Kitabı oku: «Sombras en la diplomacia», sayfa 6
—¡Primer turno! —observó David.
—Vale, vale. Pero camina —concedió su madre.
Mientras se desperezaba, Daniel, después de lavarse la cara en la minúscula palangana del departamento, comenzó a recapitular sobre los episodios que habían tenido lugar en los últimos días. Tenía la certeza de que la postrema etapa de la migración hasta el territorio francés sería de una impavidez sombría. Le inquietaba el estado de su esposa, con los nervios tensionados durante todo el recorrido y una mente abstraída por su propia preocupación. Le angustiaba la ansiedad que le embargaría al llegar a zona francesa y, en su razonamiento adverso, recordaba las palabras del Ángel de Budapest, quien había incidido en que su influencia solo abarcaba hasta su llegada a los andenes de Lyon. Una vez allí, caso de conseguir superar el recorrido, su potestad no alcanzaba y tendrían que valerse de su propio criterio para llegar a España. Por ello, les habían facilitado la suficiente moneda, tanto francesa como española. Nada había comentado con los suyos al objeto de no inquietarles y dejar que su sonrisa límpida ahuyentase cualquier tipo de sospechas indeseadas. Los veía felices, dentro de sus límites de inquietud, y ello se debía al sosiego indudable que se proyectaba desde su propia actuación. Pero Daniel vivía la procesión en su interior. Estaban cercanos a conseguirlo. La acción concertada de la embajada y todos los demás elementos que confluían en una etapa tan delicada habían conseguido que los Venay disfrutaran de un desplazamiento tranquilo dentro de lo relativo del criterio. Tenía la constancia propia de que, desde el primer momento en que accedieron al convoy, su presencia había sido objetivo perverso de todos los operadores que actuaban, de incógnito y camuflados, en favor del régimen imperante, fascista en todos los órdenes. Y también tenía la sospecha de que David había sido la piedra angular para disipar cualquier tipo de recelo cuando la desconfianza provocada por la inacción de ellos mismos se mantenía incólume en el instinto persecutor de Zoltan. Para Daniel las casualidades, en el ámbito sesgado en que se movían, no existían. El hecho, simple hecho, de tener como vecinos de mesa al principio del viaje a los Zoltan configuraba una imagen absurda de un proyecto de amistad inexistente. A la vez, le resultó sospechoso que lo único que parecía preocupar a su ojeador fueran sus propias vidas y existencias. De ellos, aparte del nombre propio que él exhibía y de que eran ciudadanos húngaros, desconocían su conjunto vital: dirección, trabajos, familia y demás etcéteras que, obviamente, un matrimonio proclive a la iniciación de una amistad o de un conocimiento más profundo debería haber expuesto desde el primer momento. Ello le condujo a una reflexión profunda, inerte de contenidos y, por tanto, inocua en cuanto a su procedencia y modo de actuación. Faltó, en su momento, la necesidad de distorsionar los hechos para mantener una teoría y eso fue, en principio, lo que condujo a un interrogante que las horas previas habían dado como positivo en lo negativo de los Zoltan. Sonrió para sí en el momento en que los suyos regresaban.
—Estamos listos, papá —afirmó David.
—¿Listos? ¿Para qué?
—Es hora de desayunar.
—Cierto. Lo había olvidado. —Se giró hacia su esposa y preguntó—: ¿Tú cómo estás, querida?
—Bien, bien. Mejor de lo que esperaba.
—¡Estupendo! ¡Venga, vamos al provecho! ¡Necesito un café!
—¡Y yo unos bollos!
La salida había sido prevista para el mediodía. Lucía un sol solemne, como si quisiera dar su beneplácito para disfrutar de los paisajes pretéritos, sombríos e imaginarios, dejados de disfrutar en los últimos días. La naturaleza ponía a su alcance los medios para complacerse de las vistas en una jornada que para la familia Venay tenía el corolario de histórica en su primer asalto. Faltaban más. Y lo sabían. Pero alcanzar la tierra francesa, a pesar de estar ocupada por las tropas alemanas, ya dejaba entrever un cúmulo de posibilidades que anulaban una parte importante de su regresión.
