Kitabı oku: «Tierra nueva», sayfa 3

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De ahí lo saqué con la pelambre llena de cenizas, cuando me lo contaron. Subí con él, y aunque vi el estropicio inútil, no tenía manera de unir los bordes cortados. Así es que le expliqué la necesidad del desinfectante que le apliqué. Aunque el estremecerse de su cuerpo me contó del ardor, el gato se estuvo quieto.

Cuando la pérfida gata me vio acariciarlo vino a frotárseme en la pierna y a ronronear, como si de veras me quisiera. Pero yo sabía que ella solamente sabía amarse a sí misma.

Cuando la zajadura sanó quedó un boquete en la línea del belfo, que dejaba afuera el colmillo de ese lado. Eso le daba a Rufo un aire de malandrín armado, ostentoso, que estaba lejos de ser su verdadero talante. Un aire de matón estrenando faca, y mostrándola.

La gata demostró a su próximo encelamiento unas dotes muy curiosas: por lo pronto la insaciabilidad de su entraña. Al contrario de lo que yo sabía de sus congéneres, que se daban por satisfechas a la realización de una sola cópula en cada estación del celo, Rufa urgía al macho en dos o tres veces al día. Y si bien en la vez inicial se entregaba desvergonzada con unos maullidos que no parecían de gozo sino de asesinato que sufría, para la segunda y demás se volvía cruel e imperiosamente exigente: el gato tenía que servirla, pero además que soportar la garra sádica que le caía con púas mal intencionadas de hacer daños.

Para el segundo de los días del celo, el gato, que no es que fuera muy rijoso, prefería dormir. Se despatarraba en alguna sombra propicia y dormía sus excesos del día y de la noche anteriores, plácido, subiendo y bajando en un ritmo lento el pecho respirador, y el colmillo asomando por entre el belfo como un puñalito desenvainado.

La gata lo buscaba. Cuando daba con él se estaba un rato observándolo a distancia, y en los charcos de amarillo cruel de sus ojos una expresión que siempre me pareció burlona, y en la larga cola un bamboleo tan pausado como el de un péndulo. Entonces se le iba despaciosa, tan precavida de ruidos como si fuera de cacería, pausada, elegante el largo cuerpo sobre las almohadillas rosadas de sus patas, hasta dar junto al yacente. Alzaba una de las garras, desnudos los pinchos duros, y tirándola halaba cuando daba con la piel pelambrosa del gato.

Rufo se alzaba como para pelear, agredido de chuzos que sabían hacerse sentir, pelado hasta el otro colmillo. Pero cambiaba de un segundo para el otro, y se desdormía más, porque lo envolvía el efluvio de la gata. Como muchas más garras de atracción, el olor lo aferraba: el olor de la hembra para darse, aromas del sexo desparramados. Soltando un gañido de placer se volvía mimos envolventes, él girando alrededor de ella, él embriagándose de esa fragancia que lo enloquecía, la cola en altos vaivenes. Ella se echaba, y él —cara pícara— teniendo complacencias hasta en el temblor de los bigotes, se le ponía encima, y parecían una sola esfinge tendida, pero con dos cabezas, todo el ardor de la cópula con ellos como el vasto calor de un arenal.

Esa gata era extraordinaria: daría para días y días de eso. Pero Rufo no. A los dos sabía que no estaba para más, pero que ella seguiría urgiéndolo, y se perdía como cualquier marido ahíto de su esposa. Al monte se iba, creo, porque los pastizales son siempre demasiado calientes, y no volvía sino hasta cuatro o cinco días después, cuando la entraña de la gata se había des-ardido. Había en ello una muestra de razonamientos claros, que a mí me maravillaban.

Cuando Rufo desaparecía la gata lo buscaba, furiosa, con un aire de contarle a las cosas todas “déjenme que encuentre a ese bodoque, para que sepa”.

