Kitabı oku: «Más allá de las cenizas», sayfa 4

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Del “dígalo con mímica” al parloteo

Milton tenía 18 meses, y no había intentado hablar. Su nombre para nuestro perro era Atú, y para nuestro gato, Atutú. Ahora seguía sin intentar hablar. Sus habilidades de resolución de conflictos parecían mucho más avanzadas que las de la mayoría de los niños de su edad. Evidentemente, era muy inteligente y entendía todo lo que alguien decía.

Milton se comunicaba con nosotros por medio de su propia versión de lenguaje de señas. Llegó a convertirse en una forma de entretener a sus hermanos mayores, como una especie de “dígalo con mímica”. Sus ojos brillaban cada vez que acertábamos. Sin embargo, a mamá y a papá no les parecía chistoso y estaban pensando en llevarlo a un fonoaudiólogo.

Un día, cuando nuestros padres se habían ido a la ciudad, le dije a mi hermano menor:

–Milton, ya tienes tres años. Mamá y papá están pensando en llevarte a un fonoaudiólogo. Pero yo sé que tú puedes hablar, así que es hora de que comiences. Cuando mamá y papá vuelvan a casa, esto es lo que debes decir: “Mamá y papá, ¡estoy tan feliz de que estén en casa!”

Lo practicamos varias veces.

Cuando escuchó el sonido del auto que llegaba a casa, Milton corrió afuera y empezó a dar saltos alrededor del auto.

–¡Mamá y papá, estoy tan feliz de que estén en casa! ¡Mamá y papá, estoy tan feliz de que estén en casa!

Mamá y papá lo abrazaron fuertemente. Luego de eso, Milton charlaba constantemente, utilizando un vocabulario muy avanzado para un niño de tres años.

Aunque Milton era alegre y optimista y mantenía una actitud generosa en el círculo familiar, a veces cuando yo iba a buscarlo me decía: “Está bien, mamá”, y luego repetía lo que yo decía en broma. Él copiaba todo lo que yo hacía. Yo no quería decepcionarlo, así que era muy cuidadosa con cada movimiento que daba. Si yo ignoraba mis tareas hogareñas, él ignoraba las suyas. Si yo tomaba atajos, él hacía lo mismo. Traté de ser un buen ejemplo.

El trabajo duro rinde sus frutos

–Papá, ¡tengo tanto calor! ¿Puedo ir a nadar al río?

–Por supuesto, Marlyn. Iremos todos después de comer, si llegamos a nuestro objetivo diario para ese entonces. Por ahora, busca un poco de agua para beber y sigue trabajando con la azada.

Era un trabajo agotador y hacía mucho calor, pero disfrutaba de trabajar junto a mis padres y hermanos. Papá tenía un contrato para trabajar para el Estado de California en un programa estatal para el tratamiento de roya vesicular en pinos blancos de la cordillera de Sierra Nevada, sobre Emigrant Gap. La roya vesicular es una afección producida por un hongo que ataca a los pinos, pero requiere una planta huésped, que en esa parte del terreno eran las matas de grosellas. Si te deshacías de las grosellas, te deshacías de la roya.

Se nos asignó un territorio para limpiar las matas de grosellas. Cada uno de nosotros tenía una azada de dos puntas. Cinco días a la semana trabajábamos arduamente, arrancando las plantas de grosella de la tierra y formando grandes pilas con ellas. Papá y Frank se encargaban de las matas más grandes, que a veces tenían el tamaño de árboles. Las amas de casa preparaban pasteles con las grosellas; ¡pero nosotros llegamos al punto de no querer verlas más!

Cuando terminábamos por el día, bajábamos la montaña a pie hasta nuestro campamento, donde mamá tenía un festín para nosotros, preparado en el fogón: chiles, papas horneadas y pan de maíz eran algunos de nuestros favoritos. Luego íbamos a nadar al río que quedaba cerca de nuestro campamento, y allí nadábamos, chapoteábamos y reíamos. Para el final del verano habíamos limpiado toda nuestra zona asignada.

