Kitabı oku: «Mujeres que escriben», sayfa 5

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La niña y los cachorros

Por Rosa Meneses

Jamás me puse a pensar cómo veía el mundo cuando era niña. Solo vivía y veía.

Tengo recuerdos como relámpagos: cómo mi madre de crianza lloraba, y yo también, por lo que le decía mi padrino: que buscaría una mujer más

joven por algo que, según él, ella había hecho mal. Como yo lloraba a grito pelado, él le decía que me hiciera callar.

Recuerdo que yo estaba muy conectada con la tierra. Plantaba frutillas, cebollas y verduras con mi madre de crianza, Elda Correa. Me entretenía buscando lombrices para la pesca de mi padrino. No sentía rechazo hacia ella: me gustaban porque eran suaves, de colores distintos y de cuerpo transparente. Al mirarlas al sol, podía ver su sangre, eso me llamaba la atención.

A veces jugaba con mis amigos a la pelota, a la cuerda, al luche, a la escondida. Pero no siempre se daba. La mayor parte del tiempo lo pasaba en la casa. Mis mejores amigos eran los perritos: teníamos una pareja de perros perdigueros que acompañaban a mi padrino a cazar perdices y conejos. Él los mataba y los perros adiestrados le traían su presa. La perrita se llamaba Mosca y el perrito Cazador y cuando se apareaban ella daba a luz entre 8 a 9 cachorros.

Cuando los cachorros nacían, sentía algo muy especial: verlos tan pequeñitos y con ese olor de recién nacido me gustaba mucho. Cada vez que entraba a una casa, sabía que había un cachorro recién nacido por su aroma suave, puro, me encantaba. Una vez cuando la Mosca le daba de mamar a sus cachorros, me nació la curiosidad de beber de su leche. Fui a buscar una cucharita, tomé su pezón, lo apreté con cuidado y salieron unas gotas y yo bebé. Me gustó su leche. No le hice asco. La Mosca me permitía hacerlo así es que tomé varias veces.

Me encantaban los cachorros. Me colocaba un poncho de lana, iba al cuarto donde estaban, me sentaba y los tomaba uno por uno. Les daba besos y los dejaba en mi poncho. Así me quedaba horas mirándolos, junto con su olor especial.

Cuando crecieron, jugaba con ellos. Yo me escondía detrás de un cerro de tierra y cuando el líder no podía encontrarme se ponía aullar. Entonces le hacia una señal para ser encontrada. Cuando me encontraban, me lamían y me hacían cosquillas. Verlos contentos, saltando por todos lados, me hacía feliz.

Los momentos más fuertes eran cuando traían cabritos vivos. Yo me encariñaba con ellos, pero mi padrino los mataba para hacer cocimientos. Cuando yo veía que iban a sacrificarlos, corría a pedirle a la virgen de Fátima que detuviera la muerte del cabrito. Al ver que mi petición no era escuchada, me invadía una gran tristeza. Así pasaron los años, viendo la realidad de la vida.

Un episodio que recuerdo fue cuando quedaba un solo cachorro en la casa, a los demás los habían regalado. Vinieron mis padres y hermanas a visitarme y mis padrinos les regalaron el último cachorro. Yo me puse a llorar a grito pelado de nuevo. Cuando los fuimos a dejar al paradero del bus, a unas tres cuadras de la casa, yo llevaba al cachorro en brazos. En el paradero, me senté con él y lo protegí con el cuerpo. Lloraba tanto que decidieron dejarlo conmigo.

Qué recuerdos. Agradezco infinitamente visitar a mi niña interior que sigue con todas sus emociones intactas.

La niña con más suerte del mundo

Por Ángela Rojas

No creo que exista en el mundo una niña con más suerte que yo.

Me levanto cada mañana, me pongo mi mañanita y voy a saludar a mis papás. De seguro me van a pedir que vaya a despertar a mi hermano para que tomemos desayuno en la Matadero Palma, como llamamos a la cama matrimonial. Mi mamá siempre nos lee un par de hojas de Sin Familia y después mi papá, un poco de Martín Fierro. Espero que nunca se terminen esos libros porque de verdad no sé qué podrían leernos después.

Tengo permiso para abrir el clóset del papá y meterme donde quiera, menos arriba, porque arriba está el revólver y es muy peligroso, aunque el papá me dijo que cuando grande me iba a enseñar a usarlo. El otro día me enseñó a desarmar la Winchester y apuntar. No puedo disparar porque para eso tengo que ir al campo con él y cuando van, se levantan demasiado temprano. Aparte, cuando nos quedamos con mi mamá, vamos a comer comida china y al Errols a arrendar películas.