Rufo volvía, socarrón, como un marido tarambana. Como uno de esos mariditos mansos cuya picardía toda consiste en meterse solos al cine, y se iba derecho al tazón de leche o de suero, que les mantenía lleno. Bebía mucho, él regodeándose en el gusto de volver a tener, y se tendía a dormir, espernancado, ahora sí en paz. Su vuelta me alegraba siempre: él trayéndose a sí mismo de la ausencia, y con él la flema, el cariño sincero, su porte que yo amaba.

Fue al tiempo que le supe las habilidosas maneras al gato, por los días tediosos de la lluvia. En ese una garúa empecinada había tenido en grises al aire, y casi frío el ámbito, y cuando escampó, ya casi occidentándose el sol, unos haces de luz enclenques dieron en el pastizal, y Rufo se fue a aprovecharlos.

No había acabado de tenderse cuando lo vi saltando en el aire, a una altura a la cual no lo hubiera creído capaz a partir de la inmovilidad, y caer a cosa de un metro más allá, todo erizado el pelo en los desbarajustes que lo hacían ver casi del tamaño doble.

Creí que iría a emprender carrera, pero se estuvo ahí como una gran bola de pelo, atento, oyendo. Después, como la lentitud misma, fue avanzando por centímetros el metro del salto, muy voraces los ojos hacia el suelo, interrogando. Uno adivinaba en sus músculos retorcidos una resortada tensión. Cuando estuvo a unos cuarenta centímetros de su centro de mirar, que yo pensé de inmediato como una culebra, se detuvo. Puso en el suelo, aculado, el final de su cuerpo, pero —estirados— los miembros delanteros le mantenían alta la cabeza: la cola, inquieta, tensa, trazando sobre el suelo en una y otra vez un semicírculo.

Yo bajé con cautelas la escalera crujimentosa. Afuera iría a desarrollarse un drama de muerte, eterno como la vida, y yo quería verlo. Jamás pensé que iría a ser tan afortunado. Bajé lento porque yo sabía que cualquiera cosa brusca que ejecutara distraería a los comprometidos.

La corraleja, con sus altas varas recias, me sería un observatorio excelente, y cercano a los contendores, y hacia ella fui caminando silencioso como una sombra, suave cada pie al posarse. Ledo y lento trepé las varas.

Tardé en verla, a la culebra. Enroscada sobre sí misma, en el ápice del rosquete la chata cabeza miraba al gato con sus ojos de lodo frío. Las cuadrículas de la piel la disfrazaban muy bien contra las hierbas.

El gato se desaculó, y avanzó un poco. La chata cabeza se alzó, presta a dispararse. Pero Rufo mantuvo la distancia. De pronto lanzó una garra rápida, y a su extremo las púas. Era, claramente, un amagar. El golpe no podría llegar, corto para eso el brazo armado.

La culebra disparó la cabeza, adelante la jeta destapando los colmillos. Tan rápida ella como la garra, retardada apenas en una fracción de segundo. La culebra reaccionaba bien, de entrada.

El gato amagó en otra vez, y la cabeza ripostó. Era un juego de mucho peligro para el gato. Los dos alcances interseccionaban, y si él fallaba en su velocidad de centella iría a topar con las jeringas mortales. La serpiente entendió muy pronto la táctica, porque en dos ocasiones disparó anticipada la cabeza, y al menor movimiento de la garra que se alzaba sin dispararse. Pero eso era lo que el gato buscaba con las fintas.

De pronto el gato saltó hacia arriba, y la cabeza salió a lo que creyó un encuentro, segurísima de sí y de la eficacia letal de sus espolones huecos. El gato avanzó circunferenciando, y saltó en otra vez, hacia lo alto, y en otra vez fuera de alcance. Así circundó a la serpiente sin alterar el radio que los separaba.

