Kitabı oku: «La paz sin engaños», sayfa 5
La paz constituyente (1990-1998)
Las elecciones de 1990 fueron ganadas por César Gaviria, un candidato impuesto por la familia del liberal Luis Carlos Galán, asesinado en septiembre de 1989, en plena campaña electoral. El gobierno de Gaviria facilitó el llamado a una Asamblea Nacional Constituyente, en la que participaron por primera vez sectores distintos al bipartidismo; pero también frustró las expectativas de diálogo con las guerrillas de mayor envergadura como las FARC-EP y el ELN, luego de la desmovilización de grupos armados de carácter intermedio como el M-19 y EPL y de otros pequeños como el Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL), Autodefensa Obrera (ADO) y PRT, con la declaración de una “guerra integral”, como medida complementaria a la apertura económica de su gobierno.{78}
En la contienda electoral de 1990, además del clima violento, como ya se dijo, se presentó un hecho que cobró especial trascendencia: el apoyo masivo a la propuesta universitaria de llamar a una Asamblea Constituyente, por medio de la introducción de una papeleta especial el día de las elecciones. El triunfo contundente de esta iniciativa, llamada “la séptima papeleta”, con más de diez millones de votos, obligó a César Gaviria a convocar pronto a la conformación de una Asamblea Constituyente. No obstante limitó esta convocatoria al bipartidismo y a los grupos desmovilizados; excluyendo a fuerzas insurgentes activas como la CGSB, quienes habían manifestado su interés por participar de manera pública en las reformas del sistema político.
El 9 de diciembre de 1990, el mismo día de elección de los representantes para la magna Asamblea, las fuerzas armadas lanzaron un fuerte ataque contra el Secretariado Nacional de las FARC-EP, en Casa Verde, con la clara intención de acabar con varios de sus jefes de manera que en una posible reactivación de las negociaciones este grupo insurgente llegara debilitado. Como respuesta, anota Jesús A. Bejarano, la CGSB realizó “la escalada guerrillera de comienzos 1991, la más intensa y cruenta de toda la historia de la guerrilla colombiana, como respuesta de la Casa Verde por las fuerzas armadas”.{79} De manera que la estrategia presidencia denominada de “Guerra Integral” fue para el gobierno de Gaviria un completo fracaso militar y político.
Luego de la presión guerrillera con la toma de la embajada de Venezuela en Bogotá, el 3 de junio de 1991, se dio comienzo a una ronda de diálogos en Caracas, Venezuela. El gobierno se presentó con el mismo plan impuesto a las debilitadas guerrillas que se habían desmovilizado, es decir “con pocas concesiones directas en el plano de las transformaciones políticas”, con áreas geográficas restringidas y exigiendo su desmovilización inmediata.{80} Por su parte, las FARC-EP plantearon su interés de intervenir en una plenaria de la Constituyente dando a conocer una propuesta de paz para alcanzar “una Colombia con democracia y justicia social”.{81}
Sin embargo, a pesar de la agenda común de diez puntos propuesta por las FARC-EP, el diálogo se vio frustrado por la insistencia gubernamental de no pasar del primer punto: la fórmula de un cese al fuego y hostilidades. Ni siquiera se consideró un tema crucial en ese momento como el problema del incrementó de la violencia paramilitar. Alfonso Cano, a nombre de las FARC-EP, aceptó el “cese de fuegos [sic] que pare de inmediato la confrontación, que sea punto de partida hacia la meta de la paz, acordado sin condicionamientos previos que dilaten la negociación”.{82} La opinión oficial se limitó a la propuesta de que los frentes guerrilleros se ubicaran en zonas específicas desmilitarizadas; lo mismo que al fin de los secuestros, la presión económica a ganaderos y terratenientes y ataques a la infraestructura económica del país.
