Kitabı oku: «Más allá de las cenizas», sayfa 2

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La abuela Edith y mamá habían estado escuchando atentamente. Ahora permanecían en silencio mientras pensaban. Entonces, la abuela Edith dijo: “Es de Dios”.

–Sí –coincidió mamá–. Él te despertó justo después del sueño, para que no lo olvidaras. Así es como actúa Dios.

La abuela Edith tomó su cartera y se acomodó el cabello con la mano.

–Yo voy a ir, y voy a buscar en cada pozo de ese poblado hasta que la encuentre. Rafa, ¿vendrás conmigo? Pero Anita, creo que deberías quedarte aquí por si Monrad llama, así le podrás contar sobre el sueño. Eres la mejor para estar con Wanda y Frank y levantarles el ánimo.

Rafa y mamá asintieron.

Todavía sollozando, mamá abrazó con fuerza a la abuela Edith.

–Ve a buscar a Marlyn y tráela a casa.

El viaje en autobús hasta el poblado donde me habían visto por última vez parecía interminable, pero no tardaron mucho en llegar. Las noticias de la búsqueda rápidamente se esparcieron por el poblado, y los amigables lugareños se unieron. Lo mejor fue que María también apareció y se ofreció a ayudar.

–Señoras –les dijo–, hay una gran compañía aquí que hace ladrillos. Ellos hacen pozos en el suelo para obtener arcilla. Hay muchos campos llenos de pozos que han dejado los trabajadores. Sé dónde están todos los campos, ¡buscaremos juntas hasta que encontremos a la pequeña!

Con la ayuda de María, revisaron campo tras campo, corriendo de pozo en pozo bajo el sol abrasante, con bastones, y rodeando las matas de artemisa. María era rápida y no era fácil seguir su ritmo, pero la urgencia las hacía avanzar. El hombre desagradable con bigote fino también apareció, y dijo que quizá sabía lo que le había ocurrido a la pequeña.

–Algunos viajantes pasaron esta mañana en burros, y tenían a una pequeña que estaba llorando. Creo que podría haber sido la pequeña que están buscando –gesticuló desde donde la abuela y Rafa habían venido.

Le agradecieron al hombre, pero siguieron buscando en los pozos. Si el sueño era de Dios, como ellas creían, entonces estaban avanzando en la dirección correcta. ¡Y ese hombre no parecía confiable!

¡Tantos campos, tantos pozos, y ninguna pequeña! Ya era de tarde cuando, camino a otro campo más, se encontraron con un anciano.

–Estamos buscando a una niña de tres años vestida con un vestido rosado. Creemos que puede estar en un pozo en uno de los campos por aquí. ¿Tiene idea de dónde podría estar?

–Sí, señora –el anciano se fregó el mentón pensativo–. Temprano esta mañana vi a una mujer arrojar un saco de arpillera en un pozo. ¿Quién sabe? ¡Su pequeña podría estar en ese saco!

Y salió trotando por un sendero semicubierto de matorrales de manzanita. Las tres mujeres se esforzaron por seguirle el ritmo, a la vez que se agachaban para pasar por debajo de los matorrales. Estaban cansadas por todo un día de búsqueda, y cubiertas de sudor y polvo. Finalmente, terminaron de cruzar las manzanitas y se encontraron en un campo de artemisas y pozos. ¡Era exactamente como el que Rafa había visto en su sueño!

El anciano hizo una seña con la mano.

–Prueben en ese pozo de allí.

Y entonces, simplemente desapareció. Rafa corrió al pozo que les había indicado y dio un grito.

–¡Aquí! ¡Hay algo en el fondo de este pozo!

La abuela y María corrieron y vieron a la pequeña en su vestido rosado, con arpillera enredada en sus piernas y pies. María, la más joven y ágil, bajó al pozo y levantó a la niña. “¡La niñita perdida fue encontrada!” El mensaje se esparció entre la multitud expectante.

“¿Está bien?” Esa era la siguiente pregunta. ¡Sí, todavía respiraba! Pero estaba inconsciente, y mi cuerpito estaba demasiado caliente.