Papá puso el diezmo de las ganancias familiares, y luego distribuyó el resto entre todos. Me pagó cincuenta dólares por mi parte del trabajo; ¡la mayor cantidad de dinero que había ganado en mi vida! Los niños teníamos que comprar nuestra ropa escolar con lo que habíamos ganado. Yo decidí comprar la mía en una tienda de segunda mano. Fui muy cuidadosa con mis compras, y al final pude comprar más ropa por la mitad de lo que hubiera pagado en una tienda grande.

Cuando terminé cuarto grado, la pequeña escuela a la que había asistido cerró por baja matrícula. Había una buena escuela en Auburn, a unos 16 kilómetros de Meadow Vista, pero no había autobuses que hicieran el recorrido, y con mamá y papá trabajando, no teníamos cómo llegar hasta esa escuela. Así que Wanda y yo comenzamos a asistir a una escuela pública y tomábamos un autobús a Meadow Vista.

Experiencias con la fauna local

“Los hijos del medio hacen su propio camino” es un dicho que se aplica a mí. Me encantaba dar caminatas solitarias mientras tarareaba. Mamá y papá no tenían objeciones, siempre que llevara a Kaiser conmigo y caminara por el sendero contiguo al canal de irrigación, para no perderme. Un día, en una caminata, me asusté al ver un gran ciervo con cuernos que corría directamente hacia mí a toda velocidad. ¿Acaso pensaba que quería llevarme a su esposa e hijos? No había tiempo para meditar en la pregunta. Di media vuelta y comencé a correr más rápido que nunca. El sonido de sus cascos finalmente se desvaneció, y estuve a salvo.

Nancy, que vivía cerca, se estaba convirtiendo en mi mejor amiga de los veranos. Ella era hija única, y le encantaba pasar tiempo en nuestra casa, donde siempre había tantas cosas sucediendo. Me ayudaba a terminar mis tareas para poder salir a jugar. En el otro extremo de nuestra propiedad había un canal de irrigación, nuestro lugar preferido para jugar. Juntábamos piedras grandes y hacíamos una represa para crear una pileta, y allí chapoteábamos en el agua.

Un día de primavera, cuando llegamos, la pileta estaba llena de renacuajos. ¡Tenían unas colitas tan tiernas!

–¿Cuánto falta para que sean ranas? –pregunté.

–No mucho. Solo un par de semanas.

Día tras día íbamos hasta el canal de irrigación para admirar a los renacuajos. Yo no tenía idea de que crecían tan rápido.

–Ojalá pudiéramos tenerlos en algún lugar donde pudiéramos verlos crecer mejor –dije–. Porque ¿no sería genial si pudiéramos verlos cuando se conviertan en pequeñas ranas?

Las dos salimos corriendo de vuelta a la casa, donde encontramos varios frascos grandes y los llenamos de renacuajos. Entonces los llevamos cuidadosamente hasta el tanque de agua, con mucho cuidado, para no derramar nuestra agua con renacuajos, y nos trepamos al tanque. ¡Splash! Cincuenta y siete renacuajos estaban ahora dentro del tanque de agua. Pero el tanque no estaba lleno, así que sabíamos que necesitaríamos muchos renacuajos más para llenarlo de manera apropiada. Hicimos seis o siete viajes más, y al final terminamos impresionadas por nuestro acuario de renacuajos.

Era divertido ver a nuestros renacuajos comenzar su transformación en ranas. Sus pequeños cuerpos gradualmente comenzaban a tomar la forma, sus patas crecían, y sus colas se acortaban cada día. Un día, cuando subimos la escalera y observamos el agua del tanque, la metamorfosis estaba completa: ¡el tanque estaba lleno de ranitas diminutas!

Pero, espera: donde habían nadado cientos de renacuajos, ahora solo había un par de docenas.

