Kitabı oku: «Más allá del Yo», sayfa 6

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La disociación implica, pues, separar lo que estaba unido. Cuando el cuerpo no puede escapar del peligro, la mente trata de «no estar» en la situación. Las personas que se enfrentan a una amenaza de la que no pueden escapar (como los niños que viven continuamente en una familia violenta) tratan de no estar en la realidad dolorosa huyendo a sus fantasías, no sintiendo el dolor o el abuso en sus cuerpos; pueden llegar a crear mundos de fantasía alternativos (como una familia o un amigo imaginario), o vivir en adelante sus vidas como anestesiados, robóticos, o como si viviesen sus vidas como algo irreal o sintiéndose fuera de sus cuerpos. Algunas personas que sufrieron abusos sexuales de niños, cuando son adultos no pueden gozar de sus relaciones sexuales porque se sienten invadidos o simplemente huyen de sus cuerpos y se van en sus pensamientos a sus fantasías. Así es como podemos seguir adelante en la vida, pero disociando, separando, una parte de nosotros mismos. Y estas personas pueden expresar que «viven sin vivir», o que viven sus vidas como si no estuvieran en ella, o como viéndose a sí mismos en ella pero mirándose detrás de una ventana, o como si estuviesen en las nubes. Éstas son algunas maneras de reflejar la disociación en la que viven.

Hay una tercera estructura cerebral vinculada al sistema límbico, que generalmente los neurocientíficos proponen como una extensión del sistema límbico, es el córtex prefrontal, particularmente el orbitofrontal, es el área del cerebro que está justo encima de nuestro entrecejo. Aunque volveré más adelante sobre sus funciones e importancia cuando me refiera al empleo de la metarreflexión, el mindfulness o el «Yo Esencial como Observador Amoroso», decir aquí que es una estructura que también participa de manera muy determinante en la integración de la experiencia. Van der Kolk (2014) se refiere a esta parte del cerebro como «la torre de vigilancia» que regula el tránsito de un aeropuerto. Podemos decir que es como una gran centralita telefónica que actúa como centro de recogida de la información que procede de todas las demás regiones del cerebro, del cuerpo y de lo que ocurre en el medio externo de nuestras relaciones con otros seres humanos para tratar de integrarla y organizar una respuesta congruente. El córtex orbitofrontal se encarga de la modulación y autorregulación de las emociones, en cuanto nos posibilita reflexionar sobre ellas y regular su expresión, de la empatía con otros seres humanos y también comporta la capacidad de planificar nuestras acciones, proyectando en el tiempo futuro nuestra voluntad de hacer. En esta área reside asimismo la capacidad de la mente de observarse a sí misma (la capacidad de ser conscientes de que estamos siendo conscientes, metarreflexión). Esta última se refiere a la capacidad de la autorreflexión sobre la propia experiencia y la capacidad de ser conscientes de quienes somos y de nuestros propios procesos internos; algo esencial para la integración del yo. Podemos decir de esta última capacidad «es la mente observándose a sí misma», algo específicamente humano.

Por último, en «el cerebro triple» se ha desarrollado la neocorteza (corteza nueva) o, en palabras de Paul MacLean, el cerebro mamífero, ya que es la parte más moderna que se ha desarrollado especialmente en los mamíferos superiores: primates y seres humanos. En otras palabras, es el cerebro racional, encargado del proceso de pensamiento concreto y abstracto, la concentración, la resolución de problemas, el razonamiento y el lenguaje. Lo más característico del neocórtex es su capacidad para generar, modificar y regular el amplio número de conexiones neuronales; conforma una estructura dinámica capaz de regular y dirigir el flujo de información establecido entre los distintos circuitos y redes neuronales ya existentes. Es decir, posee una gran capacidad de cambio, de reelaborar las conexiones previamente existentes (neuroplasticidad) y de aprender continuamente. Es en esta capa de nuestro cerebro donde reside nuestra mayor capacidad de elaboración consciente. Podríamos decir que es el «cerebro pensante», capaz de elaborar el raciocinio. Considerado evolutivamente, es un área pequeña, de sólo 6 mm de grosor, así que comparado con el resto del cerebro es muy pequeña. No obstante, tendemos a creer que la mayor parte de nuestra experiencia es lo que pensamos. Esto no corresponde con lo expuesto hasta aquí, ya que la mayor parte de nuestro cerebro es subcortical, por tanto, inconsciente y somatosensorial.

