Kitabı oku: «Sombras en la diplomacia», sayfa 7

Yazı tipi:

—Nosotros hace quince años que vinimos a España. Durante la guerra civil, y como quiera que habíamos conseguido la doble nacionalidad, nos exiliamos voluntariamente a Grecia, a Salónica. Y tan pronto como acabó el conflicto en España regresamos. Y tuvimos la suerte, una vez más, de que en cuanto retornamos, a los pocos meses, los alemanes ocuparon todo el perímetro griego. Por eso tengo una experiencia, más que relativa, de cómo han sucedido los acontecimientos en los últimos cinco años.

—Se refiere con respecto a nosotros, ¿no?

—Por supuesto. Me refiero a los diferentes modales en que la habilidad franquista nos ha tratado en los últimos tiempos. Ha habido muchos cambios, sí.

—¿A qué cambios se refiere? —inquirió Daniel, mostrando un enorme interés.

—Me refiero a que la gente confunde, o confundimos, los acontecimientos. Hubo a principios del Movimiento Nacional, los propulsores del golpe contra la república constituida, una política social de la zona denominada nacional en que los judíos, sefardíes o no, éramos lo más parecido a la peste bubónica. Todos los altos mandos, incluido Franco, estaban totalmente de acuerdo en que la expulsión de 1492 había sido lo más acertado que se había producido en contra nuestra y que se debería mantener en los mismos o similares términos. No obstante, a partir de 1942, los mismos cuatro dígitos de referencia con la expulsión, las embajadas y consulados en toda Europa cambiaron las débiles órdenes del Ministerio de Exterior y comenzaron a actuar por su cuenta ante lo que estaba sucediendo al objeto de salvar a la mayor parte de la población sefardí o judía a secas.

Daniel alzó el brazo como queriendo intervenir ante el alegato nacionalista de su compatriota en la familia judaica.

—Le recuerdo que hemos vivido el proceso. —Realizó una pausa y continuó—. Por eso estoy aquí.

—Sí, sí. Ya lo sé. Pero es que los hechos están tan recientes que no me atrevo a definirlos de una manera que no sea la esquemática. Y dicen que fue después de las presiones de sus diplomáticos en el extranjero, y esto ha ocurrido hace pocos meses, cuando el Gobierno español ha cedido a los apremios incitando a los compromisos para que la Cruz Roja se hiciera cargo de todos aquellos que querían derivar su futuro en Portugal o en otros países del mundo civilizado. Para nada se habló de aquellos sefardíes que quisieron regresar al mundo del arcaísmo de sus antepasados. Y por ello se actúa con una política de connivencia permisiva que hace que el judío pueda vivir sin penalidad, pero sin definirse a sí mismo. Y esta es una situación, como es tu caso, que se debe abordar con mucha cautela. ¿Teníais el estatuto de protegidos?

—Sí, lo tenemos y en el salvoconducto se define.

—Creo que esta, nuestra primera entrevista, ya tiene la suficiente fárfara para que pudiera madurar una posible relación personal y también profesional. ¿A qué te dedicas?

—En Budapest me dedicaba a la venta de objetos de joyería y ejercía como prestamista, aunque podría abarcar otros asuntos.

—De acuerdo. Eso no lo dudo. ¿Te apetece venir mañana y seguir charlando? Creo que puedo tener algo para ti. Aunque no en Barcelona, sino en una ciudad cercana.

—Por supuesto que sí. ¿A qué hora? —afirmó Daniel, ansioso, y continuó en la pregunta—. ¿No será Tarragona?

—Mañana. Todo eso mañana por la mañana. A cualquier hora. Yo estaré aquí aunque no me veas ni me escuches.

—¡Aquí estaré!

Se despidieron. Daniel con el alma encogida, pero a sabiendas de que las ilustraciones, el interés y la atención que le había demostrado Acoen serían, más que difíciles, imposibles de encontrar.