–¿Qué sucedió? ¿Dónde se fueron? –quiso saber Nancy.

Y ella obtuvo su respuesta un minuto después, cuando tres pequeñas ranas salieron del tanque de un gran salto y terminaron en el suelo, a dos metros y medio de distancia. ¿Murieron por la caída? ¡No! Aterrizaron sobre sus patas e inmediatamente comenzaron a saltar hacia… ¡oh, no! ¡La cocina!

Nancy y yo bajamos por la escalera tan rápido como pudimos, y corrimos hacia la cocina. ¡Ya estaba llena de ranas! Di un grito cuando mi pie aterrizó en algo blando, lo que me hizo resbalar y caer hacia atrás. Me senté cuidadosamente, tratando de no apoyarme en ninguna rana, y volví a gritar al darme cuenta de que había aplastado a varias con mi cuerpo.

Nancy, compasivamente, comenzó a despegar ranas muertas de mi espalda. Cuando me levanté, vi a Frank que sonreía burlonamente, y a Wanda, que no paraba de reírse. Estaba comenzando a compartir la gracia de la situación. Mamá entró a la cocina para preparar el almuerzo, pero paró en seco cuando vio las ranas que trataban de saltar sobre ella, como pequeños perros que saludan a su amo. Ella permaneció allí de pie, sin decir palabra alguna, con una mirada muy seria. Milton apareció después, y comenzó a levantar ranitas. “Tú te llamarás Don; y tú, Bob; y tú, Tom; y tú…”

Papá se rascó la cabeza al entrar.

–¿Qué es esto? ¡Es la plaga de ranas de Egipto! ¿De dónde salieron estas cosas?

Wanda logró interrumpir su carcajada lo suficiente para delatarnos:

–¡Míralas a ellas dos! ¿Alguna vez viste a alguien con más cara de culpable? ¿No las has visto en lo alto de la escalera, mirando el tanque de agua por horas cada día? ¡Marlyn y Nancy lo hicieron, papá!

Papá nos miró, incrédulo.

–En el nombre de todas las plagas de Egipto, ¿por qué hicieron algo así?

Yo bajé la mirada, entristecida, pero cuando vi de reojo a papá, vi que tenía un esbozo de sonrisa en su rostro.

–Bueno –dijo él, tratando de mostrarse serio–. Ustedes dos fueron las responsables de traerlas acá, así que serán las responsables de atraparlas y llevarlas adonde las encontraron al inicio.

–Diviértanse –dijo Frank–. ¿Saben que también están en el baño, y en las habitaciones? ¡Están por toda la casa!

Frank estaba en lo correcto. Comenzamos a rastrearlas en toda la casa, lo mejor que pudimos. Prácticamente no podías dar un paso sin pisar una rana. Encontramos cinco en el inodoro, y un montón más en la bañera. Y estaban en nuestras camas y en los aparadores de la cocina. No sé cómo entraron a la casa, y a todos esos lugares después, pero así fue. Nancy y yo pensamos que nunca terminaríamos de atraparlas, tirarlas en un balde cubierto, y llevarlas de nuevo al canal de irrigación, pero finalmente lo hicimos.

Mi siguiente encuentro con la fauna local fue un día en que Wanda y yo estábamos corriendo por un sendero hacia nuestra casa. De repente, a mitad de un paso, miré hacia abajo y vi horrorizada que mi pie estaba a centímetros de caer sobre una enorme serpiente de cascabel que sacudía la lengua, se enrollaba y hacía sonar su cascabel. Su boca apuntaba directamente a mi pie. De alguna forma, mi pierna pareció elevarse y alejarse de la serpiente, y caí del otro lado de ella. Di un salto enorme, corrí hacia Wanda y la alejé del sendero y de la serpiente.

Wanda no estaba tan desconcertada por la serpiente como yo. Estaba demasiado ocupada pensando qué broma podía hacer a partir de la experiencia.