Me metí al closet y saque las botas de las siete leguas, que son como les digo yo a las botas de mi papá. Él no las usa porque dice que son mías. Con ellas puedo correr por todos lados sin romperme los pies y como me quedan grandes son fáciles de sacar.

Tengo la suerte tremenda de tener un jardín solo para mí. Al fondo del patio hay un muro y ahí, una puerta que hicimos con el papá. A ese lugar no entra el jardinero, porque es mío. Tengo mi habitación sobre el níspero, mi laboratorio de plantas en el rosal en flor (la mamá se enojó cuando lo vio, pero no pudo retarme). Tengo dos nogales que me alimentan durante el día, un maqui que me maquillaje y terror al mismo tiempo, el almendro de don Vicente, mi vecino, que dulcemente me dio permiso para engancharlo hacia mi patio porque mi gallina se pasa por sus ramas y le deja huevos a doña Eli, su esposa. Tengo el naranjo con las naranjas más ricas, un caqui que detesto, mi plantación de toronjil cuyano y al fondo, en una esquina, el bendito membrillo. Y digo bendito porque estoy segura que está sobre la tumba de la Quintrala.

En el patio de atrás, como le llamamos, juego todos los días, invierno o verano. Ahí tengo mis gallinas, mi fabrica de arte rupestre y un cementerio de mascotas. En el patio del medio disfrutamos todos, y hoy, como es domingo, vamos a poner la parrilla debajo del limón y vamos a hacer un asado. Me encanta cuando hacemos asados en el pasto. Atrás, debajo del parrón, tenemos una parrilla con mesa y terraza, pero cuando estamos los cuatro, nos gusta usar la parrilla chica y sentarnos en el pasto. Aparte, cuando estamos los cuatro, mi papá compra carne rica y butifarra que me va dando por trocitos mientras se hace la carne.

Me gusta acompañar al papi al Unimarc, porque desde que se quemó, instalaron una carpa y es el supermercado más entretenido que exista. Aunque me gusta más cuando vamos a los Ciervos, porque ahí venden ostras y el señor que las abre es mi amigo y siempre me regala. Siempre que salimos los dos me compra algo para el camino y no le contamos a mi hermano, para que sea un secreto. A la vuelta, aprovechamos de ir a la ferretería: el papá me está haciendo un escritorio y necesitamos algunas piezas que nos faltan. Aparte me dijo que me iba a enseñar a encolarlas para ponerlas en la prensa.

Mi hermano está en la pieza jugando computador y mi papá, iluso, pensaba que tendría el carbón puesto. Rápidamente armamos el fuego. Mi mama hizo ensalada de fideos, que es la que más me gusta. Después de almuerzo mis papás se van a dormir y nos quedamos jugando con el Miguel, hace tiempo que queríamos hacer experimentos con una viga que tenemos para jugar. La vamos a poner en sobre una piedra y como él pesa más, va a saltar en un extremo para que yo salga volando. Lo vimos en los dibujos animados.

Decidimos que vamos a ir a Los Portales a comprar dulces. El Miguel tenía unas monedas guardadas y yo le robé unas de la camioneta al papá. Como somos chicos no nos dejan tener llaves de la casa, así que tenemos que saltar por el portón. Siempre salta el Miguel primero y después yo, para que me ataje si me caigo: me da miedo romperme los dientes. No le avisamos a la mamá porque de seguro no nos va a dar permiso y para qué, si debe creer que estamos en el patio de atrás.

Resulta que al Miguel se le ocurrió ir al Unimarc a comprar, y tuve que acompañarlo. Mi mamá siempre dice que tenemos que andar juntos. Cuando venimos de vuelta, vemos unos pies que se asomaban detrás de uno de los arbustos de las canchas de tenis. El señor del quiosco de la esquina nos para y nos dice que es un muerto. El Miguel quiere ir a ver al muerto, pero a mí me da miedo. ¿Y si se nos pega su espíritu y se queda en la casa? Me basta y me sobra vivir con el alma de la Quintrala.

Al final nos vamos corriendo, menos mal que el Miguel entendió que me da miedo. Nos saltamos la reja y el Beno, nuestro perro, nos está esperando. Nos sentamos los tres a compartir los dulces que trajimos. Ya se hace tarde, el experimento con la viga tendrá que ser mañana, después del colegio, si alcanzamos a volver con luz de día.