La abuela Edith me llevó mientras corrían a la estación de policía para compartir las buenas noticias y pedir ayuda para transportarme hasta el hospital de la Misión. La policía encontró algunos trapos frescos para poner sobre mi cabeza, y entonces la abuela Edith, Rafa y yo tuvimos el privilegio de viajar a toda velocidad en un vehículo policial hasta el hospital de la Misión en Guadalajara, con las sirenas encendidas. Sin embargo, yo no pude disfrutarlo porque todavía estaba inconsciente: me habían drogado.

En el hospital, las enfermeras me pusieron en una bañera llena de hielo para bajarme la temperatura. El médico sacudió su cabeza, incrédulo. “Tiene una temperatura de 40,5 ºC, y sufre de un golpe de calor. Una hora más en ese pozo y la perdíamos. ¡Todo lo que puedo decir es que tienen mucha suerte de que esta niña esté viva!”

María, el sueño, el anciano… todo en el momento justo. La mano de Dios era evidente en todo. Yo había estado perdida, pero nunca verdaderamente perdida, porque Dios sabía dónde estaba a cada momento, y él le mostró mi ubicación a quienes me amaban.

Una y otra vez he perdido el camino y me he metido en circunstancias que podrían haber sido mi ruina. Pero nunca he estado perdida para Dios; él siempre ha sabido dónde estoy. Vez tras vez me ha atraído a él y me ha rescatado para una vida de servicio a su causa.

“El Señor me sacó del pozo de la destrucción; me sacó del barro y del lodo. Me puso los pies en la roca, en tierra firme, donde puedo andar con seguridad” (Sal. 40:2, PDT).

Capítulo 2
California, ¡aquí vamos!

Mamá rara vez me sacó la vista de encima en los meses posteriores a mi secuestro. No puedo decir que la culpe. Yo hubiera hecho lo mismo. Y parecía que la experiencia, incluyendo lo que fuera con que me drogaron, me había quitado el ánimo. Yacía inmóvil en el suelo o en el sofá. Luego de trabajar en la Misión cada día, mamá me masajeaba los brazos y las piernas, y preparaba comida especial para mí.

Tiempo después, la policía nos contó que la mujer de rostro dulce y el hombre desagradable eran dueños de una empresa de producción de ladrillos en Zapopan y, lo más importante, estaban a cargo de la banda de trata de niños en esa región. Aparentemente, el artículo del periódico los había atemorizado, y eso hizo que me tiraran en ese pozo y me dejaran allí para que muriera. Ellos desaparecieron repentinamente, y las autoridades nunca pudieron encontrarlos.

Mientras yo me recuperaba de mi estado letárgico, papá luchaba su propia batalla. En alguno de sus viajes había contraído disentería amebiana y no podía recuperarse. Él había estado enfermo muchas veces antes: había tenido malaria, fiebre de las aguas negras, y una vez, cuando dormía en el suelo, lo picó un escorpión de corteza y lo salvaron unos indios, que lo enterraron en el suelo para que el barro sacara el veneno letal. Con la ayuda de Dios, siempre había salido adelante.

Pero esta vez era diferente. La disentería no es divertida, pero en estos días no suele matar a las personas. Sin embargo, la ameba había ingresado al torrente sanguíneo de papá y había afectado sus órganos internos. Ahora, claramente, no podía mantener la carga laboral que había llevado en el pasado. Para mamá era difícil ver a su esposo luchar cada día para hacer su trabajo. Como no podía digerir bien su comida, se había vuelto delgado y pálido… un esqueleto del hombre que había sido. El proceso había estado avanzando por varios años, pero nunca había sido un hombre que se quejara o bajara los brazos cuando había trabajo que hacer. Pero ahora era evidente para todos, e incluso para él, que si quería sobrevivir debía descansar y recibir atención médica. Finalmente hizo un pedido de licencia a la Asociación General. Su médico hizo eco al pedido, y escribió: “Se necesitará un gran esfuerzo para reconstruir su vitalidad y nutrición. Podrá hacer algunos trabajos livianos, pero necesitará al menos un año de cuidados para lograr el resultado deseado”.