–¡Marlyn! –dijo entusiasmada–. ¡Digámosle a mamá que te mordió una serpiente! ¡Será la mejor broma del Día del inocente!

Yo dudé.

–Wanda, no creo que sea una buena…

Pero Wanda ya había comenzado a correr. Antes de poder alcanzarla, vi a mamá, que salía corriendo de la casa, tropezando del apuro, y escuché que Wanda gritaba: “¡Feliz día de los inocentes!”

Wanda estaba riendo, pero no era gracioso. Mamá había empalidecido, y estaba temblando y sollozando. Parecía que se caería en cualquier momento.

–Wanda, ven aquí y ayúdame a llevar a mamá a casa –dije–.

Las dos la guiamos hasta el dormitorio de nuestros padres, donde la ayudamos a acostarse en la cama.

–Tráeme un cuenco –dijo débilmente.

Yo tomé un pequeño cuenco decorativo del tocador y lo puse debajo de su mentón justo a tiempo.

“Querido Señor”, la escuché susurrar cuando terminó de vomitar, “por favor ayúdame a criar esta niña sin que pierda la vida”.

De repente vi lo que todas mis catástrofes le habían hecho a mamá. Una y otra vez Dios me había salvado de lo que parecía una muerte segura. Yo estaba viva, y bien, pero ahora mamá vivía atemorizada por lo que podría sucederme después. Siempre había sabido que me amaba, pero nunca me había dado cuenta de que su amor era tan apasionado. Me sentí apreciada y terrible al mismo tiempo.

Para cuando papá volvió de trabajar, mamá estaba mucho mejor, pero Wanda y yo estábamos en graves problemas. La charla que nos dio papá ese día fue una de las más duras que recibí en mi vida. “Las bromas dejan de ser graciosas cuando lastiman a las personas, y su madre ha sido muy lastimada”, nos dijo. “Vieron cuánto reaccionó su cuerpo por el miedo que sintió. Ella no puede soportar ni siquiera la idea de perder a uno de sus hijos. Prométanme, ambas, que nunca tratarán de hacer algo así otra vez. Habrá consecuencias por lo que ustedes dos hicieron”.

–Papá, por favor, no; no fue mi idea, fue idea de ella, y yo traté…

–Pero, Marlyn, tú no la detuviste, y eso te hace tan culpable como ella. Lo siento, pero ambas recibirán el mismo castigo, porque ambas fueron parte de eso.

En ese momento sentí que me estaban tratando injustamente, pero después llegué a darme cuenta de que fue una lección valiosa que aprendí y nunca olvidé.

“Muchas veces lo que percibimos como un error o un fracaso en realidad es un regalo. Y con el tiempo descubrimos que las lecciones que aprendimos de esa experiencia desalentadora prueban ser de gran crecimiento”.1

1 Richelle E. Goodrich, Smile Anyway (CreateSpeace, 2015), p. 33.

Capítulo 5
“Sra. Cardoza, quiero llevarla conmigo”

Era mi turno de limpiar la cocina esa semana, y se veía reluciente. Esa tarde, luego de trabajar afuera, papá entró a la cocina. Sus ojos revisaron el lugar.

–Marlyn, cuando limpias la cocina, espero que termines tu tarea.

–Pero, papi, sí terminé…

–¡No me respondas así, jovencita! Hay platos que no lavaste, y migas y comida sobre la mesada.

Se acercó a mí. Sabiendo que yo era inocente, le tomé el brazo para detenerlo.

–Pero, papi. ¡Sí terminé! Ese lío no es mío.

Y siguió la discusión.

–¿Qué está sucediendo aquí? –mamá entró en la cocina.

–¡Marlyn no terminó de limpiar la cocina! Lo está negando, por más de que hay clara evidencia aquí mismo en la mesada. No toleraré mentiras ni argumentos. ¡Debe ser castigada!

