Kitabı oku: «Cómo leer y escribir en la universidad», sayfa 6

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2.3 Análisis de una fuente literaria

Propongamos ahora la lectura crítica de un texto literario narrativo. Imaginemos que se nos hubiera pedido redactar un texto académico en el que se trate el tema de la representación del racismo en un cuento peruano. Para ello, propongamos la lectura de «Atiguibas», un cuento de Julio Ramón Ribeyro23.

La anécdota principal del cuento, señalada desde el título, se centra en la intriga que encierra el significado de una palabra inventada: «atiguibas». El narrador, un hombre anónimo que refiere la historia en primera persona, recuerda que, desde que la escuchó por primera vez en las lejanas tardes de fútbol de su niñez, la expresión le resultó enigmática y misteriosa. La razón es que nunca pudo conocer su significado preciso, ya que el elusivo sujeto negro que la profería desde las tribunas del antiguo Estadio Nacional lo hacía indistintamente ante la victoria, derrota o empate del equipo local. Podía ser, por tanto, una arenga, un insulto, una queja o algo indefinido. Solo muchos años después, ya mayor, el narrador logra encontrarse cara a cara con el sujeto, convertido en un pordiosero con el que se topa casualmente. Todavía intrigado por la palabra, le pregunta por su significado. Ante su requerimiento, el sujeto exige a cambio una recompensa de 20 dólares. Aunque cede, finalmente, el narrador se queda sin saber nada de la misteriosa palabra, pues el sujeto huye y le roba no solo 20 sino 100 dólares.

Si bien una lectura de la anécdota básica del cuento se puede resumir tal como lo hemos hecho, debemos añadir que, en realidad, todo texto literario es por naturaleza polisémico; es decir, contiene varios significados posibles y válidos. Así, su interpretación dependerá en buena medida de lo que el lector busque en su lectura. Si lo que nos acerca al cuento es un afán de mero entretenimiento, nos quedaremos en la estructura narrativa de la anécdota referida; si, por otro lado, nos interesa el tema del fútbol, encontraremos una rica descripción de jugadas y clubes de la época; o, si buscamos algo de arqueología costumbrista, nos atraerá la estupenda descripción de la cultura popular en las tribunas del Estadio Nacional en la década de 1950. Pero si, como dijimos, nuestro objetivo de lectura tiene un norte definido, a saber, encontrar rasgos de racismo en el cuento, deberemos enfocar nuestro análisis en perseguir ese objetivo. ¿Será posible hacerlo? ¿Resultará válido proponer una lectura racista en «Atiguibas» de Ribeyro?

Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994) fue un escritor peruano perteneciente a la Generación del 50. Sus relatos forman parte del denominado realismo urbano, que se caracterizó por registrar literariamente temas relacionados con el desarrollo de la ciudad (Lima en particular) desde una perspectiva crítica. «Atiguibas», aunque publicado en sus Obras completas de 1994, relata una historia ambientada en su inicio entre la década de 1940, antes de la remodelación del antiguo Estadio Nacional en 1950.

Estos datos contextuales aparentemente insustanciales sobre las características biográficas y literarias de Ribeyro y de su obra resultan importantes para adjudicar o no algún grado de validez o pertinencia a la posibilidad de encontrar en «Atiguibas» una representación efectiva de un problema característico de la sociedad peruana. Así, si consideramos que el realismo urbano busca representar más o menos tal cual la realidad contemporánea del escritor, y que Ribeyro es también conocido por ser el autor de conocidos cuentos clásicos de la literatura peruana que tratan el tema del racismo, tales como «Alienación», «De color modesto», etc., es factible que podamos también encontrar estas características en un cuento menos conocido como «Atiguibas» a través de una lectura entre líneas.

Un primer rastreo de la recuperación de lo implícito en el cuento nos llevará a detectar la inserción de un dato que, siendo aparentemente colateral a la historia, sirve como una suerte de guía para su lectura: la mención de las Olimpiadas de Berlín en 1936. Al respecto, el narrador remarca, sin aparente necesidad, una observación racial: que la selección peruana de fútbol fue eliminada de esta competencia porque a Hitler «no le gustó la cosa: que negros y zambos de un país como el Perú derrotaran a rubios teutones» (Ribeyro 1994: 170).

