Kitabı oku: «Compañero Presidente», sayfa 5

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Quiero destacar, sí, que este sentido de la revolución no tiene el contenido habitual y pequeño con que suele emplearse esta palabra. Por ejemplo, no es revolucionario el jefe militar que, a la cabeza de un regimiento, toma el Poder: eso puede ser un motín. No es revolucionario el que, por la fuerza, logra, transitoriamente, mandar. En cambio, puede ser revolucionario el gobernante que, llegando legalmente al Poder, transforme el sentido social, la convivencia social y las bases económicas del País. Ése es el sentido que nosotros damos al concepto de revolución: transformación profunda y creadora. (...)

Respetamos la democracia y actuaremos siempre dentro de sus cauces legales, mientras el régimen democrático respete el sufragio, los derechos sindicales y sociales y las garantías que establece nuestra Carta Fundamental: de libertad de pensamiento, de reunión y de prensa.

En cuanto a las diferencias con los comunistas, subrayó la adhesión acrítica a la URSS y la defensa de la dictadura del proletariado:

El Partido Socialista no propicia la dictadura del proletariado, aunque estima necesaria una dictadura económica en la etapa de transición que lógicamente hay que vivir para pasar de la sociedad capitalista a la socialista. He sostenido y sostengo que el marxismo es un método para interpretar la historia; no es un dogma ni algo inmutable falto de elasticidad.

Más aún, afirmó que de los comunistas «los socialistas hemos sido sus más tenaces y permanentes adversarios» y evocó las discrepancias de los años del Frente Popular, el rechazo del PSCh a la creación del Partido Único y a la línea política de la Unión Nacional, al tiempo que examinó las opiniones expresadas desde otras bancadas:

Para nosotros, honorables colegas, no hay libertad efectiva si no hay una base económica que le garantice al ser humano la posibilidad de su integral desarrollo. Para nosotros, honorables colegas, la libertad que da la organización social actual es sólo aparente y tan sólo una pequeña minoría dueña del poder y de los medios de producción es prácticamente libre, política y económicamente.

La mayoría de nuestros conciudadanos, los obreros de las industrias, el campesinado, los empleados, en suma, todos aquellos que tienen como única herramienta para ganarse la vida la fuerza de sus brazos o de su inteligencia no son libres.

Nosotros sostenemos que este régimen de democracia política consagra permanentes privilegios e injusticias; opinamos que cientos, miles y miles de seres humanos en todas las latitudes de la tierra y especialmente en los países de incipiente desarrollo económico e industrial como el nuestro, viven como parias, huérfanos de toda posibilidad. Para ellos están vedados todos los caminos del intelecto y del espíritu. Sostenemos nosotros que la economía capitalista, dislocada e irracional, atropella al hombre y a los pequeños países.

Sostenemos nosotros que la democracia burguesa que defienden sus señorías está en crisis y que ella dará necesariamente paso a la democracia económica.

Aquel día recordó con profundo orgullo a su abuelo, el doctor Ramón Allende Padín, y leyó un escrito suyo de 1873 publicado en un diario de Valparaíso en el que reivindicó el apelativo de «rojo» que le habían impuesto: «Rojo, pues, ya que es preciso tomar un nombre, y aunque éste nos ha sido impuesto como infamante; rojo, digo, estaré siempre de pie en toda cuestión que envuelva adelanto y mejoramiento del pueblo».

El eco de la voz, doctrinaria y limpia, de un antepasado mío, me impulsa, además de mis convicciones, a votar en contra de este proyecto, que considero liberticida. Con ello, creo contribuir a defender las bases esenciales de la convivencia democrática, que han sido y son el alto e inembargable patrimonio de la Patria.