Me era evidente que el felino empleaba un táctica que tenía conocida a la perfección. Pero ¿cuándo la aprendió, y cómo? Era joven, y venía de un pueblo en donde esos largos bichos mortales, escaqueados, arrastrados, temibles, poderosos, no existían. Y entonces entendí por primera vez en la vida, a pesar de que lo había estudiado con detenimiento, la eficacia de los genes, la sabiduría acumulada en esos espacios inimaginablemente pequeños, que cada especie transmite a sus descendientes. Cien millones de gatos anteriores a Rufo habían ido diseñando la técnica al par que la aprendían, y se la habían entregado a mi gato amado. Los triunfadores: los que fallaron nunca transmitieron nada. Una técnica que requeriría de más de un libro para ser dicha con palabras estaba completa en el mecanismo minúsculo de los genes: Rufo era todos sus antecesores. Saberlo me plugo como cien caricias de la mujer amada, pero también y contrariamente me dolió como cien bofetones: porque él y la sierpe, dos opuestos, irían como en otra de las miles de veces en que la lucha se había dado, a recomenzarla.

Volví a mirar: antes no veía, viendo cosas interiores: a cada salto la cabeza facetada avanzaba a matar, armada de los punzones huecos, pero en cada vez fallaba: el gato estaba mejor diseñado para las fintas, más elásticos sus músculos, mejores sus reflejos. Porque el gato cazaba valido de los músculos, pero la culebra cazaba emboscada: nunca persiguió.

La culebra varió de táctica: como una cuerda escaqueada empezó a desenrollarse y a avanzar en procura del elusivo, pero este reculó un poco, lo suficiente para anular el avance que le tuvieron, y sin dejar de saltar y de tirar una garra u otra.

Yo había entendido hacía ratos la técnica del felino: era la misma de las aves comedoras de serpientes: avanzaban un ala y con la punta de las plumas remeras acosaban al reptil. Este, de tanto dar con los colmillos contra las plumas, perdía el veneno. Cuando no tenía más, y estaba entonces desarmado y cansado, el serpentario ponía sobre el cuello la pata dura, y con el pico filudo como un escalpelo quebraba la larga columna vertebral.

Pero el serpentario estaba mejor protegido para su oficio. Sus largas patas coriáceas eran impenetrables a los colmillos. Y el colchón de plumas del cuerpo hacía casi que imposible la llegada de las púas a la carne.

Pero a Rufo nada lo protegía, sino su habilidad heredada. Y, a más, y tan importante, y sabido de la técnica del gato, el físico de la culebra, que no fue diseñada para combatir: su sangre fría que no tenía tantas reservas de energía como la caliente del gato. Estructurada para atacar en una sola vez, desde el acecho, y mortal cuando daban las agujas en el blanco, la culebra no sabía de lides. La eficiencia demoledora del veneno que los colmillos inyectaban al hundirse la libraba de las justas. Las contiendas largas le eran siempre ajenas. No estaba diseñada ni siquiera para resistir ataques.

Por eso iba cansándose, muy rápidamente. Ahora la ahilada cabeza no iba invisible como una flecha potente, sino que enlentecía en la fatiga de un resorte de metal cansado. Era ya la cabeza una raya visible en el aire, cuando se lanzaba. Un trazo tardo.

Más tarda en cada vez, más visible la raya del movimiento. Entonces la serpiente intentó la huida: se alargó en todos sus centímetros como una soga mínima, y reptó. Parecía un poco de agua desleída, un agua enferma de lodos, ocres reptando la fuga.

El gato la adelantó, lateral. Ahora, seguro de la lentitud de la sierpe, y cierto él de tener la misma velocidad de cuando empezó la justa, sacaba de las garras las púas duras y golpeaba con ellas la cabeza reptante, y punzaba. Y en la pulida continuidad de las escamas brotaban escoriaciones. Golpes sin piedad, destinados a la demolición, que dañaban con una sapiencia torva.

El ofidio buscó, atontado, otro irse por otro lado. Ya no atacaba, incapaz. Pero ahí estaba más la garra cruel. Entonces el enlentecer fue lo máximo: soga quieta ella, la garra la caía continua como una lluvia de clavos. Las puntas la desmoronaban.