Otro dato implícito por recuperar es la carga negativa permanente que el narrador ofrece en sus descripciones. Veamos que, por un lado, describe la rutina de los asistentes a la tribuna popular del Estadio Nacional como un espectáculo en sí mismo algo estoico y grotesco (los asistentes esperaban horas en el sol del verano, y comían en bolsas o paquetes, entre ambulantes y mercachifles; no había baños ni retretes, de modo que algunos espectadores meaban encima de otros espectadores, etc.), y que, por otro lado, y de una manera más directa y concreta, describe al personaje de raza negra que identifica como el autor de la frase con expresiones más que despectivas. Dice de él:

a. todavía antes de verlo, que su voz «era potente, ronca, una voz borrachosa o negroide»;

b. y ya al identificarlo, de lejos, afirma que se trataba de «un mulato bajo, regordete, de abundante pelo zambo, que hacía bocina con sus manos»;

c. y, de cerca, destaca «su encrespada melena, su tosca nariz un poco torcida y su cutis más morado que negro, marcado por cráteres y protuberancias, como un racimo de uvas borgoña muy manoseado»;

d. e, incluso, ya viejo, convertido en falso mendigo, lo identifica por «esa nariz asimétrica, esa pelambre ensortijada ahora grisácea y sobre todo ese cutis morado, violáceo, como de carne un poco pútrida».

A partir de esta lectura descriptiva, podemos inferir que, aunque el narrador no realiza ningún acto concreto de discriminación racista, es posible rastrear en su discurso, por lo menos, que sí tiene un prejuicio estético claramente marcado. La sola descripción del personaje autor de la frase, caracterizada por la presencia de epítetos de fuerte carga negativa, es burlona y despreciativa. La comparación del color de la piel del supuesto mendigo con el de la «carne un poco pútrida» resulta apabullante.

Este prejuicio estético, que relaciona al negro con características visiblemente negativas, se reafirma y potencia cuando, muchos años después, el narrador vuelve a encontrarlo convertido en un mendigo en el Jirón de la Unión del centro de Lima. Aquí, la apariencia física se convertirá en la cáscara, la imagen externa de una conducta interior también negativa. El negro no solo lleva en sí marcas estéticas negativas sino también morales: es vago, estafador y ladrón. El narrador, obviamente, es un sujeto inconscientemente racista.

Cabe recordar que en un texto de ficción literaria existen, diferenciadas, dos instancias: el autor y el narrador. El autor es el escritor, la persona real que escribe el cuento (en este caso, J. R. Ribeyro), y el narrador es el personaje inventado por el autor que realiza la narración de la historia. Aunque esta dicotomía parece complicada, no lo será tanto si pensamos en un escritor varón que narre, en primera persona, la historia de una niña de diez años, o de un pirata del siglo XVI, o de un hombre nacido en Venus. ¿Será el escritor real una niña o un pirata o un venusino? Obviamente que no. Tan solo son dos instancias distintas.

Hacer esta diferenciación resulta vital para entender que en un texto de ficción literaria no es posible adjudicar directamente al autor la ideología de un personaje. Aunque, como vimos, el narrador de «Atiguibas» presenta en su discurso claras muestras de racismo, no podemos afirmar que Ribeyro, el escritor, sea racista. Más bien sí todo lo contrario. El hecho de que Ribeyro opte por representar a un personaje racista a partir de una anécdota que bien podía haber sido escrita eludiendo el tema, resalta la ideología estética del autor: mostrar, a través de la subjetividad de sus personajes, las contradicciones sociales de su época.

3. A modo de conclusión: literacidad y lectura en la universidad

Al comenzar los estudios universitarios, el estudiante, sin ayuda alguna, deberá ser capaz de organizar la información que recibirá: resumir, parafrasear e integrar el contenido de múltiples libros y separatas. Los niveles de dificultad de sus lecturas irán aumentando de acuerdo con el grado de especialización que desee alcanzar o con la profesión estudiada.