Luego de cuatro rondas negociadoras realizadas en la capital venezolana, entre junio y noviembre de 1991, el balance de los aspectos más importantes de Caracas se puede resumir en como positivos, entre otros puntos, el logro de una definición compartida sobre lo que era cese al fuego; la bilateralidad que impedía ventajas para alguna de las partes; la aceptación de una veeduría internacional y la creación de comisiones que investigaran a fondo los casos de secuestro, por parte de la guerrilla, y la desaparición forzada de opositores, por parte del Estado. Entre los aspectos negativos se debe señalar el interés de ambas partes por hacer prevalecer su poderío militar en las zonas bajo su control como una forma de presión a los negociadores sentados en Caracas. Pero en definitiva el empantanamiento del diálogo recayó, una vez más, en la constante divergencia de criterios sobre lo que sería indispensable para alcanzar la paz definitiva.
Las diferencias fundamentales de lo que entendían en ese momento por paz, tanto el gobierno como las FARC-EP, es resumido así por Mauricio García: “Para algunos sectores del gobierno, la paz significa una guerrilla desmovilizada y participando en la lucha política social. Para la guerrilla, la paz significa dos cosas: a) no más paramilitares ni represión indiscriminada contra la población civil; b) resolución de los conflictos sociales y políticos que aquejan a la mayoría de la población. Pero para otros sectores, presentes en distintos ámbitos de la sociedad civil, el Estado y de la misma guerrilla, la paz se debe buscar en la paz de los sepulcros”.{83}
En marzo de 1992, al calor de los acuerdos de paz en El Salvador, las negociaciones se trasladaron a Tlaxcala, México, con la insistencia gubernamental de continuar con las mismas condiciones impuestas a guerrillas como el M-19 y el EPL, muy debilitadas en lo militar y político. A las que aprobó facilidades de inserción para sus cuadros más representativos y cedió pequeños espacios administrativos, pero sin el compromiso de realizar ningún cambio de fondo en la estructura económica y social del país.{84}
El nombramiento de Horacio Serpa como nuevo consejero de paz, una figura política de primer orden en ese momento, como expresidente de la Constituyente, exministro de gobierno y exprocurador de la Nación, crearon esperanzas por un diálogo fructífero. Su primera medida al llegar a Tlaxcala fue aceptar una agenda, presionada por la CGSB, en la que se incluían temas como la apertura económica neoliberal y sus efectos sociales, la grave corrupción administrativa, el deterioro de los Derechos Humanos, el crecimiento paramilitar y discutir algunos puntos cruciales de la nueva Constitución y sobre los cambios en el sistema político. Aunque luego de distintos hechos de guerra, como la desaparición de uno de los negociadores de la CGSB y la muerte en cautiverio de un exministro de Estado, se rompieron las negociaciones.
El 31 de octubre de 1992, cuando se esperaba la reactivación de los diálogos de paz, el presidente Gaviria prefirió reactivar de nuevo su estrategia de “guerra integral” a la subversión, aplazando una vez más las posibilidades de resolución del conflicto por la vía negociada. El gobierno de Gaviria confiaba que con la nueva Constituyente, y con la participación importante de las guerrillas desmovilizadas, la cantidad de temas a tratar en una negociación posterior con la CGSB se redujera al mínimo. Así, el balance general de las conversaciones de paz de Caracas y Tlaxcala fue de fracaso. Un diálogo de sordos en el que se reafirmaron las vías antagónicas que las FARC-EP y los distintos gobiernos, tanto liberales como conservadores, proponen para alcanzar la paz.
En 1994 fue elegido Ernesto Samper como presidente de Colombia; pero desde el mismo día de su triunfo electoral y hasta el último de su mandato en 1998, sus energías estuvieron centradas en rechazar las sólidas acusaciones de haber financiado su campaña política con dineros provenientes del narcotráfico.{85}
Este hecho hizo que la guerrilla no lo considerara como interlocutor válido y, aunque mantuvo diálogos informales con Daniel García-Peña, comisionado de paz de ese gobierno, prefirió esperar la asunción de un nuevo presidente.
En 1997, las FARC-EP y el ELN intentaron abrir un canal de acercamiento más directo con el gobierno y a través de una Comisión Nacional Conciliación, iniciativa de la Iglesia Católica, realizando la petición de la desmilitarización de algunos municipios, dentro de su zona de influencia, para facilitar unas prontas conversaciones de paz. La propuesta fue acogida por Andrés Pastrana y Horacio Serpa, los dos candidatos presidenciales con más opciones de triunfo.
