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Del neopopulismo al populismo radical

Tal como lo planteó Alain Rouquié (1998), “en el fin de siglo, la enorme pobreza lingüística condujo al uso de una suerte de déjà vu para describir fenómenos nuevos: post-comunismo, neoliberal, post-moderno” (182); por supuesto, el populismo no podía ser la excepción, surgiendo así la categoría neopopulismo. En la década de 1990, se pensaba que el populismo era un tema del pasado; sin embargo, la emergencia de Alberto Fujimori en la política peruana significó un replanteamiento no solo de las concepciones sobre el populismo, sino sobre las nuevas amenazas que las democracias de la zona enfrentaban.

Revestido de un aura de outsider y con el país sometido al terror que provocaban la guerrilla maoísta Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, Fujimori elaboró un discurso basado en el antiestablecimiento y la necesidad de cambio (su partido se llamó Cambio 90). La clase política peruana, representada en los dos principales partidos tradicionales, el Acción Popular y la Alianza Popular Revolucionaria Americana, se había deslegitimado en los mandatos posteriores a la instalación de la democracia en 1980. Especialmente, durante el Gobierno de Alan García (1985-1990), el país entró en una profunda crisis económica por una improvisada política monetaria, que acabó en una hiperinflación y en un país declarado en cesación de pagos de la deuda externa. La crisis entre 1988 y 1989 dejó al menos a unas 800.000 personas sin trabajo y una disminución en el empleo industrial de más del 13 %, y de un 21 % en los primeros meses del mandato de Fujimori (Roberts 1995, 96-97). Para empeorar la situación, el avance de Sendero Luminoso parecía no tener reversa y en 1992, el subsecretario de Estado para América Latina de Estados Unidos, Bernard Aronson, contemplaba la posibilidad de que esta guerrilla pudiera triunfar militarmente. En la misma lógica, el portavoz de Sendero Luminoso en Europa le confesaba a Der Spiegel que la única negociación con el Gobierno de Lima consistía en la rendición de este (Degregori 1994, 4).

El mandato de Alberto Fujimori ha sido ampliamente descrito en la historia reciente de América Latina y es poco lo que se puede añadir. Por lo tanto, vale simplemente reseñar el cierre del Congreso en abril de 1992, conocido como autogolpe; la captura de Abimael Guzmán, máximo dirigente de Sendero Luminoso ese mismo año, y la cinematográfica retoma militar de la residencia del embajador japonés a manos del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru en 1996, todo ello acompañado de un discurso populista en el que miles de peruanos se sintieron identificados, hasta que el autoritarismo fue evidente y la presión popular terminó en una nueva transición a la democracia a comienzos de siglo.

En el plano económico, Fujimori apeló a la apertura y al liberalismo y selló la proyección peruana hacia el Pacífico, incorporándola al Foro de Cooperación del Asia Pacífico (APEC, por sus siglas en inglés). ¿Puede un neoliberal considerarse populista? Aunque parezca contradictorio por el carácter impopular de las medidas neoliberales, la ola de gobiernos tecnócratas que acudieron al populismo, como Carlos Saúl Menem, Carlos Salinas de Gortari, Fernando Collor de Melo y Alberto Fujimori, demostraron que algunas medidas de este tipo no tenían que ser necesariamente rechazadas por la población.

A partir de estos casos —siendo el de Fujimori, el más desarrollado, no solo por su duración, sino por el impacto que tuvo en el sistema político—, Kenneth Roberts (1995, 112) utilizó el término neopopulismo para poner en evidencia que el fenómeno también podía ser un instrumento del neoliberalismo. A su juicio, este surgió como consecuencia de la crisis del Estado desarrollista, la desaceleración económica tras la puesta en marcha del Consenso de Washington y el debilitamiento de las instituciones, al igual que de la identidad colectiva de los latinoamericanos. A estas causas se debe sumar el debilitamiento de los partidos políticos tradicionales, que dejaron de ser el canal de participación y, en varios de estos casos, se convirtieron en un símbolo del establecimiento anquilosado, características muy presentes en la realidad peruana de ese entonces.

