Kitabı oku: «Campo Abierto», sayfa 7

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Teresa era preciosa y dulce, y metida en carnes. Vicente se las componía pensando que las mujeres, si no debían ser así, eran así. Y que estaba bien que así fuera.

(Teresa era rubia, con ojos grises que se le tornasolaban, el cutis suave y sonrosado que en las mejillas subía a encendido.

Se arrebolaba con facilidad, dejándose vencer por cualquier emoción. Sabiéndolo, ese sentimiento la llevaba, a veces, a aparecer brusca y enemiga de ternuras. Encogida de sus sentimientos, corta sin ser pusilánime, retraída en decir lo que sentía, tal vez porque era un poco vulgar en sus expresiones, no habiendo tenido donde afinarlas, y sintiéndolo instintivamente, prefería callar.

Bonita y aun más, pero fría, fuera por contenerse o por vergüenza, o por haber sido educada por monjas que, al verla tan maja, debieron pintarle el infierno con más vehemencia que a otras. Había perdido la fe a medias, como tantas, pero, sin embargo, le quedaba el caparazón y cierto hondo temor que la detenía en todo, menos en reñir con muchos, entre los cuales, como es natural, no se contaba a Vicente, mundo aparte, amo y señor).

El negocio había prosperado. Ahora tenía una fábrica de muebles en Almusafes: quince obreros. No por eso había dejado de pertenecer al partido socialista, donde se le veía con cierta reserva por aquello de que se había convertido en patrono. Pero cuando hacía falta dinero para una cosa u otra recurrían a él sabiendo que daría, prudencialmente, lo que pudiera.

Vicente Farnals leyó lo que creyó necesario para entender el mundo: Eliseo Reclus, Blasco Ibáñez, Max Nordau, Baroja, Valles, los hermanos Margueritte, Barbusse, Flammarión, Insúa, Felipe Trigo, literatura vagamente humanitaria que concordaba con su filantrópico liberalismo.73 Su mayor admiración, Galdós.

El alzamiento no modificó en nada su vivir. No recurrieron a él, ni podía ofrecer nada que sus compañeros no tuviesen. Además ahora, en el partido, mangoneaban los partidarios de Largo Caballero, y él era de Prieto.

Hacia el 15 de agosto recibió una carta de Jaime Salas. Hacía años que no sabía nada de él. Salas fue defensa derecho, en los tiempos de gloria del Ruzafa F. C. Era, por entonces, aprendiz de tintorero. Con él vio Vicente «Los misterios de Nueva York», en el teatro Ruzafa, convertido en cine, y «La moneda rota», en el Romea; acurrucados en general, conteniendo la respiración. «El conde Hugo», «La mano que aprieta».74

Salas vivió después en Tarragona y allí se casó con una viuda rica. Se supo, y motivó comentarios jocosos e indecentes entre sus antiguos compañeros.

–Siempre fue listo…

–No hay como el braguetazo.

Y el olvido se lo fue comiendo.

Era un muchacho guapo, alto, morenísimo, un tanto amoral. Pero ¡qué defensa derecho! Una vez, jugando contra el Club Deportivo Cabañal, metió un gol desde la línea de defensa.

Apenas tenía memoria de él cuando llegó la carta. Pedía socorro: un salvoconducto para llegar a Valencia. Vicente no lo pensó mucho, fue al partido y, sin entrar en detalles, obtuvo que se le llamara.

Lo vio un momento, en la estación. Pasearon cerca de la reja, al atardecer. Hacía mucho calor. Jaime Salas se asombraba del nuevo aspecto de la ciudad. Fue circunspecto: por lo que advirtió Vicente, era de la Lliga Catalana75 y tenía enemigos en la Unión de Rabassaires.76 Conservaba su buen aire, a pesar de una panza más que incipiente.

–¿Y tu mujer?

Jaime hizo un gesto vago.

–¿No tenéis familia?

–No.

–¿Qué piensas hacer?

–Me voy a Alicante.

Y no hablaron más.

II

Entró Vicente Farnals en casa y se encontró con Gaspar Requena que le esperaba. Las ventanas estaban abiertas y encendidas las luces de todas las habitaciones.