Tampoco renunció a referirse, en los comienzos de la guerra fría, a las dos potencias hegemónicas y a los principios fundamentales que distanciaban a los socialistas chilenos de una URSS en pleno periodo estalinista, pero también con su imagen renacida ante el mundo por el monumental sacrificio de los pueblos soviéticos en la victoria frente al nazismo:

Sólo quiero destacar en forma muy somera que, a nuestro juicio, el mundo entero oscila entre la Rusia soviética, por un lado, y el capitalismo norteamericano, por otro. Los socialistas chilenos, que reconocemos ampliamente muchas de las realizaciones alcanzadas en Rusia Soviética, rechazamos su tipo de organización política, que la ha llevado a la existencia de un solo partido, el Partido Comunista. No aceptamos tampoco una multitud de leyes que en ese país entraban y coartan la libertad individual y proscriben derechos que nosotros estimamos inalienables a la personalidad humana: tampoco aceptamos la forma en que Rusia actúa en su política expansionista. Innecesario me parece insistir en las razones que nos mueven a rechazar también la acción del capitalismo norteamericano, fundamentalmente su penetración imperialista, y he hecho yo notar los vacíos, las injusticias y las fallas del régimen capitalista en el transcurso de mi intervención.

En esta disyuntiva en que se debate el mundo, en esta hora tremenda de las grandes decisiones, yo sólo veo dos caminos: el uno, representado por la filosofía socialcristiana, que no comparto y cuya orientación económica no alcanzo a comprender en toda su amplitud, y, por otro lado, el socialismo científico, cuyos conceptos económicos nadie desconoce, pero que, muy al contrario de lo que muchos suponen, levanta y dignifica la personalidad humana y da al hombre todos los caminos de superación, una vez haya obtenido su liberación económica.

Y concluyó en estos términos:

Señor Presidente, a nuestro juicio, esta ley va contra la Constitución y los derechos fundamentales que ella garantiza; persigue ideas; excluye a un partido, restringe el sufragio; ataca en sus más legítimos derechos a la clase obrera; hace un mito el derecho de organización de los sectores de empleados. En resumen, esta ley atenta contra las bases mismas del régimen democrático. (...)

Señor Presidente, termino declarando que los socialistas, en cumplimiento de un estricto mandato de nuestra conciencia, y de acuerdo con nuestros principios y doctrinas, estamos en contra de esta ley. Los socialistas seguiremos nuestra lucha con nuestros perfiles propios, sin concomitancias con el Partido Comunista, sin buscar arteramente los restos dispersos que pueden quedar de este partido, si se aprueba la ley, como seguramente va a serlo. Lucharemos como socialistas, como siempre lo hemos hecho, con honradez y con cariño, con emoción chilena, por el engrandecimiento y el progreso de nuestra patria.

Lucharemos dentro de los cauces democráticos y combatiremos tenazmente esta ley que, tarde o temprano, tendrá que derogarse, para que vuelva la democracia a imperar en nuestra tierra querida.

Después de la aprobación de la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, llamada «Ley Maldita» por las fuerzas de izquierda, fueron eliminados de los censos electorales todas las personas que habían militado o militaban entonces en el Partido Comunista y sus dirigentes y miembros más destacados sufrieron persecución. Allende intentó visitarlos en Pisagua, pero se lo impidió un joven teniente llamado Augusto Pinochet, según sostuvo éste con arrogancia en distintas ocasiones, aunque no resulta difícil imaginarlo genuflexo y dócil ante tan relevante senador de la República.

La persecución de los comunistas sumió a la izquierda en unos años de confusión, divisionismo y retrocesos y, en un tiempo histórico marcado en Sudamérica por la impronta del argentino Juan Domingo Perón y del brasileño Getulio Vargas, un amplio sector del socialismo llegó a sucumbir a la tentación populista. En junio de 1950, el XIII Congreso del Partido Socialista Popular proclamó como su candidato presidencial para 1952 a Carlos Ibáñez, quien se presentaba en una eficaz campaña como «el general de la esperanza» que «barrería» la corrupción de los gobiernos radicales.

Salvador Allende y un reducido grupo de militantes leales a sus posiciones decidieron abandonar el PSP tras denunciar lo que llamaron la «aventura populista», el respaldo al caudillo que impuso una dictadura entre 1927 y 1931, que había estado vinculado a un intento de golpe fascista en 1938 y que había sido el candidato de la derecha en 1942 con un programa autoritario (Moulian, 1998: 39-40). Este grupo terminó fusionándose con el Partido Socialista de Chile, del que además los grupos más anticomunistas se fueron al Partido Socialista Auténtico de Grove, quien falleció en 1953 alejado de la organización que contribuyó a fundar.

