Kitabı oku: «Mujeres que escriben», sayfa 4

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Después de comprobar con su propio estetoscopio que su corazón dejó de latir, nos abrazamos los tres, sin angustia, pero con pena, sin llanto, pero con mucha emoción. Rompo el silencio:

– Tenemos que elegir la canción

– ¿Que canción? ¿De qué hablas? – pregunta mi mamá

– Mamá, el papá me pidió mil veces que cuando el ataúd fuera bajando le pusiéramos algo de Frank Sinatra – le dije con delicadeza, entendiendo que para mi mamá era un momento terrible.

– A mí también me lo pidió – dijo mi hermano muy despacio, casi susurrando.

Así fue como despedimos a la única persona que jamás pretendí cambiar, que siempre acepté tal y como era, con sus tremendas virtudes y algunos aparatosos defectos. Un hombre al que amé y admiré sin condiciones. El ataúd empezó a bajar tapado de flores que sus nietos pusieron delicadamente. Empezó a sonar “I’ve got you under my skin”.

Han pasado casi 7 años y siento que la elección de la canción fue perfecta.

Mi papá habitará por siempre bajo mi piel.

Todas fuimos niñas

Olor a fritura

Por Geraldine Cáceres

Sentada sobre el mesón del bar, miro cómo mi abuelo prepara una malta con harina. En realidad, es agua con azúcar y harina, un clásico que les regala a mis primas y a mí de vez en cuando. Mientras balanceo las piernas golpeando levemente la vitrina, veo desde lo alto los escasos clientes, la inmensidad del lugar y el dragón gigante pintado al fondo, la antesala para ingresar al restaurante.

Mi abuelo es parecido a un Viejo Pascuero: guarda regalos escondidos en un cajón gigante detrás del mesón. Cuando sea más grande podré abrirlo sola y le robaré dulces, unos poquitos no más, para que no se dé cuenta. Hoy espero al vendedor de dulces que, cual hombre del western, entrará por la puerta batiente del restaurante e instalará la bandeja que lleva colgada en sus hombros. Mi abuelo elegirá muchos dulces que luego nos repartirá. Aquel señor es mudo, pero se llevan bien los dos, él después de entregar se toma una copita y sigue su camino. A mí me agrada, como la mayoría de los clientes de mi abuelo. Algunos me hacen reír, dicen cosas como: “qué grande estás” o “la negrita bonita” y yo los miro nomás cómo toman su caña de pipeño. Algunos repiten, otros se quedan todo el día con una en la mano y conversan con mi abuelo, le cuentan su vida, lloran, se emborrachan, se van tristes, vuelven al otro día.

Mientras balanceo las piernas, llega el “Tate Callao”. Ese es su nombre, por lo menos el conocido. Es un viejo de unos cien años, eso creo mirando sus infinitas arrugas. Viste de impecable terno, aunque él está un poco sucio, delgado y pequeñito. Es jubilado de ferrocarriles y sus hijos lo abandonaron hace años. Es alcohólico, me ha dicho mi abuela, quien después lo manda con una caja de leche de vuelta a casa. Su alcoholismo, imagino, no lo deja hablar y ha generado una serie de movimientos involuntarios con los cuales se comunica. “¡Como estai!”, le grita mi abuelo y él comienza a hacer una serie de gestos con sus manos que interpreto como “muy bien”. Creo que en su juventud tuvo unos ojos azules increíbles, que ahora se ven desteñidos, llorosos y muchas veces solitarios. La cañita sobre el mesón y los 200 pesos que deja al lado, es su rutina diaria. Me mira desde su puesto y levanta su mano con el dedito para arriba. Yo le sonrío y lo más probable es que le muestro la paleta que me falta entre mis dientes.

La malta con harina es el mejor invento de mi abuelo. Miro cómo sus manos baten la cuchara de palo con sus dedos chuecos, (Yo tengo mis dedos meñiques chuecos, igual que él. Es una herencia que llevo con orgullo) los cientos de cicatrices por los cortes y su concentración. Lo prueba y me pasa el vaso, por fin voy a disfrutar de este brebaje que me hace sentir una borrachita más.