–Se conoce que nadie piensa pagar la cuenta a la Electra…

(Es absurdo que empiece así la conversación, piensa Vicente).

–Mejor es no pagar que recibir dos tiros.77

Requenaa había soltado aquella frase sin sentido con un retintín amargo. Tanto montaba que hubiese dicho otra cosa, la intención estaba en el tono. Vicente no se sorprendió, pero dio largas:

–¿Y Teresa?

–No sé. No la he visto. Me hizo pasar la criada.

–Debe estar en casa de su madre.

–Ya supondrás a lo que he venido.

–No.

–¡Vaya, hombre! Defiéndete, pero no niegues. Sabes muy bien de qué se trata.

Vicente y Gaspar eran amigos, lo fueron íntimos antes de que el segundo se marchara a trabajar a Madrid por indicación de la U.G.T., hacía ya cerca de cinco años. Era de Ruzafa, aparejador y muy entusiasta del club de fútbol de la barriada. Pasó al partido comunista en 1934, y lo tenían en mucho.

–Sabemos que has hecho todo lo posible para que Salas embarcara en Alicante.

–Sí. ¿Y qué?

–No quisiera dar a esto más importancia de la que tiene.

–El solo hecho de que estés aquí demuestra lo contrario. Te advierto que no pienso justificarme.

–Ni lo podrías.

–Esa es tu opinión.

–La mía y la de muchos.

–Por mí puedes llamarme «traidor al pueblo español».

–Así no nos vamos a entender.

–Es posible.

–No hay nada peor que emperrarse en la equivocación.

–Todo dependerá de lo que tengamos por equivocación. ¿Fumas?

–No, gracias. ¿Ya no crees que hay que obrar en todo como si cualquier cosa fuese tan importante como la que más?

–Depende…

–¡Claro que depende! Pero en otro sentido… Todo está enlazado. No hay más cabos sueltos que los malos. ¿No me dijiste alguna vez que para ganar un partido lo que importaba era jugar los noventa minutos al mismo tren endemoniado?

–Sí. Pero cuando la pelota está del otro lado del campo puedes rascarte la nariz sin que el entrenador ni el público tenga nada que decir.

–Salas es falangista.

–Cuentos. Veis fantasmas por todos lados.

–Si hubieses sabido que era falangista, ¿hubieses obrado igual?

–Es posible.

–¿Tanto has cambiado? ¿Ya no crees en la lucha?

–¿Te parece que hago poco?

–No. Pero, de pronto, por debilidades personales, fallas.

–Lo mío, déjamelo a mí.

–En la lucha no hay nada tuyo ni mío.

–Entonces, ¿por qué te metes en lo que no te importa?

–Te estás mintiendo. Has obrado mal y lo sabes. No quiero sino una cosa: que lo reconozcas.

–Salas era amigo mío. Como lo eres tú… Si aquí hubiesen ganado los rebeldes, y tú hubieses estado en peligro, yo hubiera hecho lo necesario –lo posible– para salvarte.

–No lo dudo; pero no es ésta la cuestión. Salvarme hubiese sido lo justo, salvar a Salas es una falta contra el pueblo, contra ti mismo.

–Es amigo mío y lo fue tuyo, aunque no tanto.

–¿Crees que basta?

–Sí.

Gaspar se levantó, fue hacia el balcón; se volvió de repente.

–Entonces: estás perdido.

–¿Tú crees?

–Si lo dices de verdad, sí. Y no tenemos más que hablar.

Se dirigió hacia la puerta. Vicente no le contestó, seguro, como lo estaba, que no acabaría ahí la cosa. Acertó y se le fue una sonrisa, a su pesar. Se arrellenó en la silla, apoyó los codos en la mesa:

–¿Para vosotros lo primero es el hombre?

–Desde luego.

–El mundo para el hombre, ¿no? Entonces…

–No sigas por ahí. Por el hombre, para el hombre hay que cambiar de todo en todo la actual estructura de la sociedad.

–Hasta ese momento privará la política sobre cualquier otra cosa, y lo justifica todo…

–Sigue.

