Kitabı oku: «El horizonte de los vestigios», sayfa 4

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Sin importar que los giros verbales mencionados sean metonímicos (pues, lejos de condensar, distienden sus contenidos constituyentes en una vaga y borrosa imagen relativa al desplazamiento), todos se congregan en sugerir la idea de una praxis puntual cuyo fin es, por lo regular, distinto de ella misma. Debido a que no ignoramos que la tarea de investigar puede apelar a operaciones recursivas o de segundo orden (tal como se da cuando la ciencia se ocupa de la ciencia, el arte de la medicina de la medicina o las teorías lingüísticas del lenguaje), escribimos a menudo para indagar acerca de los fundamentos, la naturaleza y el modo de funcionar de la escritura misma. Por ende, hablamos de la praxis que resulta inherente al acto, estado y proceso de investigar y que no es otra que la investigación (del latín investigatio –cf. Del Col, 2007, p. 595–). Aunque parezca obvia, la afirmación no es insignificante. Dicho entre paréntesis, uno de los principios más razonables del quehacer investigativo, en cualquiera de sus múltiples y diversos frentes de acción, es el de nunca dar por sobreentendido nada, ni siquiera aquello que se yergue revestido con el manto de una anuencia generalizada. Respecto de los asuntos humanos, una verdad u opinión general no siempre es sinónimo de sensatez (como tampoco un postulado minoritario, pero impopular, constituye por fuerza una especie de axioma). Pues bien, no terminamos de consultar un diccionario corriente, cuando ya nos enteramos de que la palabra investigación significa “acción y efecto de investigar”. Tal es la nota característica de toda definición lexicográfica: palabras que remiten a otras palabras que envían a más palabras (a las que es menester poner freno, no vaya a ser que la cadena se prolongue, como puede prolongarse, infinitamente, y nos produzca un vértigo nominal). De inmediato, asistimos a la formación de un círculo lingüístico. ¿Cómo salir de él? Retomando lo dicho arriba.

Alegar que la indecisión del verbo en infinitivo investigar puede cristalizarse en una acción humana correlativa denominada investigación, equivale a decir que la potencia de aquel termina actualizándose en esta. Si antes la potencia era agitación de incorporales, fulgor intermitente de alternativas expresivas, zozobra de una fracción del complejo sistema de la lengua (la fracción in absentia del paradigma de los verbos no conjugados), ahora lo que se origina es la tensa serenidad de una instancia por venir, anunciada por una sustancia que, a consecuencia del fenómeno gramatical de la derivación, se concentra en expresar acción y efecto. En otros términos, la investigación es anhelada efectuación de una potencia o, a la inversa, es potencia en camino de efectuarse, acción en trance de realizarse, bien a solas, bien en compañía de otros. Si ello acontece (no es relevante precisar cuándo y dónde), decimos que el investigar deviene –llegua a ser, pues este es el significado literal del verbo– investigación, acción y efecto desencadenados por el seguimiento de vestigios, por el rastreo de huellas, señales, indicios y demás objetos de búsqueda. Dicho devenir significa cumplimiento de una opción. Y cumplimiento, no entendido como resultado alcanzado, éxito obtenido o producto comunicable, sino como abierto poder (poder hacerse). Las investigaciones, a la sazón, se individualizan según su cantidad de poder. Lo que una investigación puede hacer, otra no. Y al revés. En una palabra, no todas pueden hacer lo mismo. Al definirse en términos de potencia efectuada, la investigación implica una propiedad de naturaleza práctica. Aun en el caso de la investigación teórica o especulativa, la acción está presente como atributo de su definición.

Validada como praxis, la acción es una parte esencial de lo humano. Gracias a ella, tomamos conciencia de nuestra libertad. Sin posibilidad de actuar no sabríamos qué significa la libertad. Por supuesto, se trata de una libertad relativa, ceñida por nuestro ser interior y el de los demás (siempre bajo la soberanía de la ley). Esta libertad, que tanto echamos en falta cuando es restringida por una coerción exterior o, peor, por alguna clase de violencia deletérea, nos ayuda a representarnos a nosotros mismos. En ella nos autocontemplamos y ella a la vez sirve a los otros para contemplarnos. En este orden de ideas, ¿qué anuncia el aprestarse a investigar, el acometer una acción investigativa? Anuncia lo que traduce la palabra griega archein: que vamos a “comenzar”, “conducir” o, finalmente, “gobernar” algo; que, en nombre de nuestra libertad, habremos de “poner algo en movimiento” (Arendt, 2006, p. 201).