Los textos académicos que deberá leer son, por lo general, derivados de textos científicos, que no están dirigidos a recién egresados de la escuela secundaria sino a profesionales que poseen conocimientos previos sobre los temas tratados y práctica en la lectura de material académico-científico. Los docentes, al asignar lecturas, muchas veces dan por supuestos saberes que sus estudiantes no poseen: hacen referencia a autores que los jóvenes no conocen, no explican un marco conceptual básico, y proponen actividades, ejercicios y trabajos que exigen saber analizar el texto más allá de las líneas. Esto, sumado a las deficiencias de la formación escolar, hace que la adaptación lectora del estudiante al nuevo nivel de estudios sea muy difícil y, en casos extremos, lleve a la deserción universitaria.

En teoría, la escuela debería preparar a los estudiantes para leer y producir textos de diversa índole, así como para procesar adecuadamente información; sin embargo, ellos egresan de la educación básica sin haber desarrollado las competencias lectoras necesarias para desenvolverse en la sociedad. De acuerdo con las últimas pruebas PISA24 aplicadas en el Perú, en diciembre de 2010, los jóvenes peruanos se ubicaron, en el área de comprensión de lectura, en el puesto 62 de 65 países. Lamentablemente, no ha habido un cambio sustancial de la realidad desde 2001, año en que nuestro país obtuvo el último lugar de 43 países. Estos resultados nos permiten entender el alto índice de problemas de lectura que padecen muchos ingresantes a instituciones de educación superior, quienes apenas alcanzan a leer las líneas, pero no logran niveles mayores de comprensión y síntesis de la información necesarios para desarrollarse profesionalmente.

Según Louvet y Prêteur (2003), el lector o letrado dispone de estrategias de lectura flexibles y eficaces, elabora proyectos de lectura personalizados, se involucra en prácticas de lectura diversificadas, atribuye a lo escrito funciones específicas diferentes de las funciones de lo oral y desarrolla frente a los textos una actitud crítica. Un lector puede reflexionar sobre la práctica de lectura y también acerca de sus propias estrategias para lograr la comprensión. Sabe en qué contextos aplicarlas y cómo efectuarlas para obtener resultados visibles en su desempeño académico, laboral, cultural, etc. El individuo que no puede pensar ni reconocer las propias prácticas lectoras es considerado en el mundo actual un «analfabeto funcional»25, puesto que no puede distinguir claramente lo escrito de lo oral ni las estrategias que le permiten organizar lo que se lee y escribe. Esta condición no le permitirá a la persona afrontar las exigencias mínimas de la cultura letrada de su entorno.

Podría resultar paradójica la afirmación de que existe analfabetismo funcional entre alumnos que cursan estudios superiores, a pesar de los 11 años de escolaridad obligatoria. Sin embargo, sabemos que, en la actualidad, los estudiantes egresados de la secundaria no son capaces de resolver problemas de la vida práctica mediante el procesamiento de la información y la comprensión lectora, lo cual obstaculiza el logro del aprendizaje autónomo que requiere el futuro desarrollo de una profesión.

Los lectores de todos los sectores socioeconómicos tienen dificultades graves para leer y procesar textos literarios, humanísticos y científicos, los cuales les exigen acceder a ciertos niveles de apreciación y evaluación; es decir, en palabras de Cassany, no son capaces de leer entre ni detrás de las líneas26. A pesar de ello, el estudiante de educación superior nunca está considerado en el grupo que presenta problemas de lectura, puesto que es un «futuro profesional» y su condición de «estudiante» lo excluiría de la marginalidad antes mencionada. Existe, según los autores mencionados, una resistencia a vincular el problema del analfabetismo funcional con la educación superior. Esta negación de la situación real se debe a la imagen que la sociedad tiene de quien alcanza este nivel de formación. Aunque esta se haya masificado por completo y su público sea muy heterogéneo, hay una imagen idealizada del universitario. A este se le considera parte de una élite intelectual y «letrado» por definición, porque su trabajo implica necesariamente la manipulación de lo escrito.

Desafortunadamente, la situación real dista mucho de lo imaginado y la motivación del estudiante para leer y escribir es siempre extrínseca: la lectura es considerada una «carga» impuesta por el exterior y los estudiantes no tienen conciencia de las exigencias que implica una formación profesional ni tampoco de sus propias dificultades. Los estudios universitarios son asumidos por muchos jóvenes como un imperativo social que cumplir y no como una forma de acceder a la cultura letrada, a la escritura y a la investigación.