—¡Ah! Antes de irme quisiera entregarle este diamante en bruto para que usted o sus técnicos pudieran valorarlo —dijo antes de sacar de su bolsillo una de las piedras que Edit había conseguido, con su menstruación, pasar por las fronteras sin apenas tener inconveniente alguno.

—¡Muy bien! Eso significa que confías en mi persona.

—Totalmente, señor.

En cuanto volvió a reunirse con la familia, poco tiempo después, y sentados en la terraza de una cafetería próxima a la plaza de Cataluña, reveló de una manera sencilla, concreta y sin aspavientos las vicisitudes que acontecían en el panorama judaico español. Indicó, de una manera expresa, los guijarros que podría encontrar David en su caminar hacia el futuro, en su transitar por una juventud escolar que no había sido aún concretada, pero que, de inicio, ya se constituía como espinosa. Les comentó, sin quebranto, las condiciones que se requerían para ser dado de alta en cualquier escuela oficial, en cualquier instituto, asentándose el fundamento de la religión cristiana, incluido el catecismo como asignatura.

—¿Estás dispuesto a renunciar a tu religión, David?

—¡Eso nunca! —manifestó indignado, con un grado supremo de enfado en su respuesta.

—Pues tendremos que estudiarlo, hijo. La norma que constituye la base fundamental de este régimen se halla muy cercana a la Iglesia. Y siendo así, que así es, nuestro proceso vital solo tiene dos opciones: o aceptarlo o convertirnos en una familia de eternos desplazados, sin poder echar raíces en ningún lugar. Y eso a mí no me convence y, por lo que hemos hablado, a tu madre tampoco. ¿Edit?

Edit asintió desde la inquietud que le producía el análisis de su esposo; observaciones derivadas desde el conocimiento real de la situación y proyectadas a condicionar una vida supuesta, taciturna en el silencio y en la no molestia al prójimo.

—Pues entonces, David, tú dirás lo que quieres que hagamos. Estoy seguro de que mañana el señor Gollug me va a ofrecer algo para que podamos comenzar de nuevo. Desconozco cuándo y dónde, pero de lo que sí estoy totalmente seguro es de que no puedo aceptar ninguna propuesta sin que estemos todos de acuerdo. Y ese todos va por ti en primer lugar. Mamá y yo estaremos juntos y juntos podemos sobrevivir en cualquier lugar, pero tú eres diferente, hijo. Tú tienes toda la vida por delante y nosotros lo único que podemos hacer es tratar de ayudarte. ¿Lo entiendes?

—Claro, papá —musitó con desasosiego—. Pero también quiero que entendáis que yo no me voy a convertir en un apóstata.

—Vaya palabrita. ¿Quieres que te diga algo para que lo pienses?

—¿El qué?

—Jesús de Nazaret fue un apóstata. ¿Qué me dices a eso?

—¿Por qué?

—Explícaselo tú, Edit. Lo hemos hablado en infinidad de ocasiones; en aquellas en que reflexionábamos sobre nuestra cultura religiosa. Y sabes que nunca te hemos obligado a nada. Solo a pensar, a cavilar y a razonar. A partir de ahí, todas las decisiones han sido y serán tuyas. Ahora y siempre.

La madre de David, obsesiva y compulsiva con todas las derivaciones que llegasen o provinieran de su hijo, no se atrevía a articular la realidad de un pensamiento que, equivocado o no, tenía y mantenía ciertos visos de realidad. Pensaba que la apostasía era y es la renuncia, negación o abjuración de cualquier religión o de la doctrina original que se profesa. Y es algo tan simple como confuso que Jesús de Nazaret nació judío; era, fue, judaico por nacimiento y naturaleza, pero por su cuenta y riesgo abjuró de su religión, creando una nueva que, aunque similar en algunos contenidos básicos, difería de otros fragmentos concisos desde el inicio de los tiempos. Poca gente sabe, sabía o había analizado que la denominada última cena no fue más que el acto de celebración de la Pascua judía, un tiempo sagrado de conmemoración, en recuerdo de cuando Dios salvó de la plaga de la muerte a todos los primogénitos judíos en Egipto. Recordaba que en Budapest mantenían guardada bajo llave una obra del historiador judío Flavio Josefo que hacía dudar muy seriamente de la existencia de Jesús, así como de todas las efemérides que se le atribuían. Pero siempre habían considerado que la vida de David, con una constante asistencia a la Sinagoga Mayor, no debía ser influenciada por sus propias sensaciones y dubitaciones en el ámbito religioso.