–¿No has pensado nunca que toda política vencedora, toda revolución triunfante ha determinado una burocracia que acabó ahogándola? Pensáis que el comunismo es un movimiento continuo, que seguirá adelante, con baches, con volteretas, pero sin pasos atrás. Y aunque los tenga. Que llegará a su meta y que, una vez entronizado el socialismo en el mundo ya no habrá sino tumbarse a la bartola. Intentáis convencer de que es posible la existencia del paraíso en la tierra. En eso sois menos listos que los católicos.78

–¿De qué estás hablando?

(Vicente se dio cuenta de que se salía por una tangente. ¿Por miedo? Y de que Gaspar lo notaba. Porfió).

–Yo creo en el progreso. En el progreso, siempre. Tras el comunismo debe haber otra cosa. Y luego otra. No se puede ser tan categórico.

–¿De qué estás hablando? Lo que importa es hoy. Lo que hay que hacer hoy. Ahora. Lo que has hecho. Lo demás… Lo de mañana, mañana se discutirá. Y hoy, lo que has hecho es contribuir a la fuga de un enemigo.

–Amigo mío…

–Eso no tiene nada que ver.

–¡Cómo que no! Además, si te hubieses visto en el mismo caso que yo, tú también…

–No. Puedes tener la seguridad de que no. Tengo otra conciencia que tú.

–¿Por qué quieres hacerte más inflexible de lo que eres?

–Estamos perdiendo el tiempo. Y sabes que no son las discusiones las que me molestan.

–Mira, Gaspar, para vosotros sólo existe la política. Para mí, no. Para mí la política es una parte integrante del hombre, no todo.

–Para nosotros, también.

–Si quieres, pero la política priva y determina el resto, los sentimientos por ejemplo. Dejaste de saludar a Landín cuando abandonó el Partido.

–Lo expulsamos.

–¡Qué remedio! Para vosotros no hay alternativas. Además, eso es lo que está bien, es vuestra fuerza. Habéis hecho desaparecer la duda de vuestro mapa. Pero reconoce, por lo menos, que todos no son, no pueden ser, comunistas. Landín no es un bandido no es una mala persona. Sencillamente, con honradez –¿oyes?, con honradez–, no estaba de acuerdo con la táctica del Partido, le pareció que eso del Frente Popular era una equivocación fundamental –me consta que sigue pensándolo–. Dejó el Partido. Lo expulsasteis. Hasta ahí no hay nada que decir. Correcto, a pesar de la nota infamante con que lo adornasteis. Pero tú, tú, su fraternal amigo, dejaste de saludarle. Como si hubiese muerto.

–Es lo justo.

–No, Gaspar, no. Por cuenta de la política ahogáis toda una porción del hombre que os proponéis salvar. Sois capaces de forjar una humanidad nueva donde todos sean iguales: todos cojos.

–¿Y tú eres socialista?

–Sí.

–No me hagas reír. Laborista o fabiano,79 y gracias. Hacéis más daño al pueblo que el más reaccionario de los reaccionarios.

–No hagas frases.

Vicente se arrepintió: Gaspar no hacía frases, era sincero.

–Perdona. Pero si enterráis durante generaciones y generaciones todo sentimiento espontáneo…

–¡Qué sentimiento espontáneo, ni qué ocho cuartos! Lo que tú tomas por sentimientos no son más que residuos burgueses…

–No me vas a negar que te costó dejar de saludar, dejar de hablar con Landín. Si machacáis, en pro del deber, toda simpatía y regís vuestros sentimientos por lo que el Partido, o tus ideas políticas, impone, ¿no crees que corréis el riesgo de atrofiar toda una parte natural del hombre? Despertaros, un día, vueltos máquinas, burócratas. Sin clases, pero sin razón de vivir. Porque el día en que se implantara así un socialismo aséptico, científico, como decís enjuagándoos la boca, perfecto si quieres, tras haber pisoteado todas vuestras inclinaciones incontrastables, ¿qué quedaría del hombre?

Gaspar le oyó sin chistar, frío, despegado.

–Todo eso son suposiciones tuyas, falsas de arriba abajo. ¿Qué quieres? ¿Favorecer, en nombre de lo que tú llamas buenos sentimientos, a nuestros enemigos? ¿Perder la guerra con tal de pasar por filántropos? ¿Que alaben eternamente nuestros buenos corazones de idiotas, de esclavos?