Antes de cerrar el convento, como dice mi mamá cuando cerramos los ventanales, me subo al techo. Casi había olvidado que tenía que ir a buscar material para mi cerámica de arte rupestre. El próximo fin de semana es el cumpleaños de mi mamá y en historia vimos unas cosas que de seguro van a ser fáciles de hacer. Necesito tierra de la que se junta en la canaleta, seguro que es la misma que usaban los indígenas: le voy a hacer un jarro pato a mi mamá. Espero que esta vez mis artesanías no se rompan.

Los domingos nos encerramos temprano. Antes que anochezca ya estamos con pijama y esperando en la cocina que mi mamá termine de calentar la carne que quedó del almuerzo. Hoy nos dieron permiso para quedarnos hasta tarde, porque en la tele vamos a ver Lo que el Viento Se Llevó. Terminamos de tomar once y empieza una de las partes que me encanta del día. Mi mamá ve mi cara de angustia y me deja ir corriendo a la pieza, abro la ventana y escucho cómo Don Vicente toca el piano y doña Eli canta con su voz de ángel. Como cada vez que los escucho cantar, me trepo por la reja de mi ventana y los saludo. Ellos siempre cantan, son tan fanáticos que mi mamá me contó que Don Vicente va a cantar a las misas vestido de huaso. Misa a la chilena le dicen, como la misa importante a la que va el Presidente.

Como vamos a ver los grandes eventos, mi papá nos dijo que nos iba a leer un cuento especial esta noche. Todas las noches nos cuenta un cuento de Edgar Allan Poe, pero hoy nos lee un cuento de terror de un tipo de nombre chino. Igual no me dio mucho miedo.

Nos acostamos todos en la Matadero Palma. El Oliver, el gato de la mamá, está a sus pies y al Beno, le dieron permiso para que se acostara en la entrada de la pieza. Un poco antes de que empiece la película nos preguntan si queremos ir a la playa el próximo fin de semana. Con el griterío y la emoción se rompe un larguero de la cama y quedamos en el suelo. Con el papá tenemos que ir a buscar unos ladrillos y mientras mi mamá llama a la tía María para decirle que vamos a ir a pasar la Semana Santa a la casa en la playa. Empieza la película y no entiendo muy bien por qué estamos poniendo alambres en la cama. No nos dejaron subirnos, pero mi mamá nos arma una cama mágica en el suelo. De su velador, saca un papel dorado y nos da un cuadrito de chocolate a cada uno. Mientras, en la tele, Scarlett O´ Hara pone a Dios como testigo que jamás va a volver a pasar hambre.

Abuelos

Para Arturo

Por Fernanda Carrera Pérez

– Tengo miedo–.

– ¿De qué tiene miedo?

– De no volver a la casa.

– Tranquilo, ¡no piense tonteras!

– No me quiero morir todavía.

– ¡Ay! Si no se va a morir, todo estará bien.

Sostuve tu mano hasta que te subieron a esa ambulancia. Te acompañé en todo momento junto a la camilla traspasándote toda la tranquilidad posible, mientras realmente moría de miedo por dentro. Yo, una niña de 13 años estaba calmándote a ti, un hombre “hecho y derecho” mientras trataba de ignorar todo ese terror que sentía.

La verdad es que cumplí con parte de mi promesa. Tú sí volviste a casa, pero nada volvió a estar bien. Desde que tuvimos ese breve intercambio de palabras y un torbellino de emociones a través de nuestras miradas, nada volvió a ser lo mismo. Un mes después y tras varios lapsus que nos devolvían la esperanza de que todo estaría bien, nos dejaste.

Y digo nos dejaste porque así lo sentí por mucho tiempo: no entendía realmente lo que significaba la muerte. Estaba furiosa, me dejaste el año en que me licenciaba de octavo básico y tenía todo pensado para nuestro vals. Estaba furiosa, porque eras mi cómplice y me sentí completamente sola cuando partiste. Estaba furiosa, porque cuando abriste los ojos para tomar ese último aliento de vida, escogiste el minuto en el que fui a buscar agua y no estuve presente. ¿Por qué no me esperaste? Por muchos años estuve furiosa con la vida, con Dios y contigo. Sólo el tiempo me ha permitido entender.

Cuando te fuiste (o te llevaron) seguí visualizándote por mucho tiempo en el marco de mi puerta todas las mañanas. Sentía el crujido de la manilla y veía tu silueta saludándome con tu buenos días, que nunca fue con palabras, sino con un gesto: la mano recta en tu frente, como si fueras un soldado que saluda a su superior. Con eso siempre me hiciste sentir importante, la única de la casa que tenía ese saludo especial, la regalona.