Edit no quiso profundizar en diversos aspectos al objeto de no obnubilar a su hijo, pero le transmitió las dudas que almacenaban al respecto. Sin embargo, le recordó que nunca las habían hecho efectivas en el recinto privado, aunque entendía que la libertad de culto y la libertad de conciencia se debían mantener como signos indudables de la independencia personal del ser humano, al menos en su recorrido por el siglo XX.

—Pero serás tú quien, a medida que te hagas mayor, vayas percibiendo realidades que ahora mismo te pueden resultar insólitas. Tiempo al tiempo —concluyó.

—Eso no es justo, pero en algo tienes razón, mamá: tiempo al tiempo —afirmó en una argumentación dispersa—. Como dice papá, todo llegará cuando tenga que llegar.

La segunda visita de Daniel a su nuevo cofrade, el señor Gollug, fue aún más sorprendente que la primera. Si en la primera le había advertido de ciertas situaciones que podrían interferir en la tranquilidad de su vida social y familiar, en la segunda se adentró en el ámbito profesional y de negocio, como muy bien conocía por experiencia propia. Le expuso como primera medida que, como adulto, tenía que evolucionar en sus quehaceres y simplificar la realidad en función del oficio más productivo. Le explicó cómo trataba de poner en marcha una línea marítima, de mercancías por el Mediterráneo, en la espera cautelosa de no acopiar un peligro evidente durante el tiempo de guerra. Le expuso también que la línea que había consignado ya había realizado, en tiempo pasado, varios viajes desde la isla de Creta y su cabotaje por el norte de África, principalmente Libia, pero que la presente dificultad de continuas discrepancias bélicas obligaba a la dispersión momentánea del asunto. También le preguntó cómo dominaba el idioma inglés, ante lo que Daniel, con cara de estupor, expresó:

—Lo cierto es que no tengo ni idea. Es un idioma totalmente desconocido para mí. ¿Por qué lo pregunta?

—Pues porque será el idioma del futuro y más en el ámbito marítimo, que es donde se desarrollará la economía en general. Piensa que la guerra puede terminar en meses, no en años. Sí, en meses, y lo que vendrá con posterioridad será la reconstrucción total de una parte muy importante del continente.

—Sí, eso es cierto.

—Y esa restauración solo podrá ser amparada por un comercio exterior que provenga del mar, de la mar, como dicen algunos.

—¿Entonces qué me sugiere?

—Algo muy simple. En Tarragona, un puerto que incrementará su tráfico de manera importante en los próximos años, hemos adquirido un local espacioso para montar las oficinas de la empresa naviera. También hemos comprado el piso superior para el caso de que, con el tiempo, tuviera que ser ampliado el negocio…

—Pero eso no me dice nada —interrumpió Daniel.

—¡Déjame acabar! —articuló, molesto.

—Sí, sí, perdón por la interrupción.

—Lo que quisiera decirte es que, en caso de que te pudiera interesar, de momento ya tendrías casa para vivir y un tiempo significativo para prepararte. Nosotros te conseguiremos alguien que te puede ayudar tanto con el idioma como con los entresijos del mundo marítimo que tendrías que desarrollar más tarde. Y según tengo entendido, por el aspecto económico no debes preocuparte.

—¿Y eso? —preguntó Daniel, admirado.

—Solo con el diamante en bruto que me dejaste ayer en depósito, y que vale miles de pesetas, podrías vivir tranquilamente más de un año. Y estoy convencido de que tienes más… —dejó en el aire.