La paz y el plan garrote (1998-2002)
El periodo 1998-2002, coincidente con la presidencia de Andrés Pastrana, se caracterizó por la llegada de un gobernante impuesto por la presión electoral que esperaba una salida definitiva y negociada al conflicto armado. En apariencia, la bandera principal de este gobierno era la de alcanzar la paz por una vía negociada; sin embargo, de manera paralela a la apertura del diálogo y la aceptación de una zona desmilitarizada se programó la reestructuración de las Fuerzas Armadas y se desarrolló la primera parte del “Plan Colombia”, implementado por Estados Unidos.
Andrés Pastrana, recién electo presidente, realizó un sorpresivo encuentro el 8 de junio de 1998 con el fundador de las FARC-EP, Manuel Marulanda Vélez, en el que prometió la creación de una zona desmilitarizada de cinco municipios apenas ejerciera el cargo en forma plena. Por eso declaró, el 23 de octubre del mismo año, ya como presidente en ejercicio, la entrada en vigencia de una “zona de distensión” con la desmilitarización de los municipios de San Vicente del Caguán, La Macarena, La Uribe, Mesetas y Vistahermosa, que comprenden un área total de 42.139 kilómetros cuadrados.
Sin embargo, hasta finales de diciembre, un sector importante del ejército oficial se resintió con estas medidas y no permitió, como se había acordado entre las partes de forma pública, la salida de más de doscientos soldados del Batallón Cazadores en San Vicente del Caguán, en pleno centro de la zona de distensión. Luego de fuertes presiones de parte de sectores civiles y políticos, los militares abandonaron el batallón y de forma oficial se declaró el inicio del proceso de paz, el 7 de enero de 1999.
En un hecho trascendental, el 25 de mayo de 1999, se acordó entre las partes la promulgación de una Agenda Común para el Cambio, cuya finalidad era “la construcción de un nuevo Estado fundamentado en la justicia social, conservando la unidad nacional [...] con la construcción de la paz, sin distinción de partidos, intereses económicos, sociales o religiosos”.{86} Junto a la Agenda se presentó una detallada metodología para abordar las negociaciones. Se hizo especial énfasis en las experiencias internacionales de resolución de conflictos armados, al declarar que: “se podrá revisar la experiencia de los diferentes casos internacionales que puedan servir para enriquecer el debate. Para ilustración de la mesa de negociación y diálogo, se podrá invitar a expertos y realizar las visitas que las partes consideren”.{87} También, como consecuencia de las constantes matanzas paramilitares ocurridas durante las conversaciones; y como constatación de su fortalecimiento militar y económico de amplias regiones del país, las FARC-EP exigieron que se diera prioridad al desmonte de estos grupos; de igual forma se pidió se intensificarán las investigaciones en torno a la participación directa de políticos y militares en estas acciones.
La desconfianza mutua y la utilización de las negociaciones por ambas partes desataron una crisis en enero del 2002. Un poco más de un mes, el 20 de febrero, el gobierno rompió las negociaciones de manera unilateral y cerró cualquier posibilidad de reiniciación durante los seis meses que restaban para concluir su mandato. La guerra frontal, dentro de la política del Plan Colombia, encontró así un camino expedito para su implementación.