–¿Tú crees que el haber ayudado a Salas influirá en el curso de los acontecimientos?

–¡Naturalmente que lo creo!

–Un futbolista…

–Sí: un futbolista, tú; y un capitán, el vecino de enfrente; y un cura, el del ultramarinos de al lado; y un espía, la tía de la esquina…

–¿Dónde está vuestro respeto por la vida humana?

Vicente sentía que Gaspar tenía razón. Y, sin embargo, porfiaba, sinceramente, con el profundo deseo de ver claro. Había algo, indefinible, que le mandaba no abandonar su posición. No era la negra honrilla, ni la posible vergüenza del «mea culpa», sino algo de adentro que nada tenía que ver con la razón.

–Lo malo es que lo juzgáis todo con el mismo rasero. Técnicos sois y especialistas encarrilados y con anteojeras que sólo os dejan ver un camino estrecho. Para el trabajo no cabe duda que tiene sus ventajas. Pero hay otras cosas.

–Sí. Por ejemplo: tu refrán de esta noche: la amistad. ¿Pero es que no puedes tener amigos en tu partido? ¿No los tienes? Los amigos ¿no se escogen? Y lo que escoges, ¿tiene que ser para toda la vida? ¿No te puedes equivocar? ¿Eres infalible?

–La única diferencia está en que yo creo que mis amigos pueden tener opiniones políticas distintas a las mías, y tú, no.

–Desde luego.

–Y eso, ¿entra en la categoría del progreso?

–Desde luego. Un fascista no puede ser amigo mío.

–Porque para ti la política es la base de la humanidad. Te basta que un cualquiera comulgue con tus ideas políticas para que sea tu amigo.

–Es posible.

–Le llamas compañero, camarada.

–Y lo es.

–Pero no amigo. La amistad es otra cosa. Una ligazón más vital. No sólo una persona con quien se habla mal de los enemigos, de los problemas del momento. A menos que ya hayas llegado a no tener otros. Aflojar las riendas de la lengua. Quizá no te haga falta. Sois más duros. Yo soy un hombre blando y necesito amigos para sentirme vivo. Yo sé, tanto como tú, lo que es un compañero; porque yo he jugado al fútbol, y tú, no. Un balón bien o mal pasado une más de lo que te figuras. Por algo se llama a aquello un equipo.

–Sí, ya sé: Salas fue defensa derecho, en tu tiempo.

–En el nuestro.

E1 tono de Gaspar se había vuelto un poco más cordial. Hubo un silencio. Luego siguió:

–¿Piensas, como todos, que somos unos sectarios?

–No, sectarios, no. Porque el comunismo no es una secta. Sectarios, no. Hay otra palabra que os cuadra mejor, si no te enfadas.

–¿Más? ¿Cuál?

–Fanáticos. Os ciega el fin y no escogéis los medios. Y, sin embargo, lo que más me atrae de vosotros es la pasión. No os importa un comino la moral.

–¿Nos crees capaces, como tú, por lo que sea, de ayudar al enemigo?

–Si os conviniera, sí.

–Si nos conviniera… ¿Es que a ti te convenía hacer escapar a ése?

–No. Y ahí está la diferencia. Para vosotros no existen los sentimientos morales como no sean aprovechables para vuestra justa política. Y para mí, sí. Sois capaces de entenderos con los fascistas si veis en ello una ventaja.

–Si la revolución fuese a ese precio, ¿no la aceptarías?

–Aceptarla, seguramente sí. Pero participar en su advenimiento, a ese precio, como tú dices, no. Si conviene, sois capaces de cambiar de postura cada veinticuatro horas; yo no. Os admiro, pero no puedo compartir vuestros trabajos.

–¿Es ese tu materialismo histórico?

–Sí.

–No te felicito.

–¿Vais a detenerme?

–No, hombre, no.

–No me vas a hacer creer que viniste a verme así, por las buenas, porque eres… amigo mío. Si de veras eres consecuente, debes denunciarme. Debes prenderme y…

Gaspar sonrió:

–Ahí, me cogiste, viejo.

