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II. EL PARLAMENTO: COMPOSICIÓN Y REGLAMENTO
En el capítulo anterior se ha presentado un análisis de las estructuras sociales, económicas y territoriales que configuraron el marco general en el que se desarrollaría el sistema político. Además, también se ha prestado atención a la evolución política –desde el punto de vista del poder ejecutivo– de Perú y Ecuador en el periodo objeto de estudio. Llega el momento ahora de examinar, con mayor profundidad, la configuración y desarrollo del poder legislativo, que será la clave en esta investigación. Así, este capítulo se dedica al estudio de la composición de las diferentes asambleas constituyentes convocadas tanto en Ecuador como en Perú a lo largo de la década de 1860. En el último apartado, también me aproximo al modo de funcionamiento del poder legislativo, un aspecto que resulta crucial para entender el desarrollo de los debates parlamentarios que tuvieron lugar en este momento –y que se tratarán en la segunda parte de este trabajo–. Por su parte, el siguiente capítulo se dedicará al análisis de los principales textos legislativos a los que dieron lugar estas asambleas parlamentarias.
COMPOSICIÓN DE LAS ASAMBLEAS CONSTITUYENTES EN ECUADOR Y EN PERÚ DURANTE LA DÉCADA DE 1860
En Ecuador no surgirían los primeros partidos políticos hasta después de la Revolución Liberal de 1895, si bien a lo largo del siglo XIX se podían advertir al menos dos tendencias ideológicas que nos sirven para agrupar a los individuos que tomaron parte en la configuración de los poderes ejecutivo y legislativo. Pese a ello, Ana Buriano señala que la clasificación ideológica de los miembros del Parlamento durante la década de 1860 resultaba difícil de definir, pues no existían tendencias ideológicas homogéneas y, por el contrario, prevalecía el «actuar errático» de los diputados.1 Estas dos tendencias políticas se desarrollaron en torno a dos ejes principales: un eje político-ideológico (un liberalismo doctrinario o conservador frente a un liberalismo más progresista) y un eje territorial (centralismo frente a regionalismo). Además, algunos historiadores han señalado que estos dos ejes eran coincidentes, pues el baluarte del conservadurismo se encontraba en la capital, Quito, mientras que Guayaquil representaba las tendencias más liberales.2 A ello se unía un tercer eje, que cobró especial protagonismo en las últimas décadas del siglo XIX, en torno a cómo cada una de las tendencias ideológicas entendía el papel que la religión debía desempeñar en el ámbito político.3
La primera «escuela de integración nacional» –según la denominación otorgada por Maiguashca– era la escuela francesa.4 Esta tendencia se encontraba liderada por Gabriel García Moreno (no en vano sus seguidores se hacían llamar «garcianistas»), y en ella podemos situar a otros líderes políticos como Juan José Flores, Vicente Rocafuerte o José María Plácido Caamaño. En primer lugar, se caracterizaba por la defensa de un fuerte centralismo. Como plantea Buriano, «la corriente conservadora deseaba establecer el control del poder central sobre las provincias y dominarlas en todos los planos». Sin embargo, frente a lo que cabría esperar, la estrategia seguida por los garcianistas consistía en descentralizar el poder municipal hasta el ámbito cantonal, con el objetivo de restar poder a la provincia. Se entendía, por tanto, que el poder central podía influir más directamente en el cantón –a través de una actitud caciquil y paternalista– que en la provincia.5 Este grupo era partidario de instalar en Ecuador un sistema político similar a la Francia de Napoleón III, del que García Moreno era un fiel admirador. Además, entre los principios ideológicos fundamentales del conservadurismo ecuatoriano se encontraban la idea de modernidad católica y el establecimiento de una maquinaria estatal robusta que pudiera contener las tendencias disgregadoras y diera coherencia a un determinado proyecto nacional basado, entre otros elementos, en un fuerte catolicismo. Por tanto, partiendo de la idea de considerar la religión católica como un elemento esencial de la identidad nacional ecuatoriana, «propugnaron una homogeneización monista, sin conceder espacio a la diferencia cultural», como afirma Maiguashca. Esta fue la tendencia ideológica predominante en la mayor parte del siglo XIX, ya que estuvo en el poder en 1830-1845 (durante los gobiernos de Flores y Rocafuerte), 1861-1865, 1869-1875 (ambos periodos gobernados por García Moreno) y 1884-1888 (durante el Gobierno de Caamaño). En el último tercio del siglo XIX, este grupo fundó el Partido Conservador Ecuatoriano, que tomaba como centro el proyecto político planteado por Gabriel García Moreno, y en cuya configuración ideológica intervinieron individuos como Felipe Sarrade o Juan León Mera.6