¿La paz o las paces entre amigos? (2002-2006)
La agitada campaña electoral del 2002 sustentó su debate en torno a las bondades de la guerra total contra las guerrillas. El nuevo presidente, Álvaro Uribe Vélez, dio un giro novedoso y esta vez el acuerdo de paz o pacificación fue realizado con un actor armado no insurgente, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Un grupo que nunca se declaró como enemigo del Estado colombiano ni lo ha tenido entre sus objetivos de guerra; más bien, dicen, asumen su defensa contra las acciones armadas de los grupos subversivos.{88} Así desde el comienzo de su primer gobierno (2002-2006), Uribe dedicó sus esfuerzos pacificadores a encontrar fórmulas que permitieran la desmovilización estos grupos paramilitares o autodefensas a cambio de penas leves, nunca superiores a ocho años, por delitos atroces y violaciones contra el Derecho Internacional Humanitario (DIH). Penas que, como señala la Corte Suprema de Justicia: “en el derecho nacional podrían llegar a ser acreedoras a una pena hasta de 60 años de cárcel y en el derecho penal internacional podrían tener, incluso, cadena perpetua.”{89} Por su parte la Comisión Internacional de Juristas (CIJ), instruyó a la Corte Suprema de Justicia (CSJ), sobre la obligación del gobierno colombiano de respetar las convenciones internacionales que reconocen la proporción de las penas y los delitos.{90}
Así es como la llamada “Ley de Justicia y Paz”, Ley 975 del 25 de julio del 2005, produjo desde los debates previos a su aprobación una gran controversia nacional.{91} Antes de esta ley, el expresidente Uribe había modificado las leyes 418 de 1997 y 548 de 2002, con las que anuló la obligación del reconocimiento político para el grupo alzado en armas que quisiera realizar acuerdos de paz con el gobierno. De igual manera, amplió ventajas jurídicas para los reinsertados de las autodefensas, a través del Decreto 128 de 2003. Todo dentro de un clima de gran tensión política originado por el llamado escándalo de la “parapolítica” y de los llamados “falsos positivos”.{92} Al tiempo que el presidente, a través de su Alto Comisionado de Paz, permitió privilegios especiales para los jefes paramilitares durante su arresto, que hicieron recordar los que en su momento disfrutó el llamado “capo” del narcotráfico Pablo Escobar. Además, las continuas crisis del proceso, muchas por la ambigüedad y vacío jurídico de algunas normas, produjeron, y producen, inseguridad en los desmovilizados, en las víctimas, y en general en la sociedad. Igual sucede con el apresamiento de los principales jefes y su posterior denuncia de que siguen delinquiendo desde la cárcel, lo que ha restado confianza en los acuerdos.
Otro hecho que hizo desmerecer los esfuerzos de paz gubernamentales fue la autoexclusión de importantes líderes paramilitares como Vicente Castaño y de varios jefes de los llamados bloques de milicianos “paras”, como el Metro de Medellín y otro que opera en la frontera con Panamá; alegando que mientras las reglas de la extradición a Estados Unidos no sean claras, ninguna negociación de paz con los paramilitares tendrá éxito.{93} Junto a la denuncia sobre la incierta calidad de paramilitares “puros” de la mayor parte de los jefes acogidos a los acuerdos. En razón a que diversas investigaciones demuestran que muchos de los que se acogieron a los beneficios de la Ley de Justicia y Paz se dedicaban en exclusiva a las actividades del narcotráfico y nunca participaron en choques militares con grupos guerrilleros, pero compraron la franquicia de “paras” a los jefes de estas organizaciones.
Además, en el marco de los acuerdos de paz con los paramilitares, el expresidente Uribe abanderó de manera contradictoria la abolición del delito político; mientras trataba, a un mismo tiempo, de darles estatus político a los líderes de las AUC. Su fórmula, que lo llevó a chocar con la CSJ, es su insistencia en convertir en sedición, delito político por antonomasia, al delito común de asociación para delinquir, con el que la CSJ decidió deberán ser juzgados los paramilitares.{94} En caso de imponerse la moción de Uribe implicaría un reconocimiento político, con los consecuentes beneficios para que quienes se acojan a los beneficios de la llamada Ley de Justicia y Paz y, en menos de cuatro años, se reincorporen, no solo a la vida social sino a manejar los hilos de la política. Se fomenta así un clima de total impunidad y una ofensa a las víctimas y sus familiares quienes no se les repararían los daños morales y económicos causados.