Qué sea este comienzo investigativo –despejar un enigma duradero, saldar simbólicamente una cuota de civilización, subsanar un estado de incertidumbre, satisfacer los requerimientos de un deber académico o, en el peor de los casos, confundir vanidad con necesidad y proceder a formular preguntas insulsas con apariencia de fecunda densidad– es una cosa que cada quien puntualiza y detalla en su momento y lugar. Lo propio de él, lo que se repite con ocasión de cada arranque investigativo, aún de aquel que quiere subsistir como prolongación de una secuencia precedente (las llamadas segunda o tercera fase de la investigación), no está lejos de la cualidad principal que distingue a un acontecimiento: la irrupción de lo que, en contra de lo esperado, rompe una situación de equilibrio. Pues para que se dé un acontecimiento –anota Derrida– “es preciso que sea como un golpe, una interrupción, y que venga alguien a inscribirse y a marcar ese corte” (1999, p. 101). Luego, si el acontecimiento, respecto de un continuum, es aquello que trunca la serenidad de un estado de cosas, avanza con fuerza pasmosa y se instala en el mundo atrayendo sobre sí todas las miradas y palabras, el preludio investigativo, respecto de una potencia de acción, es aquello que brota como epifanía batiente y después se intenta fijar en el molde convencional de una palabra o, mejor, en el tejido de un discurso, validado en la misma medida como actuación lingüística o, dicho en términos de Ricoeur, como “acontecimiento del lenguaje” (2006, p. 23).

¿Cómo comienza a darse la acción investigativa en términos de discurso? Respuesta llana: el proyecto o anteproyecto de investigación. Este último término lo reclaman para sí la ingeniería, la arquitectura y el derecho. ¡Qué más da!

Al articularse y plasmarse lingüísticamente en el proyecto (del latín, pro –hacia adelante– y iacere –arrojar, lanzar, tirar–) bajo la forma de enunciados sintéticos que contienen una oferta de realización analítica o, en todo caso, una promesa de actualización expositivo-argumentativa, el discurso (también como proyección) hace las veces de puente entre el acto de investigar y el comienzo de su efectuación. Su masa de palabras se tiende sobre estos dos extremos. En realidad, es lo único firme entre ellos. Arendt, de nuevo, lo expresa así: “Sin el acompañamiento del discurso, la acción [venidera] no sólo perdería su carácter revelador, sino también su sujeto” (2006, pp. 202-203). Como realización primera de la potencia inherente al modo verbal de infinitivo del término investigar, el proyecto es “un punto de orientación adoptado para conducir una experimentación que desborda nuestra capacidad de previsión” (Deleuze y Parnet, 1997, p. 57). El punto de mira que prohijamos florece en medio de nuestra historia personal. Eso significa que se torna revelador de nuestras apetencias, preferencias o asombros. A despecho de la plantilla que deba ser colmada como parte de su justificación formal, el proyecto, de un lado, limita la acción y, de otro, la libera. La limita, puesto que, de todos los posibles (de todos los “com-posibles”), se inclina solo por uno, precisamente por aquel que habrá de delimitar el objeto de la investigación; y la libera, ya que, al deslindarla de una totalidad heterogénea, la lanza hacia delante. No en vano, en una proyección, y con una mirada que focaliza solo ciertos elementos, tendemos a adoptar un punto de vista anticipado, privilegiando aspectos como la incidencia de la luz, la distancia entre el observador y la cosa observada, el trasfondo sobre el cual se recuesta lo observado, etc. En el caso de la acción investigativa, nos adelantamos a observar algo que aún está lejos de ocurrir y, a veces, que está lejos de configurarse enteramente, aunque en verdad empujados por la esperanza de que acontezca o se configure. Lo que yace lejos, en el tiempo y en el espacio, lo acercamos a nuestro punto de visión, no sin tratar de aprehenderlo de algún modo; un modo, en sus inicios, más precario que seguro. Pero este gesto de tomar la delantera, si se nos permite la expresión coloquial, trae consigo un efecto especial: conjura el enfrentamiento de fuerzas que combaten entre sí en el seno mismo de la potencia. Y más: le imprime un poco de orden al caos reinante en el interior de cualquier espectro de posibilidades. Es sabido que al elegir resulta inevitable que neguemos otros posibles (o, cuando menos, que los dejemos a un lado como alternativas posteriores de investigación), pero al hacerlo ganamos, por qué no, en consistencia de orientación.

