Kitabı oku: «Sombras en la diplomacia», sayfa 5

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Edit observó a su hijo con atención, con curiosidad. Seguidamente prestó una desmedida fiscalización por saber cómo Daniel le explicaba a su hijo el tema. Un tema sencillo pero espinoso y complicado para un adolescente de poco más trece años.

Daniel tomó aire y le surgió, de improviso e inesperadamente, un gorgoteo que parecía ser el paso previo para hablar de los pajaritos a los que su hijo hacía alusión. Y lo hacía sin entrecomillar debido a su desconocimiento de ciertas historias con visos de correspondencia con situaciones bélicas surgidas en el siglo XX.

—Bueno, ya sabes que el cuco es un pájaro, ¿no?

—Sí, eso sí. Pero no me refiero al pájaro en sí mismo, sino a la interpretación que hay que dar cuando hablas de los cucos.

—Es sencillo. La naturaleza ha creado a multitud de seres. Tanto los humanos como cualquier tipo de espécimen deben ser considerados como seres vivos. Y ahí entra en juego el pajarito. Mejor dicho, la hembra del pajarito —realizó una mínima pausa antes de continuar—, que, como hembra, es la que debería cuidar a sus hijos. Y lo digo así para que lo entiendas, que no son hijos, sino huevos. Sin embargo, la cuca, como es muy lista, en lugar de incubar sus huevos lo que hace es buscar a otras aves más pequeñas y que están en su misma situación y en cuanto descuidan el nido, su nido, ella vuela con uno de sus huevos, se come uno de los otros y cambia el suyo por otro de los que allí estaban. Por tanto, cuando regresan los dueños del nido, la madre continúa incubando porque desconoce que allí hay otro embrión que no será como los suyos en el momento en que eclosione. De esta manera, la cuca se zafa de sus deberes maternos, sus hijitos nacen sanos y ella se olvida de cualquier obligación maternal.

—¡Huy, qué lío! O sea, que la madre cuca invade los nidos de otros pájaros, ¿no?

—Exactamente. Irrumpen en los nidos de los otros pájaros, al igual que los alemanes después de ubicar el parasitismo en países que invaden con posterioridad.

—¡Ahora lo entiendo! Y por eso en ocasiones a los alemanes los llamáis cucos.

—¡Muy bien!

La madre, Edit, aplaudió de una manera poco ruidosa y acercándose a su marido de un modo vehemente le dijo:

—Has estado genial. Pero el mayor mérito que has tenido en la explicación que le has dado al chico… ¿sabes cuál es?

—No sé por dónde vas…

—Te lo diré. Lo mejor de todo es que has estado hablando en ladino y tú ni siquiera te has enterado. Yo esperaba que fueras por el camino fácil y lo hicieras en húngaro. Considero que has sido muy valiente, por cómo lo has expuesto y también por cómo has revelado el significado final. Creo que te mereces un premio —dejó en el aire, sobándole la cadera de manera cariñosa.

—Pero está David…

—Y yo no estoy para muchas fiestas, ya lo sabes. He dicho premio, pero no he especificado cuándo.

Daniel sonrió, besó cariñosamente a su esposa en la punta de la nariz y echó una mirada penetrante a su hijo, que, en la ventanilla, no perdía detalle de la oscuridad de la noche, aunque no podía distinguir con claridad las montañas del Tirol, por entre las que realizaban el trayecto.

El tren parecía haber cesado en su ritmo de velocidad y se acercaba a marcha lenta a la parada asistencial de Innsbruck. David no perdía detalle. Tal y como les habían informado, el pasaje no podía abandonar sus departamentos durante el tiempo en que la locomotora efectuase sus labores de soporte. Durante los instantes que siguieron, y con la luz mortecina de la cabina apagada, observaron cómo se acercaban por el andén vehículos en cuyo interior deberían transportar los elementos necesarios para reabastecer y modular que la locomotora y el convoy continuaran su viaje. La visión de la delantera se mostraba invisible por el ángulo desde el lugar donde vislumbraban, aunque sí que observaron cómo miembros del ejército que acompañaban al tren se dirigían hacia la máquina en misión de apoyo y escolta.

La operación prorrogó entre dos y tres horas la marcha de la columna, saliendo de madrugada con destino a Zúrich. Desconocían la distancia existente entre las dos estaciones, pero sus conocimientos sobrevenidos convinieron que no podían ser más de seis horas. Cerraron la contraventana, apagaron la luz y decidieron esperar la llegada del sueño.