La hora de almuerzo es caótica en el restaurante y no me queda más que ir al fondo, pasar una pequeña puerta y llegar al patio donde más allá, está la casa de mis primas Paulina y Pamela. Si están de buen humor (a veces son un poco extrañas porque a veces quieren jugar y otras no) podríamos hacer una casita con las cajas de bebidas, si no, tendré que jugar con los cinco perros de mi abuela: la Pindi, la Chica, la Chola, el Toby y la Lulú. También podría ir al subterráneo a cachurear, pero dependerá de que una de mis primas también quiera. Me da miedo ir sola. Una vez fui, era un sábado y estaba aburrida. Corrí con dificultad las tablas y bajé. Era lo más parecido a una película de terror que había visto: el frío me recibió a la entrada. Mientras bajaba las escaleras, se hacía más intenso. Mi preocupación eran las arañas (debía pensar que no era espacio para arañas, sí para ratones). Cuando llegué al final, miraba constantemente hacía arriba por si alguien sin querer volvía a poner las tablas en su lugar. Ahí yo iba a quedar atrapada para siempre, con un arsenal de antigüedades, garrafas de vinos, botellas con cosas raras, cajas de todo tipo, mucho polvo y suciedad. No pude terminar mi recorrido, tuve miedo y me devolví corriendo con la sensación de que alguien tomaría mis piernas y me llevaría al más allá. Del frío inmenso, pasé al sudor incontrolable.

Deambulo por el patio pensando en los juguetes que quedaron en casa. Me dejo lengüetear por la Luli y espero que me llamen para almorzar. De vez en cuando mi abuelo pasa por el patio y cuando me ve, me invita a conocer sus nuevos inventos: una malla para hacer charqui o peor, una trampa de ratones. Lo observo curiosa. Lo quiero tanto que lo abrazo: sé que en unos años morirá y ya no lo veré nunca más.

La hora peak es la locura misma y es mejor quedarme en el patio mientras todo pasa. Allí escucho los gritos de mi abuela anunciando que la cazuela está servida o retando a la garzona de turno porque es muy lenta para atender y no sirve. A veces las veo salir al patio a llorar. Cuando me ven me dicen: “Su abuelita es muy cruel, Gerita, muy cruel”. Yo les digo que no lloren, que no la tomen en cuenta y se entran porque el restaurant está lleno. Mi mamá también anda por ahí, se encarga de ordenar los pedidos y de apurar a mi abuela, pero ellas pelean constantemente y todo es un alboroto. Siempre pasa algo terrible: una cazuela que nunca se sirvió, una chuleta que llegó fría o un pescado añejo. Mi papá, mientras, está en la caja y se paga y vigila que todo sea cobrado y nadie haga perro muerto. Pero pasa: siempre hay uno que esconde una cerveza o que se hace el tonto y se va sin pagar. Mi papá se enoja y dice: “Ya lo tengo cachao, cuando vuelva lo voy a echar”.

Mientras juego con los perros, mi mamá me llama a almorzar y me dice que pida rápido ahora que hay menos gente. Mi abuela me pregunta qué quiero de almuerzo y le pregunto si tiene arroz quemado. Mi mamá se enoja, dice que me hace mal, pero de lejos miro a la María, la cocinera, que me muestra los restos de una olla quemadita. Yo le hago un gesto para que me lo guarde. Comeré un puchero seco: arroz, papa y carne, o sea, una cazuela sin caldo. Si es día de colegio, comeré en cinco minutos y me iré corriendo, pero antes me voy a perfumar bien para intentar eliminar el olor de fritura de mi uniforme. Pero el olor no se va, se queda impregnado, no solo en mi ropa, también en mi pelo y en mi piel. Y me sigue, día y noche, hasta que un día se cierra la cortina y paso sin querer por fuera y ya no hay más olor a fritura.

Vacaciones de verano

Por Isabel Tuñón

Tenía 8 años y era tiempo de Navidad. Yo le había pedido al viejito Pascuero una muñeca Marilú que en ese tiempo eran como las Barbies de mis hijas.

Medía más o menos 40 centímetros, tenía las piernas y los brazos articulados, el pelo rubio y lleno de rulitos como una peluca. Su cara era como de porcelana, tenía los ojos azules y las pestañas largas. Su vestido era de color rojo, tenía el talle cortado a la cintura y de ahí, una falda recogida. De la cintura salía un lazo para amarrar atrás. Sus mangas eran aglobadas y tanto en estas como en todo el contorno de la falda, iban dos corridas de una huincha blanca en zigzag. El cuello era redondo y blanco. Como se decía en esa época, cuello bebé.