Adicionalmente, el proyecto, como lo indica su nombre, no corresponde a la acción investigativa propiamente dicha, no se identifica con ella; atañe, responde, antes bien, a su imagen. El proyecto, así planteado, aparte de ser un punto de vista que encierra una posibilidad de orientación, es también una imagen: la imagen que entrevemos –que discurrimos– de la acción venidera. Ella admite ser concebida como una especie de representación mental. El discurso la organiza, la plasma, la vierte en ideas (la mayoría de ellas frágiles, provisionales, embrionarias). Imagen y lenguaje en obra se escoltan mutuamente. Forcejean entre sí para alcanzar una unidad descriptiva. Nos mueve la intención de que ambos se acoplen, se conjunten en una sola entidad. Por ende, entre la imagen y la acción ulterior se da un vínculo de asociación. Dicho vínculo instaura una relación clara si entre una y otra cursa un proceso expedito; y una confusa si, al revés, genera, más adelante, un transcurrir salpicado de inconvenientes. De ahí que en la elaboración de un proyecto de investigación sea menos relevante el acto de llenar las casillas del formato correspondiente que el esfuerzo por establecer el más alto grado de adecuación entre la imagen prefijada y la acción a realizar. La imagen previa, el esquema vislumbrado, el plan diseñado, no solo informa sobre la ejecución de una cosa; también pretende dar forma a la radical rebeldía de lo venidero. A pesar de lo dicho, no hay modo de ajustar estrictamente la imagen a la acción. Media siempre, entre las dos, un vacío incalculable, imprevisible. La conciencia que subyace a esta operación de ensamble ha de tomar en cuenta la naturaleza diversa de los términos mismos de la relación. Lo que se compone en abstracto, mediante un ejercicio de previsión imaginaria, puede deshacerse en el instante mismo de su realización. Ningún proyecto es capaz de prever todos los detalles de ejecución, ni ningún formato puede aligerar la carga que supone el investigar. Pero no por esta imposibilidad inexorable la operación debe abandonarse.

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La investigación, como actividad proyectada discursivamente, ¿a partir de qué surge? ¿Qué la engendra o promueve? ¿A qué fuerzas obedece?

Vaya, en lo que sigue, una respuesta conjetural, seguramente no exenta de controversia. Se podría creer que al hacer notar lo que preguntamos buscamos dar con la fuente material de la cual brota la investigación. Con todo, por fuente material es habitual entender, mejor, los recursos de investigación, en el amplio sentido del término: desde las –exiguas o cuantiosas– partidas económicas con las cuales se la financia o patrocina, pasando por los agentes humanos implicados (titulares, auxiliares y otros colaboradores), hasta los medios físicos y virtuales requeridos para realizarla (laboratorios, equipos técnicos, programas informáticos, material bibliográfico, útiles de trabajo, pinacotecas, viajes, etc.). Es harto obvio y evidente que tales elementos constituyen soportes multifuncionales en los que se apuntala la acción investigativa y con los que una labor de conocimiento puede ser ejecutada más expeditamente, pues cooperan con fines que de otro modo serían muy difíciles de alcanzar. A menudo, y más hoy, en una época caracterizada por la creciente industrialización de todas las actividades humanas, tales soportes derivan de concesiones institucionales, de daciones corporativas o privadas o de entregas anónimas que, a cambio de una relación contractual, mediada por grandes ojos, esperan la entrega de ciertos resultados como garantía de cumplimiento (en ocasiones, también, como aval para la renovación de los contratos). Pero es fácil advertir que, al hacer mención de estos soportes, o de otros que podrían ser aludidos, nos mantenemos, en lo que concierne a la investigación, a su naturaleza, tipos, atributos y resultados, en una relación de exterioridad, cuyo trazado nos sitúa por fuera del lugar en el que deseamos instalarnos y permanecer: en su inmanencia. Si no se contesta a la pregunta por el origen de la obra de arte apelando a los curadores o marchantes, no se responde a la pregunta por la génesis de la investigación recurriendo a aquello que es exterior a ella. Lo que es medio no debe ser confundido con una causa ni con una finalidad.