Por otro lado, la escuela americana –también denominados «marcistas»–apostaba por una mayor descentralización política que diera un protagonismo creciente al poder provincial. En su cosmovisión política se presentaba como ideal el modelo federal estadounidense. No obstante, Maiguashca afirma que este grupo no era totalmente federalista, sino que lo categoriza como una corriente «unitaria débil descentralista». En cuanto a las tendencias federalistas que se habían mostrado vigorosas durante el periodo de la Gran Colombia, aunque siguieron existiendo a partir de la independencia de Ecuador, nunca llegarían a tomar el poder. De todas formas, en la Constitución de 1861 consiguieron implantar algunas de sus ideas sobre la administración territorial, resultando ser el texto constitucional más descentralista de la historia de Ecuador.7 Esta era una tendencia ideológica heredera del liberalismo anglosajón, entre cuyos pilares ideológicos se situaba «el sostén de una coalición antiaristocrática» y la defensa «de un aparato burocrático difuso». Así, por ejemplo, frente a la imposición del catolicismo, los marcistas defendieron la tolerancia religiosa. Además, fueron firmes defensores de la meritocracia, poniendo el acento en la capacidad del individuo para prosperar socialmente. Entre los seguidores de esta escuela se encontraban personajes relevantes del panorama político como Vicente Ramón Roca, José María Urbina, Francisco Robles o Ignacio Veintemilla.8 Este grupo estuvo menos tiempo en el poder, implantando su ideología durante los Gobiernos de Roca (1845-1849), Urbina (1851-1856), Robles (1856-1859) y Veintemilla (1876-1883). Por tanto, la mayor parte del siglo XIX se encontraron en la oposición, conspirando contra la autoridad establecida y en ocasiones incluso llevando a cabo golpes de Estado que desencadenaron guerras civiles. Como se pudo ver en el capítulo anterior, la primera de ellas fue la Revolución Marcista o Revolución de Marzo de 1845, la cual dio origen a una de las denominaciones con las que los miembros de este grupo eran conocidos. Este fue un conflicto de gran calibre que experimentó Ecuador casi al comienzo de su vida como país independiente, en el cual los marcistas, liderados por Urbina, se sublevaron contra el entonces presidente Juan José Flores y consiguieron hacerse con el poder durante más de una década.
Tras el triunfo de los garcianistas el 24 de septiembre de 1860 y su vuelta al poder, en 1861 Gabriel García Moreno convocó la séptima asamblea nacional constituyente –desde la independencia de Ecuador, le habían precedido las asambleas de 1830, 1835, 1843, 1845, 1851 y 1852–, con el objetivo de elaborar un nuevo texto constitucional que sustituyera al anterior de 1852. Así, el 10 de enero de 1861, la Convención Nacional de Ecuador, reunida en Quito, daba inicio a sus sesiones y nombraba como su presidente a Juan José Flores, mientras que Pablo Herrera y Julio Castro ocupaban el cargo de secretarios.9
Esta asamblea estaba conformada por representantes procedentes de distintas disciplinas, entre los que destacaban aquellos profesionales del derecho público, como los hermanos Miguel Francisco y Luis Rafael Albornoz, Mariano Cueva, Ramón Borrero, Vicente Salazar, Pedro José de Arteta o Pablo Herrera. También había varios periodistas, escritores y publicistas, muchos de los cuales colaboraban en diversos periódicos –como Mariano Cueva, Ramón Borrero o Pablo Herrera–, junto a otros aficionados a la escritura, como Francisco Eugenio Tamariz. Encontramos también algún economista (Vicente Salazar) y varios educadores que habían llegado a ser rectores de diferentes colegios: Miguel Egas, Luciano Moral, Felipe Sarrade o Tomás Hermenegildo Noboa. Por último, aparecían también algunos militares –entre los que cabe señalar a Juan José Flores o a Francisco Eugenio Tamariz–, sacerdotes –Vicente Cuesta y Tomás Hermenegildo Noboa– y varios individuos dedicados a la medicina –Miguel Egas, Manuel Villavicencio o Felipe Sarrade–.