Lo interesante de esta teoría de los tres cerebros radica en la explicación evolutiva filogenética,10 que ilustra cómo nuestro cerebro ha ido madurando de manera jerárquica tanto a lo largo de los años de evolución como especie como durante el desarrollo propio de un individuo a lo largo del período vital. Es decir, las capas superiores del cerebro se asientan sobre la maduración o falta de maduración de las estructuras que están debajo. Digamos que las estructuras inferiores, subcorticales o más inconscientes, son la base sobre la que se asienta el funcionamiento más complejo del neocórtex. Lo mismo podemos decir de todo el funcionamiento de cualquier ser humano: su nivel de maduración y funcionamiento en la vida adulta depende de que los aprendizajes más básicos y tempranos en la vida se hayan desarrollado adecuadamente. En estas capas profundas subcorticales se guarda toda la historia temprana del desarrollo, así como aquellas experiencias que no han podido ser integradas y asimiladas. Y son las experiencias tempranas, particularmente la calidad de las relaciones con los cuidadores, las que proveen de las condiciones para un adecuado asentamiento de la arquitectura cerebral. Podemos decir que el ser humano viene equipado con el bagaje biológico para desarrollarse como individuo único y llegar a ser todo lo que trae como potencialmente posible, pero es en ese largo período de dependencia con sus cuidadores y educadores cuando se facilitará o no el que florezca lo que está en la semilla.

Hasta aquí he querido ilustrar las estructuras cerebrales implicadas en la organización de la experiencia y los mecanismos de la maduración cerebral y cómo las experiencias positivas y negativas van afectando a la organización de nuestro cerebro, particularmente a la organización de la memoria. Ahora voy a explicar otro mecanismo importante en la regulación y gestión de la experiencia, la regulación emocional.

Aprendizaje de la regulación emocional

La regulación y modulación de la respuesta emocional es una de las habilidades básicas que todo ser humano ha de aprender, está directamente relacionada con la resiliencia y la salud mental en la vida adulta (ver el apartado de aprendizaje de la resiliencia en el capítulo 1). El bebé humano necesita de su cuidador primario para regular sus estados internos, ya que no está suficientemente maduro para manejar lo que le pasa. Como señalé en el capítulo 1, el bebé necesita de una madre suficientemente buena —emocionalmente inteligente— que sepa intuir e identificar a qué se deben las expresiones de malestar del bebé. La herramienta de la que dispone la madre para modular los estados emocionales del bebé es la de cambiar directamente las sensaciones físicas del niño: meciéndolo, alimentándolo, acariciándolo, cambiando la fuente de la incomodidad física, como son los pañales húmedos, a la vez que emite sonidos tranquilizadores y realiza otras interacciones físicas confortadoras. El niño es pues, una criatura subcortical, sólo sabe si está bien o mal, ha de ser la madre la que sepa calmar, confortar y dar la nutrición adecuada a cada necesidad. La madre actúa interviniendo sobre las sensaciones físicas del niño ayudándole a recuperar su estado de bienestar y la homeostasis, y esto es efectivo cuando la madre lo hace con un estilo de comunicación sintónica con las necesidades del niño: en un tono de voz y mirada amorosa y empática, en un ritmo tranquilizador. La madre es, pues, el regulador bioquímico de los estados internos del bebé. Si no responde adecuadamente, el niño escalará en su manifestación de malestar del llanto a la rabieta o hasta el agotamiento y colapso.