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Al excluir lo que es exterior o marginal a la investigación, la pregunta por su génesis pretende averiguar acerca de aquello que la hace emerger y materializarse efectivamente como realización humana. Si no a todos, y ni siquiera a la mayoría, cuyas vidas discurren –ya por necesidad, ya por elección, ya por coacción– por caminos diferentes a los que ofrece el cultivo del conocimiento, ¿qué espolea, pues, a ciertos seres humanos –hombres y mujeres de todos los continentes y de todas las épocas– a comenzar acciones investigativas? ¿Qué los incita a ello, qué los estimula con férrea determinación, qué los apura, incluso, hasta el extremo de dejar a un lado la vida misma para consagrar sus días al estudio (observación, examen, confrontación de datos, análisis de campo, validación de fuentes, etc.) que toda investigación reclama para sí inexorablemente? La historia –del pensamiento, de los inventos, del arte, etc.– abunda en respuestas. Registremos tan solo unas cuantas, de las numerosas que es posible encontrar. Porque nos reconocemos en falta, sabedores de que ignoramos más, mucho más, infinitamente más, de lo que creemos saber, dedicamos nuestra vida privada y pública a la búsqueda y comunicación del conocimiento (he, ahí, una primera); porque, por naturaleza, que no por cultura, y en cuanto seres dotados de lenguaje (logos), una facultad que nos capacita para informarnos “mutuamente sobre lo que es útil y lo que es dañino, y también lo que es justo y lo que es injusto” (Gadamer, 1994, p. 46), somos empujados simple y llanamente a conocer (segunda); porque, apuntalados en nuestras conciencias, concebidas como autoconciencias, dudamos de las realidades que nos rodean y queremos obtener, a despecho de las supercherías consagradas, las “subjetividades normalizadas” (la frase es creación de Guattari, 1996, p. 17) y las ilusiones con que nos embriaga la razón, certezas indubitables (tercera); porque, salvo que nos pleguemos a encarar la vida como infantes sometidos a la autoridad y arbitrio de los adultos, atribuyéndoles la tenencia del juicio más atinado sobre los objetos y hechos del mundo, hemos de tener “el valor de servirnos de nuestro propio entendimiento” (Kant, 1981, p. 25), en prueba de que por fin logramos llegar a la mayoría de edad (cuarta); porque, en nuestra condición de seres naturales, compelidos a vivir en un espacio que encontramos intervenido por la mano del hombre al momento de nacer, hemos de trascender nuestra misma actitud natural suspendiendo el juicio sobre las cosas del mundo a fin de alcanzar, hasta donde sea posible, los significados ideales de las cosas (quinta). Basten estas respuestas a la pregunta planteada.