Esta asamblea fue convocada por un gobierno que se entendía como de «salvación nacional», tras un episodio de disgregación política y territorial en el que el mantenimiento de Ecuador como país unido e independiente había sido cuestionado. Esto explicaría, como señala Buriano, que los opositores al Gobierno de García Moreno no se mostraran excesivamente combativos en el Parlamento. Así, existía una cierta unanimidad en la idea de la necesidad que tenía Ecuador de fomentar una integración nacional.10 A pesar de que no existía una mayoría conservadora en lo que respecta a su adscripción ideológica, algunos de sus miembros habían participado en la formulación ideológica del conservadurismo ecuatoriano –como Felipe Sarrade o Juan León Mera–, mientras que otros llegaron a ejercer diferentes cargos en alguno de los Gobiernos garcianos –Mariano Cueva, Vicente Salazar o Pedro José de Arteta, cuñado de Juan José Flores–. Además, había algunos individuos que, más allá de la convergencia ideológica, compartían también una estrecha amistad personal –por ejemplo, Miguel Egas, uno de los primeros en mostrarle su apoyo en 1859, o Luciano Moral, que llegó a ser secretario de García Moreno en 1869–. Sin embargo, la heterogeneidad ideológica de los miembros de la Convención Nacional trajo consigo algunas críticas por parte de la prensa. Así, El Industrial aseguraba que «en este cuerpo en que estribaban las esperanzas de la Patria, se nota desorden, perplejidad, deficiencia de instrucción sólida, carencia de ideas fijas, falta de un norte a donde dirigirse, de un sistema sea el que fuere y un no se qué que se parece a la anarquía [...]».11
De esta asamblea constituyente saldría la Constitución de 1861. No obstante, a la altura de 1869 este texto legislativo resultaba insuficiente, por lo que García Moreno decidió convocar una nueva asamblea constituyente, la cual elaboró otro texto constitucional: la Constitución de 1869, también conocida como Carta Negra. Esta Constitución daba un mayor protagonismo a la religión católica –lo que incluso incidía en la posibilidad que tenían los ecuatorianos para acceder a los derechos políticos, como se verá en la segunda parte de este libro– y robusteció el poder del presidente de la República ampliando sus atribuciones. La Convención Nacional, reunida en Quito, comenzó sus sesiones el día 16 de mayo de 1869.12
En esta segunda asamblea de la década participaron algunos miembros que ya lo habían hecho en 1861, como Pablo Herrera. Algunos de ellos siguieron siendo diputados por la misma provincia –como Felipe Sarrade o Tomás Hermenegildo Noboa–; mientras que otros representaban provincias diferentes o de nueva creación –como Vicente Cuesta o Vicente Salazar–. Sin embargo, la mayoría de los miembros del Parlamento de 1869 eran nombres nuevos, que no habían participado en la configuración de la anterior Constitución de 1861. Entre ellos, cabe destacar a José Ignacio Ordóñez, Pedro Lizarzaburu, Rafael Carvajal, Manuel Eguiguren, Miguel Uquillas, Francisco Javier Salazar y Nicolás Martínez, algunos de los individuos que tuvieron mayor protagonismo durante los debates parlamentarios de 1869.
En cuanto a las profesiones a las que se dedicaban, nuevamente en esta asamblea destacaban los juristas, como Vicente Cuesta, Pedro Lizarzaburu, Rafael Carvajal, Elías Laso o Nicolás Martínez. A ellos se unían también algunos escritores –Pablo Herrera, Francisco Javier Salazar o Roberto de Ascásubi–, economistas –como Vicente Salazar–, profesores y rectores de universidad –Rafael Carvajal, Felipe Sarrade, Tomás Hermenegildo Noboa o Elías Laso– y algún que otro médico –Felipe Sarrade–. Además, resulta significativo que en esta asamblea aumentaba el número de militares –Pedro Lizarzaburu, Miguel Uquillas, Francisco Javier Salazar, Julio Sáenz– y, sobre todo, de religiosos, entre los que se contaban sacerdotes y obispos como Vicente Cuesta, José Ignacio Ordóñez, Tomás Hermenegildo Noboa o José María Aragundi.