Sus zapatos eran blancos como ballerinas con correa al tobillo y zoquetes blancos. Además, traía un vestido de fiesta rosado con una florcita en la cintura como adorno.

Mi sorpresa fue maravillosa ya que mi madre no solo se ocupó del regalo, sino que también le encargó a la señora del lado de mi casa, la costurera del barrio, que me hiciera un vestido igual a mí, así es que imagínense la escena.

Yo era muy vergonzosa, me ponía roja con mucha facilidad y pienso que más de alguna vez la sufrí al ir por la vida como muñeca viva.

Augusto, mi hermano dos años menor, había pedido un auto comandancia (no sé porque este nombre) y le llegó su auto, también rojo, a pedales y con un volante. Yo le rogaba que me lo prestara para tirarme por el patio de mi casa. Vivíamos en una casa quinta antigua, no crean que por esto éramos ricos, era el esfuerzo de mi querida y estricta mamá.

Mi hermana menor, Marisol, tenía 4 años y la verdad no me acuerdo lo que pidió o le trajeron, ya que ella no le escribía cartas al Viejito. Yo conducía los juegos con ellos. Augusto hacía de papá, pero lo más divertido es que él siempre fue el tío: hoy creo que él, cómo era mi hermano, no podía estar casado conmigo y menos tener hijos.

A un costado de la casa existían tres piezas unidas entre sí y ahí jugábamos: yo hacía comidas y el aseo, o sea era la perfecta dueña de casa, que ese era el modelo que yo veía con las mamás de mis amigas, puesto que la mía trabajaba en una oficina y salía en la mañana a las 8 de la mañana, volvía al mediodía y luego partía a las 2 de la tarde. Su regreso junto con mi papá a la casa era como a las 8 de la tarde, por lo tanto mi querida nana Julia, a quien la llamábamos Tulita (porque yo cuando chica no podía decirle Julia) ya estaba a punto de acostarnos a esa hora, salvo en vacaciones.

Esas vacaciones eran muy esperadas porque nos juntábamos con los vecinos de enfrente: Lilian, mi amiga y compañera de colegio, Adrián, hermano de ella y compañero de mi hermano. Ya a estas alturas de mis recuerdos, las mujeres ya teníamos unos doce años, eran nuestras primeras incursiones en el Metrópoli, pasábamos tardes enteras jugando a eso. No teníamos celulares, nintendos, instagram o youtube.

Mi mamá nos dejaba tareas todos los días: debíamos hacer copias o dibujar y nos traía premios: los primeros lápices de pasta – y yo creo que de ahí que ahora me gustan y tengo azules, rojos y negros. Mi marca favorita es Pilot.

Augusto fue arquitecto, era bueno para dibujar y pienso que de ahí nació su vocación, ya que cuando salió del colegio no tuvo indecisión para elegir carrera. Fue el único con título universitario. Mi mamá era capaz de dejar de comer para comprarle sus materiales de las maquetas.

Se vienen a mis recuerdos, esa vez que jugábamos a los indios y prisioneros. Era divertido para mí, pero terrible para mi hermana Marisol. La sentábamos al pie de la taza del baño, que era grande y amplio, y nosotros corríamos por la casa, entrabamos por la puerta principal y salíamos por la cocina al patio dando como cinco vueltas y después la rescatábamos. Ahí estaba ella, igual como la habíamos dejado.

Cuando más grande y comentábamos estos recuerdos, ella tenía un poco de resentimiento. Una vez me dijo: “yo me acuerdo que a mí siempre me arreglaban lo que tú ya no te ponías”. Eso me dio pena, porque antes que ella falleciera me di cuenta, del sufrimiento que ella llevó a cuestas por otros problemas que nunca comentó, empezó a acumular mucho dolor y explotó con un cáncer fulminante.

Algo fantástico sucedió cuando un verano llegó a nuestra casa una hielera: fue como tener el primer refrigerador. Esto sucedió porque mi tía Chela, hermana de mi papá, se había comprado su primer refrigerador y nos envió a nosotros su hielera.

