su pareja. Mi madre le pidió unas plantas y empezaron a hablar otros temas. Mientras yo recorría el terreno con Jaime y le dije: “Ella no me abandonó, no tiene la capacidad de ser madre. De la que me salvé”. Sentí alivio y entendí muchas cosas. Asimilé años de preguntas con solo mirarla. No le pregunté el porqué, esa preguntaba sobraba. No deseo volver a verla, solo es el ser que me engendró. Tengo cosas de ella, es indudable. Debo aceptarlas y seguir adelante, sabiendo que mi madre es inteligente, bella y yo la elegí. Mi madre se llama María Eujenia.

Tres sorbos de cerveza

Por Soledad Brinck

Con los años he llegado a la conclusión que a la gente que no le gusta la cerveza es porque no sabe tomarla. Parto con lo básico, tiene que estar bien helada. Nunca se toma de la botella porque uno se llena del gas y se pierde el sabor. Mucho más crimen es tomarla de la lata porque el metal altera el sabor. Debe servirse en vaso, ojalá de boca ancha con un poco de espuma. Se debe tomar a tragos largos para que en la boca quede el sabor y no la amargura. Mi papá me enseñó todo esto cuando tenía alrededor de 16 años y los tres primeros tragos de cada una de mis cervezas son un recuerdo y a la vez un homenaje para él.

Mi papá murió un 27 de abril del año 2012. Múltiples infartos cerebrales no fueron capaces de quitarle la vida durante 7 años, pero el cáncer se lo llevó rápidamente en solo algunos meses. Fue un lluvioso viernes de un fin de semana largo. Sabíamos que partiría en cuestión de horas, así que el jueves cuando fui a verlo le ofrecí a mi mamá quedarme a dormir por si me necesitaba durante la noche. Mi papá estaba en un estado de sopor, semi inconsciente. Esa noche, le pude dar un yogurt, con los ojos cerrados, pero apenas abría la boca. Lo último que comió se lo di yo, el cierre perfecto del ciclo de la vida. Es viernes mi mamá me despertó temprano y angustiada: la noche había sido mala, mi papá estaba inquieto y el desenlace era inminente.

La doctora de paliativos llegó temprano, le puso un suero y le dio un calmante para que partiera más tranquilo. Cuando la fui a dejar a la puerta me dijo:

– Estamos en las últimas horas

– Mi hermana viaja hoy de Estados Unidos, llega mañana temprano – contesté

– No va a alcanzar a llegar, lo lamento.

La lluvia no paraba, caía incesantemente y con mucha fuerza. Era temprano y las calles ya se veían inundadas. Al poco rato apareció mi hermano y ahí nos quedamos los tres – mi mamá, mi hermano y yo – viendo caer esta lluvia torrencial. Solo ahí noté que en los pisos altos de los departamentos la lluvia no se oye, solo se ve. Había un silencio profundo, pero no incómodo. Solo quedaba esperar. Me tendí a su lado y empecé a hacerle cariño en el brazo como a él tanto le gustaba. Mi cabeza se llenó de recuerdos.

Mi papá era pediatra y trabajó durante 35 años en el Calvo Mackenna. Era hepatólogo, una especialidad difícil, especialmente hace algunas décadas cuando en Chile todavía no se hacían trasplantes de hígado. Muchos de los pequeños pacientes de mi papá estaban irremediablemente condenados a muerte. Convivir con este dolor de manera constante no es fácil. Lo hablamos tantas veces. Creo que mi papá se volvió agnóstico en parte por eso. “Cómo creer en un Dios que permite tanto dolor”, le oí decir algunas veces.

Soy la menor de tres hermanos, así que, aunque ellos no les guste reconocerlo, siempre fui la regalona. Durante las vacaciones era habitual que yo lo acompañara al hospital, un lugar para mí maravilloso. No veía las carencias, solo veía a mi papá transformarse en superhéroe sin capa pero con delantal. Siempre andaba impecable. Verlo atender a sus pacientes era como si sus superpoderes se desplegaran, qué manejo de los niños y de los adultos, normalmente eran padres aterrados que no entendían mucho. Todo partía siempre con algo de magia, pequeños trucos que distraían a los niños y que hacían más fácil su tarea de examinarlos. Se sacaba un pollito imaginario del bolsillo, hacía como si se quebrara la nariz o se sacara el dedo gordo. Todos trucos que sus pacientes conocían de memoria sin embargo, igual que yo, disfrutaban verlos nuevamente. Al salir de cada sala venía una lección simple, sin grandes discursos: “Te fijaste como a pesar de todo sonríe” o “viste lo preocupada que estaba la mamá” o bien “fíjate como aquí la gente vive con lo mínimo”. La privilegiada burbuja en la que nosotros vivíamos era una preocupación para mi papá.