Con respecto a su adscripción ideológica, en este caso sí que aparecía una mayoría parlamentaria afín al proyecto conservador. De hecho, entre estos parlamentarios se encontraban algunos de los grandes exponentes del conservadurismo ecuatoriano, como José Ignacio Ordóñez, Felipe Sarrade, Tomás Hermenegildo Noboa o Julio Sáenz. También cabe señalar los nombres de ciertos individuos que ocuparían puestos relevantes en los Gobiernos garcianos, como Rafael Carvajal –ministro del Interior y de Relaciones Exteriores– o Francisco Javier Salazar –ministro de Guerra–. Además, como señala Ana Buriano, a diferencia de 1861, en 1869 «pocos eran los valientes que se animaron a oponerse a los designios del líder conservador». Hay que mencionar también que en esta asamblea había un menor número de diputados que en la de 1861, lo que, según ha acordado la historiografía, se debía a la necesidad de robustecer a los partidarios de García Moreno.13
En definitiva, aunque los elementos conservadores estuvieron presentes en ambas asambleas, estos ejercieron un papel protagonista en la Convención de 1869, donde el proyecto de modernidad católica ocupó un lugar principal y en la que hubo un menor espacio para la oposición. Esto explicaría, por ende, las diferencias existentes entre ambos textos constitucionales.
Al igual que sucedía en Ecuador, en el Perú de inicios de la década de 1860 existía una confrontación entre dos tendencias ideológicas principales: liberales y conservadores. O, como afirmaban los liberales: «Como en todas las naciones civilizadas, existen en el Perú luchando constantemente dos grandes partidos políticos: el uno que sostiene y defiende la dignidad y los derechos del hombre y de las sociedades y el otro que los coacta más o menos».14 Por su parte, los conservadores aseguraban que ellos también eran liberales, pues «todos aman la libertad, todos quieren el orden, todos desean el progreso». Sin embargo, sí que encontraban una enorme diferencia entre su partido y el opuesto, al que consideraban como una simple facción que utilizaba la demagogia para atraer el apoyo de, especialmente, la población más joven:
En el Perú lo que hay es un partido grande, poderoso, compuesto de todos los hombres honrados, inteligentes, morales y trabajadores que se le ha llamado con el nombre de «conservador» porque pretende conservar incólumes todos los más sagrados derechos del hombre y de la sociedad: la vida, la propiedad, el honor, la libertad, la familia, el trabajo, etc.; y una facción compuesta de cuatro demagogos ambiciosos que quieren inculcar todos esos derechos, para medrar a la sombra de la licencia y de la anarquía y que han logrado atraer a sus filas, por medio de falaces promesas y de redes artificiosas, a unos cuantos jóvenes incautos, víctimas de las nobles aspiraciones de sus almas y cuyas fuerzas intelectuales se explotan para hacerlos servir de cuartel de bastardas aspiraciones y de mezquinos y ruines deseos. Esa facción, que se engalana con el nombre de liberal es una facción anarquista y demagógica que no tiene más bandera que la bandera ROJA.15
Estas palabras nos permiten aproximarnos a los significados que los términos liberal y liberalismo tenían para la élite política de la segunda mitad del siglo XIX. Ya desde la década de 1840, el filósofo alemán Heinrich Ahrens había afirmado que existían dos liberalismos: «un liberalismo negativo [...] y un liberalismo organizador»,16 que en Perú, bajo la óptica de los conservadores, se identificaban con el partido liberal y el partido conservador, respectivamente. Así, los conservadores se reconocían a sí mismos como liberales «buenos», a diferencia de aquellos liberales asociados al desorden y al anticlericalismo.17