Entonces, un día papá recibió la carta que estaba esperando. ¡Su pedido había sido aprobado! De repente había mucha emoción en la casa; ¡nos estábamos mudando a los Estados Unidos!

–¿Qué es Estados Unidos? –quería saber yo.

–Es el lugar al que vamos –me dijeron–. Papá se recuperará allí, ¡y tú harás nuevos amigos!

Doña Triné se sentó en el suelo con Wanda y conmigo y nos ayudó a revisar todas nuestras muñecas y juguetes para decidir cuáles amábamos lo suficiente como para llevarlos con nosotras a los Estados Unidos, y cuáles regalaríamos. Empacamos los juguetes y la ropa que nos quedaba chica y llevamos todo a Dorcas para regalarlo a personas necesitadas.

Algunos hombres vinieron a casa y comenzaron a empacar cosas. No podíamos llevar mucho, porque estaríamos viviendo en un tráiler pequeño. Estábamos dejando la mayor parte de nuestros muebles para la familia que vendría en nuestro lugar. Pero yo estaba demasiado entusiasmada como para llorar por la pérdida de nuestras posesiones.

Finalmente llegó el día en que los siete fuimos hasta la estación ferroviaria: mamá, papá, la abuela Edith, la bisabuela María, y nosotros, los niños: Frank, Wanda y yo. Doña Triné y nuestra ama de llaves, Doña Goyita, nos abrazaron una y otra vez, mientras se enjugaban las lágrimas. Yo estaba triste de dejarlas, pero también saltaba de emoción. ¡Nunca antes había estado en un tren! Trepamos los altos escalones y papá encontró un lugar donde sentarnos. Inmediatamente reclamé un asiento al lado de la ventanilla. El vagón en que estábamos temblaba un poquito, y me dio un temblorcito hermoso. El silbato sonó, el tren comenzó a moverse lentamente, y a medida que nos alejábamos de la estación empezó a acelerar. Miré las colinas, los poblados y las montañas Sierra Madre, pico tras pico… los más altos desaparecían en la niebla azulada.

En las paradas, veíamos nativos vestidos con atuendos coloridos y con grandes canastas sobre la cabeza; insistían que compráramos comida o artesanías. La abuela Edith era muy buena negociando, y compró unos loritos y unas muñecas mexicanas para Frank, para Wanda y para mí. Por supuesto, papá dijo que podíamos quedarnos con ellos; les encontraríamos algún lugar en nuestra apretada nueva vivienda.

Aventuras en National City

A la mañana siguiente, los cinco volvimos a subir al tren para el último tramo, de ocho horas, hasta National City. Cuando el tren llegó a la estación, todos comenzaron a recoger sus pertenencias; mamá le dio algunas cosas a Wanda para que llevara y me dio otras a mí.

Bajamos del tren a una estación repleta de gente, y allí nos esperaban el Sr. y la Sra. Moon. El cabello de ambos era plateado; y sus rostros, amables. Me cayeron bien inmediatamente. Ellos habían trabajado en México como misioneros por muchos años, así que nos entendían mejor que la mayoría de los estadounidenses. Y el hecho de que hablaran español era especialmente bueno. Nos llevaron a su casa y nos ayudaron a instalarnos en el pequeño tráiler en su propiedad.

Esa primera mañana en los Estados Unidos me desperté, me estiré y miré por la ventana de nuestro tráiler. Pétalos de flores flotaban por el césped cubierto de sol, y algunas palmeras se mecían en un extremo. Palomas y aves trepadoras revoloteaban y trinaban con felicidad. Yo di un salto y corrí afuera. ¡Me gustaba nuestro nuevo hogar!

La Sra. Moon, que pronto se convirtió en “abuela” para nosotros, se acercó caminando por el patio. “¡Vengan a desayunar!”, exclamó. Al darse cuenta de que no habíamos tenido tiempo de ir a comprar comida, había preparado un desayuno maravilloso para nosotros: frutas, cereal, tostadas y huevos revueltos. El Sr. Moon, nuestro nuevo “abuelo”, nos contó sobre National City mientras comíamos.