Al ser la actividad investigadora el primer objetivo de la educación universitaria, las instituciones deberían priorizar la necesidad de potenciar las capacidades lectoras y de atender el problema del déficit de alfabetización lectora en sus estudiantes. Asimismo, los docentes de los primeros años de formación universitaria podrían recibir más información sobre el analfabetismo funcional y los problemas de comprensión lectora en universitarios, a fin de reconocer las carencias de sus estudiantes y así tener la posibilidad de orientarlos. No obstante, todo lo anterior no exime al universitario de la responsabilidad por su propia formación como lector, y de comprender la necesidad de leer entre y detrás de las líneas, lo cual le permitirá escribir académicamente y comunicar los hallazgos de sus investigaciones a la comunidad científica a la que aspira pertenecer al estudiar una carrera universitaria.

Bibliografía

ALIAGAS, Cristina y otros (2009) Aunque lea poco, yo sé que soy listo. Estudio de un caso sobre un adolescente que no lee literatura, pp. 97-112. En: Revista Ocnos, nro. 5.

ARÉVALO, Lis María (2012) Proyecto institucional de lectura para una IST. Una propuesta articuladora con la EBR. Proyecto de innovación educativa para obtener el título profesional de licenciada en Educación para el Desarrollo. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú.

BRUCE, Jorge (2007) Nos habíamos choleado tanto: psicoanálisis y racismo. Lima: Universidad de San Martín de Porres.

CASSANY, Daniel (2006) Tras las líneas. Barcelona: Anagrama.

CISNEROS, Antonio (2000) Poesía. Agua que no has de beber / Como higuera en un campo de golf / El libro de Dios y de los Húngaros. Lima: Peisa.

KRISTEVA, Julia (1981) Semiótica 1. Madrid: Editorial Fundamentos.

LOUVET, Eva y PRÊTEUR, Yves (2003) L’illettrisme: un facteur explicatif de l’échec universitaire?, pp. 105-114. En: Revue Française de Pédagogie, nro. 142.

RIBEYRO, Julio Ramón (1994) Cuentos completos. Madrid: Alfaguara.

ZAPATA, Miguel (1998) Metáfora de la experiencia: la poesía de Antonio Cisneros. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú.

Atiguibas

Julio Ramón Ribeyro

En el viejo estadio nacional José Díaz —ahora ampliado y modernizado— viví de niño y luego de muchacho horas inolvidables. Con mi hermano vimos desfilar por la grama pelada de la cancha a los más renombrados clubes del fútbol de Argentina, Brasil y Uruguay. Y también del Perú, hay que decirlo, pues entonces teníamos grandes jugadores y equipos que realizaron hazañas memorables. En las Olimpiadas de Berlín del 36, para poner un ejemplo, estuvimos a punto de campeonar luego de vencer a Austria por 4 a 2. Pero a Hitler no le gustó la cosa: que negros y zambos de un país como el Perú derrotaran a rubios teutones era para él no sólo un traspié deportivo sino un revés ideológico. La FIFA, presionada por el Führer, ordenó que se anulara el partido alegando que la cancha tenía no sé cuántos metros más o menos de largo. Nos retiramos de las Olimpiadas, con lo que salvamos nuestra dignidad, pero perdimos el campeonato.

En esa época, cuando venía un equipo extranjero, había que ir al estadio a las diez de la mañana, si uno quería encontrar sitio en las tribunas populares. El partido de fondo era a las cuatro de la tarde, de modo que para que el público no se aburriera se jugaban antes unos diez o doce partidos preliminares: calichines, infantiles, juveniles, equipos de barrio o clubes de segunda y tercera división. Todo ello bajo un sol de plomo, pues las temporadas internacionales eran en pleno verano. Los espectadores tenían que ponerse viseras o fabricarse gorros con papel periódico. Y la mayoría de ellos llevar su almuerzo en bolsas o paquetes, si no querían desfallecer de hambre a mitad de la tarde. Las tribunas se convertían así no sólo en una galería atestada de hinchas sino en un gran comedor público o picnic distribuido en las graderías. Y en un tráfico de vendedores ambulantes, pues siempre faltaba algo que comer o que beber o que fumar y entonces entraban a tallar los mercachifles que se deslizaban por las gradas ofreciendo empanadas, butifarras, anticuchos, cigarrillos al menudeo y botellas de cerveza y gaseosas. Cuando el partido estaba que ardía, se deslizaban agachados, casi reptando, pues de lo contrario eran blanco de insultos y proyectiles, si no eran simplemente echados a empujones por encima de las cabezas de los espectadores hasta aterrizar al borde de la cancha.