Además, en este punto debemos recordar que, aunque en los discursos políticos de la época se hablaba de «partido liberal» y de «partido conservador», no existían aún organizaciones institucionalizadas y jerarquizadas con estas denominaciones que pudieran asemejarse a los partidos políticos tal y como los entendemos en la actualidad. Más bien se trataba de una manera de referirse a aquellos grupos de individuos que compartían una ideología similar. Hay que tener en cuenta que, a lo largo de todo el siglo XIX, la idea de «partido» tuvo connotaciones negativas, pues se consideraba contraria a la unidad nacional tan reivindicada, especialmente si nos referimos a unas naciones como las latinoamericanas, recién nacidas y, por tanto, necesitadas de legitimación.18 Por ello, el término partido se utilizaba frecuentemente de forma despectiva, identificado con el de facción, lo que daba a entender que su proyecto solo se refería a una parte de la población, descuidando al resto y, por ende, al conjunto de la nación. Como explica Marta Bonaudo,
un sector mayoritario del mundo notabiliar articuló la soberanía a la voluntad nacional, postulando un concepto de la representación política asentado en sujetos colectivos como el pueblo o la nación. Al encarnar en esas figuras el interés general, la noción de partido-parte se tornaba disruptiva e inaceptable para tan frágiles unidades.19
Aunque la década de los cincuenta fue bastante fértil en el surgimiento y consolidación de clubes electorales –como por ejemplo el Club Progresista–, los partidos políticos como tales solo empezarían a existir en Perú a partir de la década de los setenta, siendo el primero el Partido Civil de Manuel Pardo (1871); mientras que la creación del primer Partido Liberal como tal tendría que esperar a 1884 –si bien su vida fue bastante corta y de escasa importancia–.20 No obstante, Ulrich Mücke afirma que el cambio que se observa en torno a la concepción de partido político en la década de 1870 «se debió principalmente a la existencia de partidos políticos en el Congreso» durante las décadas anteriores, especialmente entre 1850-1860.21
En este sentido, había un grupo de individuos que desde 1856 empezaron a denominarse a sí mismos como «partido liberal». Este grupo tenía como centro el Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe, y entre ellos destacaban algunos líderes como Hipólito Unanue, Francisco Javier Mariátegui, Javier Luna Pizarro y los hermanos José y Pedro Gálvez.22 Este partido liberal había sido el principal promotor de la redacción de la Constitución de 1856, tras el triunfo de la Revolución Liberal de 1854-1855.23 Esta era una Constitución bastante avanzada en la que se incluía por primera vez, entre otras cuestiones, un sistema de elecciones directas, la abolición de la esclavitud, o el derecho de asociación. Desde entonces, este texto constitucional sería considerado la bandera emblema de los liberales; por tanto, para ellos suponía un deber «sostener esa sagrada y gloriosa enseña; congregándose en su torno para salvarla de las asechanzas y manejos egoístas y villanos de la turba conservadora».24 Sin embargo, los partidarios de esta constitución se encontraron, desde julio de 1859, con un grupo político que ejercía una fuerte oposición, y que reclamaba la necesidad de reformar la Constitución. Estos eran los conservadores, que se aglutinaban en torno al Convictorio San Carlos y, especialmente, en torno a la figura de su principal ideólogo: Bartolomé Herrera. Tal como se vio en el capítulo 1, en la década de 1860 el presidente de la república Ramón Castilla, ante la amenaza liberal de menoscabar las atribuciones presidenciales, fue virando desde el liberalismo hacia el conservadurismo.
En diciembre de 1859 se celebraron elecciones para conformar un nuevo Congreso Constituyente encargado de reformar el texto constitucional. En este contexto, los liberales eran partidarios de mantener en esencia el texto de 1856, mientras que los conservadores opinaban que la Constitución de 1856 solo había conducido al desastre y, por tanto, era necesaria su modificación para darle una mayor moderación.