–Los llevaré a ver la iglesia y el hospital un poco más tarde. Y hablando de hospital, ¿has pensado en trabajar? Con tu preparación, Anita, podrías obtener un empleo en el hospital o en una residencia para ancianos. En realidad, podrías disfrutar más de la residencia para ancianos porque está aquí cerca y podrías estar cerca de los niños.

–Por supuesto, yo puedo cuidarlos mientras trabajas, Anita –interrumpió la Sra. Moon–. No necesitas preocuparte por eso. Pero sé como es; te gustará estar lo más cerca posible de tus niños mientras trabajes.

–Y una gran ventaja para ti es que siempre están buscando trabajadores que hablen español con fluidez –agregó el Sr. Moon.

Mamá levantó la mirada de su plato y sonrió. Vi que le había gustado la idea.

No tardamos mucho en ordenar las pocas pertenencias que habíamos traído. Mamá salió a comprar algunas provisiones, y Wanda y yo salimos a explorar nuestro nuevo hogar. ¡Era precioso! Una ardilla regordeta trepó un árbol a toda velocidad, paró a la mitad del tronco, movió su cola un par de veces, y siguió trepando. Las mariposas revoloteaban entre los iris y los lirios atigrados. Una suave brisa salada llegaba desde el océano.

Un rato después volvimos al tráiler. Mamá había vuelto. Había colgado las jaulas con los dos loritos que la abuela Edith había comprado en dos ganchos al costado del tráiler, y ahora estaba colgando ropa en el diminuto ropero. La abuela Edith estaba sentada en la pequeña mesa, haciendo sándwiches para el almuerzo. Le pedí algo para beber, y mamá fue hasta el fregadero para buscarme un vaso. Pero para que llegáramos al fregadero, la abuela Edith y Wanda tenían que correrse, así nosotras podíamos pasar.

Almorzamos apretados en la pequeña mesa. Yo me senté en la falda de mamá. Luego del almuerzo, las tres mujeres se levantaron para limpiar la mesa, pero pronto descubrieron que en este tráiler el trabajo de la cocina era para una persona a la vez; no cabían más en el lugar. Así que Wanda y yo volvimos a la zona del dormitorio y nos sentamos sobre la cama, fuera del camino de los demás. Las dos abuelas salieron a dar un paseo en el enorme patio, dejando a mamá para que limpiara la loza del almuerzo. ¡Vivir en un espacio así de pequeño requeriría mucha cooperación!

Finalmente llegamos al punto en que si una persona necesitaba ir de un lado del tráiler al otro, los demás automáticamente nos corríamos a un lado y nos apretábamos contra la pared para que la persona pasara.

Unos días después, papá y Frank regresaron. Papá, que se veía más demacrado que nunca, se dejó caer en una silla, exhausto. Pero Frank estaba entusiasmado por su aventura con papá.

–Me desperté y papá la estaba apuñalando con su cuchillo. Yo tenía miedo de que se escapara, pero no. ¡Papá no la dejó!

–¿Qué era? –preguntamos las niñas al mismo tiempo, como si lo hubiéramos practicado así.

–Era así de larga –dijo extendiendo sus brazos un poco más de medio metro–. ¡Y tenía unas hermosas rayas rojas, amarillas y negras!

–¿QUÉ ERA? –demandaron saber las tres mujeres.

–¿Qué? Oh, era una serpiente.

–¡Oh, no! –exclamó mamá–. ¿Era venenosa?

–Era una serpiente coral –dijo papá suavemente–. Si te muerde, eres historia.

Él estaba demasiado cansado como para saltar y gritar como Frank.

–Así que, antes de acostarme en mi catre, pensé que sería mejor revisarlo también. Y allí, debajo de la almohada, había otra serpiente coral aún más grande. Fue una verdadera batalla cortarle la cabeza con mi cuchillo, pero al final pude.

–No es extraño que te veas cansado –exclamó mamá, acariciándole la cabeza.

–No dormí nada esa noche. Ni siquiera me atreví a apagar la luz. Me senté allí con mi cuchillo para ver si aparecía otra. No tenía idea de cómo estaban entrando en la habitación. Todo lo que podía hacer era observar.