Después del 2010
Para concluir esta breve historia de vicisitudes de la paz en Colombia, es importante hacer el balance sobre las enseñanzas que han dejado estos acercamientos para buscar la paz por la vía de las negociaciones y las posibilidades al futuro. Para empezar cito, de manera resumida, las juiciosas consideraciones de Alfredo Rangel, politólogo de la Fundación Seguridad y Democracia, sobre las lecciones de los procesos de paz en Colombia:
1. El agotamiento de la opción militar precipita la negociación política... 2. Para realizar una negociación exitosa es necesario cambiar la percepción que se tiene del adversario... 3. Es precisa una revisión de los objetivos estratégicos... 4. Es positivo el surgimiento de un liderazgo negociador en ambas partes... 5. Los facilitadores y los intermediarios pueden ser definitivos... 6. Los procedimientos de la negociación son factores críticos, hay que crear confianza entre las partes con agendas y reglas del juego claras desde el principio. 7. El cese de las operaciones bélicas acelera la negociación. 8. Cuando la paz es parcelada y no se firma con todos los actores del conflicto, la suerte de los combatientes desmovilizados acerca y aleja las posibilidades... 9. Acuerdos de paz limitados producen precarias condiciones de paz. 10. Frente a condiciones distintas, procedimientos distintos.{95}
En el futuro cercano, y después del agotamiento de la opción única de “guerra total” contra las FARC-EP, ELN y EPL, implementada por Álvaro Uribe durante sus dos mandatos; los hechos y los discursos de su primer año de gobernante indican que Juan Manuel Santos dará continuidad, con un estilo verbal más moderado, a la política de guerra de su antecesor, pero al tiempo hará llamados a una paz negociada bajo condiciones inaceptables para cualquier movimiento insurgente. A lo mejor, parodiando la fórmula pragmática que repite con frecuencia el presidente Santos, extraída de su libro con Tony Blair, sobre la Tercera Vía: “el mercado hasta donde sea posible, el Estado hasta donde sea necesario”{96} se podrá afirmar que, a menos que haya un giro en las circunstancias de degradación y agotamiento del conflicto, en los hechos la estrategia de paz durante el gobierno Santos será de: la guerra hasta donde sea posible, la paz hasta donde sea necesaria.
Las experiencias vividas
En los procesos de paz centroamericanos, como en el de Colombia, hubo modificaciones a las agendas principales o se subscribieron otras agendas o acuerdos; en los que hay coincidencia en los temas básicos, algo que no es de extrañar, al saber la importancia que han jugado para el caso guatemalteco y colombiano las referencias salvadoreñas. Con independencia de la particularidad de cada conflicto y país, los negociadores colombianos de ambas partes viajaron varias veces a Centroamérica donde se nutrieron de experiencias e incluso llevaron a trabajar, como consejeros especiales de sus gobiernos o grupos armados, a quienes habían firmado los acuerdos de paz en Nueva York. Valga de ejemplo la asesoría que prestó Joaquín Villalobos al gobierno del presidente Pastrana.{97}
Para lograr una visión más específica de las temáticas de paz en su conjunto, a continuación se tratan algunas cuestiones cruciales como las reformas políticas, la situación de los Derechos Humanos, la desmovilización guerrillera y el proceso de desmilitarización, presentes en todas las agendas y acuerdos estudiados. Su comparación permite apreciar que su inclusión se basó más en consideraciones operativas que en la búsqueda de coincidencias o compromisos ideológicos.
Las reformas políticas
La historia política de Centroamérica, salvo tal vez Costa Rica y Belice, tiene en común, no solo el vínculo histórico, sino también el incipiente desarrollo de su sistema institucional. La imagen de unas “Repúblicas bananeras”, administradas más como haciendas agrícolas que como verdaderos Estados o Repúblicas, no estaba lejos de la realidad. Se puede afirmar que sin un Estado conformado y fuerte, ni mucho menos una tradición democrática, los pueblos centroamericanos tenían la necesidad de solucionar no solo sus graves problemas de guerra sino que también estaban ante la urgencia de inaugurar, en muchos casos, o reformar el caduco aparato administrativo estatal.
Casi dos décadas después los acuerdos de paz centroamericanos tienen como logro positivo: la democratización paulatina de los Estados, sobre todo en El Salvador; muy a pesar del logro parcial en las reformas del sistema judicial y del alto grado de impunidad de los delitos. Se espera que estos avances, formales en sus comienzos, con el tiempo consoliden una cultura democrática en la región.{98} Comparado con el caso de El Salvador es evidente que la situación de las FARC-EP y el gobierno de Pastrana nunca llegó más allá de la primera fase de acercamientos que llevó a la región centroamericana a la paz. Es decir, cuando las partes apenas habían planteado de manera muy general sus posiciones y principios, bajo un ambiente de mutua desconfianza.