—Tengo que hablarlo con la familia.

—Es evidente. Espero tu respuesta. Adiós.

Por su parte, la decisión estaba tomada. Le estaban ofreciendo casa, negocio en ciernes, preparación y la mejor de las formas de arribar de nuevo a una capital desconocida: como director de una empresa en formación y que se instala en la ciudad. Las dudas, de manera imprevista, se habían solucionado y siempre por parte de otros. Parecía tener como una varita mágica en su interior que abarcaba su exterior y que los demás, todos, observaban con acatamiento. Lo habló con los suyos, pero siempre en términos de posibilidad, como acaecimiento momentáneo, aun teniendo constancia de que el hecho ya estaba definido y confirmado a la espera de que él y todos ellos pronunciaran un sí manifiesto.

Les explicó con detalle la realidad de la oferta, de las posibilidades que conllevaba y con el espíritu futurible con que se podía abordar. Sería un mundo nuevo para todos: un mundo al lado del mar, en una ciudad plagada de maravillas arquitectónicas romanas, pero sobre todo una villa tranquila, despejada de delirios y con el porvenir evidente que le confería su acceso directo a un mar que, esperaban, una vez finalizada la contienda mundial, se convertiría en una de las zonas comerciales más importantes del continente.

—¿Y nos enseñarán inglés?

—Eso me han prometido y confío totalmente en el señor que lo ha hecho.

—Papá, me gusta la idea —confirmó David.

Las palabras mágicas habían sido pronunciadas. Cualquier definición, positiva o negativa, en labios de David se convertía en ley para los oídos maternos. Edit había estado muy pendiente en la ilustración, en todo el desarrollo de la situación. Comprendía que las bases más importantes se solapaban en dos términos: el trabajo de Daniel, de cara a toda una comunidad, y el futuro de David. Aunque tenía la certeza de que, por la mente de su hijo, la ciudad escogida no sería más que una parte de su propia educación de cara a un porvenir más dilatado.

—Por mi parte está bien —musitó por lo bajo—. Creo que es lo más adecuado en estos momentos y lo que es más importante, entiendo, es que la familia Venay no acude a la ciudad con los brazos vacíos, sino como representante de una empresa consolidada que quiere abarcar también parte de otros negocios. Perfecto.

—Y ese tema será fundamental para las autoridades locales, quienes tendrán que concedernos la nacionalidad o el permiso perpetuo de residencia. ¿David?

—Sí, papá. Tarragona.