Sin ánimo de polemizar con ellas, y visto que las cinco contestaciones que evocamos (“docta ignorancia”, “deseo congénito de saber”, “duda metódica”, “sapere aude”, “epoché”, etc.) distan de poder ser unificadas bajo un mismo y homogéneo cuerpo teórico, demos un paso adicional, jalonados por el deseo de incrementar el número de matices que nutren la reflexión, consistente en surtir una respuesta diferente. Por nuestra parte, afirmamos que los seres humanos se vuelcan a investigar, se inclinan a realizar alguna investigación (llámesela como se quiera, documental, de campo, científica, descriptiva, estudio de casos, etc. –cf. Blaxter, Hughes y Tight, 2002, p. 24–) cuando sus cuerpos son afectados por algo o alguien y, en respuesta a ello, actúan no sin afectar a algo o alguien. La afección (en breve explicaremos el concepto) opera, pues, como matriz de la investigación. Más aún: sostenemos que, sin ser presas de una afección, es difícil despertar el apetito y la formación de un espíritu investigativo y, consecuentemente, agenciar una determinada acción investigativa. Por más que anticipemos la investigación mediante un conjunto de enunciados sintéticos al que denominamos proyecto, y por más que este haya de ser sometido más tarde a la revisión judicativa de unos pares a quienes se les asigna la puntillosa tarea de establecer su aprobación o rechazo, la investigación no arranca con ideas ni pensamientos, así estos sean después necesarios para darle expresión, sentido y referencia; comienza o se gesta (y gestiona) a partir de una afección. Al hablar de arranque, comienzo o gestación no podemos menos de implicar la idea de origen. Y en su momento Heidegger sostenía que “el origen de algo es la fuente de su esencia. La pregunta por el origen […] pregunta por la fuente de su esencia” (2003, p. 11). Por tanto, al afirmar que la investigación parte de una afección, sostenemos que encuentra su origen –su esencia– en ella. ¿De qué modo podemos aquilatar el concepto de afección (del latín affectio)? Siguiendo dos vías, una negativa y otra positiva. Conforme a la primera, hacemos mención de un elenco de acepciones, sin validar ninguna de ellas; y, en atención a la segunda, nos demoramos en presentar una interpretación libre (quizás limitada) de ciertos pasajes de la Ética de Spinoza, destacando el sentido que nos interesa promover.

Por afección, entonces, no concebimos un apego obsesivo por alguna cosa (piénsense en un coleccionista de objetos), ni una propensión natural hacia algo (personas que tienden a engordar), tampoco una reserva de provisión eclesiástica (principio del derecho canónico en virtud del cual el papa tiene la potestad de conceder un beneficio a alguien) y menos una alteración mórbida o enfermiza causada por algún tipo de organismo externo. Aunque cualquiera de estas acepciones puede hallar curso en la vida ordinaria, sería forzar innecesariamente la definición que buscamos si ligáramos la esencia de la investigación a alguna de ellas.

Tomemos la vía positiva.

Debemos a Gebhardt, uno de los más preclaros estudiosos de la vida y obra de Spinoza, la siguiente anotación: “Cuando Bacon empieza a filosofar, busca el método científico que proporcione al hombre el dominio de la naturaleza. Cuando Descartes es agitado por la duda filosófica, busca la certeza del conocimiento y la encuentra en la conciencia de sí mismo. El fin que persigue Spinoza es religioso. No obstante su ruptura con el judaísmo, Spinoza continúa siendo judío, porque para él la vida carece de sentido si no encuentra su certeza en la íntima conexión con Dios” (2007, p. 63). Para el pensador holandés, en efecto, los seres humanos somos modos de ser finitos de una única sustancia, absolutamente infinita, llamada Dios. La sustancia, al ser infinita, envuelve a todas las cosas y seres como sus modos, atributos o modificaciones. Existimos menos como criaturas que como atributos de dicha sustancia. Si la sustancia es en sí, los modos son en otra cosa (Ética, I, ax. 1). El individuo, en tanto modo existente, es poseedor de un cuerpo y, por pequeño o grande que sea, o por escuálido u orondo que se muestre, se compone de un gran número de partes extensas o, mejor, de infinitud de partículas que forman una materia cuantificable (su individualidad). Luego, los cuerpos se definen menos por su forma, tamaño o función que por sus relaciones de movimiento y reposo (o de lentitud y celeridad). Con ser que las partes de dos cuerpos pueden ser similares (tener boca y órganos excretores, medios de locomoción o dispositivos de percepción sensorial), ninguno es idéntico al otro, pues las relaciones entre las partículas originan diferencias entre ambos. La diversidad corporal es efecto de tales relaciones.