Se encargaban 2 barras de hielo, las venían a dejar en esos triciclos conducidos por un hombre. Estas barras se colocaban abajo en un receptáculo y así teníamos nuestra leche con plátanos heladita, porque también mi mamá se encalilló con una jugüera. Realmente ese fue un gran verano. Mi primer refrigerador lo tuve cuando me casé: fue un Mademsa.

Pienso que siempre quise ser mamá y dueña de casa, pero resulta paradójico que a mis hijas pocas veces les di de regalo cosas relacionadas con este tema, porque deseaba que fueran independientes de un sostenedor de hogar. Tuve que ser mantenida por mucho tiempo, pero cuando me separé, empecé a trabajar y hacer varias cosas para cubrir mis necesidades.

Otro verano formidable fue cuando mi tía Chela y su marido mi tío Alejandro vinieron a veranear con nosotros: ellos vivían en una casa del Cerro Alegre en Valparaíso. Para ayudar un poco a mis papás, arrendaron las piezas que usábamos para jugar.

Nuestra tía era la única hermana de mi Pito (así le decíamos a mi papá). Era mayor, pero siempre nos decía que era menor (súper coqueta) y muy diferente de mi papá: ella era morena de ojos grandes, vivaces, y mi Pito rubio, blanco casi transparente, pero como era bueno para el copete, siempre estaba coloradito. Ambos eran muy buenos anfitriones, les gustaba juntarse a comer y conversar, nos visitaban casi todos los domingos, con las típicas empanadas y tallarines preparados por mi Tulita y la infaltable leche asada, el postre predilecto de mi Pito.

Ese verano mi tía Chela nos organizó para formar una banda, con todas las ollas que teníamos en la cocina. Esa fue la batería, yo tenía un xilófono súper sonoro y me encantaba tocarlo, además tenía un piano de cola de juguete.

Ensayábamos durante el día y el penúltimo día que ellos estarían en casa, hicimos el show para presentarlo a mis papás cuando llegaron del trabajo. También estaba la Tulita. Lo pasábamos chancho, como se dice ahora.

Esa etapa de mi vida fue muy feliz.

Mucho de esto marcó mi futuro y he tenido que hacer mucho trabajo interior para crecer.

La casita en la pradera

Por Noelia Zuñiga

El sol estaba en lo alto del cielo y mi mamá aprovechaba de lavar la ropa mientras pensaba que jugábamos en silencio. Gran error. La primera vez que sentí celos tenía alrededor de dos años y medio. Estábamos con mi hermana Natalia, recién terminando de controlar esfínter y según nos cuenta mi mamá, teníamos un lenguaje único. Un código secreto, que sólo nosotras podíamos saber. Aquella tarde, nos decidimos de una vez por todas a terminar con la molestia que nos aquejaba: nuestra hermanita de quince días de nacida, Elizabeth. Nos acercamos a la cama matrimonial cual ángel de la muerte y tomamos de los brazos y las piernas a la pequeñita. No alcanzamos a cruzar un metro cuando mi mamá, sospechosa, nos encontró.

– ¿Dónde llevan a la guagüita? –, nos dijo con tranquilidad en su voz, aunque según ella, estaba con los nervios de punta.

– Vamos a tirarla al pozo porque no la queremos – respondió una de nosotras. En nuestra villa antes de tener alcantarillado, nos abastecíamos de agua por medio de pozos de las napas subterráneas. Mi mamá tomó en brazos a mi hermanita Elizabeth y la devolvió a su camita. A nosotras nos reprendió y desde ese día no despegaba los ojos de nosotras.