–Ven, Monnie, vamos a la cama. Necesitas un buen descanso. Aquí no hay serpientes corales, ¡te lo garantizo! –le dijo mamá.

Y así comenzó la vida en California. Mamá empezó a trabajar en la residencia para ancianos, donde su aptitud y su espíritu amoroso le hicieron ganar una multitud de amigos. Mientras nosotros hacíamos amigos y aprendíamos inglés de ellos, empezamos a dirigirnos a mamá y papá en inglés, y papá poco a poco comenzó a recuperar su salud en el Sanatorio Paradise Valley. Frank asistía a un colegio adventista que estaba a un kilómetro y medio de distancia, e iba en bicicleta todos los días.

Recuerdo esos días como los mejores: días que pasamos disfrutando la cálida y dulce brisa, corriendo por el césped, observando las aves y las ardillas, y trepando los fuertes brazos de nuestro árbol preferido: un enorme árbol de pimienta ubicado a la entrada de la propiedad. Alrededor del perímetro de la propiedad había árboles de damasco, de membrillo y vides silvestres. Nosotras recogíamos frutas en baldes y se las llevábamos a mamá. Con los membrillos, mamá preparaba atole, una bebida española que es espesa y dulce.

Llegó el día, luego de un mes en el sanatorio, en que papá regresó a casa. Los niños corrimos hacia él y lo abrazamos todos juntos. ¡Qué bueno era que ya no se viera pálido y demacrado! Todavía debía seguir con cuidados ambulatorios, pero ya podía ser amo de casa. Él se acomodó a la tarea y se ocupaba de comprar semillas y trabajar con nosotros para plantar lechuga, tomates, papas, frijoles y más. Nuestra huerta florecía todo el año, y prácticamente vivíamos gracias a lo que recolectábamos de ella. Él también economizaba de otras maneras. Compraba dos kilos de miel de un apicultor local, frascos enormes de mantequilla de maní y cachos de bananas de una tienda de precios bajos cercana. Los sándwiches de mantequilla de maní, miel y banana eran una de las bases de nuestra alimentación.

Aun así, era un poco difícil para nuestra familia, y cualquier cosita pequeña nos ayudaba. Cuando mamá volvía de trabajar a las tres de la tarde, papá se ponía su traje y salía a trabajar como colportor, vendiendo libros cristianos de casa en casa. Y a veces predicaba en Escondido. Mamá preparaba una canasta con chiles, sándwiches y ensalada de papas. Luego del servicio, encontrábamos un lugar donde estirar un mantel debajo de algún árbol, y almorzábamos estilo picnic.

Papá creía en la importancia del trabajo. En México, como él estaba de viaje la mayor parte del tiempo, y mamá trabajaba en la oficina de la Asociación, los criados hacían casi todas las tareas del hogar y de crianza. Como resultado, los niños casi no habíamos tenido responsabilidades. El sistema de papá era muy diferente. Teníamos nuestras tareas acorde a nuestra edad y a nuestras habilidades, y recibíamos un pequeño estipendio. Yo ahorraba mis centavos para comprar caramelos… cuando solo costaban monedas.

La abuela Edith se mudó a Tijuana, donde usó su energía para construir la iglesia local, enseñar a los niños del vecindario y ayudar a los enfermos usando hierbas y métodos naturales. Los niños nos entristecimos al ver partir a los loritos con ella, pero los podíamos ver cuando la íbamos a visitar, cada uno una semana, por turnos. ¡Cómo amábamos esas visitas! La abuela Edith nos hacía unirnos a sus clases para niños, y enseñábamos español. Ella quería asegurarse de que no olvidáramos cómo hablar español.