–¿Todavía no os sentís bastante fuertes?

–Tal vez.

Gaspar había bajado la voz.

–¿Te marchas?

Entraba Teresa.

–¿Cómo está usted?

Y, después:

–¿Qué quería?

–Nada. Nada, pasaba por aquí y subió. ¿Ya has cenado?

Luego se reprochaba no haber dicho a Gaspar todo su sentir: El cómo –para él– daban demasiada importancia a lo nimio, a lo inmediato. El cómo le molestaba su desprecio de lo que no fuera útil a su causa, el verlo todo bajo la sola luz de su organización, su falta absoluta de interés por lo que no fuera su estrecho círculo. Recordaba la elección de libros que había hecho Juan Redondo –un muchacho inteligente, de las juventudes– cuando se le ofreció la biblioteca de los Dominicos:

–Aquí no hay nada que nos sirva.

Escogió unos cuantos libros de texto.

–¿Fray Luis de Granada? ¿Para qué? Todo esto en latín… ¿Menéndez y Pelayo? Era un reaccionario. ¿No querrás que me lleve éstos de Vázquez de Mella?

El ser tan de partido, a brazo partido, partidos, seres incompletos, cerrados; faltos de amor.

Porque apreciaba de veras a Gaspar, le quería. El haber ido juntos a clase –la memoria de la niñez es más fuerte que cualquiera– le parecía una razón suficiente para no reñir con él, de la misma manera que el haber jugado juntos durante tres temporadas con Salas habíab bastado para que no dudara en hacer lo posible por ayudarle.

–Mañana me detendrán.

Se acercó al balcón abierto y se asomó a la calle desierta. Lo había hecho muchas veces antes, cuando la calle era de todos. De todos y de ninguno, de cualquiera. Ahora, no. Ahora, por el hecho de la guerra, de la revolución, se sentía atado a la calle –las llaman arterias–, sentía cómo su sangre corría por ella, por ella y las demás. Sentía que Valencia era suya. Suya y de todos, conjuntamente: porque la defendían. ¿Había traicionado? Las piedras, el asfalto, las luces, el gas, la electricidad, la casa de enfrente, el aparato de luz que allí colgaba, todo era suyo. Suyo y de todos, y había que defenderlo. Por solidaridad. Porque él era el pueblo, y el pueblo era él. Se sentía envuelto, protegido. Pasaba un hombre, un hombre desconocido, que era él mismo. ¿De la C.N.T., republicano a secas, socialista, comunista? Un hombre que iba a una tarea que serviría para defender la ciudad, su tierra, su país, su patria.

Un mes antes era la misma calle, la misma España, y no la sentía. ¿La sentía ahora porque era España o porque era la lucha? ¿O por ambas cosas a la vez? Si la guerra fuese en Italia, ¿sentiría lo mismo? No. Si la guerra me hubiese sorprendido allí, entre italianos que se entremataran, ¿me sentiría igual? Sentir, sentimientos… ¿Qué tiene que ver la razón con todo esto? ¿Tendrá razón Gaspar? ¿A dónde fue a parar mi materialismo?

Llegaba el olor de las magnolias; como siempre, le conmovía. La nariz era la fuente más sensitiva de su organismo. Levantó la vista y se extrañó de la luz perdida de dos o tres estrellas.

–¿Que no vienes a cenar hoy?

Se volvió y sonrió a Teresa, que estaba de mal humor.

–Ahora voy.

–¿Vas a salir?

–Sí. Me acercaré un momento al Partido.

Jorge Mustieles

I

Llevaba una pistola al cinto. Sentía cómo le pesaba en la cadera derecha, y no podía creerlo. Deslizó lentamente su mano hacia las cachas, con miedo de que no fuera verdad. Sí, estaba ahí. Iba vestido de mono, y la Revolución era un hecho. El peso del revólver le demostraba que todo era cierto: que había llegado la hora. Caída del cielo: sin que él hubiese hecho nada para que aconteciese. Los militares, la reacción, se habíana encargado de darle una vuelta al mundo. Como una tortilla lanzada al aire. (La vieja Ángeles, allí, en el pueblo, frente a un fogón, la sartén por el mango).