–Monrad: Marlyn terminó su tarea. Yo vine y me hice una merienda antes de ir a trabajar. Esos son mis platos y esas son mis migas.

Mamá habló con firmeza.

Papá quedó con la boca abierta. Sin otra palabra, salió de la cocina. Yo estaba aturdida por la situación, y respiré aliviada. ¡Había pensado que estaría en graves problemas por haberme enfrentado a él!

Dos horas después, papá me encontró sola en la sala de estar.

–Marlyn, por favor, perdóname. No tenía derecho a hablarte así. Debería haber escuchado tu explicación primero.

Entonces juntó las manos y miró hacia el cielo.

–Padre, por favor, perdóname por perder la paciencia con mi hija. Sabes que no quiero que mis hijos paguen por mi temperamento cuando estoy cansado. Por favor, dame la victoria, Señor.

Me encontré preguntándome cuántos otros padres se hubieran disculpado así con sus hijas. Es cierto que papá perdía la paciencia con nosotros de vez en cuando, generalmente cuando estaba cansado o estresado, pero siempre se disculpaba y nos pedía perdón, y luego oraba en voz alta pidiéndole a Dios perdón y ayuda para vencer su temperamento.

Mejores amigos

Millie y Milton se llevaban tres años y eran muy compañeros. Como yo, eran naturalmente curiosos, y siempre miraban con ojos frescos un mundo que esperaba ser explorado. A menudo juntábamos flores silvestres y piedras lindas para llevarle a mamá. A ellos les encantaba ayudarme a hermosear hormigueros con pequeñas piedras y flores. Llenábamos grandes tapas de botellas con agua y creábamos piletas con pequeñas hojas flotantes.

Nancy y yo a menudo incluíamos a mis hermanos menores en nuestra diversión al aire libre. Uno de nuestros pasatiempos preferidos era jugar a los piratas. Juntábamos pedazos coloridos de vidrios rotos para nuestro cofre de tesoros: nuestros diamantes, rubíes y esmeraldas. En nuestra propiedad había un armatoste enorme de metal y madera, que se convirtió en nuestro “barco”, con el que jugábamos a navegar por los mares. Nos vestíamos como piratas. Milton y Millie eran los rivales que trataban de robar nuestras joyas. Nosotras los capturábamos, les atábamos las manos muy despacito con sogas, y los hacíamos caminar por el tablón.

Milton era muy curioso y estaba lleno de preguntas. Le interesaban mis libros y estaba ansioso por aprender. Yo le leía historias con moraleja del libro Cuéntame una historia, de Arthur Maxwell, y él nunca se cansaba de escucharlas. Cuando Milton cumplió cinco años, me pidió que le enseñara a leer. Yo tomé prestado uno de los libros de inicio a la lectura de la escuela, y en poco tiempo él había aprendido a leer y escribir, y a resolver problemas matemáticos simples.

Una nueva escuela

Cuando el Sr. Johnston, el nuevo maestro para los grados noveno y décimo, se mudó a Weimar, lo contrataron para conducir el autobús escolar. Ahora teníamos transporte hasta la escuela, y yo estuve feliz de volver a la escuela con mis mejores amigos. En esa época, la escuela hizo un concurso para elegir un nuevo nombre para la escuela. Papá me dio la idea de Pine Hills Junior Academy [Colegio secundario Colinas de pino]. Yo lo propuse, y gané un premio de dos dólares.

Frank entra en la marina

Poco después de cumplir 18 años, Frank se fue de casa para unirse a la Marina. Parecía disfrutarlo; incluso el campo de entrenamiento. En la marina lo hicieron operador de radio y lo enviaron a la base en Okinawa, en el portaaviones USS Lexington. Parecía extraño que no estuviera con nosotros, pero él nos escribía muchas cartas, y a veces hasta enviaba regalitos.

Primer grado, octavo grado… ¡al fin!