Desde esta perspectiva propuesta por Roberts se observa un populismo con un claro enfoque económico y una novedad, ya que por su carácter neoliberal niega tajantemente la existencia de las ideologías. Esta es una característica bien original, pues, aunque el populismo en el pasado no hubiese tenido una sola ideología, se podía enmarcar al menos en las grandes corrientes de izquierda y derecha.

De esta forma, se puede identificar el surgimiento de uno de los rasgos más característicos del populismo más contemporáneo, “la política de la antipolítica”, estrategia esencial en la génesis neopopulista (Roberts 1995, 96), que se manifestó en la importancia que adquirieron aquellos candidatos que no tenían un gran recorrido político e hicieron de la independencia su principal virtud para las elecciones.

Ahora bien, este neopopulismo cumple con la condición descrita por Di Tella (1965), según la cual el fenómeno no perdura, pues cumplió un ciclo y terminó a comienzos de siglo, cuando la ola de gobiernos progresistas se impuso como tendencia en casi toda la región. Subsecuentemente, se llegó al populismo radical, que apareció con mucha fuerza en Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador y Venezuela, pero con características que lo diferencian del tradicional surgido en el contexto de los años treinta y cuarenta.

El conjunto de articulaciones de demandas sociales y políticas ocurrido en la región andina a comienzos de siglo XXI se pude enmarcar como populismo radical. Luego de examinar las definiciones descritas y el carácter propio de esta práctica en el entorno reciente latinoamericano, es posible definir este populismo radical como un discurso y una práctica política que establece un vínculo directo entre un líder carismático y el pueblo, con el fin de movilizarlo en contra del establecimiento. Este acude al llamado de movilización porque está convencido de que se encuentra en una fase liberadora, por lo cual está en disposición de aceptar cambios estructurales en el sistema político. Estos cambios tienen un contexto particular en el caso andino y en algunos del Cono Sur: el populismo es un instrumento al que se apela para consolidar la democracia, pues se considera que luego del establecimiento no se consiguió su posterior profundización. Esta brecha instalación-consolidación explica le necesidad de apelar a prácticas de participación directa inscritas dentro del populismo.

La tercera ola de democratización tuvo efectos dispares, ya que, mientras algunos países avanzaron en el proceso de consolidación, como ocurrió en el sur de Europa con España, Grecia y Portugal o en Europa Central y del Este, en la región andina el rezago fue evidente. Incluso no se entiende cómo regímenes con menor tradición democrática avanzaron más en ese camino. En la tabla 1 se evidencian los alcances sobre el sistema político de cada uno de los populismos que se han descrito.

Tabla 1. Tipos de populismo según su estrategia, contexto e impacto en el sistema político


Populismo tradicionalPopulismo radicalPopulismo en contextos demoliberales
Estrategia y objetivoReemplaza la nación como elemento constitutivo del Estado por el pueblo, una abstracción relativa a la clase social o a referencias etnolingüísticas e históricas, con el fin de enaltecer a un segmento poblacional que se considera excluido.Superar la brecha que separa la instalación de la consolidación democrática.Desmarcarse en coyunturas electorales del establecimiento liberal. En el caso de la UE, es evidente el rechazo al bloque, el cual se pretende capitalizar únicamente con propósitos de competencia electoral.
ContextohistóricoDécadas de 1930 y 1940, cuando varios Estados están en su proceso de modernización, especialmente en América Latina. En Europa se trata del periodo de entre guerras.Nace en el viraje a la izquierda de varios países latinoamericanos, luego del triunfo de Hugo Chávez en las elecciones de 1998. A partir de allí, varios partidos progresistas con estrategias populistas accedieron y gestionaron el poder.Crisis financiera a partir de 2008, que deriva en una crisis de legitimidad del modelo liberal, especialmente en las democracias consolidadas en Estados Unidos y Europa Occidental.
Impacto en el sistema políticoCondicionó el proceso inacabado del Estado nación. En algunos casos significó una refundación del proyecto estatal y la inclusión de la modernidad como ideal.Condicionó la democratización posterior a la segunda y tercera ola.En algunos casos significó una profundización de la democracia y en el caso venezolano giró hacia un autoritarismo en primera instancia, para luego convertirse en una dictadura.No tiende a cambiar el sistema político, ya que se trata de democracias consolidadas.Se señala como una tendencia, pues existen excepciones como Hungría, en la administración de Viktor Orbán, y Polonia, con el partido Ley y Justicia.