La mayor parte del socialismo, pues, apoyó la candidatura de Ibáñez. En sus memorias Clodomiro Almeyda, quien sería después ministro de Relaciones Exteriores del Presidente Salvador Allende, evoca sus frías relaciones personales y políticas iniciales con éste, a quien había conocido en 1946. La disputa interna en torno a la opción presidencial de 1952 les distanció aún más (1987: 168):

Nos movíamos en diferentes círculos partidarios. Y cuando tuvimos mayor contacto en la dirección que ambos integrábamos a principios de los años cincuenta, pronto se produjo entre nosotros un fuerte cortocircuito. Como subsecretario general del Partido, en ausencia de Raúl Ampuero, me correspondió presidir la sesión del Comité Central en la que se resolvió apoyar la candidatura presidencial de Carlos Ibáñez. Allende era abiertamente contrario a esta postulación y reaccionó muy negativa y airadamente ante la forma en que yo conduje esa reunión con el propósito de que la gran mayoría de la dirección, favorable a Ibáñez, resolviera finalmente apoyarlo, dejando de lado consideraciones o gestiones que Allende introducía en el debate para postergar la decisión final.

En octubre de 1951, el Partido Socialista de Chile fue la primera fuerza que proclamó a Allende como candidato a la Presidencia de la República. En noviembre, el Partido Comunista, desde la clandestinidad, le entregó su apoyo público y el 25 de noviembre fue designado candidato del Frente del Pueblo, una alianza que incluía además a algunos sectores radicales, de izquierda e independientes. Aquel día, en el Teatro Caupolicán, enclavado en la popular calle San Diego de Santiago, fue presentado por el doctor Gustavo Molina, en nombre de los profesionales independientes, Armando Mallet, por el Partido Socialista, y el senador comunista Elías Laffertte. En su primer discurso como candidato a la primera magistratura de la nación, afirmó (Nolff, 1993: 53-57):

Con el Frente del Pueblo tenemos una plataforma de lucha clara, definida, precisa que nos distingue y separa de los otros grupos políticos hoy transitoriamente unidos con vistas exclusivas a una campaña electoral y a la defensa de sus posiciones administrativas, de sus intereses y de sus concepciones políticas.

Subrayó que habían creado el Frente del Pueblo para emprender la revolución que el país necesitaba: «Para esto nació el Frente del Pueblo, como un potente movimiento nacional, antiimperialista, antioligárquico, antifeudal»:

Hombres, mujeres y jóvenes de mi Patria: el Frente del Pueblo os llama a luchar por las consignas de la victoria:

1. Por el pan y la libertad.

2. Por el trabajo y la salud.

3. Por la paz y la cultura contra el imperialismo.

4. Por la reforma agraria y la industrialización del país.

5. Por la democracia, contra la oligarquía y las dictaduras.

Las bases programáticas de su candidatura se agrupaban en cuatro puntos: independencia económica y comercio exterior, desarrollo de la economía interna, una profunda reforma agraria y mejora de las condiciones de vida de las clases populares. Cada uno de estos bloques contemplaba propuestas concretas, por ejemplo, en el primer punto se incluyó por primera vez la nacionalización de la gran minería del cobre y del salitre y de hecho aquel año los senadores Laffertte y Allende presentaron un proyecto de ley en este sentido.

En relación con el desarrollo económico, propugnaba un vigoroso proceso de industrialización, sobre todo en cuanto a la agroindustria, al objeto de «asegurar un más alto estándar de vida a la población y el aumento de la renta nacional, asignando un porcentaje superior de distribución a los sectores laboriosos». Para fortalecer el desarrollo industrial y agropecuario, el Gobierno del Frente del Pueblo realizaría importantes inversiones en las infraestructuras de transportes, con la modernización de los ferrocarriles y la construcción de una red de carreteras, así como la ampliación de la flota naviera nacional y la extensión del tráfico aéreo.