Estirados en sus butacones y con la curiosidad satisfecha, dejaron de darse cuenta de que la compañía de militares había abandonado el transporte una vez que la máquina inició su marcha hacia territorio suizo. El tren, por tanto, se hallaba desamparado de protección hasta su llegada a Zúrich, pero los pasajeros, la mayoría, desconocían la disposición por haberse producido de madrugada.

Al día siguiente, su despertar casi coincidió con la llegada a la ciudad suiza. El tren traqueteaba lentamente, como dando a entender que una nueva etapa del viaje estaba pronta a ser cumplida. Alzaron la contraventana y pudieron observar el conglomerado de vías que parecía acompañarlos hasta el dispositivo final de la estación. Sin embargo, a medida que el convoy se acercaba displicente, calmoso y sin titubear, el aglomerado de vías parecía alejarse de sí mismo. Era evidente que la posición del convoy sería dirigida a una vía muerta, donde debería estar esperando a la aduana y demás autoridades implicadas.

A los pocos minutos entraron en un contiguo cuyos andenes parecían estar fuera de servicio. La visión de los mismos y de los primeros guardias de fronteras sobre el apeadero confirmó el resto.

—Hoy no sé si desayunaremos. ¿Habéis contado cuántos son?

—Un montón —indicó David—. Al menos treinta o cuarenta. Y tienen el mismo aspecto que los alemanes. ¡Ah! —Se sacudió en la frente—. ¿Y de los alemanes qué?

—No lo sé —confirmó la madre—, pero estoy segura de que ya estamos en Zúrich. Lo que no entiendo es que la mayoría de los carteles que he visto, por no decir todos, están escritos en alemán. ¿No te has fijado, Daniel?

—Sí, es cierto. Vamos a ver si mientras dormíamos no han desviado el tren para Alemania. Estaría bueno —comentó pensativo, dentro de una evidente preocupación, aunque no quiso hacer más comentarios—. Ahora toca esperar.

Daniel, curioseando, sacó la cabeza por el pasillo del vagón y confirmó que no existía ningún tipo de movimiento. De cualquier manera, las indicaciones que había recibido el pasaje se asentaban en que nadie podría descender de los vagones hasta nuevo mandato. Y dispuso el cumplimiento de modo firme para él y todos los suyos. En ocasiones, un paseo por el andén, aunque solo fuera para estirar las piernas y respirar el aire contaminado de las estaciones, podría hacer un bien para cualquier cuerpo de humano, pero comprendía que, en la situación que preexistían, el cumplimiento de las normas debería ser obligatorio y taxativo.

—Papá, tengo hambre.

—Lo sé, hijo. Lo puedo entender. ¡Pero espera! —Recordó en ese instante—. En la maleta tenemos salami y torta. ¿Te apetece? Espero que la torta todavía esté lo suficientemente blanda para preparar un bocata. ¿Vale?

—Estupendo.

—Edit, ¿te apetece?

Su mujer le sonrió y le descubrió con angustia, inquietud y preocupación sus necesidades más perentorias:

—¡Necesito ir al baño! ¡Eso es lo que me apetece!

Volvió a prestar atención al pasillo del vagón y dispuso:

—No creo que nadie te lo prohíba.

Edit salió despedida en dirección a los lavabos con la esperanza de que no se encontraran ocupados. Pero antes de llegar a ellos se concretó la llegada de los aduaneros por el primer vagón. Tuvo la fortuna de que los guardias, en su servicio inicial, estaban más pendientes del control de los departamentos que de lo que podía acontecer en el vagón subsiguiente, que controlarían con posterioridad, aunque dio la casualidad de que uno de ellos la observó mientras entraba en los servicios.

Pocos minutos más tarde, y sin aire de sofoco, Edit volvió sobre sus pasos y se incorporó al conjunto familiar. Los guardias de frontera todavía tardarían un tiempo en acceder a su control en el segundo vagón. Cuando aconteció, ocurrió un hecho curioso y digno de relatar.

Los guardias hablaban en alemán. Ello dificultaba el entendimiento entre algunos de los pasajeros a pesar de que muchos de ellos utilizaban el francés en su vida diaria. Al entrar en su departamento, y de manera educada, solicitaron la documentación del pasaje. Al observarla, así por encima y sin prestarle demasiada atención, uno de ellos apostilló en español:

—¿De la embajada española?