Por primera vez, el convoy salió a la hora programada. Dejar la estación de Ginebra no solo constituía acceder al podio francés, sino concatenar una racha de laureles en la larga marcha sobre la libertad. La despedida no solo ocurrió en los andenes. La despedida fue más que calurosa en su departamento cuando uno de los guardias de fronteras, el de madre española, en su recorrido final de vigilancia y contabilización del pasaje, entró a saludarles y despedirles.
—Nosotros nos quedamos aquí. Ya sabe que el próximo destino es Lyon y, una vez pasada la frontera, una compañía francesa procederá a sustituirnos. No obstante, nos quedamos aquí, aunque ellos, los demás pasajeros, no lo saben. —Sonrió de manera perversa aunque cordial.
—Bueno, pues nosotros también nos quedamos aquí —declaró Daniel, señalando a los sillones del compartimento.
—Nada, es un viaje corto. Ya que tenía que contabilizar a los viajeros, he solicitado el segundo vagón para poder despedirme de ustedes. Me han caído muy bien y el hecho de recordar una parte de mi idioma materno me ha hecho muy feliz.
—Pues ya sabe dónde puede encontrarnos —comentó Edit con un gesto de cortesía.
—España es muy grande, pero muy bonita.
—¡Búscanos! —descargó David—. Pero si nos buscas, no vayas más allá de Cataluña. Es donde vamos a instalarnos.
—¿Barcelona?
—Depende —clarificó Daniel—. Depende de muchas cosas.
El silbido de la locomotora les indicó que debían despedirse.
—¡Les deseo muchísima suerte! ¡Y no olviden que hoy es el día del shabat! —Se despidió haciendo un gesto de cortesía con el brazo y se bajó del vagón.
Ninguno de ellos supo cómo reaccionar ante un relámpago tan crítico por parte de alguien de las fuerzas de seguridad que había estado con ellos durante un tiempo importante y en ningún momento se había significado como judaico. El momento cobraba vida en cuanto dejó el tren y convinieron que era uno más, uno de ellos, pero que sufría su asfixia y opresión religiosa en un país, en teoría, totalmente libre.
Fue entonces cuando Daniel rememoró las palabras del Ángel de Budapest, quien había estipulado que no podrían portar ningún tipo de documento, como la Torá, que pudiera indicar su religiosidad y, en consecuencia, su origen y naturaleza. Era evidente que el guardia de fronteras se lo había recordado de una manera indirecta, si bien inhumana. Toda su formación y débito se habían convertido en ferocidad en el momento de la despedida. Un adiós con los mejores deseos de buena suerte, pero con el indicativo tácito de no olvidar quiénes eran. Daniel, de cualquier forma, comprendió su compromiso, su recomendación. De manera borrosa pero contundente, aquel hombre les había indicado que les deseaba lo mejor, pero que nunca olvidasen quiénes eran, estuvieran donde estuvieran. Y Daniel recogió el mensaje.
Con su incesante constancia para que el éxodo natural pudiera llegar a buen destino, más que olvidar, había desviado a un segundo término sus obligaciones protocolares; deberes específicos que en su escenario actual no podía validar, siendo su conclusión final la ausencia obligada del deber religioso en favor de la seguridad familiar. Y sí, consentía que la Torá y el shabat llegaban a compendiar una situación en que toleraba que la vida humana se mostraba por encima de las costumbres de descanso y santidad, como enmarcaba el libro sagrado. Pero también recordaba que el judaísmo había sido la primera religión imperante en el planeta y que el judío resumía las dos tablas entregadas por Dios a los humanos. Es posible que nadie, o casi nadie, estuviera familiarizado con la realidad religiosa y con el mensaje que emitió Dios con los diez mandamientos; mandamientos que fueron divididos en dos tablas. La primera comprendía, y lo sigue haciendo, los primeros cinco mandamientos entre Dios y el hombre; y la segunda, los siguientes cinco entre el hombre y su prójimo. Ser judío significa, significaba, que nunca se está solo, y el guardia de fronteras se lo había recordado.
Daniel observó a los suyos. El traqueteo del tren no impedía el pensamiento y observó el silencio epistolar de su familia. Sabía que el hecho había producido un síntoma disforme en la tranquilidad adquirida, acarreando en breve la pérdida de la placidez alcanzada. No sabían si para bien o para mal, aunque eran conscientes de que aquel hombre, bueno o malo, podría arruinar sus propósitos.