Cuando Rufo estuvo cierto de la incapacidad de su enemigo, que era un enemigo de todo en la región, cayó alígero para el mordisco. En la cuerda escamada hubo un agitarse casi imperceptible. Cuando el gato alzó la cabeza, largando a la sierpe, había ya en la cuerda un ángulo que casi la partía.

Todavía, con las garras, la hurgaba, buscando alentares. Pero ya no los había.

El gato se alejó un poco y se puso en otra vez sobre sus ancas. Alzó la garra con la cual golpeó en más veces, y la lamió muy aplicadamente como si se hubiera untado de una manteca de victoria. Después se puso a oír: volteaba los finos radares de sus orejas hacia un lado y otro, hasta que se quedó con ellas quietas en una dirección. Yo, con la mirada, caminé esa dirección, y vi lejana a la perra que al tranco llegaba de una de sus correrías.

El gato se paró. Se acercó a la soga vencida y asiéndola por donde estaba el mordisco y caminando de lado para no pisarla, se caminó hasta la casa los cincuenta metros. La dejó en la mojada limpieza del patio. Es lo que había hecho en otras ocasiones. La noche subía apilando paños negros.

Yo había sudado lo bastante, sin saberlo. Lo noté cuando de cada gotita se apoderó un frío como una púa.

Cuando la perra entraba al patio vio a la culebra. Saltó ágil hacia un lado un salto largo, y sin olfatearla siquiera y claramente medrosa trepó las escalas con apresuramientos. Las uñas deberían rascar en la madera, como siempre, pero no las oí. Fue así como me di cuenta de que me había desligado de todo, salvo del drama. Me forcé a meterme en otra vez dentro de mí.

A poco llegó el mayordomo. Olían a caballo él y el caballo.

Dio una mirada al despojo: lo orilló sin decir nada. Cuando hubo colgado la silla de su clavo alto, se fue por la serpiente. La pateó primero para asegurarse de su muerte, él muy desconfiado. Después la alzó de la cabeza, apretando la quijada contra el paladar, lo mejor para evitar alentares tardíos, y se fue con ella para tirarla al río, largo cementerio viajero. Ahora estaba escaso de aguas porque apenas iba a comenzar el invierno, y contra las guijas del fondo yo lo oía, cuando estaba en su orilla, que escribía su frase larga. Cuando volvió me dijo:

—¿Lo vio cuando la traía, ahora sí? Es lo que usted quería.

—Sí. Y fue mejor, porque lo vi matándola.

Quiso que se lo contara, y narré escuetamente. Dijo:

—Sí. Es un demonio. Nos libra de otros.

Rufo había tomado suero del tazón, y subió tras de mí, no engreído. Como si esas luchas del matar o el morir le fueran cosa de todos los días.

—Eres un tipo muy interesante —le dije—. Cuídate de las más grandes.

Se lo decía porque una sierpe de más de un metro es ya una máquina de matar muy poderosa, capaz, cuando el cuello no le da, de lanzarse a sí misma, toda entera, en un salto de más de un metro, adelante los colmillos, letales en el mal oficio de clavarse y de inyectar.

Rufo no podía entenderme.

Solo entonces empecé a estar dentro de mí, porque estaba percibiendo a los sonidos en otra vez. Mientras que la justa duró no oí nada. O eso me parece, ahora. Quizá los sonidos del viento mueve-ramas siguieron estando, pero no para mí. Y los chillidos de los pájaros, desde el bosque. Y el bramar de los terneros recogidos. Nada oí mientras que estuve viendo a la muerte llegando, y el corazón casi se paraba como un lebrato con miedo.

El entorno mío de siempre era sonidos, cercanos el bosque y el río. Tardado volvía a sentirlos. Cuando el drama se daba no los percibía: yo era todo ojos. Pero ahora me asombraba un poco, por adecuado al momento, el grito potente de un gran pájaro, al que llamaban como sonaba su grito: “ya’cabó”. Así lo iba diciendo, alejándose: como si él también hubiera estado presenciando hasta el final, y lo dijera ahora.