—Así es —afirmó Daniel.

—¿Puedo preguntarle qué cargo ocupa en la embajada?

—Sabe usted que es irrelevante. La documentación lo especifica todo, o casi todo.

—Tiene usted razón —afirmó el aduanero—. ¿Tienen algo que declarar?

David, mirando a su padre, sonrió y le consultó:

—No habrá que declarar el salami y la torta, ¿no? —Y siguió masticando con apetito juvenil.

—No, hijo. No van por ahí los tiros. —Y dirigiéndose al oficial de aduanas preguntó—: ¿Cómo es que habla tan bien nuestro idioma?

—Soy hijo de madre española, aunque he perdido mucho del idioma. —Y cruzando su mirada con Edit le preguntó—: ¿Se encuentra bien, señora?

—¡Ah! Muy bien. Gracias.

Edit hacía pocos minutos que había utilizado los lavabos y en ellos efectuó un recambio, una cura rápida de sus problemas, que no tales, vaginales. Pero con la rapidez obligada por la llegada de los agentes y sabiendo que el inodoro no filtraba los elementos que desechaba, decidió envolverlos en papel higiénico y depositarlos en la papelera que hacía al caso. Los oficiales de aduanas, como era su obligación, inspeccionaron el lugar y encontraron lo que encontraron: vestigios ensangrentados de una menstruación femenina. Nadie podría llegar a pensar que en aquel periodo menstrual se hallaba el futuro de toda una familia. Y de ahí la pregunta, que no retórica, del miembro de la guardia de fronteras.

Se giró hacia sus compañeros y comentó en alemán:

—Todo en orden por aquí. Gente importante. —Seguidamente devolvió a Daniel la documentación exhibida, así como el pasaporte familiar.

—Que tengan muy buen viaje. Cualquier cosa que necesiten, estaré a su disposición hasta la estación de Ginebra.

Los Venay le miraron con gratitud, con reconocimiento, por saber que hasta Ginebra contarían con la presencia de alguien que los protegería y con quien podrían entenderse con mayor facilidad a pesar de las diferencias idiomáticas que los separaban dentro de un mismo idioma. Además, y de manera involuntaria, les indicaba que el convoy estaría escoltado por guardias suizos hasta completar su recorrido por territorio helvético.

Salieron a media tarde. El viaje iniciaba su andadura por tierras helvecias, desde donde conseguirían llegar a la parte final de su éxodo proyectado. Hacía sol. Concebía indolencia, pero los rayos solares envolvían el departamento de un regocijo incorpóreo, casi trémulo, que estremecía a sus ocupantes. Suiza, la intersección de su territorio, la consideraban el principio del fin de sus males, de sus penurias, de las carencias que un simple nacimiento equívoco para unos, los alemanes, podría sumir a todo un pueblo en una convulsión continua y en la sublevación brutal contra sus gentes. Un pueblo, el judío, cuyo único pecado radicalizado en la tierra de los humanos había sido, precisamente, su desnaturalización, su destierro perenne por los siglos de los siglos y el desarraigo perpetuo, que en ningún caso ayudaba a dispensar una pureza de estirpe debido a una indeseada, y a la vez artificial, expatriación.

Pero había más. Durante el almuerzo, con el convoy estacionado, tuvieron una sorpresa no concebida. Llegaron al vagón de servicio, se sentaron en la mesa que les había sido asignada y pocos instantes después un señor mayor, de imagen iletrada, se sentó en la mesa de su lado. Cuando llegó el doméstico, que hacía las veces de camarero, le indicaron que en la mesa se sentaban los señores. El sirviente, haciendo caso omiso, les informó de que la señora no se encontraba demasiado bien y habían solicitado el cambio de turno, por lo que difícilmente volverían a encontrarse, a no ser en una visita acordada en su departamento. Daniel, que siempre tenía la mente emplazada alrededor del detalle, pensó que la investigación de los «cucos» habría resultado baldía e intentarían buscar a otros candidatos inciertos para cumplir con su quehacer. Para él, resultaba demasiado evidente que tan pronto como la investigación sobre su familia y él mismo se convertía en humo, Zoltan se alejara de ellos como si fueran seres inicuos. El desarrollo de sus actos se convertía en ignominioso observado desde cualquier punto de vista. Había quedado demostrado que Zoltan era quien ellos mismos habían definido como un delator al servicio de los «cucos».