La solución a sus pesares llegaría en poco más de dos horas, en cuanto el convoy hiciera su entrada en la estación de Lyon.
La llegada a la ciudad francesa constituyó uno más de los elementos favorables que acompañaban a la familia Venay. El control de aduanas podría calificarse como rutinario, habitual, y ninguna pega obstruyó su entrada en territorio francés. Solo faltaba solventar, por entonces, su desplazamiento a tierras del sur.
El idioma constituyó, una vez más, un problema añadido a las dificultades que se concertaban por el perímetro dominante alemán que abarcaba toda la región. Si bien el pasaporte español confería ciertas garantías, así como el salvoconducto, otros inconvenientes se cernían respecto al medio de transporte a utilizar. Uno de los empleados de la estación, que hablaba un poco de español, los dirigió a una zona desde donde salían autobuses con destino a Montpellier y a otros puntos de la región sureña. Aunque por el idioma gestual indicó que el viaje hasta la frontera española sería muy largo y consideraba conveniente hacerlo en dos etapas. Así lo hicieron.
El horario de los autobuses era siempre nocturno al objeto de que los pasajeros pudieran dormir la mayoría del tiempo. Salían a las once de la noche, pero en ningún caso confirmaban una hora concreta de llegada. El estado de las carreteras, los controles, el repuesto del autobús y un pequeño descanso del conductor hacían inviable afirmar con cierta exactitud el arribo a Montpellier.
Daniel se sentía más que preocupado por el estado de Edit; más que inquieto, en el sentido de que tenía la certeza absoluta de que su esposa necesitaría visitar el servicio en más de una ocasión y el sombrío vehículo carecía de él. Un desplazamiento de varias horas, con el cansancio acumulado y la situación sobrevenida, no era el más adecuado para proseguir viaje. Lo comentó:
—¿Cómo te sientes, Edit? —preguntó, a sabiendas de cuál sería su contestación.
—Bastante bien. —Y acercando su voz a la oreja de su esposo indicó—: Casi estoy terminando. Un día más o dos, pero ya estoy con los restos.
—¿Entonces qué os parecería que nos quedásemos a pasar la noche aquí y mañana volvemos a la estación para seguir viaje?
—Sí, sería lo más natural. Estamos muy cansados, llevamos poco equipaje y el hecho de sentarme en un vehículo de esas características… —comentó, señalando a los autobuses que por allí estacionaban— preferiría evitarlo.
—¿David?
—Sí, papá. Una noche en la posada y mañana será otro día. A decir verdad, nadie nos persigue y nada nos obliga, ¿no os parece?
—Correctísimo. Busquemos un alojamiento, pero antes quisiera enterarme de cómo está el servicio ferroviario de mañana para el sur. Vamos.
En la búsqueda de información fue cuando sus turbaciones prioritarias resultaron destruidas. Aquella misma noche y con destino a la estación de Cerbère, próxima a la frontera española, salía uno de los trenes confirmados, que solo circulaba tres veces a la semana y siempre en horario nocturno. Permanecieron en una situación lo más próxima al shock después de haber decidido pernoctar y descansar aquella misma noche en Lyon.
—Ya lo tenemos claro. ¿Ahora qué hacemos? Tendríamos que quedarnos un par de días más o buscar cualquier otro convoy con el que deberíamos hacer transbordos y el tiempo, o los tiempos, de espera podría ser indeterminado. Querida familia, vosotros tenéis la palabra.
David sentía una profunda inquietud por cierto desconocimiento, que sus mayores mantenían para sí. Por tanto, no se atrevía a presionar a sus progenitores en cuanto a las decisiones que tomar. De todas maneras, intervino con ánimo de aligerar el peso que, presentía, estaban sufriendo sus padres.
—Yo solo puedo preguntar cuál es la prioridad.
—Llegar a España, David. Llegar a España.
—¿Entonces para qué vamos a discutir? Seguimos viaje y, caso de no reventar físicamente, llegaremos a nuestro destino.
—¿Estás de acuerdo?
—¿Mamá?
—Por mí, adelante. Salimos esta noche y mañana se acabó todo.
Es evidente que suele ser, es, la casualidad lo que hace una historia. Los ferrocarriles se mantenían en la edad de oro del vapor y los expresos llegaban con diligencia a las estaciones programadas. Habían pasado el bache de la guerra civil española y se mantenían en una quietud expectativa en cuanto a la guerra mundial. El tren salió a la hora programada y poco más de nueve horas más tarde, después de realizar una parada asistencial en Montpellier, alcanzó la estación de Perpiñán.