Tarragona había sido la ciudad antigua más moderna del siglo XX, después de haber sobrevivido con cierta mesura a una guerra destructiva por los bombardeos alemanes e italianos. Sí la villa, pero no sus gentes. Las tropas sublevadas contra el régimen republicano, cuando ocuparon la población, originaron uno de los mayores episodios trágicos en cuanto a la represión contra sus habitantes. Decir que la ciudad quedó diezmada de gentes sería como afirmar una penalización por el mero hecho de sus pensamientos e ideas, aunque lo cierto fue que las tropas invasoras practicaron miles de consejos de guerra con las consiguientes sentencias de privación de libertad y confiscación de bienes, además de varios cientos de ejecuciones; trágica historia que quedaría para siempre grabada en las mentes de los que lo vivieron y que trasmitieron oralmente a sus descendientes. La estructura como metrópoli se caracterizaba por dos puntos que nunca fueron suspensivos: el puerto y sus murallas. La llegada de los Venay coincidió con el centelleo económico de una ciudad que recuperaba su razón de ser, dentro de la ordenación del sentido común más práctico. En ella destacaba el dibujo estructural de un insigne mirador ante el mar Mediterráneo que, construido a principios del siglo XX, contribuía a la formación de un deseo plural en muchos de sus habitantes: tocar ferro, tocar hierro, como conclusivo obligado a un paseo por su Rambla. El sostén de la ciudad había convertido el temor y la desconfianza consonante en una forma de vida que sus pobladores superaban con cautela, con mesura, dentro de la moderación que exigían los nuevos tiempos, no deseados por todos. Sus gentes, contritas, trataban de no mirar atrás en un ejercicio temático de incluir el futuro en sus mentes deprimidas. Muchas familias, cientos de ellas, ejercían el dolor diario como forma existencial recordatoria de unos hechos pasados que difícilmente se repetirían, pero que también difícilmente podrían olvidarse. La guerra civil había finalizado hacía cinco años, a pesar de que todavía circulaba por el Pirineo cierto corpúsculo itinerante de resistentes, algunos de los cuales procedían de la localidad tarraconense. Pero para sus gentes tan solo su fortaleza de ánimo y de espíritu fermentaba con decisión el deseo de continuar luchando para sí mismos, su concurrencia y su futuro, sin olvidar el traumático pasado tan cercano en el tiempo. De esta manera, la llegada de nueva vecindad acontecía, como principio, de un interrogante cabal que podría determinarse, solo, con su actuación en el paso de los tiempos. Sin embargo, la incógnita simbolizaba la indefinición de los nuevos llegados hasta que los propios demostraran su razón de ser, en un aserto preciso que solo con el día a día se podría concretar. Ello equivalía, para desgracia de los Venay, a que su presencia carecía de una enunciación sintética y, como tal, el aislamiento social representaba el símbolo más evidente que podían esperar. No podía precisarse como un rechazo general, sino como una perspectiva vinculada ante la definición diaria de los nuevos vecinos. No era fácil, no. Su llegada al barrio en que se ubicaban sus oficinas, así como su vivienda, supuso una sorpresa para la comunidad residente. Y más ante la vaguedad de su apellido, de sus formas de expresión y del hecho evidente de que el puerto todavía no generaba el ejercicio suficiente como para que una compañía extranjera se instalara en la ciudad. Todo llegaba a extremar la comprensión de unas gentes que habían sufrido unos meses de tensión infame con el desconocimiento básico de lo que podría sobrevenir. Y así lo vivía Daniel. Vivía, al menos durante las primeras semanas, con toda su perspicacia centrada en la actitud, en las actitudes, precisas o imprecisas, de su hijo David. Una sonrisa, un gesto o un comentario podían definir la esencia de sus vivencias en la ciudad tarraconense. Parecía ser, aunque solo parecía, que se había integrado en un pequeño grupo de adolescentes del barrio que entendía, como símbolo, que no rechazaban de plano su condición de foráneo.

—¿Cómo vas, hijo, con tus nuevos amigos?

—Bien, aunque a veces no los entiendo. La mayoría habla en catalán, pero yo trato de hacer como si no los oyera.

—Pero ¿cómo te tratan?

—Bien, son majos. No suelen hacer preguntas y nos pasamos el tiempo jugando a las canicas.

—¿Y eso? —preguntó la madre.

—Es un juego muy simple, aunque a la vez muy complicado. Lo llaman el guá: chiva, peu, tuti y guá.

La expresión de sus padres, de ambos dos, se convirtió en un poema onírico donde los sueños perdían su razón de ser y se convertían en un alucinado parterre de ideas controvertidas.

—¿Y eso qué es y cómo se juega?

—No es el momento de contarlo. ¡Tengo hambre!

—Bueno. No son malas noticias. Te aceptan y aprenderás catalán.

David se quedó mirando a su madre con intensidad, con vehemencia, como si en su adolescencia se hubiera disipado en un instante la rigidez de una ilusión, de una idea preconcebida que no parecía concordar con la de sus progenitores. Se volvió de espaldas y comentó:

—Es hora de cenar, ¿no?

—Sí, es la hora. Pero antes de llenar la barriguita deberíamos hablar un rato sobre cómo te tratan los chicos del barrio y cuáles son las incógnitas que dentro de tu asentimiento resultan difusas en la presente situación.

—No es eso, mamá —manifestó, trémulo.

—Sí que lo es. Debes comprender que a tus padres solo les interesa tu felicidad, en el ámbito que sea, pero tú siempre te mantienes en un feudo de difícil comprensión.