Podemos decir que la madre pone a disposición del niño, como criatura subcortical, el aprendizaje que reside en sus estructuras neocorticales y subcorticales que contienen los programas del cuidado de otros. Cuando los cuidados están sistemáticamente bien hechos, durante cientos y miles de interacciones entre la madre y el niño, los circuitos neuronales que van asociando las sensaciones internas informativas de la necesidad con la puesta en marcha de una acción de llamada (el llanto en el bebé, la petición en el niño más mayor), la respuesta obtenida del entorno (el cuidador) y la consecuente satisfacción y recuperación del bienestar se van consolidando como una red neuronal de experiencia estable. Como afirma el neurofisiólogo Allan Schore (1994), la regulación emocional comienza siendo una «regulación biológica interactiva», actuando la madre como un neocórtex auxiliar externo al niño, para acabar llegando a ser «autorregulación biológica autónoma»: el niño es capaz por sí mismo de identificar, nombrar, calmar y manejar los afectos propios. Son la presencia y las habilidades de sintonía emocional del cuidador primario las que a través de los aspectos no verbales de la voz y las conductas de sintonía (mirada, contacto físico, ritmo respiratorio) transmiten de hemisferio derecho a hemisferio derecho que el niño es comprendido, querido y acompañado (Schore, 2012). El mismo Schore (2012) hace una traslación del papel regulador emocional de la madre al rol del terapeuta en la terapia:

En el nivel más esencial, el trabajo intersubjetivo de la terapia no se define porque es lo que hace el terapeuta por el paciente (hemisferio izquierdo), más bien el mecanismo clave es cómo estar con el paciente, especialmente en los momentos estresantes emocionales en el hemisferio derecho.

Cuando el cuidador primario está en un estado de calma y serenidad, puede transmitir la seguridad y presencia necesarias para regular y sostener el estado emocional del niño (léase el terapeuta con el paciente adulto igual); es decir, el córtex orbitofrontal del niño capta la seguridad del entorno que le cuida y puede ejercer su tarea de autorregulación motivada en la heterorregulación de su cuidador. Hoy sabemos que esta área orbitofrontal tiene conexiones directas con las estructuras del cerebro medio y la amígdala, y que ejerce un papel que ayuda a bajar el nivel de la amígdala. La integración de la experiencia, la cura, ocurre cuando el cerebro puede alternar entre un estado de activación simpática con otro de activación parasimpática; es lo que se denomina «estado de coherencia mental».

Volviendo al aprendizaje de la autorregulación emocional, después de miles de interacciones eficaces en la díada madre-hijo en la que el último experimenta de manera estable y predecible que será calmado, irá aprendiendo a tolerar niveles mayores de malestar y a diferir la satisfacción inmediata; en última instancia, va aprendiendo a grabar internamente la imagen de la madre como fuente constante de cuidados, de manera que algún día puede sentirse seguro y tranquilo aunque no la vea y más tarde saber cómo calmarse él a sí mismo. Éste es un aprendizaje básico para la vida que permitirá al adulto saber regular su mundo interno, elegir personas adecuadas que sepan comprender y responder a sus necesidades, y también habrá aprendido a manejar la frustración de que alguien en algún momento no esté disponible sin que ello signifique que él «no es importante».

Desde el mismo momento del nacimiento, son los procesos y relaciones interpersonales los que proporcionan el significado y contexto de las sensaciones y emociones. Si los niños están bien cuidados logran establecer relaciones entre las señales corporales, la aflicción y las diversas formas de sentirse mejor: aprenden a utilizar sus propias señales corporales y emociones como guías para la acción y para conducirse adecuadamente en la vida. Esto se aprende a través del vínculo de apego en el que la madre actúa identificando, etiquetando y calmando en las interacciones sutiles. Así el niño aprende a tolerar niveles de estimulación cada vez mayores. El apego seguro se basa en la comunicación cooperativa («soy comprendido»), en ésta la madre es eficaz calmando, proporcionando seguridad y permitiendo la exploración cuando el niño está listo para ello. Según la psicóloga Mary Ainsworth, implica una comunicación contingente, en la que las señales de una persona son respondidas de forma apropiada.

Cuando nos sentamos ante otra persona, seamos conscientes de ello o no, estamos compartiendo un montón de emociones y sensaciones. La neurociencia lo muestra a través de la investigación con las neuronas espejo; este tipo de neuronas está especializado en captar los estados emocionales de los otros para fomentar una respuesta de empatía; de manera que de alguna manera «podemos sentir con el otro» y comprenderlo. Nuestro organismo al completo está programado para, tal como afirma Daniel Stern (1991), coparticipar en la vida afectiva interna del otro. No obstante, aunque podemos resonar con la experiencia del otro, no sabemos a ciencia cierta lo que está pasando en el mundo interno. Básicamente tenemos dos tipos de información: a) podemos leer los micromovimientos faciales del otro y captar destellos de milisegundos de expresiones emocionales de placer, miedo, disgusto… y b) microposturas, algunos movimientos sutiles que podemos captar y comportan expresiones emocionales. Es así como funciona nuestra intuición, que Porges (2001) atribuye a nuestra «neurocepción»: cómo nuestro sistema nervioso capta señales del ambiente a un nivel muy inconsciente y visceral.