Un detalle para completar el ambiente de las tribunas populares de entonces: la de «segunda», a la que íbamos mi hermano y yo, era de cemento hasta las diez primeras gradas y de madera hasta la parte más alta. No había en ellas baños ni retretes. Después de horas de ver fútbol y de beber, el público quería orinar. No quedaba más remedio que subir hasta la última grada y mear por encima de la baranda sobre el espacio de tierra situado entre las tribunas y las altas paredes que cercaban el estadio. Quien en esos momentos se arriesgara a caminar por ese lugar tenía asegurado su duchazo de orines. Pero lo más frecuente era que los meones no pudieran subir hasta la última grada porque había mucho público o porque ya no se aguantaban y entonces buscaban un orificio en las graderías de madera y adoptando posiciones grotescas metían su pito por allí y se aliviaban entre las risas y bromas de los hinchas. En esa época no iban mujeres al estadio. El fútbol era sólo cosa de machos.

El grito surgió en medio del tenso silencio que reinaba durante el partido entre el popular club nacional Alianza Lima y el visitante argentino de turno, el San Lorenzo de Almagro. Los negros del Alianza acababan de empatar a un gol con sus rivales cuando la voz resonó en lo alto de la tribuna de segunda:

—¡Atiguibas!

Era la primera vez que escuchábamos ese grito. El público lo recibió con risotadas y el partido continuó, cada vez más angustioso pues los argentinos amenazaban sin descanso el arco aliancista. Pero cada cinco o diez minutos volvía a escucharse el grito:

—¡Atiguibas!

Y el ambiente se relajaba.

Pronto los argentinos concretaron su dominio: el corpulento Lángara, centro delantero vasco del San Lorenzo, marcó tres goles seguidos, el último de ellos con un cañonazo desde treinta metros. Ya no había nada que hacer, habíamos perdido. Dejamos las tribunas con el rabo entre las piernas justo cuando un último «¡Atiguibas!» resonaba en el estadio y lograba apenas hacernos sonreír.

A partir de entonces, no hubo match internacional o de campeonato, en el que este grito no se escuchara en el estadio, estuviese el partido aburrido o apasionante, fuésemos ganando o perdiendo, despertando siempre hilaridad en el público. ¿Quién lo lanzaba? Su autor era al parecer inubicuo, alguien que estaba un día en una tribuna y luego en una diferente. Mi hermano y yo, a fuerza de ir al estadio, logramos localizar el origen del grito en la parte alta de la tribuna de segunda y a veces en la tribuna de popular norte, pero no distinguimos al sujeto que lo lanzaba. La voz era potente, ronca, una voz borrachosa o negroide. Pero el estadio estaba lleno de borrachosos y negroides. ¿Qué significaba además esa palabra? Nadie lo sabía. Todos a quienes preguntamos, en el estadio o fuera de él, decían haberla escuchado pero ignoraban su significado.