Entonces, la bisabuela María viajó a Tijuana para estar con la abuela Edith y ayudarla con su trabajo. Mientras la abuela Edith trabajaba durante el día, la bisabuela María se ocupaba del patio meticulosamente arreglado, de limpiar la casa y preparar las comidas. La bisabuela María era especial para mí, y siempre creí que yo también era especial para ella. Era alta, delgada y erguida. Le encantaba estar al aire libre, y cuando se arrodillaba en el césped, trabajando en el jardín con una pala, yo me sentaba al lado de ella y escarbaba en la tierra con mi pequeña palita. Caminábamos por el vecindario juntas, tomadas de la mano, mientras ella tarareaba alguna melodía. Recogíamos mangos y papayas y los comíamos; y teníamos sesiones de belleza, en las que yo cepillaba y trenzaba su largo cabello, y ella cepillaba el mío y lo arreglaba en rodetitos.

Mamá se estaba moviendo un poco más lento estos días, y los niños sabíamos por qué: ¡mamá iba a tener otro bebé! Una noche, mamá entró despacito a nuestra habitación y susurró que ella y papá estaban yendo al hospital, y que Frank quedaba a cargo. Para cuando nos despertamos a la mañana siguiente, papá había vuelto con el sensacional anuncio de que teníamos una nueva hermanita: ¡Mildred!

Desde el comienzo fue Millie para nosotros. Tenía cabello oscuro, mejillas regordetas, y su piel era de un color oliva perfecto. Yo solo tenía cuatro años, y era demasiado pequeña para cuidar de Millie, pero Wanda tenía seis. A ella le encantaba ayudar con Millie. Desde el comienzo, ellas dos compartieron un vínculo especial.

Poco a poco, papá estaba mejorando. Ya no arrastraba los pies; ahora caminaba a paso rápido en su trabajo, y su rostro comenzaba a estar más redondo y saludable. De hecho, estaba mejorando tanto que le pidieron que pastoreara una iglesia en Tijuana y comenzara una iglesia de habla hispana en una ciudad cercana. Pero eso significaría estar lejos de su hogar muy a menudo, como antes. Ahora que estaba experimentando lo que era estar con su familia, no quería renunciar a ello. Terminó aceptando un trabajo como enfermero en el Sanatorio Paradise Valley.

Solo seis semanas después del nacimiento de Millie, mamá tuvo que regresar a trabajar. Mamá y papá hicieron arreglos para que ella trabajara de 7 a 15; y papá trabajara por las tardes, de 15 a 23. Así, uno de ellos casi siempre estaba en casa con nosotros y, si por alguna razón no podían estar, los Moon no tenían ningún problema de cuidar de nosotros.

Si nosotros disfrutábamos de ese arreglo, papá lo disfrutaba aún más. Recuerdo su suave y feliz risa mientras bañaba a Millie en el fregadero, la vestía y salía afuera con ella y conmigo; Wanda ahora estaba en la escuela. Millie daba grititos de alegría cuando él la lanzaba al aire. Luego, él hacía lo mismo conmigo, aunque yo ya era una niña grande de cuatro años. Era una faceta de él que yo no había visto mucho, ya que él viajaba tanto y había estado tan enfermo en México.

Se estaba haciendo más y más evidente que yo era propensa a los accidentes. Por ejemplo, un día, Wanda, Frank y yo estábamos afuera jugando a las escondidas cuando tropecé con un cable con corriente y caí al piso, inconsciente. Frank me tomó de la pierna, pero rápidamente me soltó por la patada que le dio la electricidad al pasar a su cuerpo. Él y Wanda comenzaron a gritar:

–¡Marlyn! ¡Marlyn! ¡Despierta!

Mamá escuchó los gritos y vino corriendo. Al ver lo que estaba ocurriendo, tomó un palo y lo usó para alejarme del cable.

–Mamá, ¿Marlyn está muerta? ¿Qué le ocurrió?

Mamá me tomó un brazo y buscó el pulso. Encontró que todavía tenía pulso, pero era débil e irregular.

–No está muerta, pero me temo que pronto lo estará si Dios no hace un milagro. ¡Oremos con tanta fuerza como podamos!

El sanatorio más cercano no tenía una sala de emergencias, así que era Dios o nada. Luego de varios minutos de ferviente intercesión conjunta, mamá vio que uno de mis párpados comenzaba a moverse, y luego una pierna. Ella me tomó en brazos y me llevó al tráiler. Para la hora de la cena, yo me encontraba como si nada hubiera pasado.