Las personas traumatizadas y que han vivido una vida con traumas crónicos en la relación con los cuidadores (o niños que han sufrido abusos, negligencia o abandono) carecerán de la experiencia de haber estado implicados en una «díada regulatoria» sana, en la que se hayan podido sentir queridos y cuidados. Estas personas no habrán desarrollado la capacidad para regular eficazmente los estados emocionales. La consecuencia de esto se manifestará como una hipersensibilidad para experimentar como amenazas existenciales las experiencias desagradables.

Muchas veces los niños han sido definidos por sus padres y cuidadores como «demasiado sensibles», dándoles a entender que hay algo malo en ellos por mostrarse vulnerables ante alguna agresión sutil o grosera del entorno. Esta definición sólo hace daño, ya que no comprende que la sensibilidad es sólo una reacción a lo que es doloroso proveniente del mundo externo. Yo digo que una persona sensible es la metáfora de quien ha cogido una insolación por sobreexposición al sol, luego su piel está quemada y ante cualquier leve contacto duele, está hipersensibilizada como reacción al daño sufrido. Las personas que han vivido una historia de traumas reaccionan con extrema sensibilidad a lo que pueden percibir como amenaza o con extrema insensibilidad, ya que pasan de sentirse como anestesiados y aguantar a sentir demasiado. La hipersensibilidad está basada en la existencia de deficientes mecanismos en modulación.

Autores como Antonio Damasio (1999), Jaak Panksepp (1998a) y Stephen Porges (1995) sostienen que la experiencia sensorial juega un papel crítico en la generación de estados emocionales. Afirman que las emociones son el reflejo psicológico de los estados del cuerpo.

Los estados emocionales están generados por el perfil químico corporal, el estado visceral y por la contracción de la musculatura estriada de la cara, garganta, tronco y extremidades. (Damasio, 1999)

La conclusión sobre la importancia de la regulación emocional como mecanismo primordial de funcionamiento radica en que cuando el organismo vive en un estado de excesivo estrés o sobreexcitación se crea un estado interno habitual de desregulación bioquímica en el que el cerebro no puede efectuar adecuadamente su trabajo de integración de la experiencia, de acomodación de los esquemas ya consolidados a lo nuevo y de asimilación de lo nuevo en los esquemas ya aprendidos. En la persona que vive emociones desbordantes o vive en un estado de miedo y alerta permanente, el hipocampo no puede realizar su función de metabolización de la experiencia; estas vivencias quedarán, pues, registradas como lesiones en el desarrollo y recuerdos dolorosos activos aún muchos años después de haber ocurrido.

De aquí la importancia de que si el daño fue experimentado en relaciones no adecuadas o traumatizantes, la curación ha de producirse en una nueva relación que provea de seguridad, apoyo, comprensión y amor. Me gusta decir, como en la medicina homeopática, que si el veneno fueron las relaciones dañinas, el antídoto ha de estar también en un nuevo tipo de relación que facilite el contacto con el trauma en la presencia amorosa de otro ser humano para que esto pueda incitar a poner en marcha los propios mecanismos de autocuración de la persona. La persona con trauma en las relaciones ha de poder explorar su historia dolorosa ahora ayudado por alguien que «sí quiera estar, acompañar y esté interesado en el dolor que otros negaron o aumentaron». Éste es el sentido de la presencia y la compasión.