Me puse a mirar despacio a ese demonio, que, aculado, enfilaba las orejas hasta el monte para que él le contara cosas. Por entonces yo estaba leyendo a Schopenhauer, que me influenciaba harto, y me pensaba, con él y con los genes, que en ese gato estaban todos los gatos que habían sido. Los de los faraones, milenios atrás. Los de Nerón. Los de Popea. Los de un general chino que perdió una batalla por asistir de parto a su gata preferida, y después por eso la vida, y todos los de las innumerables solteronas del amplio mundo. Yo mismo era lo mismo, y era todos los que hubo antes de mí y me transmitieron su vida, y me dio un friecillo que me hizo endurecer las tetillas, del espanto. Eso era demasiado.

Pero Rufo sí que era un demonio único. No sabía nadie de otro gato que se trajera al patio de su casa esa clase de preseas derruidas, como para decir “miren”.

No fui yo quien dio con Rufo muerto, meses después, sino el mayordomo, y no tan lejos de la casa. Si no le bajaron las aves negras, que yo hubiera detectado, fue porque murió a cubierto, bajo unos matojos muy densos. Pero el mayordomo, que tenía un oído exquisito, que igual envidiaba yo como envidiaba los dientes de la negra, estuvo sintiendo en una mañana el bordoneo sordo de esas grandes moscardas azules que depositan sus huevos en los cadáveres, y se acercó a investigar. Vino a darme la noticia:

—Allá está el gato, muerto. Perdió una. La que se pierde en las que él andaba. Siempre hay una que se pierde. Nadie ha ganado en todos los revolcones.

Fui a verlo, un dogal asfixiante a mi cuello. Estaba pavorosamente hinchado de la cabeza. Tanto que la hinchazón le hizo de vaina al colmillo destapado, y ya no se le veía como a la faca mostrada por uno de costumbres averiadas.

Apartando la pelambre di con las punciones de los colmillos: estaban en el cuello, y la separación que tenían indicaba el tamaño de la cabeza que los usaba: esa culebra era con seguridad una tatarabuela. Me fui por la escopeta, que cargué con cartuchos de posta menuda, y con mucho rencor, y con el mayordomo, usando pértigas, estuvimos removiendo matojos y troncos caídos. Pero fue en vano.

Sólo entonces recogí al vencido guerrero. El mayordomo lo había dicho como era: se acababa por dar con la cara agria de la derrota. Le tomé uno de los párpados para verle el ojo, y estaba opacado como un oro enfermo, un oro envenenado.

—El Derrotado Capitán —pensé.

Me fui con él al río, y cada paso me apilaba tristezas adentro. Ya no era verano, y desbordaba. Lo puse encima: se lo succionó el largo cementerio viajero, desapareciéndolo. Ya no era, sino que había sido. Ahora era río. Después sería peces, o caimán.

La ausencia del gato se notaba demasiado, algo faltándome de continuo.

Una ausencia tan pequeña, llenándolo todo, desperdigada, ubicua, dolorosa.

Dos o tres días después el del olor a caballo me dijo:

—Si pudiera llorar, se atristaría menos. Así es como hacen las mujeres, que vuelven lágrimas a las penas.

—¿Es que se me nota tanto?

—Sí se le nota. Y su tristeza me da tristeza.

—Me hace mucha falta. No creí que iría a ser tanta. Pero es una buena muerte, esa. Él hacía lo que le gustaba hacer. Pero no es tristeza por él. Lo mío es otra cosa.

Se puso confianzudo como nunca, y preguntó:

—¿Qué es, si me permite?

Lo miré con detenimiento: el color oscuro de ese bejuco, la majagua, jineteándole la piel. La pelambre inculta, revolcada bajo la gorra. La nariz chata. Los ojos inteligentes. Tal vez entendiera.