Pero los cuerpos y sus partes son algo más: focos de cualidad o intensidad. Lo cual significa que en ellos opera un principio dinámico en virtud del cual tienen el poder de afectar a otros cuerpos distintos o de ser afectados por ellos. Este poder es inherente a la individualidad de cada cuerpo, es decir, al ajuste de relaciones de velocidad y freno. De suerte que las afecciones, como actualizaciones efectivas de dicho poder, “son modos por los que son afectadas las partes del cuerpo y, por tanto, todo el cuerpo” (Ética, II, prop. 28, dem.). Por extensión, las cosas, bajo el modo de existencia, tienen el poder de afectar y de ser afectadas recíprocamente (Ética, II, post. 1-6). La afección es directa si entre el cuerpo afectado y el afectante no media una imagen de cada uno de ellos, e indirecta si entre los dos se cuela la imaginación. En este último caso la afección es una especie de vestigio de la cosa que ejerce sobre nosotros su efecto inmediato y sus ideas implican necesariamente “la naturaleza de uno y otro cuerpo” (Ética, II, prop. 16, dem.). En efecto, podría ser que el cuerpo afectante no esté presente, pero, gracias al poder de la imaginación, nos lo representamos como si lo estuviera. Spinoza es claro: “A las afecciones del cuerpo humano, cuyas ideas nos representan los cuerpos exteriores [de otros cuerpos humanos o cosas] como presentes, las llamaremos imágenes de las cosas, aunque no reproducen las figuras de las cosas; y cuando el alma contempla desde esta perspectiva los cuerpos, diremos que los imagina” (Ética, II, prop. 17, esc. b). En suma, un cuerpo (o una cosa, en sentido amplio) se define no por su forma global o particular sino por la capacidad de afecciones de que es capaz. Y tal capacidad está en relación directa con “una composición de velocidades y de lentitudes en un plan inmanente” (Deleuze, 1984, p. 150).

Dada la premisa de que los cuerpos y las cosas se definen por relaciones complejas de aceleración y remanso, de incremento de velocidad y ralentización, nociones estas que acreditan la existencia del tiempo, cabe preguntar por el papel que juega este en el concepto spinozista de afección. El instante, ese punctum temporis del que hablaban los latinos para referirse a lo infinitesimalmente breve, sería, pues, el tiempo característico de la afección, es decir, un lapso fugaz, imperceptible, apenas mensurable, y promotor, como si fuera poco, de un vértigo abismal y sibilino. Aun si lo computáramos en unas pocas fracciones de segundo, y estas en oscilaciones de radiación atómica, el instante excedería nuestra limitada capacidad de comprensión. Lo asombroso es que un instante (compañero de una mirada seductora, acólito de la distracción que causa un accidente vial, cómplice de un silencio encubridor, validador de un récord deportivo, causante de una agresión verbal, etc.) es suficiente, cuando menos en esta Tierra que habitamos y poblamos, para que un cuerpo afecte a otro o sea afectado por él. En un instante el recién nacido abre los ojos en señal de su ingreso al mundo, y en un instante la vida de otro, avejentado por los años, o por un padecimiento terminal, se esfuma. Pero, ¿puede un instante, en cuanto expresión mínima de tiempo que parece conspirar contra todo aquello que tiene vocación de permanencia, hacer germinar una investigación? Creemos que sí, a condición de revaluar el tipo de vínculo que mantenemos con él. Para la mayoría de nosotros, hombres ligados a la vida de las urbes, el tiempo, por regla general, no pasa de ser un asunto automático regulado por las consecuencias de la invención del reloj y el calendario. Como para San Agustín, creemos saber qué es, y de qué elementos o unidades se compone, o cómo nos apercibimos de él, si nadie nos pregunta por su ser; pero una vez nos concitan a definirlo y explicarlo, apelando o no a la categoría de medida u otra cualquiera, somos presa de confusión y embrollo mental (Confesiones, XI, 14). De cuando en cuando, dejamos caer la frase “el tiempo pasa”, apoyados en la suposición de que el tiempo es una entidad homogénea exterior a nuestros cuerpos; pero excepcionalmente –o nunca– oímos decir a alguien “transcurro en el tiempo”.