Una tarde al fin logramos ver al gritón y en circunstancias más bien sombrías. Fue durante un partido muy esperado en el cual el campeón nacional Universitario de Deportes —del cual mi hermano y yo éramos hinchas furiosos— recibía al campeón brasileño Sáo Paulo. Como el uniforme de ambos equipos era blanco, Universitario por cortesía con el visitante cambió el suyo por una camiseta verde. Ver salir a nuestro equipo con una camiseta de otro color nos dio mala espina. Había de por medio además un duelo entre centrodelanteros: Leonidas, llamado el Diamante Negro brasilero, y Lolo Fernández, el Cañonero peruano. Apenas sonó el silbato se escuchó un estruendoso «¡Atiguibas!» que puso a todos de buen humor. Y el buen humor aumentó cuando nuestro equipo abrió el marcador gracias a un tiro libre de Lolo Fernández. El primer tiempo terminó a nuestra ventaja, pero al comenzar el segundo el Diamante Negro se destapó. Era un negro de frente muy despejada, casi calvo y de físico esmirriado, pero diabólicamente técnico, inteligente y mañoso. En apenas veinte minutos sus jugadas sembraron la confusión en nuestra defensa y el Sáo Paulo anotó cinco goles seguidos. El último de estos fue como un detonador: el público pasó por encima de las alambradas e invadió la cancha, no se sabía si para agredir a los brasileros o para linchar a los peruanos. El árbitro dio por terminado el partido y ambos equipos huyeron hacia los camerinos custodiados por la policía. Fue entonces cuando sonó un «¡Atiguibas!» lastimero en medio de las graderías que se despoblaban y pudimos ver en lo alto de la tribuna de segunda, nuestra tribuna, a un mulato bajo, regordete, de abundante pelo zambo, que hacía bocina con sus manos y lanzaba un postrero «¡Atiguibas!», justo cuando fanáticos de la mala entraña hacían fogatas con periódicos, las tribunas de madera empezaban a flamear y nosotros teníamos que abandonar el estadio a la carrera.

No sólo las fogatas nos impidieron esa tarde acercarnos al mulato gritón, sino el abatimiento. Quien no conoce las tristezas deportivas no conoce nada de la tristeza. Esa vez, como muchas otras veces, salimos del estadio con la muerte en el alma, desesperados de la vida, sin saber cómo podríamos consolarnos del fracaso de nuestro equipo. Éramos aún muy chicos para buscar olvido en las cantinas y por supuesto no lo bastante maduros para encajar filosóficamente una derrota. No nos quedaba otra cosa que sufrir durante días o semanas, hasta que el tiempo aplacara nuestro dolor o una victoria de nuestro equipo nos devolviera la alegría.

Una victoria, eso tardaría en venir, pero al fin la tuvimos e inolvidable, uno o dos años más tarde, cuando llegó a Lima precedido por inmensa fama el Racing Club de Buenos Aires. Acababa de ganar el campeonato argentino, habiéndose mantenido invicto en los últimos veinte partidos. En su plantel todos eran estrellas, pero sus figuras más descollantes eran el arquero Rodríguez, el defensa Salomón (un metro noventa y cinco por cien kilos de peso) y el alero izquierdo Ezra Sued. Universitario de Deportes, en cambio, había terminado tercero del torneo nacional y su célebre Cañonero Lolo Fernández, nuestro ídolo, estaba lesionado y quedaría en el banco de los suplentes.

El partido comenzó a las cuatro de la tarde, precedido por un estruendoso «¡Atiguibas!» que resonó esta vez muy cerca de nosotros. El Racing era realmente una máquina de hacer goles. En apenas diez minutos su centro delantero Rubén Bravo, gracias a pases milimétricos de Ezra Sued, perforó dos veces la valla de nuestro equipo. La delantera de Universitario, conducida por el flaco Espinoza, se estrellaba sin remedio contra el gigante Salomón. En el estadio reinaba un silencio pavoroso y ni siquiera el zambo gritón, a quien ubicamos ahora pocas filas más arriba, se atrevía a lanzar su arenga.

Al promediar el primer tiempo el entrenador de Universitario decidió hacer entrar a Lolo en reemplazo del flaco Espinoza. Su aparición en el campo, con su redecilla en la cabeza y un ancho vendaje en el muslo, despertó aplausos atronadores y un alentador «¡Atiguibas!». Y entonces se produjo el milagro. Lolo Fernández marcó cinco goles, pero cada uno de ellos fue una obra de arte, un modelo de fuerza, técnica, coraje y oportunismo. El primero fue un cañonazo de quince metros, al empalmar a la carrera un centro a media altura que le envió el alero izquierdo. El segundo una «palomita» entre las piernas de Salomón, impulsado con la cabeza, casi al ras del suelo, un centro-tiro de su hermano Lolín. El tercero fue simplemente un golpe de taco, de espalda al arco, aprovechando una bola que vacilaba en el área de castigo. En la segunda parte del encuentro, Racing de entrada marcó un gol, con lo que igualó tres a tres y sembró pánico en la hinchada. Los platenses se volcaron con ardor en el campo de Universitario, decididos a defender su prestigio de campeón argentino. Pero Lolo estaba en su tarde gloriosa: aprovechando un tiro de esquina se elevó por encima del gigante Salomón y envió un cabezazo que rebotó delante del arco y penetró en la valla. Minutos más tarde, durante un nuevo contraataque, recibió un pase en el centro del campo, avanzó velozmente con el esférico y sin detenerse envió desde fuera del área un violento tiro rasante que venció la valla argentina por quinta vez. El arquero Rodríguez, de pura rabia, se quitó la gorra y la arrojó al suelo. Fue un signo de claudicación: el Racing, desmoralizado, aceptaba su derrota. En los minutos finales se limitó a jugar a la chacra para evitar un nuevo gol. El match terminó en medio de hurras, cantos y chillidos de júbilo y entre éstos el infalible y sonoro «¡Atiguibas!». Como esta vez el mulatón estaba a nuestro alcance, mi hermano y yo tratamos de abordarlo para compartir nuestra emoción y sonsacarle de paso el sentido de su enigmático grito. Pero una turba de hinchas borrachos que blandían botellas de cerveza lo rodearon y en ruidosos tumultos se perdieron por una de las oscuras escaleras que descendían hacia las puertas de salida.