En la díada interpersonal que proporciona una relación segura y de apoyo se puede ofrecer la contención y el cauce para sostener las experiencias emocionales desbordantes y abrumadoras que experimenta el otro, ayudándole a modular la intensidad de los estados internos de manera que ahora pueda tolerarlos. Las personas con trauma tienen miedo a enfrentarse a su dolor porque temen no poder tolerarlo de nuevo, tienen miedo a quedar tristes para siempre, no poder parar de llorar o que no sirva de nada. Lo que podemos decir es que todo fenómeno ha de acabarse y se acaba cuando se permite que la energía estancada en los recuerdos congelados en las cápsulas de información traumática puedan revelarse, expresar la energía dolorosa que tuvo que ser reprimida y puedan completarse para finalizarse e integrarse de un modo nuevo en el sistema del yo de la persona.

Una tarea importante, pues, con las personas con traumas crónicos es que aprendan habilidades de saber calmarse a sí mismos, desarrollar un sentido de autocompasión por su historia y la experiencia vivida, y que puedan acoger los aspectos traumatizados que han quedado fragmentados y enquistados albergando un sentido del yo defectuoso (esto da lugar a las diferentes «partes de nuestro yo»). Se ha de acoger e integrar todo lo que uno es para poder vivirse como un yo integrado y único.

El sistema nervioso y la regulación emocional: la conexión cuerpo-mente

Un conocimiento neurobiológico muy útil para conocer nuestro funcionamiento emocional y su regulación es la teoría polivagal del neurocientífico Stephen Porges (2001). Su investigación sobre el nervio vago demuestra cómo éste fue también evolucionando jerárquicamente a lo largo de nuestra evolución filogenética.

El vago (figura 2.2) nace del tronco del encéfalo y transcurre fuera de la columna vertebral; está implicado en la regulación de nuestro sistema nervioso autónomo (SNA): en la regulación de nuestros estados emocionales y las respuestas de supervivencia y la salud.

Tradicionalmente se manejó el concepto de que nuestro SNA se componía de una rama de activación simpática: aquella que dispara nuestro sistema de supervivencia (lucha-huida ante la amenaza) y un sistema de activación parasimpática, aquél implicado en los procesos de restauración de la energía, la curación y el crecimiento (entendemos por crecimiento desde la multiplicación celular, los procesos de digestión, la sexualidad… hasta los procesos de aprendizaje intelectual). Estas dos ramas se alternan y se inhiben una a la otra, es decir, cuando una está activa la otra se inactiva, funcionando en ciclos de actividad-fatiga y descanso-recuperación. Pero en casos extremos de amenaza para la vida, en situaciones en las que el individuo no puede escapar y luchar, la defensa activa (luchar o huir) se convierte en sí misma en un peligro debido a que el agresor puede hacer más daño. Pongamos el ejemplo de la víctima de un atraco, si se resiste con fuerza, el atracador entonces puede agredirle físicamente y hasta llegar a matarle. Esto mismo lo vemos en otros mamíferos: cuando dos perros luchan y el más fuerte puede matar al otro, éste sobrevive rindiéndose y «fingiéndose muerto». En los casos en los que la defensa activa se convierte en sí misma en un peligro sobrevivimos activando nuestro sistema de defensa pasivo: la rendición, la «muerte fingida» y hasta la congelación. Este sistema de supervivencia es muy antiguo, es el que emplean los reptiles e implica el enlentecimiento de nuestro metabolismo para «pasar desapercibidos». Se pone en marcha de una manera automática, sin la intervención de la voluntad consciente, está, pues, biológicamente determinado para evitar que el atacante siga agrediendo y también para evitar el dolor, ya que hay una mayor secreción de endorfinas que actúan como anestésicos naturales.