Daniel hacía rato que deseaba interrumpir el diálogo entre ellos, pero se acomodó, con la prudencia como arma arrojadiza, aunque sin lanzar, en el centro del lugar. Dejó que siguieran explayándose, aunque manteniendo una postura prudente, si bien sempiterna, de auxilio y apoyo a quien resultara el más necesitado. Siguió el parlamento, la plática, entre madre e hijo, pero no se llegó a una conclusión final, que era, en discordancia, lo que Daniel necesitaba percibir, descubrir. Continuó la charla, aunque la directiva se dirigía, aún más, al concepto básico de la cena, dejando de lado la realidad inicial de todas las cuestiones que su señora madre deseaba plantear. En conclusión: un fracaso ante las necesidades ávidas del menor por llenar el estómago, desenlace lógico ante la insolvencia básica de un adolescente con apetito nocturno.

Tenía constancia de que, durante el corto periodo transcurrido desde que habitaban en el lugar, los chicos al menos habían aceptado a David sin un rechazo aparente. La adolescencia invitaba más, mucho más, al juego y las diversiones juveniles que a los análisis profundos y determinantes que podían ejercer sus mayores. Pero la inquietud paterna seguía vigente. Sabía, con conocimiento de causa, que su hijo profesaba un inmenso apego a sus vidas pretéritas en Budapest, a sus visitas constantes a la sinagoga, donde diversificaba el tiempo con sus estudios y el culto a una religión que profesaba con serenidad, con una entereza impropia de su edad. Pero el hecho de tener que esconder sus emociones propias hacia una devoción prohibida en España proyectaba, inconscientemente, su futuro hacia otras circunstancias donde la libertad no estuviera custodiada por las fuerzas vencedoras de una guerra civil. Y como buen padre lo sabía. Estaba al corriente de la angustia que suscitaba en su hijo el no poder tener la libertad de asistir a aquellas ceremonias en las que se acercaba a Dios a través de la oración; recordando su decimotercer cumpleaños, cuando asistió al rito de la Bar Mitzvah, donde el adolescente, casi hombre, se obliga a cumplir los mandamientos de la Torá. Y ese obligado mandamiento que David, por las circunstancias personales, no conseguía realizar originaba en el mismo un estado de ansiedad difícil de describir, pero fácil de precisar para un padre comprometido. También tenía conocimiento de que la arribada de un joven a una disposición etérea, pero cuyo significado final es el amor y respeto hacia el Dios de los judíos, provocaba en su razón un estado de semiinconsciencia negativa que originaba una fase de ansiedad más que preocupante. Lo habían hablado. Lo habían definido como una etapa a superar dentro de un país nuevo y desconocido, aunque plagado de supersticiones que ellos mismos debían hacer progresar. Pero igualmente era cierto que la mentalidad de un humano estaba sujeta a los condicionantes de su edad y perspectiva. En su caso, los talantes de los padres y del hijo no llegaban a cruzarse en la línea que su religión los obligaba. Habían salvado la vida, sí, pero alguno de ellos había perdido el futuro también.

En las semanas que llevaban viviendo en la ciudad del Mediterráneo, pocos habían sido los motivos de euforia y celebración. Los días pasaban rápidos, pero se consumían en la preparación tanto de las oficinas como del piso superior donde habitaban. Obreros y trabajadores restauraban el aspecto descuidado de unas partes del edificio que, sin haber sido devastadas en el conflicto, sí que dibujaban una apariencia desolada por su falta de mantenimiento. Además, se encontraban a la espera de la persona que debería acompañarlos en su nueva etapa, persona de la que el señor Gollug todavía no había facilitado su identidad. Había intentado contactar con él vía telefónica, pero las conexiones interurbanas dejaban mucho que desear, y más debido a las restricciones que los inicios de la guerra mundial en Europa marcaban. Daniel tenía la certeza de que todas las conversaciones telefónicas, a través de operador, estaban siendo auscultadas con inusitada atención y analizadas en sus más mínimos detalles. Se había acercado a la central de Correos para enviar un telegrama a Barcelona con el objeto de estar informado de las ideas, más o menos preconcebidas, del señor Gollug, recibiendo una contestación inconexa en el sentido de su falta de claridad. Y eso también le preocupaba. Daniel era por entonces un hombre en el que el desasosiego constante parecía ser el hábito de su vida diaria. Mientras tanto, las obras de rehabilitación y reforma continuaban con paso firme y ya se divisaba en lontananza el principio del remate de las mismas.