La espera para la marcha a Port Bou y cruce de la frontera francesa fue inferior a dos horas. A las once de la mañana, la familia Venay había alcanzado su objetivo final. Los padres de David, nada más pisar suelo español, se fundieron en un abrazo, que Edit acompañó con unas lágrimas de emoción. Los guardias civiles que se mantenían en el puesto aduanero se miraron entre sí, aunque en el fondo podían admirar un acto de convulsión que no llegaron a comprender.
No tuvieron ningún problema con la documentación y lo siguiente, a su salida del puesto aduanero, fue que Edit buscó desesperadamente los lavabos de la estación. Daniel la observó con cariño y asintió con el rostro, pleno de sosiego y alivio.
David se mantenía expectante, a la espera de sintetizar un enigma que nunca llegaría a comprender.
Una adolescencia difícil
La llegada a territorio ibérico combinaba una parte de bienestar a la vez que un fragmento de preocupación por el futuro. Se hallaban en Port Bou, provincia gerundense, que mantenía vivos los rescoldos de una guerra civil donde guerrilleros antifranquistas se hicieron fuertes en el Valle de Arán. En sus montes preparaban una ofensiva antifascista, conocida por las nuevas autoridades españolas, que en su resguardo desplazaron a la zona cientos de guardias civiles. La situación, sin ser grave, confirmaba un estado de intrusión que hacía aconsejable abandonar, a la mayor brevedad, el área del conflicto. Pero necesitaban descansar. El Hotel Francia fue el lugar escogido para pernoctar, al menos, una o dos jornadas, en las que sus cuerpos y sus mentes tendrían la oportunidad de centrarse en lo que estaba por venir.
Por ser el pueblo español más septentrional del Mediterráneo, núcleo terrestre más abierto al inicio del golfo de León, se caracterizaba por el fuerte vendaval de tramontana, viento frío del norte o nordeste, que siempre parecía estar a punto. Cuando se dirigían al hotel así lo soportaron, preguntándose si sería una situación puntual o el hecho perverso en cuanto a su bienvenida en la demarcación. Sin embargo, pensaron que el pláceme, a pesar de no parecerlo, podría ser un anticipo de lo que podría enmarcar sus expectativas. El lugar, inmerso en el abrupto paisaje de la Costa Brava, presentaba dos características esenciales: el mar y la montaña. Para los Venay, la clave de su mínima estancia podría ser el descanso, aunque también, por curiosidad implícita, contemplar un mar del que solo tenían conocimiento por los libros escolares.
Ya en la fonda, preguntaron desde dónde podría divisarse el mar con claridad y les indicaron que, caminando, en diez minutos lo observarían a la perfección. También les sorprendió la forma en que se expresaban en castellano. Más bien especularon que compartían vocablos entre el castellano y el catalán, idioma local hablado por todos sus pobladores, y no les pareció extrañar el ladino en que se expresaban y que asemejaba un habla solo para el entendimiento entre seres. Y es ahí, en ese pequeño gran detalle, donde Daniel puso de manifiesto, una vez más, su desasosiego. Una inquietud que presentía en los tres ámbitos en que se debería cimentar su regreso a España: el idioma, la carta de naturaleza de su condición sefardí y la obtención de la nacionalidad española real. Tenía muy presente que el salvoconducto y el pasaporte familiar que les había concedido la embajada tenían una fecha de caducidad y desconocía qué podría ocurrir en el momento en que concluyera la autorización. Por un instante, dejó de preocuparse y comenzó a disfrutar del paisaje marinero que se abría ante sus ojos.
—¡Qué bonito! —expresó David al prestar atención a una playa que prácticamente se ubicaba en el mismo pueblo.
El paisaje, aparte del vendaval que podría difuminarlo, extasiaba a sus visitantes cuando lo vislumbraban por primera vez. Las olas centrifugaban una arena que, a medida que el viento embravecía, parecía saltar hasta el mismo paseo del mirador.
—¡Qué barbaridad! —concretó Edit, retirando de sus ojos alguna posible esquirla de arena.
Daniel se colocó de espaldas al objeto de conjeturar las posibles rachas ventosas acompañadas de difusos elementos indeseados.