Uno de sus hábitos preferidos era preguntarles a las mamás de sus pacientes qué le prepararían de almuerzo si alguna vez lo invitaran a su casa. Se sorprendía con las distintas y variadas respuestas y sentía que en ese plato de comida había admiración, amor y entrega. Una cazuela o un pastel de choclo eran las respuestas que más se repetían. “Tanto, en un simple plato de comida, Solcito”.

Muchas veces también lo acompañaba a su consulta privada en las tardes. Ahí atendía a pacientes más privilegiados, con enfermedades más sencillas y realidades mucho más fáciles. Sin embargo, hoy veo que el trato que mi papá le daba a esos dos mundos tan distintos era exactamente el mismo. Para mí, la consulta tenía un atractivo: los regalos de los visitadores médicos, esos pequeños tesoros muchas veces inservibles que para mí eran invaluables. Lápices, huinchas de medir, un vaso plástico, gomas de borrar. Reliquias que llegaban a un lugar secreto e importante en mi espacio privado.

Camino a casa muchas veces había que hacer visitas a domicilio, ese era sin duda mi momento preferido. Mi papá se manejaba por todo Santiago mejor que un taxista con años de circo. Conocía todas las calles, los atajos, los edificios y los monumentos y oírlo hablar casi sin parar era una verdadera clase de historia. Sin pontificar, mi papá estaba siempre tratando de enseñar. “Preocúpate de no necesitar muchas cosas”, le oí decir infinitas veces de manera tan simple. Solo con los años he entendido lo potente del mensaje. Lector constante, aprendiz eterno, era un hombre hambriento de saber y conocer más.

Cuando me casé, nuestra relación cambió: él me abrió su mundo privado, de adulto, como si al casarme estuviera a su mismo nivel. Se hizo cercano a mi marido, lo quería y respetaba mucho, fue como un segundo padre para él. Cuando nos convertimos en padres, sus consejos fueron enormes. Nos ayudó a enfrentarnos al desafío sin miedo ni angustia, entendiendo que la paternidad es la entrega más profunda, más constante, más bonita y a ratos, agotadora. “No descuides tu matrimonio, es importante que la pareja siga siendo pareja”. Que el pediatra de mis hijos fuera mi papá fue un tesoro para nosotros.

La genética hace un trabajo impactante al momento de heredar ciertas cosas. Más allá de obviedad de lo físico, me impacta el ADN en los caracteres o los gustos. Mi viejo y yo éramos en muchas cosas como dos gotas de agua. Desde el gusto por la cerveza hasta la agudeza del carácter obsesivo. No hay espacio para hacer las cosas a medias, el compromiso es completo siempre, aunque eso pueda ser molesto para quienes están cerca. La verdad, le duela a quien le duela. “Más vale ponerse colorado una vez que rosado mil veces”, decía él. Para mi papá no existían las medias tintas, o es correcto o no lo es. Tajante.

Heredó de su padre el amor por los viajes. Antes de cambiar el auto, prefería viajar. Antes de tener lujos, viajar. Antes de ropa fina o cara, viajar. Ahorrar para viajar. Viajar, siempre viajar. La historia que más me repitió sus últimas semanas de vida fue cuando sus padres lo invitaron a Nueva York siendo él estudiante de medicina. Cuando lo llamaron pensó que lo querían retar por algo y se encontró con la sorpresa de la invitación. Se dio una vuelta de carnero de felicidad sobre la cama. La historia la repetía exactamente igual una y otra vez. Sin embargo, yo seguía disfrutando de ella como si fuera la primera vez.

El amor de mi papa por Nueva York fue a primera vista: su movimiento, ruido, su multiculturalidad lo fascinaron desde el primer minuto. Cada vez que pudo, volvió. Lamentablemente no pudo muchas veces. Desde chica me habló de este mágico lugar con cada detalle. El Empire State, Park Avenue, el ir y venir de la gente, la Iglesia de San Patricio, en fin, en mi cabeza yo había visitado la ciudad mil veces y sentía conocerla al detalle. Tenía 24 años cuando fui la primera vez y tuve la sensación de volver a casa. El enamoramiento fue instantáneo y no sé cuántas veces lo llamé desde teléfonos públicos para contarle lo que había visitado durante el día. Él gozaba con mis viajes igual como yo lo hacía con los suyos. Trato de ir a Nueva York todos los años porque es por lejos el lugar donde lo siento más presente. Sé que camina a mi lado y se impresiona con la ciudad como si fuera la primera vez que la vemos juntos.