Con ser que nos inclinamos a dividir la vida en grandes segmentos temporales (las llamadas efemérides individuales, esas líneas de corte que fomentan la fijación simbólica de ciertas fechas conmemorativas como el natalicio, el aniversario de matrimonio y el año de defunción), hay instantes de instantes que escapan a estas convenciones sociales y religiosas e introducen unos vectores de temporalidad que reclaman de nosotros una disposición distinta, más concernida y menos indiferente. Una clase en particular se diferencia del resto por varios motivos. En principio, por su carácter disruptivo, pues, respecto de la secuencia cronológica donde usualmente los imaginamos emplazados, surgen o se presentan sin que intervenga nuestra voluntad ni medie nuestra intención, imponiéndose por sí solos, con un brío cuyo ímpetu hace que seamos forzados a detenernos en ellos. Después, por su prometedor contenido, pues, al semejar destellos que simultáneamente nos enceguecen e iluminan con sus haces resplandecientes, revelan una significación insospechada, impregnada, como las partículas mismas que forman la individualidad de cada cuerpo, de cantidades intensivas, dadoras no solo de emociones sino también de ideas y pensamientos. Y, por último, por su connatural volubilidad, pues, tan pronto como dejan sentir la intensidad de su ardor ígneo e intempestivo, y la impalpable viveza de su promisorio mensaje, se apresuran a desaparecer, impelidos por un movimiento que se solapa con su destino de clausura. Nos place nombrarlos como instantes de epifanía. Dejando de lado parte de la resonancia cristiana del término, digamos que estos pequeños nódulos de tiempo, agitándose en el interior de una mente embriagada de sospechas y ebria de curiosidad, son equivalentes a lo que Benjamin describía como “el ahora de la cognoscibilidad” (citado por Safranski, 2007, p. 212); justamente, el momento único, revelador e instigador de un despertar afectivo (en el sentido de Spinoza). Y más: momento festivo, genuinamente festivo, si aceptamos que la vivencia que experimentamos cuando nos asalta una epifanía nos conduce a pronunciar, sin recato alguno, exclamaciones como “Lo tengo” o “Casi que no doy con lo que andaba buscando” o “Por fin di en el clavo”, referidas explícitamente a la acción investigativa con la cual pretendemos comprometernos.

Como no nos cegamos a la evidencia de que los momentos de epifanía afectivos que pueden hacer surgir una investigación son infrecuentes, pero no impresentables (la noción de insight, hoy de uso extendido en los campos de la psicología, la psicoterapia e incluso del marketing, los corrobora, bajo la idea de un comprender súbito o toma de conciencia), conviene tener en cuenta otra forma de existencia temporal cuyos atributos difieren de la instantaneidad. Se trata de la duración (palabra derivada del latín, y compuesta por el verbo durare, “endurecer” y el sufijo ción, con valor de “acción y efecto”). Un primer matiz semántico nos permite comprender que duración es aquello que se hace duro, compacto, sólido, ora como materia, ora como convicción moral. El significado, al ampliarse, pasa a designar aquello que, huyendo del momento, alejándose de él, persiste en el tiempo y se mantiene, preferentemente inalterado, dentro de límites precisos (por ejemplo, los límites del comienzo y final como hitos de la duración de la trama de una película), o por fuera de ellos, indefinidamente (¿la idea de eternidad, acaso?). Los dos sentidos se resumen en la oración nominal la vida es dura y dura (una paráfrasis del verso “El duro deseo de durar” de Éluard, citado por Steiner, 2001, p. 45). En cualquier caso, la duración, entendida como continuidad de un estado de cosas, un individuo, un objeto, una relación, etc., a partir de un comienzo, es un tiempo de guarda, conservación y mantenimiento de algo.

¿Es razonable concebir afecciones que duran, que tienden a durar, a subsistir en el tiempo? Spinoza, de nuevo, nos puede encauzar. En el tejido discursivo de la Ética, la afección, como concepto, no aparece aislado; antes bien, forma una tríada mayor con dos nociones emparentadas: afecto y pasión. Afección (affectio), afecto (affectus) y pasión (passio), entonces, vertebran no pocos pasajes de la obra. Pero es en la tercera parte, titulada “De la esclavitud humana o de las fuerzas de los afectos”, donde se plantea su completo desarrollo. Si atrás sugeríamos que las afecciones son especificadas como imágenes o ideas de cosas que producen en los cuerpos y espíritus de los seres humanos un efecto determinado, ¿cómo define ahora Spinoza los afectos? He aquí lo que afirma: “Por afecto entiendo las afecciones del cuerpo, con las que se aumenta o disminuye, ayuda o estorba la potencia de actuar del mismo cuerpo, y al mismo tiempo, las ideas de estas afecciones” (Ética, III, def. 3).

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