Figura 2.2


De la parálisis, el individuo que sufre amenaza vital pasa a un estado de «muerte fingida» y, si el agresor o depredador sigue atacando ante el movimiento o el intento de huir, entra en un estado llamado de inmovilidad tónica y colapso —congelación— que implica la retirada de la energía de los músculos, la sensación de adormecimiento u hormigueo, torpeza, no sentir el cuerpo, nausea e incluso la sensación de frío que viene del interior del cuerpo y que no guarda relación con la temperatura exterior. La persona que activa esta defensa experimenta lo que en la literatura del trauma psicológico se denomina «terror inenarrable», y da cuenta del intenso pánico y dolor psicológico o físico al que se enfrentan las víctimas; además, explica como cuando la intensidad de las emociones es intolerable, queda bloqueado el hipocampo y el acceso a las áreas del lenguaje del cerebro (área de Broca), no pudiendo digerir la experiencia ni convertirla en un recuerdo normal. Asimismo, la puesta en marcha de este mecanismo de inmovilidad tónica conlleva la disociación (o fragmentación) de aspectos de la propia experiencia como mecanismo de supervivencia extraordinario. La disociación implica que algunos aspectos de la propia experiencia quedan apartados o negados del campo de nuestra experiencia consciente y quedan relegados en un sistema de recuerdos somáticos y sensoriales y encapsulados en nuestra biología; éstos pueden ser activados posteriormente cuando algún estímulo presente nos recuerde el trauma original. De nuevo, la disociación facilita que cuando el cuerpo no puede escapar, la mente busca cómo no estar en la realidad, funcionando como si no hubiese ocurrido, no sintiendo o «no estando en nuestro propio cuerpo».

Pensemos que los niños en sus primeros dos años de desarrollo tienden a emplear este mecanismo disociativo vinculado a la congelación cuando viven entre cuidadores negligentes, agresores y violentos, ya que no pueden huir y tienen pocas posibilidades de defensa activa (sólo el llanto y la rabieta). Esto condiciona que en el futuro su sistema neurológico pueda reaccionar ante la amenaza «desconectándose» de una manera automática y condicionada, de esta manera pueden paralizar su biología y «tratar de pasar desapercibidos», no estar y «no sufrir». Más tarde en la vida, podemos ver como algunos adultos siguen reaccionando de manera automática e inconsciente ante las amenazas o malos tratos simplemente anestesiándose y paralizándose, lo cual los coloca en una situación de desprotección e incapacidad de tener en cuenta sus sensaciones de malestar para regular sus relaciones personales.

Según la teoría polivagal, esta defensa de inmovilización implica la activación de la rama dorsal del nervio vago: la reptiliana y más antigua evolutivamente hablando. Siguiendo a Peter Levine (2013), podemos decir que el trauma psicológico es «como el cuerpo, de manera instintiva e innata, responde a la amenaza». Nuestro cerebro subcortical pone en marcha respuestas reflejas que nuestro cuerpo ejecuta de manera automática ante la amenaza de la que no puede escapar. Cuando esta respuesta de defensa ha tenido que emplearse de manera repetida y sostenida en el tiempo, el cuerpo recordará estas respuestas reflejas que se activarán ante cualquier suceso o estímulo que recuerde algún aspecto de la situación traumática original. En el trauma, el cuerpo se queda atrapado en la respuesta de defensa —sea ésta de movilización (lucha-huida) o de inmovilización (congelación)– encogiéndose o colapsándose, que está asociado con el sentimiento de estar desvalido o sentirse impotente. Algunas personas refieren esto como «tengo el miedo metido en el cuerpo». Hasta que podamos cambiar lo que sentimos en el cuerpo, la persona traumatizada se sentirá hipervigilante, hiperactiva e indefensa. Una tarea esencial en la cura del trauma es ayudar a las personas que lo padecen a que sepan estar en la historia de en sus sensaciones corporales y dejar que la expresen. Cuando cambiamos lo que sentimos en el cuerpo, entonces no revivimos el trauma. Por ello, en la recuperación y tratamiento de un trauma es importante que ante la inmovilidad podamos potenciar el movimiento y la acción (la capacidad de moverse, alejarse o enfrentarse); y ante la indefensión, todas aquellas experiencias que ayuden a experimentar fuerza (por ejemplo, apretar una toalla, empujar, enraizarse, correr, etc.). Esto proporciona experiencias somáticamente sentidas que son contrapuestas a la respuesta de inmovilización y congelación asociada al trauma.