—¡Qué casualidad! ¿No os parece?

—Lo único que me parece es que estamos a salvo. ¿Qué hay para comer? Lo cierto es que hoy tengo apetito. Ha sido una mañana propensa al delirio en muchos sentidos, pero parece ser que ha salido bien.

—Pienso lo mismo. ¿Qué tal, David?

—Bien, pero me gustaría saber cuál va a ser el itinerario que haremos a partir de ahora. La verdad es que no tengo ni idea de dónde estamos —afirmó, echando un vistazo sobre el mapa europeo que siempre llevaba consigo.

—Ten en cuenta que nos hemos perdido casi lo mejor del viaje. Hemos pasado las montañas del Tirol, pero lo hemos hecho de noche. Yo casi diría con nocturnidad y alevosía, aunque me hubiera gustado verlas de cerca. Dicen que los valles y los prados se confunden entre ellos antes de asumir los picos que las circundan. Y también dicen, lo leí hace mucho tiempo, que lo más impresionante de los collados que las rodean es el silencio mágico que las confunde. Además, en este final de marzo todavía no existen las coronas de niebla que las suelen extraviar.

—Pero papá, no me has contestado a la pregunta.

—Bueno, estamos en Zúrich. Ya has visto los carteles de la estación.

—Es lo único que he visto: los andenes, las vías de tren y a lo lejos las colinas que se observan. Parece que la ciudad está metida dentro de una alberca y rodeada de frondosos montes. Es todo lo que se ve desde aquí.

—Es todo, David. Sabes que no existe autorización para pisar los suelos suizos. Y debemos cumplir lo que nos indican.

—De acuerdo, pero es una pena.

El chico tenía toda la razón. Estar al lado de una preciosa ciudad del centro europeo y no poder dar dos pasos en su conocimiento, aunque breve, se tornaba en una especie de impotencia para la mentalidad de un adolescente. Luego, durante todo el trayecto, había comprobado por sí mismo que la guerra de la que se hablaba no se hallaba vigente por donde el tren había atravesado. Eso sí, se veían muchos militares en todas y cada una de las paradas que habían realizado, pero su estatus más parecía abarcar el término de guardianes que de guerreros.

David cerró los ojos. La comida era abundante, pero en la mentalidad de un joven la manutención tenía una importancia relativa. Había querido, desde el primer momento, solo pensar en su viaje, en la conclusión del mismo y en el futuro que podría esperarle en el lugar donde se asentaran. No deseaba recordar el pasado, un pasado que jamás volvería a ser y que gran parte de su vida lo tendría presente como el qué habría podido ser su existencia de seguir en Budapest. También pensó en su madre, Edit. Analizaba su manera de actuar; sus escondidos sentimientos, que parecían haber dado un vuelco desde que accedieron a la embajada. Su preocupación continua, su actitud vehemente, su silencio castrado por la confianza paterna conferían a aquella mujer, su madre, un interrogante que podría llegar a conclusiones negativas. Decidió continuar con sus reflexiones en otro momento, en otro instante en que pudiera actuar frontalmente y preguntarles a ambos el porqué de un cambió de condición tan evidente en sus mentes.

—Y después de Zúrich, ¿qué? —preguntó, señalando con el dedo el posible recorrido.

—Pues no lo sé, pero podrías preguntarle a ese guardia de fronteras tan amable que se acerca por el pasillo.

David se giró sobre su torso para observar la llegada de dos uniformados que se iban acercando, fiscalizando a los comensales del primer turno y revelando que la locomotora saldría a hacer unas pruebas, que el convoy estaría totalmente detenido entre dos y tres horas. También tuvieron la gentileza de indicar a los integrantes del pasaje que estaban autorizados a bajar al andén y pasear por el mismo, aunque sin salir fuera de él. Al llegar a la altura de la mesa de los Venay, David indagó:

—¿Para dónde iremos ahora?

El guardia de fronteras lo observó durante un instante. Sonrío y con una amplia mirada gestual de simpatía le dijo:

—Me caes simpático. Además, eres el único chico en todo el vagón y tengo la impresión de que lo que yo te explique te lo guardarás para ti, ¿de acuerdo?

—Claro, no se lo diré a nadie —aseveró David.

—Solo a tus padres. ¿Me lo prometes?

—Seguro que sí. Solo a mis padres.