Recuerdo a mi mamá muy joven, casi una niña. Nos contaba cosas entretenidas y nos dejaba ver películas hasta bien tarde los fines de semana. Siempre pensé que era la mamá más linda del mundo. Tenía un olor exquisito, jabón mezclado con tabaco. Recuerdo sentir sus manos un poco ásperas por el cloro, que me acariciaban la cara y podía sentir su aroma. Cada vez que siento el olor del tabaco, me acuerdo de ella. Vivíamos en una casita de madera, muy al estilo “casita en la pradera”, rodeadas de campo y mucha vegetación. Era como un paraíso. Allí inventábamos los juegos más entretenidos que puedo recordar y jugábamos todas las tardes con los patos y gallinas que mis padres criaban, aunque no éramos las niñas más animalistas. Una vez se me ocurrió una idea genial. Amarrar en uno de nuestros triciclos, la pata de una de las gallinas para hacerla correr. Nos gustaba mucho verlas correr, nos provocaba risa. A mi brillante idea se sumaron mis hermanas. Entre dos afirmaron a la pobre gallina mientras que yo, le amarraba la pata con un trocito de tela que habíamos robado a mi mamá. Cuando por fin estaba bien sujeta, mi hermana Natalia fue la primera en subirse al triciclo y pedalear. Claramente la gallina comenzó a correr. Luego nos fuimos turnando para subirnos al triciclo, y la afligida gallina ya no corría, se dejaba arrastrar por nosotras. Nos reímos como locas, hasta que mi mamá nos pilló. Nos fuimos de castigo y al parecer la pobre gallinita no resistió tanto movimiento, así que mi mamá nos hizo un caldo de gallina para cenar.

La vida en el campo era muy entretenida. Lo que más me gustaba de vivir así, era pasearnos por los sitios frente a nuestra villa que eran campos de verdad. Mi papá nos llevaba como si fuera lo más normal, porque mientras él vendía sus empanadas a los trabajadores del campo, nosotras corríamos entre los yuyos que brillaban con la luz del sol. Eran tan altos que nos podíamos perder entre sus flores. Mi papá siempre nos contaba que los yuyos eran comestibles, pero nunca nos preparó su tan especial sopita de yuyo.

Correr en medio del pastizal era vivir una experiencia extrema. Siempre hacíamos competencias de quién llegaba más rápido al sauce llorón, que estaba a la orilla de un riachuelo. Para atravesarlo, teníamos que pasar por un trozo de madera a modo de puente, pero una tarde de otoño, para mi mala suerte, el puente no funcionó y se dio vuelta. Me caí al riachuelo y quedé empapada de pies a cabeza. Mis hermanas se afirmaban la guata de la risa mientras yo lloraba porque no podía caminar con los zapatos llenos de agua. Al llegar a la casa, me esperaba el llamado de atención de mi mamá, mientras le reclamaba a mi papá “por qué no cuidaba mejor a las niñas”. Luego al anochecer mi papá se acercaba a nuestras camas y nos contaba cuentos y nos cantaba canciones para hacernos dormir.

Recuerdo que mi papá era muy alto y entretenido. Una vez nos quiso tomar una foto con un caballo. Estábamos vestidas con unos vestiditos cortitos de color amarillo y mi papá nos decía “acérquense más”. Y yo miraba hacia atrás con pánico de que el caballo estuviera de mal humor y posiblemente nos fuera a patear. “Acérquense más, si no les va a hacer nada”, nos volvió a gritar, mientras lo veía alejarse más y más, para tomar una foto panorámica. “Ya, sonrían”, nos gritó. Y sonreímos. Menos mi hermana Natalia, que quedó inmortalizada para la posteridad con cara de pavor. Al menos tenía una aliada en mi miedo a los caballos.

Al poco tiempo, nuestros padres se separaron y nosotras tuvimos que emigrar al campo de una tía. Allí se acabaron las risas, se acabaron los juegos locos, los baños de lodo, las subidas a los árboles, los juegos a lo Tarzán. Desde el día en que nos fuimos de nuestra casita en la pradera, supimos que nuestra infancia había terminado. Esos fueron los años más tristes y dolorosos que he tenido que vivir por miedo a pensar que estábamos huérfanas ya que nuestros papás jamás nos visitaban.

Con el paso del tiempo y la llegada de la adultez pude entender todo el infortunio que tuvimos que vivir, siendo tan chicas por causa del alcoholismo de mi papá y la poca valentía de mi mamá. Hoy no los juzgo. No tenían idea de cómo ser padres, aprendieron de mis abuelos, que tampoco sabían ser padres. Y la educación que recibí me ayudó a comprender que a veces la vida no es del color del sol, calentito y brillante. Hoy miro a mis padres y les agradezco infinitas veces los años maravillosos que estuvieron presentes en nuestra infancia. Porque sin eso, sin esa divina primera infancia, no sería la persona que ahora soy.