Cuando hablo de despertar en el cuerpo respuestas o reacciones físicas de acción no me estoy refiriendo sólo a lo que la persona pueda sentir en los músculos estriados, sino también a lo que la persona siente en el sistema nervioso autónomo neurovegetativo, a nivel de las vísceras. Las sensaciones físicas asociadas al trauma en la respuesta de congelación tienen un componente neurovegetativo predominante (falta de fuerza, nauseas, bradicardia o taquicardia, respiración lenta o agitada…). Éstas informan al tallo cerebral a través del nervio vago de una reacción de alarma y peligro extremo. El nervio vago conecta nuestro cuerpo-mente de manera muy rápida, sin intervención del neocórtex o las funciones de control conscientes. Y como los recuerdos traumáticos se quedan encapsulados y no procesados, cuando la persona vuelve a sentir estas sensaciones neurovegetativas su cerebro profundo, subcortical y sin lenguaje «entiende» que está en peligro extremo; aunque en el contexto actual la persona esté en una situación y entorno seguros. Ésta es la naturaleza de los ataques de pánico, por ejemplo; pueden ser despertados por algún estímulo externo del ambiente o interno —del mundo intrapsíquico— sin que la persona sea consciente, y ésta se siente «morir» aunque conscientemente sepa que no hay peligro actual. «Para la persona traumatizada, si su cuerpo experimenta sensaciones asociadas al miedo, su cerebro subcortical “evalúa” que está en peligro». Por ello es generalmente importante ayudarla a despertar su sistema de evaluación de la realidad actual basándose en la información que proviene de sus órganos sensoriales externos (vista, oído, tacto), pidiéndole que describa lo que ve, oye, toca en el contexto actual. Esto tratará de despertar la vivencia de que «ahora está a salvo» aunque «se sienta en peligro». Hay muchas otras maneras en las que podremos despertar sensaciones neurovegetativas tranquilizadoras, por ejemplo cantar el mantra OM. Este sonido grave y la consciencia de su vibración en el cuerpo ayudan a sentir sensaciones de confort en los intestinos. Cuando la persona está tomada por los síntomas físicos y los flashbacks, podemos decir que está viviendo en el trauma y, por tanto, está retraumatizándose. En un abordaje en fases, lo primero será ayudar a la persona con trauma a vivir fuera del trauma; esto pasa por enseñarle a despertar, por ejemplo, sensaciones físicas no asociadas al trauma: la fuerza, el equilibrio, la seguridad, el placer, el enraizamiento. Estas sensaciones pueden despertarse con cierta facilidad fomentando ejercicios físicos que estimulen esta vivencia y dirigiendo los procesos atencionales de la persona traumatizada a tomar consciencia de cómo se sienten esas sensaciones.

Ya que las sensaciones y recuerdos traumáticos son experimentados como inacabables por la persona, habitualmente refieren miedo a quedar deprimidos para siempre, a no poder salir del pánico, a explotar de rabia, etc., y temen no poder soportarlo. Su manera habitual de manejar estas sensaciones traumáticas ha sido evitándolas, reaccionando a ellas (por ejemplo trabajando mucho para no tener que pensar ni sentir) o anestesiándose, lo que provoca que el sistema acumule más energía reprimida y ésta explote e irrumpa alguna vez de manera imprevista. Lo importante será, pues, implementar y activar sensaciones físicas contrapuestas a las traumáticas: la acción y la movilidad, y sensaciones viscerales asociadas a la tranquilidad y el confort.

A medida que la persona «siente corporalmente» sensaciones que contradicen la indefensión y desvalimiento, tales como fuerza, acción y ser capaz de contener las emociones, ésta se mueve a experimentar vivencias de vitalidad, excitación, sentirse autor de sus movimientos, poder y bienestar. Posteriormente, una vez que sienta que tiene control sobre sus sensaciones y emociones, podrá afrontar el sentir las sensaciones asociadas al trauma, poder «estar en ellas simplemente observándolas y modulando la intensidad de su expresión para que puedan contar la historia que recuerdan».

En el abuso traumático, el individuo se disocia no sólo del mundo externo, del procesamiento e integración de los estímulos externos asociados con el terror, sino también del mundo interior, de los estímulos dolorosos procedentes del cuerpo. Se produce, pues, una desconexión con el mundo interno propio (negación) y de aspectos relevantes del mundo externo, dejando a la persona con un sentimiento de «incompletud» y discapacitado para moverse adecuadamente en el entorno al no percibir aspectos importantes que le ayuden a conducir su acción.

10.Filogénesis: Relativo a la evolución de la especie.

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20 ocak 2025
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439 s. 33 illüstrasyon
ISBN:
9788494480164
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