Durante el corto diálogo, Daniel sonreía y Edit se mantenía en su mundo de reflexión y mutismo. Ella, en su situación, prefería la estancia en el departamento al paseo sugerido por los andenes de una vía muerta.

El guardia reveló, mirando fijamente a David como si no hablase o no le escuchase nadie más, que el convoy saldría sobre las seis de la tarde, una vez la locomotora hubiera superado las pruebas realizadas, y dependiendo de su estado el viaje continuaría en una sola etapa hasta la ciudad de Ginebra. Todo ello, repitió, siempre y cuando se dieran los condicionantes necesarios y la autonomía de la máquina fuera suficiente. Comentó que serían cerca de trescientos kilómetros y que en ese aspecto deberían ser los maquinistas quienes se pronunciaran en uno u otro sentido. Caso contrario, Lausana sería la próxima parada de asistencia.

—¿Te parece bien?

—Pues muchas gracias. Creo que mis padres también han escuchado su explicación —manifestó sonriendo.

—Creo entender que solo he hablado contigo, ¿correcto?

—Sí, señor. Correctísimo. Y repito las gracias.

Tenían toda la información que necesitaban. Se retiraron a su departamento y allí, sentados alrededor del mapa, pudieron hacerse una idea de lo que restaba en aquel viaje de exilio y celar, pero que, para ellos y hasta ese momento, no había derivado en algo diferente a uno turístico. El aburrimiento hacía mella, con un evidente menoscabo en sus apreciaciones y sentires. Edit dormitaba, Daniel repasaba un libro antiguo que portaba en su maleta y David contemplaba continuamente a través de la ventanilla los movimientos tanto del pasaje paseante como de los agentes vigilantes. Los describía de manera uniforme, casi profesional: el loco de la pradera, la chica del antifaz, los monstruos de Benadem. A todos y cada uno de ellos les aplicaba un apodo y de ahí su tiempo no le parecía tan extraño, tan insólito, en aquella prisión sobre ruedas. Se estiró bostezando y dirigiéndose a sus padres comentó:

—Podríamos salir un rato, ¿no?

—No es mala idea. Sé que estar aquí es aburrido y más para un chaval deportista como tú. Pero las circunstancias son las que son y no quisiera dejar a mamá sola. Por otra parte, el que tú salgas solo no me hace ninguna gracia, aunque entiendo que la seguridad está garantizada en el andén.

—¡Papá, además hace sol!

—¿Edit? —preguntó a su esposa.

Ella no contestó. Continuaba en su mundo de abstracción y difícilmente podría generar una negativa.

—Vale. Mamá está dormida y espero que no se enfade. Solo te pido una cosa.

—¿Qué, papá?

—Es posible que, al verte solo, sin la compañía y protección de tus padres, alguien pueda entender que sería el momento más adecuado para sonsacarte lo que a tu padre no le pudieron sonsacar.

—¿Lo dices por Zoltan?

—Sí. He visto que está paseando arriba y abajo como un desesperado. No sé si lo hará para hacer la digestión o porque no ha conseguido obtener frutos de su trabajo de campo. Al menos hasta el momento.

Cuando David bajó del vagón, Daniel se sintió profundamente incómodo. Intentó bajar la claraboya de su departamento, pero el óxido había cumplido su misión y estaba atascada. Por primera vez en su vida hubiera deseado tener el don de la ubicuidad, de la bilocación en términos paranormales. No podía dejar a Edit sola por lo que ya todos sabemos, y dejar a su hijo caminar en solitario en aquella tarde primaveral, lejos de su visión y alcance, lo ponía en un compromiso personal por el adeudo y responsabilidad que su hijo significaba. David lo era todo para ellos, más que su propia existencia, y tenía claro el designio de que amar significa dejar ir. Pensó en su hijo: era joven, fuerte, espigado y con una cabeza más depurada que otros jóvenes de su edad. Y sabía que más tarde o más temprano tendría que prepararse y conceder sus deseos de libertad, de independencia, de liberación personal.

El tibio sol parecía resentirse de sí mismo y comenzaba a dejar paso a un filón de nubecillas atascadas que parecían haber estado esperando el momento de molestar, a pesar de lo cual hacía frío. David había bajado en mangas de jersey, que no de camisa, volviendo al poco rato diciendo:

—Hace frío. Me pondré el abrigo —continuó—. ¡Ah, papá! ¡Tenías razón!

—¿En qué, hijo?