—Es lo inútil de algunas cosas: en el mundo sigue habiendo mapanáes. Ni cien mil Rufos acabarían con ellas. También ellas matan gatos, pero los gatos no se acaban. Lo que hay es esa lucha, durando.

Entonces se atrevió a ponerme la mano en el hombro. Eso me pareció bonito.

Capítulo tercero

Cuando, de muchacho, el nativo del departamento de Córdoba, al cual en Urabá llaman “chilapo”, deja la casa huido, cosa que es la mar de común, dice que “se pisa”.

Cuando, ya de otra edad cualquiera, se va a la francesa de alguna otra parte, sin despedidas, de afán, por malos modos suyos o ajenos, por algún muertecito de mala suerte que se hizo, o por algún hijo ocasional del cual no quiere responsabilizarse, también “se pisa”.

Siempre me gustó el término: equivale a fuga, a ida de a pie poniéndolo sobre la sombra propia, que es una silueta a tinta china que precede, o se arrastra seguidora.

El que va a poner sus pies sobre la sombra escoge bien la hora: de tardecita, para caminar entera la noche y ser logrero de distancias. Entonces, si va hacia el oriente, su sombra lo anticipa larga, y el yéndose la camina, atrás occidentándose el sol.

O, si de mañanita, “porque al que madruga Dios le ayuda” y el sol asoma apenas cuando el de la llanura, el yéndose, va hacia el occidente, camina también sobre la oscura silueta que adelanta los caminos.

Por el medio día el viandante también pone pies en el acurruque oscuro. La sombra se agazapa abajo de su verticalidad, miedosa del sol tan alto: apenas un pañuelo negro, tirado abajo. Apenas un charco de sombras, nada más que un punto ancho.

“Pisarse” sabe y suena a tierras dejadas de prisa. A muerto que no hay que pagar. A mujer sin adiós dado, ni recibido de ella. Atrás se queda lo vivido, y adelante está todo el no se sabe de todo el albur. Atrás lo vivido-gastado. Adelante la vida para usar. Escribo lo anterior recordando a uno.

Se le llamará todavía “Pelos”, si es que alienta en alguna parte. Es un nombre propio casi, más verdadero que el nombre con el cual lo crismaron. Cuando un sobrenombre pega es porque el que lo mereció no quedó bien bautizado, y que el nombre asperjado de agua bendita no le convenía. En el sumario en donde se le nombra debe aparecer poco más que su nombre y el del muerto, y el cómo y el cuándo de la muerte, pero dudo el que aparezca el porqué de ella. Además, el sumario prescribió hace ratos, entre ofensas del polvo y cagarrutas de moscas, y en la quietud de anaquel de un juzgado de pueblo. El sucedido es una muestra del cómo hacerse justicia expedita, que es el modo de esas tierras bajas de Urabá, en donde la justicia cojea y cojea, pero que no llega. La justicia oficial, digo.

Pelos no trabajaba conmigo más que esporádicamente en la hacienda de ganados que yo tenía sobre el río León. Si el trabajo no le resultaba conmigo se las apañaba como podía. Cuando el suceso de que me ocuparé, tumbaba montes para un contratista de por ahí cerca.

Pelos era alto, y delgado, junco caminando con gracia. La fuerza, empero, se le veía como el traje, pero eso no era demasiada gracia porque por allá se le veía a todos. Lo más notorio suyo eran los ojos: miraban firmes a toda hora, con una firmeza de riel.

Pero como su hermano mayor sí trabajaba conmigo en permanencia, el del nombre crinado venía en algunas tardes a comer con él, y en los fines de semana a quedarse. Si abría la mano se veía en ella a un pueblo de callos. A veces contaba de lo que hacía, parte él de una cuadrilla que desbarataba montes cicloneando hachazos. Atrás de Pelos y de la cuadrilla quedaba la tumbazón. Adelante seguía el monte profuso. Contaba que las hachas golpeaban el día entero, desde que apenas se veía en dónde debería caer el filo experto, hasta que en la tarde tampoco se veía. Caían las hachas sobre la robustez vetusta de los troncos. Y que, tajándolos, las hachas les podían. Que sabían caer alborotando quejas. Que levantaban truenos al desplomarse acostados, y que si por afuera eran grises, o negros, la madera de adentro tenía blancura de dientes: al morir el árbol reía albamente. Y perfumaba: casi toda esa sangre vegetal aroma al derramarse.