Fuente: elaboración propia.

Esta enorme asimetría en las consolidaciones democráticas de regímenes de la segunda ola, pero sobre todo de la tercera, hace pertinente el estudio del populismo como fórmula para concretar un proceso inacabado. Sin duda alguna, uno de los ejemplos más interesantes lo constituye Ecuador; se trata de un Estado con una influencia populista sostenida a lo largo del tiempo en varios ciclos, vitales en la construcción del Estado nación y en la democratización. Ecuador no solo fue parte de la tercera ola de democratización, sino que inauguró esa tendencia en América Latina. También es llamativo el legado de los militares, ya que, como se verá en detalle en la segunda parte del libro, estos se alejaron del prototipo de dictadura militar de derecha típica del Cono Sur y tuvieron en cambio una suerte de vocación progresista-desarrollista. Dicha herencia condicionó el papel de los militares como árbitros de la política en las décadas posteriores a la instalación de la democracia. Con este conjunto de características queda en evidencia la pertinencia, relevancia y originalidad del estudio del caso ecuatoriano.

Mitos y realidades del populismo ecuatoriano

La historia política de Ecuador es indisociable del populismo. El sociólogo Carlos de la Torre (1997b, 12), el experto más citado sobre el tema, considera que se trata del fenómeno político de mayor relevancia en la historia contemporánea del país. Por su parte, Alberto Acosta (1996, 6) afirma que se trata de un país pródigo en populismo y populistas. Para Amparo Menéndez-Carrión (1992), el tema ha inspirado “indagaciones fructíferas que permitieron elucidar fenómenos históricos concretos y configurar un campo discursivo capaz de ofrecer no pocas premisas para la indagación futura sobre el proceso político ecuatoriano, en múltiples dimensiones” (199).

El primer escrito acerca de la construcción del Estado nación moderno en Ecuador está dedicado al populismo. Se trata de El mito del populismo en Ecuador: análisis de los fundamentos del Estado ecuatoriano moderno (1895-1934), ensayo del historiador Rafael Quintero López (2005). Según su propio autor, este contiene el primer análisis electoral de la ciencia política ecuatoriana que incluyó, entre otros, un estudio pionero sobre el voto de mujeres analfabetas en 1929, punto de inflexión de la democracia, ya que Ecuador fue la primera nación en América Latina que reconoció ese derecho; sin duda alguna, una conquista de género de enormes dimensiones.

La obra de Quintero López busca hacer comprensible el mito de José María Velasco Ibarra, pues su figura, aunque es de gran relevancia para el Ecuador, no había sido suficientemente analizada. Gracias a esta exploración pionera se entendió que el populismo tenía tres connotaciones en el país: una forma de movilización, idea que coincide perfectamente con los conceptos de Germani, Di Tella y Laclau; una cultura política, una novedad respecto de otros casos y solo equiparable con el ejemplo argentino, donde la trascendencia del peronismo constituye una excepción respecto de otros movimientos populistas; y una retórica discursiva.

Sabiendo que el punto de partida de una definición son estas tres dimensiones, vale la pena preguntarse: ¿en qué consistió concretamente el velasquismo? Desde el punto de vista ideológico, no existe un consenso sobre el carácter de los gobiernos de Velasco Ibarra, pues si bien se consideró como un liberal, también fue evidente su convicción católica. Existe, eso sí, claridad sobre el hecho de que el líder negoció con la entonces oligarquía ecuatoriana para poder mantener un margen de maniobra en el segundo pacto oligárquico en 1933,6 tras ganar las elecciones. Esto demostraría que en su primera incursión política no fue necesariamente un dirigente antiestablecimiento ni populista, ya que solo apeló al populismo a partir de 1945 (Quintero López 2004, 16).