—Me refiero a Zoltan. Me ha parado durante el paseo…, pero luego te lo cuento. Bajo otro ratito a estirar las piernas y luego subo. Y no te preocupes, que ya le tengo controlado.

—Pero no tardes —gruñó Daniel.

Edit seguía transpuesta y al escuchar el amortiguado grito de Daniel se despertó.

—¿Qué pasa? ¿Dónde está David? —preguntó, angustiada.

—Nada, tranquila. Ha salido a dar un paseo por el andén y no tardará.

—Pero ¿cómo le has dejado ir? —Se molestó.

—Ya no es un niño, Edit. En el tren ya todos nos conocemos. De vista, eso sí, pero nos conocemos.

—Me preocupa Zoltan —manifestó más calmada.

—Sí, sí. Antes de que bajara ya lo hemos hablado. Me ha comentado que le ha parado, pero que ya lo tiene controlado. Luego nos contará.

Se levantó medio dolorida por la posición en que se había dormido y tan pronto se puso de pie su voz sonó como un susurro:

—Tengo que ir al baño —señaló, buscando su neceser, que se encontraba en la parte superior del altillo—. ¿Me lo acercas, por favor?

Edit y David coincidieron en el regreso. Daniel había acompañado a su esposa hasta el servicio y se entretuvo mirando a los paseantes del andén. Bajó por la escalerilla para observar el ambiente y reparó en la figura de su hijo, que se acercaba. También prestó atención al servicio de seguridad que habían montado los guardias: dos en cada principio y final del convoy. Pudo advertir, a la vez, que en la parte opuesta del apeadero se encontraban idénticos servicios a pesar de la prohibición de bajar a las vías por el lado opuesto. Pensó que se encontraban en una prisión libertaria a pesar de la contradicción que ello suponía. Sin embargo, en las cercanías se escuchaba el rumor agitado en los raíles y pitidos clásicos que solo podían provenir de una locomotora. Y parecía ser, lo parecía, que era la que los conduciría a su destino casi final. No se equivocaba y a los pocos minutos los vigilantes obligaron a todos los pasajeros a subir al tren y a que se acomodaran en sus vagones. La salida estaba prevista para una hora más tarde; una hora en la que el fulgir del sol se apagaba, dando paso a las primeras estampas nocturnas.

—Cuenta, David, cuenta.

—Nada raro, mamá. El tío ese me paró y se puso a caminar a mi lado. Me preguntó qué es lo que más me había gustado de Budapest el tiempo que habíamos vivido allí y sobre todo se interesó mucho por el colegio al que había asistido.

—¿Y tú que le has dicho?

—Pues alguna verdad —expuso con cariño—. Que lo que más me gustaba de Budapest era el Danubio porque es el río más bonito del mundo; que habíamos estado mucho tiempo, aunque sin concretar el cuánto; y luego, a la pregunta principal, que es lo que lo dejó boquiabierto, fue el colegio donde recibí parte de mi educación… —Edit y Daniel salivaban a la expectativa del episodio final, aunque después de la pausa de su hijo decidieron mostrar un enorme interés, pero tan solo en signos y miradas. Sin locuciones—. He confesado que fui un largo tiempo a los Marianistas porque mis padres querían que aprendiera inglés y alemán. Y que muchas tardes, en la embajada, recibíamos clases de historia de España.

Sus padres no supieron qué hacer: un aplauso estridente, un abrazo enternecedor, una felicitación cariñosa… Lo cierto es que no supieron qué hacer. Se quedaron callados, silenciosos, mudos por la emoción que suponía el haber transmitido el carpetazo final a una sospecha tácita. El hecho declarado por David de ser un chaval que acudía con regularidad a un colegio de religión católica desmontaba cualquier recelo de los escribas del poder alemán. Un niño no miente, un niño no puede estar aleccionado, no adultera la realidad como pueden hacer los mayores. Y es ahí, en esa quimera armónica, donde las incertidumbres de Zoltan se habrían depurado de una manera total y permanente. Luego David continuó su relato:

—Fue muy curioso, porque cuando escuchó la palabra Marianistas se quedó parado un rato, como sin habla, estupefacto diría yo. Y luego su actitud cambió: fue menos obsesivo en sus preguntas, más amable, hasta que encontró la menor excusa para despedirse del pequeño paseo informativo —recalcó— que habíamos dado juntos. Es curioso que, cuando subió al vagón porque decía que su esposa no se encontraba demasiado bien, me dio recuerdos para vosotros. Lo cierto es que se fue con tal rapidez que no me dio tiempo ni para darle las gracias. ¿Qué opináis?