Pelos había contratado con el contratista principal el derribe de un sector, y este le daba en cada sábado lo mínimo, so capa de que —sin parrandas— Pelos estuviera temprano en cada lunes, y en cada día siguiente, en el degolladero de árboles. Pelos derribaba con el hacha, raíz de ella la mano. Lo hacía así porque carecía de una motosierra, que era su anhelo y su meta. Si se piensa que un árbol de los ordinarios mide como término medio un metro de diámetro, se supondrá los múltiples hachazos que hay que descargarle para que el gigante se desplome. Pero su mano, raíz del hacha, no se cansaba, y descargaba esos miles de golpes desde que el cielo de la noche empezaba a palidecer, hasta que volvía a tener tonos negros. La ronca voz de los hachazos retumbaba el día entero, sin cansancio, con un ritmo regular. Apenas dejaba de oírse cuando el chillido ominoso de maderas reventadas indicaba que el árbol iba a desplomarse. Pero apenas el estruendo que la caída causaba se extinguía, el hacha reempezaba su canción de filo que llevaba la muerte.

Es así como Pelos acumuló, retenido del contratista, que era un mulato perdonavidas y torpemente bulloso, una suma muy importante.

Cuando el degüello vegetal terminó, el contratista, al recibirle al chilapo el derribe, prometió pagarle en el sábado siguiente en esa cantina grande que Chigorodó tiene, y que se llama “La Pesebrera”. Así la pusieron cuando no había carros ni carreteras, y afuera tenía talanqueras para amarrar los caballos, y bebederos, y pesebres para granos.

En esa noche oí, en pocas palabras, lo que Pelos haría con el dinero: iría a comprarse, ¡al fin!, una motosierra que le multiplicaría el trabajo. Y, si le alcanzaba, él creía que sí, una de esas grabadoras ampulosas de luces con intermitencias de guiños. A más, Pelos, para los amigos, ¡y para sí!, se compraría una borrachera de varios días, tres por lo menos, para paliar la larga abstinencia: tres, casi eternos, porque sus miles de pesos alcanzarían también. No se la darían en una cantina, costosa y peligrosa, sino que para la casa de alguno llevarían botellas y botellas.

Al sábado el mulato estuvo rudo y regañón. No había cobrado, decía con cara de pantomimo, pero era claro que en el bolsillo del pantalón los billetes abultaban hasta hacer colina. No había que acosar, añadía. Al sábado siguiente pagaría.

Un negro con cara de marimonda (el mono ese inteligente, que tiene pelambre de carbón, cara de rasgos esculpidos en cera de la negra, brazos largos como ramas, cola prensil), que era el segundo del contratista, regañó a Pelos: un muchacho de 24 años tendría que ser más respetuoso con los mayores. No se cobraba diciendo “págueme”, sino diciendo “por favor, págueme”. No se exigía, no.

Pelos era de poquísimas palabras. Las que tenía no le alcanzaban ni para decir de su ira, para denostar la injusticia, para rebatir al negro. De esas palabras no tenía. Pero una doble culebrita brillante bailaba cóleras en el fondo de los ojos negros. Una indiscreta culebrita de luz, doble, sincrónica, que decía muchas cosas para quien supiera oírlas. Reuniendo las pocas palabras que sí tenía, dijo su veracidad con una voz seca como las piedras en el verano:

—Yo no soy de los para engañar. Lo espero el sábado, como lo más. Lo mejor para los dos es que me pague lo que me debe.