Cuando Milton cumplió seis años, papá anunció que podría comenzar primer grado en septiembre. Después de eso, cada mañana Milton había observado con anhelo a sus hermanas mayores mientras se preparaban para la escuela. Su rostro alegre nos daba la bienvenida cuando volvíamos a casa, y siempre nos llenaba de preguntas.

Un frescor en el aire señaló el final del verano. La escuela comenzaría pronto. Las bellotas crujían bajo nuestros pies cuando caminábamos por el sendero hasta la parada del autobús. Yo tenía energía adicional porque este año era una alumna especial de octavo grado y tenía ciertos privilegios, incluidos un viaje de curso y la graduación.

En la parada del autobús, el rostro de Milton brillaba. Yo le acomodé el cabello según la dirección que le daba el remolino a la derecha de su cabecita. Wanda le acomodó a Millie los gruesos bucles marrones que caían sobre sus hombros. Finalmente subimos al autobús y comenzó el viaje de veinte kilómetros con el Sr. Johnston detrás del volante.

De tanto en tanto, uno puede encontrarse con un niñito tan maduro emocionalmente, tan lleno de valor, tan bendecido con empatía y percepción de asuntos espirituales, que lo deja a uno sin aliento. Mi hermanito era uno de esos niños. A menudo había quedado asombrada ante su precocidad emocional y espiritual, y ahora lo veía con más claridad aún.

Algunas veces, después de la escuela, me acercaba al aula de Milton para hablar con su maestra, la Srta. Lund. Sus ojos brillaban al describirlo como el más entusiasta de todos sus alumnos. Sonriendo, me contó cómo absorbía todos los cuentos y luego agitaba vigorosamente su brazo para responder a todas las preguntas. Las palabras nuevas nunca eran un problema. Descubría los significados rápidamente, terminaba la tarea, y luego ayudaba a los compañeros más lentos. Pasara lo que pasara, Milton estaba involucrado: recitaba versos, pintaba con acuarelas, o escribía los números hasta el cien.

Ella contaba cómo durante el momento devocional de la mañana, Milton fue uno de los primeros alumnos de la clase en reunir suficiente valor para ir al frente y orar. Cuando dirigía el momento de cantos, su voz y su rostro demostraban el entusiasmo que sentía por las letras de los himnos. Podía darme cuenta, por la expresión del rostro de la maestra, que él era el favorito. No me sorprende, pensé.

El recreo siempre era un campo renovador para los alumnos, para descansar de los libros. Apenas sonaba el timbre, todos salíamos rápidamente de nuestras aulas; primero hacia los bebederos y baños, y luego al campo abierto, donde los altos pinos parecían centinelas que vigilaban la propiedad.

Durante mi recreo de la tarde, me gustaba ver al curso de Milton jugar. Él siempre era un participante exuberante, ya sea que estuvieran jugando a la pelota o a la mancha. Un día, vi a Milton hacer algo que involucró al más petiso de su clase y al bravucón de su clase; y me dejó con la boca abierta. Billy, que venía de una familia pobre y tenía once hermanos, era más pequeño que los demás muchachitos. Mac, que era más grande que los demás, no siempre quería incluir a Billy en el juego, porque no podía jugar tan bien como Mac esperaba. Un día, Mac empujó a Billy y lo tiró al suelo. Milton inmediatamente le dio un golpe a Mac y lo sujetó contra el suelo. Dobló el brazo de Mac detrás de su espalda y, en términos muy precisos, le informó que no lo soltaría hasta que prometiera no volver a molestar a Billy. Cuando vi esto, me llené de orgullo de hermana mayor.

Con el paso de los días, el otoño comenzó a enfriar el aire. Los verdes del verano dieron paso a los rojos y dorados del otoño. En tan solo unas pocas semanas, los árboles estaban desnudos en el aire frío. Caminábamos hasta la parada de autobús con abrigos gruesos con capuchas, y guantes de lana.

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