—¡Creo que debemos guardar el paisaje para mañana! ¿No os parece? —gritó, abrigándose una vez más contra las ráfagas que parecían asaltar al público, escaso, asistente al espectáculo.
—Sí, sí. ¡Vamos! —concedió Edit.
David mantenía un régimen de rigidez facial observando la amplitud, cada vez mayor, de unas olas que casi superaban el recinto playero. Se mostraba extasiado, atónito ante un espectáculo que jamás había percibido y ni tan siquiera hubiera podido imaginar. Recordaba los tiempos en que se paralizaba su visión ante la crecida por las lluvias de un Danubio que llevaba en el corazón, pero nunca hubiera podido imaginar la perturbación que producía aquel mar embravecido, rabioso, que más parecía un temporal iracundo de unos mares irascibles que protestaban ante el mundo, aunque sin conocer su motivo, su razón, su porqué.
Sus padres lo invitaron a apartarse de una manera gestual. Le indicaron que se retiraran debido a que las olas ya comenzaban a saltar sobre las rocas. La playa, las arenas, había desaparecido de la vista del paseante y la prudencia aconsejaba alejarse del lugar.
—¡Impresionante! —comentó, caminando de espaldas para no perderse una creciente tan alborotada de unas aguas de mar.
—¡Qué barbaridad! —repitió Edit, prosiguiendo—. Y habrá que preguntarse si lo que estamos viendo será algo más o menos normal o puede ser todavía mucho peor si lo que azota las costas es un temporal. ¿Hasta dónde pueden llegar las olas?
—Buena pregunta. Tendremos que informarnos con los señores de la posada. Ellos seguro que lo saben. ¿Nos vamos?
Cuando llegaron al hotel, a la fonda, en la recepción se encontraba un grupo de personas que, consideraron, eran ciudadanos del lugar. Formaban un corrillo que impedía acercarse a los recién llegados, cuya intención era preguntar dónde podrían cenar. Se apartaron con delicadeza e hicieron la pregunta a la señora del local.
—¡Ah! Pueden cenar aquí al lado. La cocina es nuestra y podrán hacerlo con mucho gusto.
—Gracias.
«Con mucho gusto», se dijeron. Para eso estaban los estómagos agradecidos de unos visitantes, que no turistas, de camino a su destino final.
—¡Qué raro hablan, papá! —indicó David.
—Debe de ser catalán. Y de eso quería hablarte. Si vamos a decidir quedarnos en Cataluña, una parte de la población, y no tengo ni idea de cuántos, hablará una lengua que desconocemos y eso también será un hándicap para tus estudios. Entiendo que para el contacto con las personas no será un problema, pero sí para los estudios que deberás realizar.
—Ya lo había pensado. El otro día lo hablé con mamá.
—Bueno, ya lo repasaremos cuando lleguemos. Además, piensa que ahora se está a mitad de curso, casi finalizando, y no es el momento de preocuparnos por ello. Tendrás un tiempo de aclimatación de seis o siete meses y en ese tiempo sabremos exactamente a qué atenernos.
Los dos días que pasaron en Port Bou les restablecieron la sonrisa, la ilusión; también había tenido mucho que ver el pase sobresaliente de los garbanzos que la señora Venay había transportado con éxito. Veintitrés pequeños brillantes en bruto que serían el inicio tranquilo de una vida familiar en cualquier parte del mundo. En la salida de la embajada, el Ángel de Budapest había facilitado a Daniel el contacto con un sefardí en Barcelona que podría ayudarle en la iniciación de cualquier negocio. No sabía con exactitud a qué se dedicaba, pero le había comentado que era un hombre que ayudaba a los suyos por encima de sí mismo. Por ello, y antes de tomar la decisión final de establecerse en un lugar definitivo, decidieron viajar a Barcelona, mantener una reunión con el mencionado compatriota y más tarde decidir en frío y con consecuencia. Y así lo hicieron.