Vale decir que el velasquismo no fue un fenómeno homogéneo y la conceptualización de sus distintas manifestaciones según cada contexto —1933, 1940, 1945, 1952, 1960 y 1968— obedece a “categorías sociológicas diferentes” (Quintero López 2004, 13). El periodo más llamativo en términos del populismo lo constituye la década de 1940, ya que, desde allí en adelante, transformó la cultura política ecuatoriana e hizo parte de su impronta. Rafael Arizaga Vega (citado en Torre, 1997b) describe dicho cambio en los siguientes términos:

La aparición de Velasco Ibarra en el escenario político nacional trae como consecuencia un cambio radical en la forma de realizar una campaña electoral. Efectivamente, hasta su aparición, las campañas políticas se habían realizado siempre en estrechos círculos, en las altas directivas de las Juntas Supremas Liberales, en conciliábulos más o menos secretos, sin que los diferentes candidatos hubieran tenido la oportunidad de tratar directamente con el pueblo, mediante asambleas y plebiscitos, los principales problemas de sus programas políticos. Con Velasco Ibarra cambia totalmente esta modalidad, haciéndose presente por primera ocasión el orador popular, el líder, el conductor de multitudes que se dirige al pueblo en demanda de apoyo para sus planes políticos. En contraste con el caudillo militar aparece el líder de extracción social, el agitador, en una palabra. Velasco en su campaña política del año 33 rompe la tradición recorriendo el país, poniéndose en contacto con el pueblo. La base de su campaña, el leitmotiv de sus fogosos discursos, lo constituye la censura violenta de los errores del partido liberal. Reclama libertad de conciencia, libertad de educación y sobre todo libertad electoral. (24)

El populismo fue esencial en su llegada al poder y supuso una transformación de los hábitos electorales de los políticos, quienes, a partir de ese entonces, entendieron la necesidad de recorrer el país y llegar a varios sectores, especialmente los más vulnerables, haciendo énfasis en la libertad, con lo que sobresale una de las características del populismo latinoamericano: un estadio liberalizador por el que las masas movilizadas sienten avanzar.

La relación con las ideologías ha sido uno de los puntos más complejos en el discurso velasquista; a partir de esta, se ha considerado que en el fondo reposaban intenciones de demagogia para no comprometerse con ningún principio, valor o creencia determinados y poder modificar sus posiciones al vaivén del cambio de las circunstancias. A través de este desapego ideológico apoyaba su postura antiestablecimiento, es decir, estaba en contra de las ideologías imperantes y de los partidos políticos. Velasco Ibarra encarnaba las demandas de todo el pueblo y podía darse el lujo de desconocer los canales institucionales para la participación. Esto se expresa en lo que sería tal vez su alocución más célebre:

No me fijéis a mí que desarrolle un programa de socialista, comunista, liberal o conservador. No me lo fijéis, no soy para eso. El momento actual es un momento difícil. Es un momento esencialmente vital. Es un momento en que concurre el comunista con el católico... Yo no serviré a ninguna ideología determinada. Yo no serviré a ningún partido... yo seré el servidor del pueblo. (Torre 1994, 706)

Se percibe una personificación de la política al deshacer toda vinculación partidista y pedir a su electorado depositar toda la confianza en el líder, dejándole un amplio margen de maniobra y no de acuerdo con principios inscritos en un programa de gobierno. Ese antipartidismo va a aparecer como un rasgo inconfundible en el populismo de Rafael Correa.

Este pedido de Velasco Ibarra derivó en una movilización que favoreció la participación de sectores que otrora veían en la política un asunto de élites. El resultado fue contundente: el electorado ecuatoriano se amplió significativamente entre las décadas de 1930 y 1960. En 1933 las personas con capacidad de voto representaban el 3,1 % del total de la población, mientras que para 1968 dicha cifra alcanzaba el 16,63 % (Torre 1997b, 14).

Ahora bien, esto no favoreció la democratización, y menos aún en términos liberales, pues Velasco Ibarra se declaró tres veces dictador. ¿Cómo se puede explicar que un proyecto político estimule la participación y al mismo tiempo afecte principios elementales de la democracia liberal? Esta participación no implica necesariamente una transformación dentro del marco de la separación de poderes, el esquema de pesos y contrapesos y las márgenes del Estado de derecho, como se supone que ocurre dentro de una democracia con vocación liberal. Velasco Ibarra abolió las constituciones de 1935, 1946 y 1970 apoyado en esta movilización, evocando el argumento de que estas limitaban el poder del pueblo que pretendía encarnar. El velasquismo, más que una ideología, consistió en una forma de hacer política, cuyo resultado más visible consistió en transformar el pueblo de una abstracción a un sujeto activo de la política, lo cual modificó los cimientos del Estado moderno ecuatoriano.

Otro elemento que se rescata de la práctica velasquista consiste en el mito del retorno, presente en la política ecuatoriana a lo largo del siglo XX y probablemente vigente hasta la actualidad. La idea de retornar se manifestó o bien por el regreso del líder de un exilio, cuya llegada significa la confirmación de que el pueblo se encuentra en un proceso de liberación, o por el retorno a una idea fundacional de la nación, en este caso a la Revolución Liberal de Eloy Alfaro, hacia donde han convergido buena parte de los procesos reformistas en los siglos XX y XXI, como lo señala el historiador Enrique Ayala Mora (entrevista, 14 de diciembre de 2015, Quito). También es posible percibir el retorno a algunos elementos de la vida indígena, los cuales fueron abandonados en la época republicana, pero cuyo resurgimiento es esencial en la reconfiguración de la nación.

Para 1939, el país se había sumido en una profunda crisis. En las elecciones se había impuesto Carlos Arroyo del Río, quien había vencido a Velasco Ibarra, según este último, mediante un fraude, teoría por lo demás de amplia aceptación nacional. El diario El Universo consideró que jamás en la historia del país se había presentado una “farsa electoral” como aquella, la cual marcó enormemente la sociedad ecuatoriana que se sintió engañada (Torre 1997b, 26). La situación empeoró en 1941, cuando estalló la guerra con Perú y el presidente suspendió la separación de los poderes al acudir al Estado de excepción. Desde ese entonces, la legitimidad de Arroyo del Río se desplomó y su margen de acción se redujo considerablemente. Al mismo tiempo, se multiplicaban las manifestaciones de apoyo a Velasco Ibarra. La guerra tuvo un impacto nefasto en la moral de los ecuatorianos, que culparon no solo al partido de Gobierno, el Liberal, y en general a todo el establecimiento político. Como se observa en la figura 1, Ecuador perdió la mitad de su territorio amazónico por cuenta del conflicto de 1941.

Figura 1. Mapa de la pérdida de territorio ecuatoriano


Fuente: elaboración propia a partir de Ayala Mora (2004, 58 y 59).

El 30 de mayo de 1944, Velasco Ibarra volvió al país después de un exilio en Colombia. Su llegada supuso de nuevo un cambio radical en la política y despertó manifestaciones populares que nunca habían tenido lugar hacia político alguno en la historia ecuatoriana, según reportaron los medios de la época (Torre 1997b, 20).

Se empezó a forjar la idea de Velasco Ibarra como un libertador, equiparando su figura con los héroes de la Independencia. Uno de los panfletos distribuidos a su llegada muestra el tono épico con el que se solía describir la liberación que suponía su retorno:

Nunca César Romano, al regresar de sus guerras con naciones poderosas arrastrando su carro triunfal, recibió la Ciudad-eterna en una apoteosis tan unánime ni subió con tanto brío al capitolio. Podemos afirmar sin una chispa de exageración, me decía después un adversario del régimen libertador, que sólo las piedras no se levantaron para aclamar al Ídolo del Pueblo Ecuatoriano. Tal fue la alegría y el entusiasmo de nuestros compatriotas, cuando por calles y plazas alfombradas de flores y aclamado por cien mil personas, hizo su entrada victoriosa en nuestra ciudad…

Velasco Ibarra fue nuestro libertador. Mató a la Hidra que nos devoraba. Velasco Ibarra fue siempre el más ardiente defensor del pueblo. El pueblo lo siente así. Oprimido y torturado por gobiernos de concupiscencias políticas y de tiranía execrable, lanzó sus miradas de amor y de protección hacia su gran caudillo. El pueblo conocía sus virtudes, su patriotismo incontrastable. Tenía razón. Velasco Ibarra es ciertamente una fuerza cósmica: se encrespa, ruge, sofoca, despedaza, fulmina todo lo que se opone a la felicidad de la patria. Sólo las almas nobles se irritan contra el crimen, y Velasco Ibarra es un alma noble. Sólo los héroes empuñan el hierro para liberar de sus verdugos al pueblo oprimido, y Velasco es un héroe. […] El Diario La Prensa de Guayaquil describía su retorno como la forma más expedita de recuperar la condición ciudadana para los ecuatorianos, dejando entrever además que, su figura encarnaba la revolución que estaba en plana gestación a su regreso:

De una época de tiranía volvemos a ser ciudadanos. De la opresión, surgimos a la libertad. De la miseria, vamos a reconquistar el derecho al progreso. De la oligarquía, Ecuador se ha librado; y bajo la égida democrática que encarna la Revolución que acaba de efectuarse, espera su redención completa, en lo moral, material y social, con un lema: Reconstrucción y Unidad Nacional, y un hombre: J. M. Velasco Ibarra. (Torre 1997b, 21 y 22)

De esta manera, la refundación del Estado nación lograda por Velasco Ibarra corresponde a una época en la que era necesaria la superación de un trauma que aun en la actualidad marca la cultura política ecuatoriana: la sensación de que el país es vulnerable respecto de sus vecinos, lo cual se ve reflejado en la pérdida gradual de territorio. Al Gobierno de Arroyo se le identificó como responsable de la derrota frente a Perú y se la acusó de haber socavado la soberanía, al concesionarle a Estados Unidos el territorio de las islas Galápagos para la instalación de bases militares.

Los grafitis de la época anunciaban lacónicamente “Ecuador en venta. Informes: Presidencia de la República” (Torre 1997a, 31). Ese sentimiento de debilidad y vulnerabilidad regional fue capitalizado por Velasco Ibarra para imponerse como el único dirigente capaz de restituir la moral nacional.

Pero más allá de estos elementos, ¿cómo se puede describir el velasquismo? Para efectos de esta reflexión, se define como un periodo y como una práctica política que condicionó la política ecuatoriana, no de forma uniforme, pues sus cinco mandatos no tuvieron el mismo impacto en el sistema político; no obstante, sin duda, Velasco Ibarra contribuyó a la formación del Estado nación y sentó las bases para que posteriormente se diera una verdadera transición a la democracia, que bajo su liderazgo era impensable. En sus mandatos se observaron altas dosis de autoritarismo, rupturas que condujeron a Ecuador hacia periodos dictatoriales; sin embargo, su sello lo constituye la apertura de la política a un verdadero espectro público, donde varias clases sociales y regiones distintas a Quito y Guayaquil, otrora no tenidas en cuenta, fueron involucrándose hasta que se conformó lo que se podría denominar una ecuatorianidad moderna.

El velasquismo significó paralelamente un discurso contra un establecimiento, que sería la semilla de lo que décadas más tarde Rafael Correa denominaría la partidocracia, y que en ambos casos se expresaría en un rechazo hacia los partidos políticos tradicionales, a quienes se les endilga la responsabilidad de buena parte de las tragedias del país, como la pérdida de territorio, las peores crisis económico-financieras y la negación sistemática del derecho a la participación de segmentos populares. Velasco Ibarra fue un populista porque, siguiendo la lógica de Laclau, articuló una serie de demandas sociales cuya única concreción posible parecía depositar en él toda la confianza, incluso desconociendo instituciones y anulando de tajo una característica fundamental para la democracia: la existencia de contrapesos que ejerzan un control sobre el Ejecutivo. Ahora bien, y como se verá más adelante, para autores como Agustín Cueva, el uso del populismo por parte de Velasco Ibarra se explica como una estrategia política para mantener la estructura de clases sociales en el Ecuador y no como un discurso de emancipación. La lectura profundamente arcada por el marxismo por parte de uno de los sociólogos más influyentes en el Ecuador del silgo XX pone en evidencia un aspecto generalmente desapercibido del populismo: como instrumento de opresión de clases.

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