Los días previos a la conformación de dicho Congreso fueron una vorágine para la opinión pública, que se preguntaba qué individuos lo compondrían, quién sería su presidente y, sobre todo, qué decisión se tomaría con respecto a la Constitución de 1856: «de su solución dependen la vida o la muerte de la Constitución y con ella el porvenir político del Perú». Los liberales contaban con el apoyo intelectual de periodistas y escritores que, a través de la publicación de sus escritos, defendían el mantenimiento de la Constitución de 1856 y cuestionaban la legitimidad del Congreso Constituyente de 1860: «vamos a cerciorarnos si hay verdadera representación nacional, o un cónclave compuesto de obispos, generales, empleados del ejecutivo [...]». Además, denunciaban la forma en la que los representantes que habían resultado electos querían «trucidar la Constitución, con apariencias de legalidad, y sustituirla con otra, fabricada en algún taller teocrático, o en el pomposo gabinete de algún secretario del feudalismo».25 Así, este grupo aseguraba que su objetivo era «defender la Constitución de 1856 de las clandestinas y pérfidas maquinaciones de sus enemigos en la reunión que con el nombre de Congreso va a desempeñar de hecho funciones legislativas». Además, se preguntaban «¿con cuál título, con qué derecho osarán los legisladores de 1860 poner la mano sobre la Constitución de 1856?».26
Por su parte, los conservadores contestaban a esta pregunta tan solo un día después: «con el título que les ha conferido el pueblo, con los derechos que él les ha transmitido».27 Así, acusaban a los defensores de la Constitución de 1856 de no hacer otra cosa que insultar y calumniar a los representantes de 1860. Además, desde su posición aseguraban que la Constitución de 1856 era un texto «que limitado a consagrar utopías y a llenar miras esencialmente anárquicas, no tuvo en cuenta por nada la sociedad, entregándola por tanto al pernicioso absolutismo del ocaso». En este sentido, desde su punto de vista se abría un objetivo fundamental para el Congreso de 1860 con respecto a la sociedad peruana: «sustraerla de este yugo y encaminarla hacia el perfeccionamiento que la está reservando».28
Finalmente, el Congreso Constituyente, reunido en una sola cámara con el objetivo de reformar la Constitución de 1856 y darle un tono más conservador, comenzó sus sesiones el día 28 de julio de 1860 –fecha conmemorativa de la independencia peruana–. Este congreso estuvo presidido por el obispo de Arequipa, Bartolomé Herrera, a pesar de que durante los días previos se habían vertido en la prensa muchas opiniones contrarias a que un obispo participase en el Parlamento.29
Con respecto a las profesiones que ejercían estos representantes, al igual que sucedía con sus homólogas ecuatorianas, en la Asamblea Constituyente peruana también encontramos una mayoría de individuos dedicados a la jurisprudencia, como Antonio Arenas, Manuel Rafael Belaúnde, Pedro José Calderón, Evaristo Gómez Sánchez, Juan de los Heros, Mariano Loli, Juan Oviedo o José Joaquín Suero. Además, aparecían algunos escritores, periodistas y profesores de universidad –José Antonio de Lavalle, Pedro Alejandrino del Solar o José Silva Santisteban–, algunos pocos militares –Francisco Alvarado Ortiz o Nemesio Orbegoso–, e incluso el médico personal de Ramón Castilla, Julián Sandoval.
Por otro lado, en lo que respecta a la composición ideológica de esta asamblea, encontramos una mayor variedad que en las mencionadas Convenciones ecuatorianas. Evidentemente resultaba ser una asamblea de corte conservador, pues su objetivo fundamental era reformar la más avanzada Constitución de 1856. No en vano se hallaba presidida por Bartolomé Herrera, el principal ideólogo del conservadurismo peruano, y promotor por excelencia del proyecto constitucional que saldría de este Parlamento: la Constitución de 1860.
Sin embargo, junto a la mayoría parlamentaria de tendencia conservadora, aparecían algunos individuos liberales –los cuales representarían apenas un 10 % del Congreso–30 que frecuentemente alzaron la voz contra ciertos discursos esgrimidos en el Parlamento. En esta línea, debemos señalar muy especialmente el caso de José Silva Santisteban, uno de los representantes más polémicos de la década de 1860, así como uno de los que tomaron la palabra en la asamblea en más ocasiones. Junto a otros intelectuales de corte liberal defendió, por ejemplo, la instalación de un sistema de elecciones directas, tal y como se había legislado en 1856.