La Ciudad Condal se hallaba en estado de reconstrucción. Finalizando el mismo, pero reconstruyendo edificios, plazas y zonas que habían sido totalmente destruidas durante la guerra civil. No obstante, el ambiente era tranquilo, sosegado; las gentes paseaban por las Ramblas con una inusitada calma, con placidez, sin afectación y disfrutando de los quioscos, casetas y novedades que el paseo establecía. Comenzaba a surgir una Barcelona que con los años se convertiría en la ciudad más cosmopolita del levante español. Su puerto mantenía una incesante actividad; los mercantes cargaban y descargaban a cualquier hora del día y de la noche. El paseo de Colón, con sus continuos sonidos de las máquinas de carga y descarga, así lo definía.
—Aquí no se oye tanto catalán —observó David.
—Es cierto —afirmó Edit—. Por todas las calles que hemos pasado y cuando me he parado en algunas tiendas, poco más o menos siempre se comunican en castellano. Yo los he entendido a casi todos, aunque estoy de acuerdo en que tenemos que mejorar el idioma. Si somos españoles está claro, ¿no?
Daniel la observó con una mirada más interrogante que cariñosa; una mirada que, en sí misma, procuraba no desvirtuar parte del contenido de su intención a pesar de ser incorrecto su análisis del contexto. También había advertido la fidelidad de los habitantes de la ciudad por su idioma, aunque en algunos casos llegara a ser incompleta, lo que asimismo admitió como lógico.
—Cariño, lo cierto es que todavía no somos españoles. A decir verdad, no tengo una idea aproximada de lo que somos. Lo único evidente es que somos seres humanos y que estamos aquí.
—Sí, de acuerdo. Pero tenemos un pasaporte español, ¿no?
—Un pasaporte español con una duración determinada. ¿Qué puede ocurrir cuando caduque?
—¿A mí me lo preguntas?
—Y tú, David, ¿quieres ser español?
—No lo sé —afirmó, prestando atención a una bandada de palomas que volaba en dirección al monumento a Colón.
—Bueno, creo que por hoy el paseo de turismo ya se ha acabado. Al menos para mí. Tengo cosas que hacer y conviene que se hagan a la mayor brevedad posible. Vosotros podéis hacer lo que os plazca. Quedamos a una hora en un sitio y desde allí decidimos qué hacer, ¿de acuerdo?
—Es que no conocemos la ciudad, y decir un sitio concreto…
—Ya nos lo han dicho. El lugar más céntrico es la plaza de Cataluña. Tienes dinero, hay taxis y no digo más… —dejó en el aire Daniel, con un retintín pedante que en el fondo solo quería ser afectuoso.
Daniel tenía pendiente una visita previa a la decisión final a tomar. Una disposición que, por el momento, solo implicaba dos aspectos fundamentales para la vida de su familia: ciudad donde ubicarse y negocio que podría iniciar. Para ello tenía que visitar a Acoen Gollug, gurú de los sefardíes en la ciudad de Barcelona y muy posiblemente en el resto del territorio. Así se lo había manifestado el Ángel de Budapest, que demostraba tener un amplio conocimiento de lo que revelaba. Después de lo experimentado durante el viaje, consideraba que la palabra de aquel diplomático se revelaba como una ley no escrita.
Tomó un taxi que le condujo desde la zona del puerto y el monumento a Colón, atravesando las Ramblas y la plaza de Cataluña, a un número del paseo de Gracia donde se situaba el domicilio o negocio de su destinatario. Solo tenía conocimiento de su nombre y de una dirección, que podría ser o no ser. Muchas veces solía ocurrir que, por precaución o prudencia y ante el desconocimiento personal, se rechazase al visitante por miedo o intuición si fuera el caso de que se tenía algo que esconder. La época, la zona y el avispero fluctuante después de una guerra dolorosa obligaban a las gentes a tomar cautelas, aunque no fueran necesarias. Al bajarse del vehículo que le trasladó y contemplar el número al que hacía referencia su búsqueda, se quedó asombrado ante una joyería de gran categoría y en una de las arterias más céntricas y significativas de la ciudad. El rótulo no contemplaba una concreta denominación: «Joyería». Simplemente joyería. Pero sin apellidos precisos a los que referirse. El hecho implementó su saber de que estaba en el lugar preciso al que tenía que acudir.
Entró con cautela, casi con discreción, como si no quisiera estar donde estaba, pero no tenía más remedio que estar. Un joven salió a recibirle con la sonrisa en los labios y el aspecto de quien sabe cómo atender.
—Buenas tardes. ¿Qué desea el señor?
—Buenas tardes. Estoy un poco despistado. Busco al señor Gollug. Me han dicho que es el dueño de este negocio y estaría interesado en hablar con él.