El Frente del Pueblo no propugnaba la construcción del socialismo, sino un conjunto de reformas y modernizaciones que pretendían ir más allá de lo logrado por Pedro Aguirre Cerda, con un énfasis novedoso en la reforma agraria y el cobre. Durante 283 días de campaña su candidato recorrió por primera vez todo el país con el lema «El pueblo a la victoria con Allende» para ofrecer su alternativa frente al populista Carlos Ibáñez, el conservador Arturo Matte y el radical Pedro Enrique Alfonso. El 13 de enero de 1952 planteó los fundamentos de la alianza de la izquierda en el transcurso de un mitin en Valparaíso:[3]

Somos un movimiento de liberación nacional, antiimperialista, antioligárquico, con una meta que no termina en septiembre. Estamos protagonizando una gesta emancipadora por el pan y la libertad, por el trabajo y la salud, por la reforma agraria y la industrialización del país, por la paz, la democracia y la independencia nacional. El Frente del Pueblo lucha por la derogación inmediata de la Ley Maldita, para que se ponga término al estado policial que mantiene en las cárceles y en los sitios de relegación a numerosos patriotas que han luchado por los intereses de Chile. Este gobierno radical agoniza ante el desprecio de la ciudadanía. Bajo el amparo de este gobierno se han cometido fraudes, desfalcos, negociados escandalosos y envenenamiento colectivo del pueblo.

Jaime Suárez, entonces militante del PSP en la Brigada Universitaria de Concepción y dos décadas después ministro con el Presidente Allende, señala que éste asumió aquella campaña electoral con «una dedicación de misionero» y recuerda un acto en el pueblo de Pilmaiquén, en la provincia de Osorno (Arrate y Rojas, 2003: 276):

Sobre un cajón de azúcar, con un megáfono, entre banderas chilenas, chiquillos, banderas de los partidos Socialista y Comunista, intervinieron los oradores. La voz profunda y el pelo blanco de Elías Lafferte, su silueta vigorosa, antecedió al orador de fondo, el candidato presidencial. Era febrero de 1952. Intervino con un lenguaje didáctico y apasionado. Quien sólo hubiera escuchado su discurso no se habría imaginado jamás el escenario y la audiencia que alcanzaba a 40 ó 50 personas, incluyendo los dos carabineros.

El dirigente comunista Volodia Teitelboim, uno de los secretarios generales de la campaña presidencial, dejó constancia en sus memorias de la debilidad de la izquierda entonces, con la mayor parte del socialismo volcado con Ibáñez y con el Partido Comunista muy debilitado por la represión (1999: 350-351):

Nos dolía en el alma ver que la campaña no cundía. La persecución de González Videla había producido un desplome de la confianza. La fractura de la izquierda, el movimiento sindical diezmado hicieron que gran parte del pueblo volcara su esperanza en el hombre que prometía soluciones milagrosas. Por lo empinado de la cuesta estábamos obligados a forcejear contra viento y marea. Así íbamos tratando de tocar puertas de pueblo en pueblo. Los actos en esa campaña del 52 se asemejaban a veces a las prédicas de los canutos (los protestantes) en las esquinas, con la diferencia de que nuestra jornada era de mañana, tarde y noche.

No puedo olvidar lo que sucedió en Pedro de Valdivia, donde yo había estado muchas veces, acompañando a Elías Lafertte. Entonces hablábamos ante toda la población. La gran mayoría de los dirigentes sindicales elegidos eran comunistas. Ahora no había casi nada, salvo unos cuantos camaradas que tenían que trabajar en la sombra, porque si los descubrían los enviaban a Pisagua.