Apretó el paso, sacando un poco el pecho: Era un revolucionario, y la Revolución había triunfado. Ahora iba al Comité. Saludó, con la mayor dignidad, puño en alto, al portero del Instituto. No le pareció decoroso cambiar de acera para resguardarse del sol. Se sentía más fuerte, más seguro, más entero. Sin fallas, de una pieza.

(Su padre. Estaba seguro de que su padre iba a causarle trastornos. De pronto deseó que hubiese muerto años atrás, en vez de su madre. Entonces, no tendría problemas. Lo cierto era que el viejo iba a atravesársele –lo sentía en la garganta, como una espina– de eso estaba seguro. Por de pronto iba a obligarle a mostrarse más intransigente, más extremado: para que no dijeran. Le molestaba, con dolor: no, a dolor no llegaba: un estorbo: un zapato estrecho, un forúnculo. Tendría que aparentar estar más seguro de sí, sin dudas, sin vacilaciones, con ese quiste. Como si su padre fuese un barranco que había que ladear por una senda estrecha e insegura. Sin duda, sin vacilaciones: desprendido de su niñez, de su adolescencia. Otro.

Su padre, y toda su familia, tan de derechas, tan católicos, tan de luto, tan seguros, tan respetables, tan callados, tan en penumbra –las cortinas corridas, los muebles enfundados, las lámparas protegidas por tarlatanas, la sala silenciosa, los pocos libros bien encuadernados, proscrito el polvo por manos de Vicenta y Asunción; el señor por aquí, el señor por allá: Don Pedro, Don Segundo, Don Jesús, todos tan serios, sobre todo cuando jugaban al chamelo. Blusa negra, naranjeros de pro. Eso es en casa, en el casino, que fuera, ¿quién sabía?

Jorge se quedó atónito: efectivamente, su padre era una persona seria, pero, viudo hacía años… Las idas y venidas a Valencia: seguramente se correría sus juergas. Se reprochó el pensarlo. Pero algo se le representaba seguro: su padre iba a causarle disgustos. Lo sentía. No había razón de que se lo hiciera suponer. Ni un mal recado. Claro está que él podía abstenerse, quedarse en casa. ¿Quién le metía? Pero ¿qué dirían?

–Ya decía yo…

–De casta le viene al galgo.

–Pueden más los dineros del viejo que las ideas.

–¡Ya decía yo!…

–Mucha boquilla. Pero cuando hay que dar el pecho…

–¡Ya decía yo!…

Su padre estaría ahora callado y furioso, sentado en el despacho, allá, en el pueblo, las manos descansando en la madera lucida del sillón frailuno; aquel cuero viejo y sobado, oscuro y brillante. O haciendo sonsonete con la plegaderab filipina que trajo el tío Luis. Por lo menos ése había muerto; borracho, pero había muerto).

Jorge Mustieles ha cumplido los veinticinco años hace unos meses. Abogado, y radical socialista. Casi recién casado. Le gustan las novelas de Pío Baroja, los mariscos, el arroz con pescado; pocas cosas más. Discute en el café. Tiene amigos. Hace una vida modesta. Tiene ambiciones que no van mucho más lejos –por ahora– de una concejalía.

(Su padre vive en Puebla Larga. Tiene su dinero, algo así como el cacique de las derechas, y tierras de las buenas buenas. Le parece bien que su hijo se dedique a la política. Y, aunque refunfuña, no le parece mal que pertenezca a un partido de izquierdas. Él también empezó así: de republicano; hace un tercio de siglo, más o menos, cuando lo de Soriano y Blasco Ibáñez. Luego fue desplazándose, sin sentir y sin sentirlo, hacia los liberales; romanonista80 que fue. Después, sin darse cuenta, se encontró, naturalmente, en las filas de la Derecha Nacional Valenciana, ya destacado en el pueblo. Sucedió a raíz de la muerte de su mujer, hace diez años. Doña Amparo: una señora de su casa que influyó algo, muy poco, en su evolución. Aunque muy laico por aquellos tiempos, don Pedro se había casado por la iglesia –y si no, ¿cómo?–, bautizó a sus hijos, Jorge y Asunción; Don Vicente, el cura, era visita de casa.