En Guatemala el proceso de las reformas del sistema político marcha a ritmo lento por una parte, a causa de la poca fuerza política que ejerce la guerrilla desmovilizada y, de otro lado, debido a la tradicional debilidad del Estado guatemalteco. Un Estado que nunca ha tenido capacidad efectiva de administración. Luego de la firma de la paz, por un periodo muy corto, llegaron muchos recursos del Grupo de países amigos (España, Estados Unidos Colombia, México, Noruega y Venezuela); pero los dirigentes guatemaltecos no previnieron su ausencia pasado el ímpetu de los acuerdos. Otro ejemplo es la dificultad de una integración real de la población, en su mayoría indígena, sin la creación de fuentes de empleo, créditos sin usura, así como el respeto de sus lenguas y culturas.{99}
En general hay que recordar que la salida a la llamada crisis centroamericana pagó el alto precio de acomodarse a lo posible; pues como bien lo anota Rodrigo Páez: “La desactivación de la crisis dejó intactos, sin embargo, los aspectos relativos a situaciones estructurales, hasta hacía poco consideradas como los focos sustanciales de las problemáticas sociales y políticas explosivas, origen de la misma”.{100} Una prueba de ello fue la activación en pocos años de un tipo de criminalidad asociada a bandas de jóvenes, conocidas como “maras”, producto de la marginación extrema en la que vive la mayoría de población de estos países, en particular la que no tiene acceso “al privilegio” de las remesas familiares provenientes en su mayor parte de los Estados Unidos.{101}
La brecha social aumentó, todavía más, hasta el grado de dividir a la sociedad centroamericana en ciudades y poblaciones con pequeñísimos centros, imitadores del consumo del primer mundo, temerosos de secuestros y robos frecuentes; y otras zonas miserables, la mayoría, sin ninguna capacidad real de organización critica al sistema y donde la tensión de la pobreza extrema se manifiesta en la violencia ciega y la autodestrucción rápida a través de drogas de muy baja calidad.
En el caso colombiano se reconoce que, muy a pesar de los avatares de violencia que ha padecido el país durante su historia republicana, hay una rica tradición democrática y un Estado que, sin funcionar a la perfección, administra y ejerce autoridad sobre el sistema político y económico. Desde 1991, Colombia tiene además una de las constituciones más avanzadas del mundo al reconocer derechos plenos a las minorías, la defensa cabal de los Derechos Humanos, los derechos de tutela y amparo, la defensa de la diversidad cultural y una moderna protección de la biodiversidad; sin embargo su vigencia es letra muerta en la medida que son muy pocas las posibilidades de hacer valer esos derechos.{102}
Muchas de las demandas guerrilleras fueron introducidas en esta Carta Magna por guerrilleros desmovilizados del M-19 y el EPL. Por ello hay quienes piensan que las FARC deben ceder sus presiones reformistas a la mera existencia de dicha Constitución: “se puede decir que las guerrillas (en Colombia) hoy en día combaten por la implementación de reformas que ya existen”.{103} Sin embargo hay tanta distancia entre la realidad y la institucionalidad proclamada en las leyes que algunos analistas hablan de un colapso parcial del Estado, en razón de: “la pérdida del monopolio de las armas, los altos índices de la criminalidad, los niveles de impunidad y el vacío de la presencia estatal en múltiples regiones del país”.{104}
Otra dificultad es que el sistema formal democrático colombiano carece de tantas garantías que llamarlo democracia parece in exceso. Por ello es preciso definir cuál es la democracia deseada que permita a todos los actores enfrentados por décadas vivir en paz. Las FARC-EP buscan una democratización muy distinta a la firmada por los otros grupos guerrilleros, en Colombia y Centroamérica. Propone la transición de la formalidad a la participación democrática plena, expresada en una nueva ley de partidos políticos, en una profunda reforma judicial y electoral, en la lucha frontal a la corrupción, el cese de la impunidad y el desmonte y desarme de los grupos paramilitares. La implementación de estos cambios será la única garantía de que los acuerdos firmados tengan posibilidad de ser operativos.{105}
Otro fenómeno que corroe la esencia democrática colombiana es la participación de inmensas sumas de dinero del narcotráfico en el aparato estatal, lo que por muchos años ha sostenido un modelo económico en buena parte libre de los problemas de la deuda externa y de los sobresaltos de las economías dependientes de productos legales. Casi sin excepción, toda la clase política tradicional ha sido puesta en entredicho por la financiación de sus campañas políticas con “dineros calientes”.{106} El caso más extremo lo constituyó el periodo presidencial (1994-1998), cuyo hecho más importante fue el acoso, nacional e internacional, para destituir al presidente de la República por haber financiado su campaña con auxilios económicos de los narcotraficantes.