No obstante, habría que esperar a la asamblea constituyente que se instaló en 1867 para ver un mayor protagonismo de los políticos peruanos liberales. Así, esta asamblea era ideológicamente similar a la Convención Nacional de 1855, de la cual había surgido la Constitución de 1856. Por su parte, el objetivo de la Constituyente de 1867 era la elaboración de un nuevo texto constitucional, que terminaría siendo también muy parecido al de 1856. Ambas constituciones, por ejemplo, establecían un sistema de sufragio directo. Además, en este periodo se presentaron proyectos como la desamortización de los bienes eclesiásticos o la libertad de cultos –sostenida, entre otros, por el diputado Fernando Casós–, elementos que provocaron un gran rechazo en la mayoría de la población, profundamente católica.31
Tras las juntas preparatorias, la asamblea constituyente comenzó sus sesiones el día 15 de febrero de 1867, presidida en primer lugar por Antonio Salinas, y posteriormente por José María Químper, al que algunos acusaron de haber intervenido en las elecciones de forma fraudulenta: «En la República no hay quien ignore la parte directa y descarada que este señor ha tomado en las elecciones».32 Además, la elección de Químper como representante contó con el rechazo de buena parte de la opinión pública, que denunciaba la incompatibilidad que su cargo como ministro del Gobierno le suponía para aceptar la función de representación parlamentaria: «El señor Químper, pues, por patriotismo, por respeto a las instituciones y por delicadeza, debe apartarse de las filas del Parlamento, y limitar su acción a dirigir desde su ministerio la mayoría con que cuenta».33 Sin embargo, los liberales defendían la «abnegación y patriotismo» de Químper, y afirmaban que estaba «siendo el blanco de los tiros de la calumnia y de la malquerencia; se han confabulado contra él el rencor y el odio».34
Al igual que había sucedido en 1860, en 1867 la prensa se llenó de artículos tanto a favor como en contra de la reunión del Congreso que estaba teniendo lugar y, especialmente, de su objetivo de redactar una nueva constitución. Por un lado, los liberales celebraban la instalación de este Congreso, entendido como «una fuente de esperanzas para la parte honrada y pacífica de la Nación».35 Por otro lado los conservadores expresaban su rechazo hacia los parlamentarios sentados en la Cámara de la siguiente manera:
En algunos de sus miembros no puede ver la expresión genuina del voto popular; en otros verá la tacha de bastardía que deja una inmoral dualidad; y en ninguno de ellos, la cabeza alta y poderosa que domine la de sus compañeros y garantice al país la realización de los santos principios de la democracia.
Había que tener en cuenta, además, la situación que estaba atravesando Perú: la actitud del Gobierno de Pezet ante la amenaza española a las Islas de Chincha se había encontrado con el rechazo de gran parte de la población, lo que sin duda había favorecido la llegada de Mariano Ignacio Prado al Gobierno y la imposición de una Dictadura.36 En este contexto, la prensa afirmaba que,
[...] cuando un país pasa por uno de estos cataclismos que echan por tierra todo lo existente, como sucede hoy en el Perú, y que emprende el trabajo de su reconstrucción, los encargados de él, reciben una plenipotencia absoluta del pueblo que delega en ellos todos sus derechos para que procedan a su voluntad.37
A pesar de este giro liberal, la Constitución de 1867 estuvo poco tiempo vigente, pues su promulgación –el 29 de agosto de 1867– rápidamente fue contestada con una rebelión que partía de Arequipa en defensa de la restauración de la Constitución de 1860, y que pronto se extendió a todos los puntos del país, consiguiendo triunfar. Ya desde el inicio de las sesiones parlamentarias del Congreso Constituyente de 1867, este había contado con el rechazo de buena parte de la opinión pública, especialmente entre los sectores más religiosos. Así, este grupo denunciaba «la hidra antirreligiosa» que se había asentado en la Asamblea.38 Para satisfacción de los grupos conservadores, la Constitución de 1860 fue restablecida en enero de 1868 y conseguiría perdurar hasta 1920, resultando el texto legislativo más duradero de la historia constitucional peruana.
En conclusión, se puede afirmar que la evolución que experimentaron las asambleas constituyentes en Ecuador y en Perú a lo largo de la década de 1860 resultaba disímil. Ecuador iniciaba la década con una asamblea en la que los elementos liberales tenían un espacio más amplio que en la asamblea conservadora que cerraba el periodo. Como se ha visto, esta evolución venía motivada por la coyuntura política que el país estaba viviendo en cada momento, así como por el ascenso progresivo del poder personal de García Moreno. Sin embargo, en Perú se observa un recorrido diferente: mientras que la década comenzó dando un fuerte protagonismo a los sectores más conservadores –en oposición a la trayectoria política anterior–, desde 1866 –y también en consonancia con los acontecimientos que estaba viviendo el país en aquel momento, en el que la independencia nacional estaba siendo cuestionada–, los grupos liberales se hicieron más fuertes, hasta llegar a tomar el poder en el Parlamento de 1867. No obstante, las medidas políticas emanadas de la asamblea de 1867 estarían vigentes por poco tiempo, pues pronto el conservadurismo representado por la Constitución de 1860 volvía a hacerse con el poder.