Seguimos yendo al viejo estadio durante años, más por costumbre que por pasión. Las derrotas nos hacían aún sufrir y los triunfos gozar, pero con menos intensidad que antes. Éramos ya mozos, descubríamos el amor, el arte, la bohemia, la ambición, otros ámbitos donde invertir nuestros sueños y cobrar otra calidad de recompensa. Íbamos a la segunda en grupo, tomábamos cerveza, llegábamos incluso a burlarnos piadosamente de nuestros ídolos, Lolo Fernández entre otros, que se acercaba a la cuarentena y fallaba lamentablemente hasta tiros de penal. Y el «¡Atiguibas!» seguía resonando, con menos frecuencia que antes, es verdad, pero seguía resonando, despertando siempre la risa del público y nuestra curiosidad. Una especie de fatalidad impedía sin embargo que abordásemos la fuente del grito, el zambo borrachoso, a pesar que lo tuvimos algunas veces tan cerca que pudimos ver su encrespada melena, su tosca nariz un poco torcida y su cutis más morado que negro, marcado por cráteres y protuberancias, como un racimo de uvas borgoña muy manoseado. Gresca, tranca o llegada de la «segundilla» (público al que se abría las puertas del estadio media hora antes que terminara el partido y que inundaba las tribunas de segunda) lo sacaron siempre de nuestra órbita. Es así que terminé por no ir ya más al estadio y luego por abandonar el país sin haber podido resolver el secreto de este grito.

Muchos años más tarde, en uno de mis esporádicos viajes al Perú, me aventuré por el Jirón de la Unión, convertido ya en calle peatonal atestada de ambulantes, cambistas, vagos y escaperos. Me abría paso difícilmente entre la muchedumbre cuando divisé en el atrio de La Merced a un pordiosero de pie al lado del pórtico con la mano extendida. Su rostro me dijo algo: esa nariz asimétrica, esa pelambre ensortijada ahora grisácea y sobre todo ese cutis morado, violáceo, como de carne un poco pútrida. ¡Acabáramos, era Atiguibas! ¡La ocasión al fin de abordarlo, de acosarlo y de averiguar el significado de esa palabra que durante años traté en vano de conocer! Me salí del río de peatones y me acerqué al mendigo que, según noté, tenía un pie envuelto con un espeso vendaje sucio. Al sentir mi presencia alargó más la mano cabizbajo:

—Alguito no más para este anciano enfermo. Su voz ronca era inconfundible.

Inclinándome le murmuré al oído:

—Atiguibas.

Fue como si lo hubiera hincado con un alfiler. Dio una especie de respingo y levantó la cabeza, mirándome con los ojos muy abiertos.

—No me digas que no —continué—. Te conozco desde que iba al estadio de chiquito. La tribuna de segunda, allí arriba. ¡Cuántas veces te he oído gritar! Pero ahora me vas a decir lo que quiere decir Atiguibas. He esperado más de veinte años para saberlo.

El mulato me observó con atención y alargó más la mano.

—Sí, pero me sueltas unos verdes.

Tenía en el bolsillo un billete de cinco dólares y otro de cien.