Lo mismo me pasó con el sonido que hacías al rozar tu pie derecho en la madera roñosa del living. No sé por qué arrastrabas una patita. Como crecí con esa imagen nunca me lo pregunté y ahora que lo pienso nunca supe qué te paso. Pero para mí era tierno que emitieras ese sonido al caminar. Ese sonido llegó a ocupar el silencio después de tu partida. Claro, supongo que solo estaba en mi mente, ¿o no? Vivía de esa ilusión. Eras tan ceñido a la rutina que las diferentes horas del día me iban recordando tu ausencia. Incluso la peineta sobre tu velador, la lámpara que nunca más volvió a encenderse y los bototos cafés perfectamente puestos en el suelo a los pies de la cama que fueron juntando polvo. Todo eso me iba recordando constantemente la verdad de que ya no estabas.

¿Te acuerdas que todos los domingos lustrabas mis zapatos del colegio? Me enseñaste a hacerlo tan prolijamente como un lustrabotas. Aprendí de niña. ¡Y adivina qué! Nunca dejé de hacerlo. Hasta la última semana de clases cuando ya estaba en cuarto medio, todos los domingos, lustraba mis zapatos. Y aunque los primeros domingos de los primeros años lo hacía entre lágrimas y mucha rabia, después terminé haciéndolo con una gran sonrisa, porque tú me lo enseñaste. Gracias.

Gracias por esa banca que construimos juntos en la vereda afuera de la casa: eran dos troncos y una plancha de madera. La ubicamos debajo del almendro para que nos llegara el fresco en la tarde y la pintamos de rojo porque yo quería. Pasábamos tardes enteras de verano comiendo fruta allí.

¿Y sabes lo que más recuerdo de esas tardes en la banca? El juego. Cada recambio de veraneantes nos preparábamos para nuestro sagrado ritual que inventaste tú para que yo aprendiera a contar y a identificar los colores. Nos sentábamos a mirar la Ruta 5 y yo tenía que identificar los colores de los autos. Cuando era más grande, elegía un color y tú otro; cada uno contaba cuántos autos del color elegido pasaban en diez minutos. Curiosamente siempre ganaba yo. Para muchos debe ser una estupidez, pero yo siempre recuerdo lo mismo cada verano hasta el día de hoy.

Esa banca también tiene algo que me marcó para siempre y no alcancé a pedirte perdón. En esa época en que uno se cree grande, la embarré. No quise hacerte daño, pero lo hice. Tus ojos se llenaron de lágrimas al oír mis duras palabras, pero esbozaste una leve sonrisa, tal vez de desconcierto. Fue un arrebato y nunca me lo perdonaré. Quizás, ni siquiera te acuerdas de esto, pero yo lo he cargado desde entonces.

Como todas las tardes en esa banca. me esperabas a que yo llegara del colegio. Un día no llegué sola y me dio vergüenza que me estuvieses esperando como si yo fuera una niña, aunque ahora sé que sí, era tú niña. Te miré enojada y te dije con una voz golpeada: “¡Ya no soy una niña! No tiene que esperarme acá afuera todos los días”. Me di la media vuelta y me fui. Perdóname. Me recrimino cada vez que me acuerdo de eso por haberlo hecho.

Me entregaste todo siempre con mucha paciencia y sabiduría. Y lo vi recién cuando partiste, cuando era tarde, muy tarde. Hoy atesoro los recuerdos porque es lo único que me queda y aunque mi mayor miedo era olvidarte, cada año que pasa voy recordando nuevas cosas.

Eras mi abuelo en el árbol genealógico, pero en verdad siempre fuiste y serás mi único padre. El que me crió, el que estuvo y el que me enseñó muchísimas cosas. La enfermedad que finalmente arrebató tu vida tenía que ver con tu corazón. El doctor siempre dijo que tu corazón crecía sin parar y era muy grande. Y sí, tu manera incondicional de amar sólo podía provenir de un corazón tan grande como el tuyo. Te amo, papito Arturo.

Mi persona favorita

Por Daniela Jofré Pezoa

A lo lejos se escuchaba un tango y una voz ronca y carrasposa interpretando la canción. Me quedaba con los ojos cerrados, pero atenta a la voz que se acercaba cada vez más hasta que la escuchaba en mi oído. Me hacía la dormida, esperaba el beso en la frente para que él me despertara. Sus manos grandes comenzaban a sacarme carcajadas con un cosquilleo cariñoso.

– Buenos días. ¿Cómo amaneció mi niñita?