Evoco aquel ocaso político, el último sol sobre la oficina. No veíamos a nadie. Sólo cuando se hizo de noche y la oscuridad tendió, como se dice en las crónicas antiguas, un manto protector, divisamos algo que se movía en la penumbra. Otros se ocultaban tras los escasos y raquíticos árboles de la plaza. Allende hablaba como si al frente hubiera una muchedumbre. Sabía que estaba arrojando semillas en el desierto. Tenía confianza en que iban a germinar. Y por eso explicaba con paciencia y energía su proyecto de un país nuevo a un público invisible y temeroso.

Él era así. Embestía contra el mal tiempo. En la isla de Chiloé recorríamos en auto los caminos. Tomaba el megáfono y cuando pasábamos frente a cada casa –todas dispersas– saludaba al que vivía allí, pronunciando su nombre (que le había sido comunicado por el compañero del lugar, conocedor de todos sus ocupantes). Así hacía propaganda personalizada. La concurrencia era exigua. Carmen Lazo, que tenía muy buena relación con Allende, sacaba del bolsillo no recuerdo bien si un flautín o una armónica y comenzaba a tocar. Empezaban a acercarse niños y tras ellos las madres, los padres, las familias. De este modo se reunía quórum para iniciar la proclamación.

También Carmen Lazo, una de las mujeres más relevantes de la historia del socialismo chileno, participó de manera destacada en las cuatro campañas presidenciales de Allende. De la de 1952, la negra Lazo recuerda, entre otras, esta anécdota (Lazo y Cea, 2005: 54-55):

En esa misma gira íbamos con Volodia Teitelboim (...) Un día me dijo: «¿Sabes, Carmen? Creo que Allende es un ladrón intelectual». Me quedé pensando por qué Volodia decía eso y me acordé de que cada vez que llegábamos a una oficina salitrera, yo, cansada de discursear, empezaba confidenciando: «Miren, compañeros, yo ya estoy cansada de hablar bien de este caballero, así que ahora les voy a contar un cuento». Empezaba a narrar las andanzas del gigante y los enanos de Gulliver. Y cuando ya había hecho el cuento agregaba: «Bueno, ustedes ya habrán comprendido que el gigante es América Latina y los enanos que amarraron al gigante hasta dejarlo inmovilizado son los intereses económicos, por el cobre, por la plata, el platino, el hierro y todas nuestras riquezas naturales».

Este cuento resultó muy ilustrativo, pues nuestros invitados entendían cabalmente cuál era el problema de nuestro subdesarrollo. Cuando dejamos ese lugar para ir a otro, Allende me advirtió: «Morena, olvídese del gigante, porque en la otra oficina salitrera lo voy a usar yo». Esto motivó el comentario de Volodia y por supuesto que lo usaba y le sacaba mucho más partido al cuento del gigante y los enanos.

Sin el apoyo de ninguno de los grandes partidos y con un discurso que hacía concesiones a la izquierda (reforma agraria, derogación de la «Ley Maldita»), Ibáñez avasalló a pesar de su edad avanzada y su pasado autoritario (46,8 % y 446.439 votos) en unas elecciones marcadas por la participación por primera vez de las mujeres, mientras que Allende quedó en último lugar con el 5,4 % y 51.975 sufragios. Las provincias en las que el candidato del Frente del Pueblo logró más votos fueron Santiago (22.762), Concepción (5.468) y Valparaíso (4.250), las únicas, por otra parte, en las que obtuvo más de mil votos femeninos.[4]

Durante aquella jornada Allende permaneció en la Casa del Pueblo, un viejo caserón situado en la calle Serrano, a dos esquinas al sur de la Alameda. A última hora de la tarde, cuando la victoria de Ibáñez era inapelable, corrió el rumor de que militantes del PSP se dirigían hacia allí con el objeto de propinar un escarmiento físico a los «traidores» que según ellos se habían vendido a la derecha y habían recibido fondos de Matte para arrebatarle votos a Ibáñez. Según el relato de Osvaldo Puccio, cerraron las puertas y Allende, subido a una mesa del vestíbulo, destacó el valor de la campaña que habían realizado (1985: 31):

Si son consecuentes los que hoy nos detractan, como lo dicen siempre, un día no lejano marcharán detrás de nosotros y juntos haremos de este país la primera nación socialista de América. (...) Si el mundo se construyó en siete días, el socialismo no se logra construir en tan poco tiempo; porque el mundo es la imperfección y el socialismo es la perfección.