El narcotráfico ha desempeñado un papel central como generador de violencia al crear sus propios grupos armados y aplicar acciones terroristas a todos los que impiden su expansión. A diferencia de Centroamérica, la presencia del narcotráfico en Colombia complica la solución política, en la medida en que sus recursos son parte importante en el aumento del poderío militar de los actores del conflicto. De forma directa las bandas paramilitares reciben financiación de los narcotraficantes para que protejan de la guerrilla sus dominios territoriales. Por su parte, las guerrillas: “han establecido todo un sistema tributario que les permite extraer parte del excedente económico de las regiones en donde se cultivan, procesan, producen y exportan las drogas ilícitas”.{107} Siendo así, queda claro que ninguno de los actores del conflicto colombiano ha podido excluirse de la utilización de dinero proveniente del narcotráfico, lo cual obliga a que el trato de este tema sea manejado con menos ligereza que la estigmatización mutua entre los actores y que además se comprenda, como lo decía un estudio sobre el tema de 1991, que “el narcotráfico ha penetrado hasta los últimos resquicios de sociedad de la política, de la economía e incluso de la cultura y del deporte”.{108}
Y aunque estos autores aseguren que “en muchos sentidos, los narcotraficantes también son empresarios por excelencia, solo que al desempeñarse en un mercado ilegal las reglas del juego son otras”; la manera como han llegado a intervenir en los asuntos del Estado y del conflicto en general ha sido a través de la corrupción, la violencia extrema y la desestabilización del sistema político, lo que los coloca dentro de un orden coherente de ascensión al poder.{109} Situación que se evidencia en la preocupación de las élites colombianas ante el crecimiento desmesurado de los grupos paramilitares, ya no tanto por su avance militar; sino en especial por su cada vez mayor control político de vastas regiones del Colombia.
En la semana del 26 de septiembre al 3 de octubre de 2004, los tres principales medios de comunicación escrita de Colombia (el diario El Tiempo, la revista Semana y el periódico El Espectador) dedicaron sus páginas editoriales a la publicación de diferentes estudios sobre el paramilitarismo; pero, a diferencia de investigaciones anteriores, el tema no fue tratado solo desde el aspecto militar o la cruda descripción de las masacres ejecutadas por las autodefensas, sino que esta vez propiciaron una fuerte polémica al mostrar cifras e informaciones contundentes sobre al avance político de los paramilitares.{110}
En las más altas instancias del gobierno se discutió que “El proyecto político de los paramilitares es más peligroso que su proyecto militar. La guerrilla tarde o temprano negociará porque está perdiendo base social. Los paramilitares, por el contrario, la están ganando con un proyecto político disfrazado de participación democrática”. Incluso el Alto Comisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo, aceptó que “quizás, [el paramilitarismo es] el más grave problema de gobernabilidad que tiene el Estado colombiano”.{111} Así mismo, según la Presidencia de la República, citada en otro reporte, hay 49 frentes [paramilitares] en 26 de los 32 departamentos del país y en 382 de los 1.098 municipios. Con casi 13.500 hombres armados, distribuidos en un 35 % del territorio nacional.{112}
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