Lo abrazaba fuerte y le decía: “Súper bien” con una sonrisa de oreja a oreja. Eran mis días favoritos, mis días más felices. “¡Ya! A levantarse, que nos vamos a la feria”, me decía él. Ahí toda la pereza desaparecía y me levantaba de un salto.

Mientras me metía al baño, seguía el tango y él lo seguía cantando. Lo escuchaba bailar y reírse. El ruido de los platos de cocina. El chirrear del aceite esperando los huevos que mi abuela preparaba. El olor a pan tostado traspasaba las delgadas paredes para despertar mi hambre. Una leche con naranja me esperaba en la mesa. Era la favorita de los dos.

Y comenzaba la conversa sobre qué se debía comprar. Sacaba su lápiz del bolsillo derecho de su camisa y una hoja toda arrugada para hacer la lista. Bromeaba con mi abuela y yo me reía. Ellos eran muy felices, ellos realmente se amaban.

Antes de partir, comenzaba el ritual. Mi abuela buscaba el carro de la feria, de esos metálicos, con una bolsa de tela de cebolla cuadrillé. Mientras, él se peinaba los 6 o 7 pelos que le quedaban frente al espejo. Yo lo miraba desde la puerta del baño y él me hacía muecas. Limpiaba sus lentes, se arreglaba la camisa, se apretaba bien el cinturón y se rociaba con la típica colonia Agua de Pino. Yo lo miraba y pensaba: “Por qué se arregla tanto si sólo vamos a la feria”. Pero él era vanidoso, siempre andaba muy bien cuidado.

Se despedía de mi abuela con un beso y un abrazo apretado y partíamos a la feria. Nos subíamos al auto. El era taxista y tenía un Lada que yo amaba porque era el único auto al que podía subirme libremente y lo encontraba enorme. Era como el auto familiar: siempre nos llevaba a todas, a mi abuela, a mi mamá y a nosotras cuatro. Siempre estaba limpio y con olor a pino. Ahora me doy cuenta que era fanático de ese olor.

Partíamos la ruta y siempre, pero siempre, había alguien a quien había que “tirar por ahí”. Que la vecina, que el amigo, que el conocido. Era increíblemente sociable, conocía a todo el mundo. Siempre le tocaba la bocina a “alguien” que iba por ahí, o sacaba medio cuerpo por la ventana para saludar a “otro” alguien. Era querendón, amigo de sus amigos, siempre voluntarioso y solidario. Bueno para la conversa y para la risa.

Llegábamos a la feria, y lo primero que hacía era comprarme un helado de frutilla en cono. Como conocía al heladero, siempre me daba una bolita adicional. Y comenzaba la caminata. Me agarraba de la mano y no me la soltaba nunca. Sentía que con él nada podía pasarme. Me sentía libre de miedos. Era tan alto y tan fuerte que en realidad estaba protegida.

Paseábamos por la feria, comprando todo lo que mi abuelita nos había indicado. Y caminábamos y nos reíamos porque molestaba a la gente. A veces sus “caseros” le tiraban tallas y él se las respondía a todo grito, eso me daba mucha risa. Y me conversaba de todo un poco. A veces se ponía serio y me hablaba sobre la vida, sobre lo importante que era estudiar. Me hacía ejercicios mentales de matemáticas mientras caminábamos. Me decía que era muy inteligente y que nada debía impedirme llegar a la Universidad, menos los “pololos”. Ese día me compró un cuaderno. Era uno topísimo y yo estaba feliz. Era de tamaño oficio con tapa dura y doble espiral, nunca había tenido uno de esos. Me dijo que ese cuaderno debía ocuparlo en la Universidad. Yo tenía solo 10 años.

Aun tengo el cuaderno. Lo encontré cuando estaba embalando mis cosas para irme a vivir sola por primera vez. Era de esas personas que todo el mundo quiere. Mi abuela siempre me cuenta que tenía millones de amigos y que le gustaba mucho la parranda. Les gustaba disfrutar de la música y compartir con la gente. Me dice que él era mágico, que siempre tenía la solución para que todo se arreglara. Era alegre, esforzado, muy trabajador y tremendamente cariñoso. Era el abuelo más bacán de la vida. Me enseñó sobre el amor, la bondad, lo importante que es vivir la vida desde la vereda del positivismo. Siempre decía que todo iba a estar bien. Siempre nos cuidó y nos acompañó hasta el final. Mis meses más felices fueron cuando viví con él.

Siempre está en mis recuerdos. Siempre me acompaña. A veces siento que me toma de la mano, como cuando íbamos a la feria. A veces siento su olor cuando escucho tango. Es hasta ahora mi persona favorita.

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