—¿Y cuál sería el motivo por el que desea hablar con él?
—Me lo ha recomendado un amigo mío. Un diplomático de Budapest.
—Pero sigue sin especificar para qué desea saludarlo —exteriorizó con enojo.
En ese instante y antes de que Daniel pudiera contestar, una voz surgió desde el fondo del local, una especie de despacho o salita velada por una cortina de satén, y manifestó con contundencia:
—¡Shimón! ¡Deja pasar al señor!
—Sí, sí, señor —afirmó con respeto—. Acompáñeme, por favor.
Recorrieron los metros que separaban la entrada del lugar y los mostradores en dirección al fondo del local. Alguien, desconocido para él, descorrió parte de la cortina que cubría el pequeño recinto donde se encontraba el señor Gollug, hombre de aspecto señorial y que aparentaba unos cincuenta años. Lo miró fijamente y le saludó en hebreo. Daniel contestó a la cortesía, que más semejaba una prueba de iniciación, y después de ser invitado se sentó en el sillón que le ofrecían. Antes de sentarse frente a él, el señor Gollug apartó el cortinón y le dijo a su empleado:
—¡Shimón, que no nos molesten! —casi gritó.
Daniel, sumergido en aquel mundo de utopía, pensó que la escena había concluido para comenzar a tener una conversación que prometía, pero se impresionó cuando observó que el rito no había finalizado. Acoen Gollug descorrió al final del cortinaje un pestillo que liberó una puerta corredera de vidrio y la deslizó hasta el final de la otra parte, dejando a los ocupantes totalmente aislados.
—Ahora estamos solos —indicó, tendiéndole la mano.
Mantuvieron una larga charla en la que se apuntaron requiebros de naturaleza personal, judaica y política. La naturaleza de la aspiración de cualquier sefardí de conseguir la nacionalidad española se volvía en contra de la realidad al haberse prohibido en el territorio nacional, excepto en el norte de África, cualquier culto religioso que no fuera el católico. La religión cristiana se mostraba como obligatoria y ningún niño no bautizado podría inscribirse en el Registro Civil. Y además estaban obligados a estudiar en los colegios el catecismo católico. Todo lo que relataba Acoen con vistas a un posible establecimiento familiar en la región derrumbaba la esperanza de Daniel, quien agradecía la información. También le explicó que hacía poco más de tres años se había ordenado a todos los gobernadores civiles que abrieran fichas a cada judío establecido en su jurisdicción; fichas en las que se incluía el grado de peligrosidad que descubriera el individuo.
A medida que pasaba el tiempo en aquella parte privada de la joyería, Daniel trataba de comprender por qué no se le había advertido de la situación antes de dejar Budapest, aunque, por otra parte, comprendía que la misión del diplomático fue la de salvar sus vidas y no encauzarlas de una u otra manera. Con todo, tal y como presentaba el horizonte Acoen, el futuro de los adultos podría estar protegido, aunque no así el de su hijo David, ya que se partía de la base de que el adolescente tendría que convertirse al cristianismo, porque si no fuera así difícilmente podría estudiar en los colegios de la zona, de cualquier zona. Las opciones podrían ser muy complicadas: o bien que se convirtiera, hecho del que dudaba debido a la profundidad de su naturaleza, o bien que se dedicara al negocio familiar con los estudios básicos de que ya disponía. Pero Daniel, desde hacía mucho tiempo, tenía muy claro que David quería estudiar una carrera basada en las ciencias económicas y dudaba mucho de que, ante el escenario, pudiera realizarla en España. Su preocupación seguía incubándose de una manera profunda, dejando de lado otros aspectos fundamentales como podrían ser su propio inicio de actividad en un mundo que desconocía.
El encuentro con Acoen, de por sí, Daniel ya lo consideraba positivo por el volumen de información concreta y real que le estaba aportando, si bien a medida que continuaba en su débito étnico de colaborar con un máximo de crónica actualizada, para el receptor del mensaje la disertación se estaba convirtiendo en una estela muy proclive al desasosiego.
—Está claro que lo que más me preocupa es el potencial entorno que se pueda encontrar para mi hijo. Lo cierto es que desconozco el rechazo que podemos generar en cualquier lugar del territorio. Y eso es importante para todos.