—¿Que qué opinamos, hijo? ¡Que eres un genio! —formuló su madre con un convencimiento total, exento de cualquier efecto.

Daniel se acercó lentamente a David con una resumida expresión de admiración, de asombro ante lo que había narrado el chico. Daba por sentado que la conclusión más evidente, más cierta, del cuco Zoltan habría sido el estudio profundo y considerado de aquellas pequeñas frases de su hijo, aunque todas y cada una de ellas seguían en el aire sin detallar: no llegaba a definir el tiempo que habían habitado en Budapest, no llegaba a precisar el tipo de enseñanza recibida en los Marianistas y, por último y como un nexo de unión entre su nacionalidad y conocimientos, las clases de historia de España en la embajada. Solo podía tener una conclusión en su propio análisis: ¡fantástico! Él mismo no podría haber definido mejor una larga estancia en una ciudad, una educación recibida y un hipotético compromiso laboral de un familiar en una legación diplomática donde, obviamente, se le debía suponer su propia nacionalidad. Abrazó a David y lo felicitó por su entereza ante lo que Daniel advirtió que podía suceder.

—Creo que al menos ahora deberá tener muy claro lo incompatible que puede ser que un niño judío reciba una educación cristiana.

—Bueno, y lo de las clases de historia de España en la embajada es para tirar cohetes —añadió Edit con una amplia sonrisa, como hacía días que no realizaba.

Un silbido sonó cercano. Otro más. Parecía ser que la locomotora indicaba el reinicio del recorrido a efectuar. Se acercaron, con calma, a la ventanilla y comprendieron la realidad del aviso. Con lentitud, el convoy se movía hacia un remanso de mayor paz y de libertad para ellos. Dieron las gracias a Dios y se sentaron en sus respectivos asientos. La noche, lamentablemente, se dibujaba en la lejanía, lo que indicaba que su curiosidad y atención en los paisajes del recorrido a efectuar serían, como casi siempre, nulas.

Una vez más, en su departamento y con la luz atenuada, se perderían las maravillas naturales que desprende el territorio helvético: los vergeles, las vegas camufladas por los árboles que las circundan, la fauna y la flora que convergen en ellos y los paisajes alpinos dignos de ser milagros del universo, que lo son. Una ruta que diurna podría condensar de por sí una gran variedad de ríos, arroyos, castillos, lagos, glaciares sin desperdicio de nieve y el estado propio de varias poblaciones que se esconden de sí mismas entre las montañas.

—Una pena —murmuró Daniel.

—Es cierto, papá. Dicen que el paisaje suizo es muy bonito, pero nada como el Danubio, ¿eh?

—Pues tendremos que conformarnos, ¿no te parece?

—Otra vez será —declaró Edit antes de salir en dirección a los servicios.

La noche se cerraba y el tren continuaba su camino uniforme hacia la ciudad de Lausana. Desconocían el kilometraje entre ambas ciudades y, por tanto, difícilmente podían calcular el tiempo de desarrollo. Al salir de la colación nocturna, el cómputo sobre la duración del trayecto se convirtió en certeza aproximada. Pasarían unas cuatro horas más. La llegada se produciría casi en la madrugada y tendrían que permanecer despiertos en el caso de querer curiosear en una estación de tren, otra más y penúltima de su viaje. Edit decidió descansar y solicitó por favor que se cerrase la contraventana.

—Siempre nos quedará la ventanilla del pasillo —profetizó Daniel.

—Ya veremos… —dejó en el aire David—. Empiezo a tener sueño.

La familia Venay, entonces, tomó la decisión de descansar y tratar de dormir en la última noche, así lo esperaban, de su angustiado viaje de escapada. Acertaron en su elección debido a que la locomotora no necesitó parada de asistencia en Lausana y continuó su ruta hasta Ginebra, donde llegaron a las seis de la mañana. Una vez despertaron, observaron la gran cantidad de movimiento que se originó alrededor del convoy.

—¿Dónde estamos? —preguntó Edit.

—No lo sé, pero creo que es Ginebra, la última parada suiza. Y desde aquí ya iremos directos hasta Lyon.

—Voy al baño —indicó David.

—No, hijo. Vamos —declaró Edit.

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