Durante el tiempo que ya duraba su estancia, cada noche Edit lo observaba en el dormitorio con cierta atención a la vez que con una innegable disfunción matrimonial como pareja. Hablaban poco, casi no se manifestaban, a no ser que el tema principal se llamase David. Pero entendía, como mujer, que la inacción conyugal de su esposo, más que evidente, se había convertido en alarmante. Aquella noche, y después de la charla inocua con su hijo David, antes de acostarse se decidió a afrontar un hecho que consideraba accidental, aunque no exento de incertidumbre.

—¿Daniel, estás aquí o en otro mundo?

Él se dio la vuelta en el lecho y con una mirada indefinida preguntó:

—¿Por qué lo dices?

—Por nada. Solo recordarte que somos un matrimonio. Hombre y mujer. Y de vez en cuando… —dejó en el aire.

—No entiendo a qué te refieres —manifestó antes de volver a su posición inicial y apagar la luz en la mesilla de noche.

—Pues nada que comentar. Hasta mañana.

Daniel, por debajo del embozo, le acarició un muslo con el cariño clásico de un hombre apegado y murmuró por lo bajo:

—Esperemos a que todo esto acabe. Tengo más ganas que tú. De eso puedes estar segura. —Retiró la mano afectiva y procedió a acomodarse para conciliar el sueño.

Edit se revolvió, confusa. Más difusa que confusa. El sexo para el matrimonio parecía haber perdido su razón de ser. Los últimos acontecimientos predecían una situación íntima como la que se producía, pero recordaba que en los últimos meses no había recibido ni un solo gesto de cariño, de ternura, que pudiera garantizar que la relación personal simplemente pasaba por un periodo complicado y que hacer el amor no se convertía en prioritario. Lo comprendía, aunque echaba de menos un gesto, un mohín, una seña que le indicara: «¡Sé que estás ahí y te sigo queriendo!». Dio media vuelta en el lecho y unas incipientes lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas mientras Daniel comenzaba a respirar con un estrépito menor. Mañana sería otro día.

Dos semanas más tarde, la anunciada llegada de la enviada del señor Gollug se produjo. Hizo su aparición por la entrada provisional de la oficina, cruzándose con los obreros que salían a almorzar. Elisabeth, que así se llamaba, era una señora de edad indefinida, pelirroja y con gafas de concha, de pelo corto y una apariencia intelectual que se precisaba en una primera impresión. Su manera de actuar, de proceder, se mostraba con una contundencia y descaro impropios para una mujer de la época. Hablaba un castellano perfecto y su aspecto físico la definía como nacida en la Gran Bretaña o países de su entorno. Preguntó por Daniel, quien se encontraba en el primer piso, y esperó pacientemente su arribo al bajo inferior. Alta, espigada y con una seriedad rondando la hosquedad, impresionaba. Uno de los empleados de la obra había subido a avisarle de la visita de la señora, haciéndolo en estos términos:

—¡Coño! Parece que tiene una visita de la Guardia Civil.

—¿Y eso? —Se sorprendió.

—¡Joder! ¡Sargento como mínimo!

—Ahora bajo. ¿Pero lo dices en serio? —preguntó Daniel con cierto sobresalto.

—Que no, hombre, que no. Que es una señora, pero muy estirada. ¡Creía que me iba a pedir la documentación!