El 7 de septiembre en un discurso en el Senado afirmó (Ligero y Negrete, 1986: 56):

Nunca pensamos triunfar. Pero obtuvimos un porcentaje que implica un triunfo real y efectivo, porque los 52 mil sufragios del Frente del Pueblo constituyen la expresión de otras tantas conciencias limpias que sabían que votaban por un programa, por una idea, por algo que estaba apuntando hacia el futuro.

Y años más tarde señaló (Lavretski, 1978: 64-65):

Usted me pregunta por qué entré en alianza con los comunistas en 1951. No lo hice por guerra «fría», «templada» o «caliente», sino partiendo de los intereses de Chile. Por entonces yo consideraba que Chile necesitaba un curso político más claro que el elegido por el Partido Socialista, que había tomado la decisión de apoyar la candidatura del general Ibáñez. Aun sin tener en cuenta sus características personales, está claro que Ibáñez no podía ser el abanderado del proceso revolucionario.

Considero que la revolución antiimperialista y antioligárquica debe basarse principalmente en la unidad de la clase obrera que en Chile está representada por el Partido Comunista y el Socialista. Si no hay acuerdo entre ellos, entonces se lanzarán a una guerra fratricida, como tuvo lugar en el pasado, debilitando al movimiento revolucionario y beneficiando a la burguesía y al imperialismo. Yo mismo fui expulsado de mi partido por negarme a apoyar a Ibáñez. La alianza con los comunistas en 1951 no perseguía la victoria electoral por cuanto el Partido Comunista se hallaba entonces en la clandestinidad. Pero yo perseguía un objetivo más importante: la creación de un verdadero instrumento de liberación de la clase obrera y de Chile.

A pesar del magro resultado, su candidatura señaló un camino para la izquierda: la unidad de las fuerzas populares en torno a un programa de gobierno para la transformación profunda del país. La coyuntura de 1952 forjó también el entendimiento entre Salvador Allende y los comunistas, quienes con el tiempo llegaron a convertirse en uno de sus aliados más leales. Con la creación el Frente de Acción Popular (FRAP) y la reunificación del socialismo, un lustro después, empezó a gestarse un impresionante movimiento popular cuya clave de bóveda fue la unidad de acción entre socialistas y comunistas, algo realmente excepcional en el contexto de la guerra fría. Desde el principio Salvador Allende se constituyó en el gran adalid de la unidad de la izquierda.

[1] La propuesta de la Unión Nacional estaba muy influida por el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Así, en julio de 1941, un mes después de la invasión de la URSS por las tropas alemanas, el Pleno del Comité Central del Partido Comunista definió la Unión Nacional como el objetivo táctico y la Revolución Democrático-Burguesa como el objetivo estratégico. En enero de 1942, el XII Congreso comunista señaló que debían ingresar en la Unión Nacional todos aquellos patriotas dispuestos a luchar contra el nazifascismo, incluso los terratenientes, pero para ello no podía plantearse la reforma agraria; tan sólo quedaban excluidos de la invitación a integrar la Unión Nacional los fascistas. Especial énfasis puso la dirección comunista en invitar al Partido Socialista a unirse a este frente amplio. Además, al apoyar la disolución del Komintern, el PCCh planteó la tarea política de crear el Partido Único Obrero-Campesino (al que se unirían el Partido Socialista y el PST de Godoy Urrutia) y la Central Sindical Obrera Única. Su dirigente Ricardo Fonseca lo planteaba así en la revista teórica Principios: «Lo que el radicalismo ha logrado entre los empleados, pequeños industriales y agricultores, profesionales y técnicos, tiene que alcanzarlo el Partido Único entre los obreros y campesinos» (Varas, 1988: 75-80).

[2] Fuente: Servicio Electoral de la República de Chile.

[3] Apsi, septiembre de 1987, pp. 3-4.

[4] Fuente: Servicio Electoral de la República de Chile.