También hay cosas que no heredé. Su fascinación por jardinear, un momento que creo que disfrutaba especialmente porque estaba solo y tranquilo. Lo veo de rodillas plantando petunias, sacando malezas, regando y conversando horas con el jardinero, que era su gran amigo. En los inolvidables veraneos en el sur a mediados de los 70, salir a caminar con mi papá era absolutamente fascinante. Conocía los nombres de cada árbol, cada pájaro, su canto y sus hábitos. También conocía cada fruto – “mira, prueba esto, es maqui, te va a gustar” – y así volvía yo toda morada a la cabaña, con la ropa inmunda, pero dichosa. Durante la semana mi mamá se hacía cargo de nosotros y mi papá trabajaba de sol a sombra, pero los fines de semana eran de él. Siempre un panorama, subir el cerro, ir a los juegos o simplemente recorrer el centro de Santiago, que era uno de sus paseos preferidos.

Mi papá fue un hombre de pocos amigos. Tenía un carácter fuerte e intereses muy específicos, creo que la vida social francamente le aburría. Con él los temas eran limitados, viajes, naturaleza, arte o guerras. Recuerdos tardes enteras oyéndolo hablar sin parar del desembarco de Normandía, de las estrategias exitosas de Hitler para apoderarse de casi toda Europa o del brutal ataque japonés a Pearl Harbour. Un par de años después de su muerte visité junto a mi marido y mis hijos la zona del desembarco. Partimos en donde empezó todo, el Point du Hoc. Están los hoyos del bombardeo nocturno, algunos bunkers alemanes a medio destruir y otros completamente intactos. Mi marido tuvo el cariñoso gesto de quedarse atrás con los niños para que yo pudiera recorrer ese lugar de la mano de mi padre. Entré a un bunker donde se veía la inmensidad del mar y se podía sentir la historia. Ahí le hablé, le dije cuanto lo extrañaba y cuanto le agradecía todo lo que me había enseñado, con sus palabras y su ejemplo. Puse una foto de ambos mirando a la playa de Normandia. Nunca olvidaré ese día.

Mi papá no era perfecto. Tenía un carácter difícil, muchos le tenían miedo, especialmente nuestros amigos. Se veía serio y distante, pero bastaba pasar una tarde con él para darse cuenta de que esa distancia era su viaje a su mundo interior. La realidad era que estaba cansado, trabajaba demasiado y eso lo ponía de mal humor, pero también estaba siempre de ánimo para una broma. Nunca lo vi salir del baño de manera normal: siempre salía como si alguien lo estuviera empujando, miraba para atrás con cara de “qué te pasa” y seguía. A veces estaba yo ahí, a veces mi mamá o a veces no había nadie, él siempre salía igual. Muchas veces nos hacía reír burlándose de otros, eso con los años me avergüenza un poco. Le molestaba la gente que pudiendo ser culta era ignorante, le molestaba la gente gorda, no solo por un tema estético sino también de salud. Mi papá era intolerante y a pesar de eso yo lo adoraba.

Sus consejos, a veces duros, a ratos impertinentes pero siempre asertivos me acompañan a cada momento. Cuando yo hablaba de más, cosa que pasa de manera frecuente, el me decía sarcásticamente: “nunca pierdas la oportunidad de quedarte callada”. Era su forma de decirme que oyera más de lo que hablaba. Sus palabras me dan vuelta en la cabeza todo el tiempo. Cuando me embaracé por primera vez se dedicó sutilmente a aconsejarme en el arte de ser mamá primeriza. “Es un trabajo al que te tienes que dedicar 100% las primeras semanas, pero no siempre será así, paciencia y descansa cuando puedas”. Después supe por otro lado, también aconsejaba a mi marido.

Los últimos respiros de mi padre ese viernes de mayo me traen de vuelta. Ha pasado el mediodía y sigue lloviendo muy fuerte. Sus inhalaciones son entrecortadas, dificultosas. Yo sigo tendida a su lado, tomo su mano tratando de decirle que no está solo. Mi mamá se acerca por el otro lado y le hace cariño en el pelo. Mi hermano se pone a sus pies. Estamos todos tranquilos, aunque falta mi hermana, eso nos angustia, pero ya no hay tiempo para remediarlo. Mi papá exhala por última vez y en ese mismo momento mi hermana me llama al celular: “El papá acaba de morir”, le digo. Mi hermana me corta el teléfono, después sabré que se lloró sin parar durante mucho rato.