El otro, con su jactancia ebria hizo un gesto burlón. Señaló hacia un bolso de mano en el cual era fácil captar la pesantez de la pistola.

En la esquina de más abajo, esperando, estaba el hermano de Pelos, Mañe, mi mayordomo. Este le descargó:

—No creo que le pague. Se está bebiendo sus hachazos.

Y a él también, en el fondo de los ojos bravos, le bailaba doble la culebrita de la ira, cárdena.

Porque Mañe tenía la misma sangre caliente, y las mismas poquitas palabras ahorradas, y le dolía lo mismo que al hermano la befa dura del no pago. También conocía bien los usos de la región. Por eso aconsejó:

—Compremos dos cuchillos. Nos cobramos con ellos, ¡ya!

Pelos lo pensó. Dijo:

—Esperemos al otro sábado. Usted sabe como yo que los líos son muy cansones.

Y después añadió, como un corolario absurdo:

—Uno con ganas de cerveza, y sin su plata.

En esa semana, que se hizo larga para todos los que sabíamos, con un sábado que parecía empecinado en no llegar, Pelos estuvo limpiándome un potrero. Al sábado madrugó a salir por un caminito que iba por entre los árboles enormes de la selva primigenia. Los árboles ancianos, que subían como desmesuradas llamaradas verdes y que hacían, hasta en los medios días duros del tizón del verano, unas penumbras frescas abajo de donde alzaban sus moles. La selva en la madrugada olía a verde y a tiempo antiguo. La solemnidad del monte tenía gustos a milenios.

Pero en ese sábado el contratista no puso sus malas mañas en Chigorodó. Pelos anduvo averiguándolo en la mañana entera, hasta que supo que el hombre estaba bebiendo en Turbo, con el negro. Quien se lo dijo, le agregó:

—Si mucho, y en mucho tiempo, logrará sacarle la mitad de lo que le debe. Sacarla de a pocos pesos en cada vez. Ese es así, con mañas aprendidas del mismo Satanás.

Pelos no comentó nada, añejo ahorrador de palabras. Y se contuvo a sí mismo para ir a Turbo, hasta tan lejos: para eso no le alcanzaba el dinero. Y, además y sobre todo, Turbo no era el lugar para enfrentarlo: allá, si llegara a pasar algo, él desconocía los caminos todos.

Se pisó, pensaba, mientras que acurrucado junto al puente que daba entrada a la población, vigilaba las entradas sin puertas de la cantina que no cerraba nunca, y a las gentes que salían de los vehículos llegados. Con una navaja afilaba un palito. Con la espera, el rencor.

Pero no vino. Tarde ya se acogió donde un amigo. Adentros suyos la vida se le ardía en furias.

Al domingo, cuando arreglaba para irse a la finca en donde desmontaba potreros, a las diez de la mañana que es la hora de mayor movimiento en el pueblo, vino alguien a decirle que allá, en La Pesebrera, estaba el hombre.

Pelos preguntó que si bebiendo, y le dijeron que no. Entonces de entre el desendurecimiento de la boca sacó una casi sonrisa, y dijo:

—Entonces sí va a pagarme.

Se arregló en yáes, y salió.

Sin esperar a que le hablara, cuando lo vio, el de la bolsa con pesanteces le dijo:

—Anduve revisando cuentas: no le debo nada.

Y señalando al negro de cara de marimonda:

—Este es mi testigo de que le pagué.

El de la cara de cera afirmó, poniéndose la mano al pecho:

—Soy testigo.

El chilapo no dijo nada. Salió por la puerta más cercana al puente. Cuando dio con este orilló por el río hasta dar con una de las callejas transversales, y en una prendería dejó el reloj por lo primero que le ofrecieron: no iba de negocios.

En una venta callejera compró un cuchillo grueso, y, sin que se lo envolvieran, guardado por la manga de la camisa y la cacha perdida en la mano, entró en otra vez a la cantina por la puerta más alejada del puente, no por la carrera sino por la calle.

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