Daniel sonrió, displicente, llegando a comentar:

—Ya me extrañaba, ya. Creo que lo tenemos todo en orden. Al menos eso es lo que pienso. Voy a ver quién es y qué desea. Y hablando de todo un poco, ¿cuándo pensáis terminar?

—Eso pregúnteselo al jefe. Yo no estoy autorizado.

En la parte inferior, cuando prestó atención al aspecto de la recién llegada, comprendió los comentarios del trabajador que le había avisado de su presencia. En una primera opinión, la precisaba como mujer, aunque con un talante disciplinado. Daba la impresión de haber servido en el ejército o similar, en un periodo donde las capacidades femeninas ya se integraban en los cuerpos militares. Extendió la mano y se la estrechó con corrección.

—¿Daniel Venay? —preguntó cortésmente.

—Sí, me han dicho que querías verme.

—Más que eso —convino, enérgica—. Vengo de parte del señor Gollug.

—¡Por fin! —aclaró Daniel, haciendo el gesto clásico de alzar las manos al cielo y observando, además, que Elisabeth era portadora de una maleta oscura con sus pertenencias personales—. Entiendo que vienes a instalarte, ¿no es eso? —comentó, echando una leve mirada a su equipaje.

—Sí, señor. Tengo entendido que voy a ser su secretaria, aparte de su profesora de inglés.

—Perfecto. Ven, te acompaño —afirmó, cogiendo la maleta y comenzando a subir por las escaleras interiores.

Elisabeth entonces pudo percibir la situación de las obras comentando:

—¡Anda! Todavía queda mucho trabajo para concluir, ¿no?

—Pues sí. Precisamente, esta misma mañana se lo he preguntado a un empleado y me ha dicho, dándome largas, que se lo preguntase al jefe.

Elisabeth Ward, exoficial de la Royal Navy, cumplió servicios especiales durante los años en que la Armada británica se preparaba para un enfrentamiento contra la Alemania nazi. A principios de los años cuarenta fue destinada en Gibraltar con la misión de preservar a las marinas inglesas, de guerra y mercantes, de posibles ataques que podrían sucederse por parte del fascismo imperante. Gibraltar era, por entonces, el bombón que todos los países beligerantes de las potencias del Eje deseaban obtener al objeto de controlar el Estrecho y la parte occidental del Mediterráneo. Sufrió los bombardeos realizados por la aviación francesa en varias ocasiones y resistió académicamente, como buen militar, el castigo infligido, que más tarde, expresado por la leyenda, dedujo que el ataque, los ataques, se debió a una compensación negativa y vengativa del mariscal Petain. Una venganza por el ataque del puerto argelino de Mers el-Kebir, ordenado por Churchill, donde murieron más de mil marineros franceses y considerado por la historia como el mayor error de Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, ya que supuso el fin de la neutralidad de la Francia de Vichy y el inicio de hostilidades por parte de la misma. Elisabeth Ward había sobrevivido y despuntado en todo el proceso. Sin embargo, ella misma dispuso que su carrera militar debía ser conducida a otros senderos más pacíficos, más serenos, más neutros, como el de la náutica comercial. Así se lo hizo saber al embajador, que, comprensivo, la destinó al consulado británico en Barcelona para hacerse cargo de la política mercante de los buques de la Commonwealth en los puertos catalanes. De ahí su relación con Gollug. Un Gollug que parecía estar y moverse en todos los límites apostróficos de la realidad civil y militar. Pero para la recién venida, la pregunta que solía canalizarse después de una corta carrera militar se concretaba en la motivación, en el estímulo que podría abreviar una vida diferente a la vivida en los últimos años. Elisabeth Ward no había cumplido los cuarenta, aunque su apariencia así parecía definirlo de manera equívoca. Su manera de actuar, de proyectarse hacia los demás, fraguaba una imagen consistente en la seriedad y en el respeto a pesar de semejar una prudencia que, ante la desconfianza, producía.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

₺186,67

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
562 s. 4 illüstrasyon
ISBN:
9788418912474
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre