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Populismo y nacionalismo
Desde el siglo XVIII, la nación y el pueblo se han equiparado hasta convertirse en la base de los regímenes democráticos representativos. A su vez, se convierten en la base de la soberanía popular, para dar origen a la nacionalidad y la ciudadanía. Dicha soberanía, que reside en el pueblo, se convierte en la fuente de legitimidad del poder y luego servirá de inspiración para diversos movimientos populistas en el mundo.
De esta forma, nacionalismo y soberanía permiten la integración de los ciudadanos a la vida política de los Estados modernos. Para lograrlo, se hace necesario educar a las masas, una idea que proviene de la Revolución Francesa, cuando desde 1787 los militantes de dicha causa elaboraron panfletos en los que se explicaba la necesaria integración entre el pueblo y la nación, a los cuales se les atribuía una soberanía exclusiva, que luego aparecerá en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (Hermet 1997, 35).
En el siglo XVIII apareció el debate entre el cosmopolitismo y el nacionalismo, cuyas figuras representativas fueron Emmanuel Kant y Johann Gottfried Herder, respectivamente. Este último tuvo mucho que ver en el desarrollo de un nacionalismo que más adelante puede emparentarse con el populismo. Herder fue enemigo de la idea de un universalismo y se convirtió en firme defensor de las particularidades de las naciones y de los pueblos. Ahora bien, rechazaba la idea de la existencia de razas, y apelaba más bien a los rasgos culturales de cada grupo, alejándose del factor biológico:
En todas las naciones se advierte un principio activo, a saber, una misma razón humana que se empeña en producir la unidad de la multiplicidad, el orden del desorden, un conjunto simétrico y de belleza duradera de una gran variedad de fuerzas e intenciones. En cada una de las naciones se descubren curvas ascendentes y descendentes y tiene por objeto puntos máximos muy diversos, algunos de los cuales se excluyen o limitan mutuamente hasta que, por fin llega la simetría del conjunto. (Herder 2002, 504)
Para Isaiah Berlin, Herder no solo es el precursor por excelencia del nacionalismo, sino que puede considerarse un populista, en la medida en que contribuyó, a partir del particularismo, a hallar las sensibilidades y características históricas de cada cultura en las que el pueblo encuentra su espíritu (Bautista Romero 2018, 49).
En el siglo XIX, cuando el término populismo aparece formalmente, no tiene una clara connotación o raíces nacionalistas. Se trata más bien de una articulación de reivindicaciones rurales en Estados Unidos y en Rusia, inscritas en una lucha de clases entre algunas de las gentes rurales desfavorecidas y las élites urbanas. El populismo ruso (narodnitchestvo) tiene un significado particular, pues está enraizado en el carácter eslavo y propone una suerte de guía para ese pueblo, esencialmente compuesto de campesinos. Esto se completaba con la idea de un partido político que debía “iluminar la consciencia muy incipiente de aquellas masas” (Besançon 1997, 230).
En Estados Unidos, luego de la Guerra de Secesión, este populismo fue promovido por pequeños agricultores o empresarios de pequeñas industrias golpeadas económicamente por la guerra. La posguerra había favorecido los intereses del gran capital, expresado en las compañías encargadas de las vías férreas, algunos monopolios y la banca privada. Para responder a semejantes adversidades, en 1890 se creó el People’s Party; no obstante, en las elecciones de 1892 su desempeño fue muy pobre, al obtener apenas el 8,5 % de los votos. Para Guy Hermet (1997, 44), una de las causas de este fracaso fue el hecho de no haber apelado al nacionalismo, un elemento clave para la movilización popular.
Este populismo embrionario de carácter fuertemente rural no trascendió, pues en Estados Unidos el bipartidismo dejó muy pocos espacios para alternativas de este tipo; de igual manera, en ello pudo haber tenido que ver el carácter presidencialista, ya que existen menos estímulos para la conformación de coaliciones que en un parlamentarismo, donde las victorias relativas en las elecciones obligan a negociar con otros partidos o movimientos. En el caso ruso, el Partido Obrero Socialdemócrata se impuso como el principal canal del descontento popular y el vehículo de sus demandas, hasta la Revolución de Octubre, cuando el Partido Comunista de la Unión Soviética se convirtió en el principal actor del proceso, sin dejar espacios para otros movimientos.
En el siglo XX, América Latina se convirtió en la zona por excelencia para el surgimiento y apogeo del populismo. Gino Germani (1978, 25) propuso una definición para el populismo nacionalista que emergía por ese entonces en la Argentina de Juan Domingo Perón. Germani había observado los procesos de movilización de masas en la Italia dominada por el fascismo, por lo que pretendía entender las diferencias entre los procesos (de movilizaciones como de desmovilizaciones) entre Argentina, Italia y la Unión Soviética. En el peronismo, el populismo consistió en una forma de dominación autoritaria que encontró en la cultura política argentina terreno fecundo. La movilización de masas consistió en “la aceptación pasiva de un gobernante autoritario, legitimado por la tradición o aceptado por su carisma […] enraizada en el sentimiento a participar” (Germani 2010, 618). Una característica importante del estudio de Germani —también en los de Torcuato Di Tella y Francisco Weffort— radica en que se trata del momento en el que varios Estados latinoamericanos están en plena modernización. Estos países se encuentran atravesados por una modernidad incompleta o, en palabras de Fernando Coronil (2013, 406-407), subalterna y occidentalista, plagada de contradicciones, ya que su cultura fue subsumida en medio del proceso de la narrativa en la que se fue creando Occidente. El populismo fue una respuesta autónoma a esa modernidad impuesta o inacabada.
Así, América Latina se convirtió en una zona donde proliferó un populismo de rasgos propios, muy distinto del que emergió en Europa y en Estados Unidos a finales del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX. La cuestión consiste en determinar qué características en común tienen todos estos populismos. Una coincidencia notable consiste en que en todos estos contextos geográficos e históricos se observa un deseo de liberación por parte de esos segmentos de excluidos. Más allá de movilizar, como lo plantea Germani, o de articular demandas, según Laclau, el populismo en esencia otorga una sensación de liberación, que obviamente varía en función de cada proceso histórico.
El populismo en la actualidad: del régimen liberal representativo a la democracia directa e iliberal
Existen marcadas diferencias entre el populismo en América Latina y en Europa que merecen un análisis detallado para evitar generalizaciones infundadas. La primera característica que los diferencia tiene que ver con la relación populismo-sistema político. En el caso latinoamericano, especialmente en los países andinos donde se evidenció un retorno del populismo a finales del siglo pasado, este apareció como un intento por consolidar las democracias tras la segunda (para el caso de Venezuela) o tercera ola (para Argentina, Bolivia y Ecuador), es decir, el populismo dejó de ser un instrumento para el fortalecimiento del Estado y su modernización, para conjugarse, en tanto que mecanismo, con la democratización. En el caso europeo, las dinámicas de su resurgimiento están ligadas al proceso de construcción europea o de regionalización. En los países de Europa Central y del Este, el populismo ha conseguido acceder al poder en el plano nacional; y en Europa Occidental ha sido sobre todo una fuerza en el subnacional (aunque esta tendencia puede variar en algunos casos, como en Italia, donde ha sido una fuerza en el nivel nacional). En Europa, este populismo tiene un rasgo identitario, basado en términos étnicos y más recientemente religiosos; por ejemplo, el populismo en Países Bajos o en Francia tiende a reivindicar el discurso secular frente a la supuesta amenaza del islam, mientras que en Hungría y Polonia se apela al cristianismo como una característica fundacional europea.
La Unión Europea (UE) es constantemente señalada de abanderar un discurso globalizador que pone en riesgo los intereses nacionales y, además, debilita la soberanía de los Estados. El populismo europeo no solo se alimenta de las exigencias nacionalistas frente al islam o a las migraciones, sino que también contiene un discurso que reivindica una política económica que brinda mayor protección a algunos sectores vulnerables y que, por tanto, se consideran como los perdedores de la regionalización europea, especialmente en los sectores rurales, donde el populismo ha sido una práctica política redituable. Bastien Nivet (2011) describe esta caricaturización del proyecto europeo en los siguientes términos:
Acusada de ser el motor de la mundialización devastadora, de despojar a los Estados de su identidad, así como de ostentar un margen de maniobra político-económico para decidir en el lugar de los ciudadanos y sus elegidos, la UE constituye, junto a las “élites” y a los “extranjeros”, el blanco predilecto de movimientos que asocian la crispación identitaria con el rechazo a la apertura y con la eurofobia. (17)
En esta nueva correlación de fuerzas entre euroescépticos (países que promueven una desaceleración o congelamiento de la construcción europea al reivindicar su soberanía) y aquellos partidarios de profundizar la integración, se modificó con las ampliaciones de la UE en 2004, 2007 y 2013, las cuales incluyeron a varios de los Estados de Europa Central y del Este que formaban parte de la denominada Cortina de Hierro. Con una Europa de veintiocho Estados, el euroescepticismo se ha robustecido, y su discurso para el rescate de la menoscabada soberanía se ha articulado en una plataforma populista. Bastien Nivet distingue dos tipos de euroescepticismo: uno de línea moderada, que se limita a criticar aspectos puntuales de la construcción regional, pero pretende reformas; y otro radical, estrechamente ligado al populismo, el cual se opone a la integración. En este escenario, los movimientos populistas son el resultado del desencanto respecto de la integración, así como en América Latina resurgió en buena medida por la desilusión frente a la democratización. En ambos contextos, el populismo da una respuesta frente a expectativas que finalmente no se terminan cumpliendo. En el caso de Europa Central y Oriental, el desmonte del Estado providencia o de bienestar ahondó la desilusión, pues la transición hacia el liberalismo económico supuso el abandono de políticas sociales y de ayudas a la clase media, una impronta de los sistemas políticos comunistas del pasado.
La peor coyuntura en medio de este desencanto fue la crisis financiera de 2008, con efectos devastadores en la legitimidad europea, así como un factor clave en el fortalecimiento del populismo. Más grave aún, esta crisis golpeaba a Estados Unidos y Europa Occidental, principales referentes de la economía de mercado y del proceso de liberalización. En muchos de estos países del Este europeo causaba estupor el hecho de que fuera el Estado el que acudiera para salvar al sector bancario y al capitalismo, en desmedro de los intereses populares. Para completar la paradoja, se trataba de una intervención del Estado en la economía que parecía calcada del modelo comunista, cuando el establecimiento podía darse el lujo de tomar decisiones de forma arbitraria y sin someterse a un control político por parte de la ciudadanía. Superado el comunismo, se pensó que el capitalismo era infalible y que muchos de sus defectos habían sido ignorados, ya que se consideraban como parte de la propaganda comunista del pasado (Rupnik y Fejtö 1999).
Esta crisis, que se arrastró por varios años y causó estragos en España, Portugal, Irlanda, Chipre y Grecia, tocó fondo en 2015. En medio de la crisis fiscal, los griegos rechazaron en las urnas un plan de ajuste estructural propuesto por la UE para salvar la economía; no obstante, Atenas terminó cediendo a la presión de Bruselas y ejecutó un plan de recortes, con efectos devastadores en la clase media griega. La forma como se negoció la salida puso en evidencia las enormes contradicciones del proceso de integración europea. Mientras el órgano elegido de forma directa, el Parlamento Europeo, parecía tener una capacidad de codecisión muy limitada, la Troika,4 compuesta por el Banco Central Europeo, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional, no elegidos por voto directo, tenía el mayor peso en cuestiones que afectan el día a día de los ciudadanos, como en lo relativo a la política fiscal (Ayad 2019).
De esta forma, la crisis griega cristalizó el desprestigio y la impopularidad de la UE, de la cual surgió la noción de déficit democrático, para denunciar el desequilibrio entre las prerrogativas reales y visibles de órganos no electos versus las funciones menos observables en autoridades elegidas (gobiernos nacionales y Parlamento Europeo). Jürgen Habermas fue uno de los intelectuales que alzó la voz contra la institucionalidad europea en plena concepción de la crisis griega en 2011:
La señora Merkel y el señor Sarkozy solo han expresado hasta la fecha ideas vagas sobre el futuro de la Unión en las que además ni siquiera coinciden. No obstante, al menos, ambos apuntan hacia una colaboración intergubernamental reforzada. […] Se trata de un cambio mínimo en apariencia, pero que amenaza a los gobiernos nacionales. El problema que dicha situación traduce es una pérdida gradual de control por parte de los parlamentos nacionales en lo que respecta a las leyes financieras. […] esta reforma asfixiará poco a poco el pulmón de la democracia a escala nacional, sin que dicha pérdida sea compensada en el espacio europeo. (Le Monde 2011; la traducción es propia)
El acuerdo pactado entre Grecia y la UE en 2015 pareció validar el argumento de Habermas, pues cualquier norma que fuera aprobada por el Parlamento griego relativa a la política fiscal debía someterse a la supervisión de la llamada Troika, una disposición que causó enorme malestar por la pérdida de soberanía que aquello suponía para Grecia. Para muchos, la gobernanza intensamente promovida en el seno de la UE se convertía en un “eufemismo para designar una estricta forma de dominación política” (Le Monde 2011), en la que el voto ciudadano se devaluaba poco a poco. Un porcentaje representativo del electorado griego se preguntaba con justa causa: ¿de qué sirve elegir en el Parlamento a representantes y a un primer ministro o gobierno si finalmente no son ellos quienes deciden la gestión de crisis?
El impacto en términos de estrategias políticas ha sido paradójico, pues los extremos de la izquierda y la derecha en Europa han tendido a converger hacia la crítica al modelo europeo. Se trata, obviamente, de razones distintas y no se podría caer en el simplismo de equipararlas, pero se puede constatar que ambos han apelado al populismo para denunciar el déficit democrático representado en el poder de la Troika.
En respuesta, los sectores más moderados se han convertido en los principales contradictores del populismo, sea de izquierda o de derecha, ya que consideran que representan no solo una amenaza contra el proyecto europeo, sino contra la democracia. Andrew Moravcsik considera que la idea de déficit democrático corresponde a un mito, pues se presume que la UE debe funcionar como los sistemas internos en cada Estado; a partir de dicho símil infundado, se critica la falta de representatividad. Las instituciones de la UE son democráticas y, aunque no representen la unidad de un Estado en particular, como ocurre con las instituciones nacionales, están sometidas al Estado de derecho como se exige dentro del marco de la democracia. La argumentación de Moravsick (2003) retoma los principios liberales más elementales de la democracia:
Los argumentos más antiguos a favor de la democracia, que se remontan al menos a John Locke —entre otros— y al nacimiento de una Europa moderna, están basados en el hecho de que esta constituye el régimen con mayores posibilidades de garantizar un “gobierno limitado” capaz de contener el poder arbitrario y potencialmente corrupto del Estado. […] No obstante, la amenaza de un super-Estado europeo es una ilusión. Las reglas constitucionales inscritas en el corazón de los tratados europeos condicionan el manejo de la política europea […]. Las mismas combinan elementos inspirados en la democracia consensual de los Países Bajos, en el federalismo canadiense, en el equilibrio de poderes americano y en el poder fiscal limitado de Suiza. Cada uno de esos factores aparece aún más reforzado. (89)
Aun con esta defensa del modelo liberal representativo de la UE, el populismo sigue siendo una práctica que se justifica en la defensa de la democracia. En Grecia y España se pueden observar los casos de los partidos de izquierda Syriza y Podemos, respectivamente, que han puesto en evidencia que un sector importante, especialmente de jóvenes europeos, se identifica en la denuncia del déficit democrático. La argumentación de los populismos de izquierda es muy distinta, pues aluden a la crítica de la política económica, y sus reivindicaciones se inscriben más bien en la lucha de clases, pero no apelan al nacionalismo, o no al menos en términos étnicos, ya que promueven la protección de la industria nacional, una suerte de nacionalismo económico, muy alejado del nacionalismo que dio sustento a los Estados modernos.
Por su composición, estos parecen movimientos sociales y no tanto partidos políticos; de allí que Boaventura de Sousa Santos (2004) los defina como partidos-movimiento. La fuerza que han alcanzado ha hecho que algunos autores sugieran una crisis estructural de la democracia. A diferencia de coyunturas pasadas, esta vez tendría lugar en regímenes democráticos constituidos y de larga tradición, como Estados Unidos, Francia y Reino Unido, normalmente considerados como cunas de la democracia moderna. En estos términos, el populismo puede considerarse una suerte de enfermedad senil de las democracias, tal como lo sugiere el historiador Philippe Roger (2012):
Definir el populismo nunca ha sido fácil. Más aun, la dificultad se acrecienta hoy en día por su actualidad. Los tiempos en que dicho vocablo evocaba plazas aplastadas por el sol y con multitudes exuberantes arengadas por machos con bigote han acabado. El populismo podía considerarse como un mal propio de los regímenes jóvenes y sus constituciones frágiles. Actualmente, recorre la vieja Europa y los expertos se alarman: ¿no será más bien una enfermedad senil de las democracias?
Este tipo de movimientos tiende a congregar los intereses de la clase media europea que siente que el voto se ha desvalorizado frente al poder en aumento de algunos poderes fácticos, bien dentro del marco de los Estados (jueces que manejan la política, congresos que sobrepasan su misión esencial) o fuera de este (medio de comunicación, multinacionales, instituciones financieras). No es anodino que una de las consignas de varios de estos movimientos de inconformes sea “tenemos voto, pero carecemos de voz” (Mouffe 2015b, 25).
El caso del escritor francés Michel Houellebecq, sin duda cada vez más polémico y referenciado, revela en alguna medida la postura de varios europeos. Las declaraciones extravagantes, hiperbólicas y antipolíticas de Houellebecq, desde su posición como escritor, reflejan un pedido a gritos por el establecimiento de una democracia plebiscitaria y por el abandono definitivo de lo que considera el costoso e inviable esquema multicultural.
Su polémica novela Sumisión, aunque sea una historia de ficción, evidencia de algún modo cómo la extrema derecha europea ve el futuro de forma catastrofista si no se corrigen ciertos aspectos ligados a la migración masiva, sobre todo de musulmanes. La novela, que no tiene la ambición de presentar un vaticinio, relata a través de la vida de un profesor universitario en Francia los cambios que pueden ocurrir en el sistema político cuando la Hermandad Musulmana gana las elecciones y el país se convierte en una república islámica (Houellebecq 2015). La novela constituye un aporte en la medida en que refleja un testimonio sobre el estado de ánimo europeo actual que se empieza a reflejar en una intelectualidad antipolítica, muy identificada con ciertos segmentos de la sociedad. El escritor ha dicho que apoya la idea de acabar con los parlamentos y dejar que la democracia directa prospere, en lugar de un sistema “representativo falso y pervertido” (Laufer 2014). Esto demuestra que, al igual que en América Latina en épocas recientes, en Europa también cobra sentido el populismo como corrector de algunos de los defectos de la democracia representativa.
¿Qué tan democrática es la democracia directa? En ese debate complejo, que aparece en varias regiones del mundo, el populismo ha sido clave para decidir sobre ciertos temas sensibles, en los que la población ha optado por desafiar a sus gobernantes, muchas veces sin importar el fondo de las consultas, sino como una forma de castigarlos. En 2005, en Francia y Países Bajos, esta ruptura gobernantes-gobernados fue evidente cuando una mayoría se impuso para rechazar el proyecto de Constitución europea promovido por los gobiernos de François Mitterrand y Jan Peter Balkenende, respectivamente. En Francia el No ganó con un 54 % y en Países Bajos el rechazo al proyecto fue aún más aplastante, alcanzando casi el 65 % de los votos, con una alta tasa de participación. En esa misma línea, se puede traer a colación el Brexit en el Reino Unido, donde se impuso la idea de abandonar la UE. En estas consultas estuvo presente la crítica a la inclusión de una pregunta con un alto contenido de tecnicismo político, por lo que se terminó convirtiendo en un voto de confianza o castigo para los gobiernos de turno.
Al observar estos hechos, queda en evidencia que el populismo no es una expresión exclusiva de las democracias jóvenes e inacabadas, sino que puede surgir incluso en aquellas de profundo arraigo. Sin embargo, la pregunta que surge al pensar el fenómeno desde una perspectiva más amplia es si el populismo europeo, con este contexto tan particular, es comparable con el latinoamericano.
En Europa, el populismo tiende a considerarse de derecha —aunque se debe insistir que es tan solo una tendencia, pues existen también algunos de izquierda— y a reivindicar un supuesto “pueblo verdadero”, por lo que puede considerarse como un populismo excluyente, según la definición de Mudde y Rovira Kaltwasser (2011). Este discurso tiene fuerte presencia en países como Austria, Bélgica, Francia, Hungría, República Checa, Eslovaquia, entre otros. En medio del debate entre nacionalismo y multiculturalismo, el populismo también ha sido una plataforma para comprobar lo que sería el fracaso del segundo. De esta forma, la identidad nacional, en términos étnicos, se traduce en el valor más elevado para este populismo europeo (Laclau 2012), por lo que las demandas sociales, una característica fundamental de los populismos surgidos en América Latina, pasan a un segundo plano. El populismo progresista europeo tiene en su agenda estas reivindicaciones, pero, sin duda, no ha tenido el éxito del de derecha, mucho más influyente en las elecciones al Parlamento Europeo y en el nivel subnacional.
En contraste, en países como Bolivia, Ecuador, México o Venezuela el pueblo que reivindica dicha práctica está encarnado más bien por los sectores excluidos del sistema económico. En medio de semejante división, se corre el riesgo de que se vayan cerrando los espacios para el pluralismo, ya que se impone una división maniquea de la sociedad sin muchas opciones para los discursos moderados, tal como lo advierten Carlos de la Torre (2000), Kirk Hawkins (2009, 1040) y Mudde y Rovira Kaltwasser (2011, 205). Bajo esta misma lógica, Jan-Werner Mueller (2012), profesor de Princeton y quien se ha concentrado en el populismo europeo del último tiempo, considera que este discurso entraña una forma de ver el mundo que opone a un pueblo totalmente unificado, pero perfectamente ficticio.