Las judías verdes de Don Pedro Mustieles eran las más tiernas del pueblo. Renombrados sus tomates, no digamos de sus naranjas «navel»: gloria pura. Se movió mucho y bien, a su manera, para que triunfaran sus candidatos el año 33.81 Sabía cómo arreglárselas para ganar votos, antes y después de la elección. Los diputados de la provincia le trataban con respeto. Él, personalmente, nunca quiso ser nada, ni alcalde siquiera. No le gustaba figurar. Mandar, sí: que se hiciera lo que dispusiera; pero nada más).

A pesar de su decisión, Jorge cruzó la calle y se refugió en la sombra. El local del Partido estaba todavía a más de doscientos metros y era absurdo achicharrarse. Sol valenciano, plomo veraniego. El asfalto se reblandecía bajo las suelas de los zapatos. Los coches pasaban con sus letrerotes pintarrajeados en blanco: C.N.T. - F.A.I. - U.G.T. - U.H.P.82 - Médico.

Vocal de la Comisión de Seguridad. Se sentía importante. Nunca había conseguido un sobresaliente en la carrera. Miento, tuvo uno en Derecho Natural. Tampoco lo suspendieron más que en Canónico. Y eso porque un día, sin querer, le pisó el pie al catedrático y las cosas se fueron enredando, y no entró más en clase. Fue el único momento en el que gozó de cierta popularidad, que le llevó de la mano al Partido Radical-Socialista.83

Le gustaba el ideario de su partido: tan liberal –tan poco socialista–, tan lleno de buenas intenciones, tan bullanguero, con tal de discutir: Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz, Fernando Valera y una multitud de periodistas, todos apóstoles y habla que te habla: El hombre es bueno y la culpa es de los demás. Hay que ser honrado y consecuente: los políticos deben morir pobres, y no transigir.

Cruzó, otra vez, la calle de las Barcas, frente a la ferretería de Ernesto Ferrer, echó un vistazo a la zapatería Boston –también de Ernesto Ferrer– (¡qué miedo debe pasar el tal!… amigo de su padre…). Abombó el pecho al darle otra vez el sol. La plaza Emilio Castelar, tan horrible ahora, convertida en mausoleo por un imbécil arquitecto municipal, relucía de tanta piedra picada y desnuda, caliente al blanco feroz del sol. En la puerta del local del Partido, el cine «Actualidades», socializado, le recordó su niñez –entonces se llamaba «El Cid»– («El Cid», y ahora «Actualidades»; así va el mundo: las siete llaves,84 bonito para meter en un discurso), tenía entonces –hace quince años– un timbre constante que sonaba entre sesión y sesión. Lo oyó. Saludó, con un gesto, a un dependiente de la sastrería, que daba al otro lado del portal.

–Te estábamos esperando.

Julio Reina, Alfonso Ortiz y Guillermo Segalá.c La gente se apretujaba frente a una mesa, donde Jaime Luque despachaba vales para gasolina.

–Vente.

Se fueron para adentro: a la cocina. Allí podían hablar. La casa era antigua y los bordes de las baldosas, rojas y oscuras, habían perdido su color, dando en gris y pardo. Hasta media altura, azulejos de Alcora, flores y lacerías –azules, blancos y amarillos vidriados– despedían –con su brillo– una sensación de frescura. Del sol a la sombra, los ojos se empequeñecen y ven menos.

Julio Reina se quitó la chaqueta y se encaramó en lo que fuera banco de la cocina.

–No te vayas a quemar…

–Está más fresco.

Y se acomodó: las posaderas en el agujero del desaparecido fogón.

–¿Qué hay de nuevo?

Guillermo Segalá se sentó en la única silla disponible. Había otra, patas arriba, medio rota, en un rincón.

–Los socialistas, los comunistas, y los de la F.A.I. tienen su propia policía. Nosotros no hemos de ser menos. Lo que importa es mantener limpia la retaguardia.85

Una pausa dio la contestación.

–Tenemos unos cuantos detenidos.

–¿Qué vamos a hacer con ellos? –pregunta Jorge.

–Juzgarlos.

Jorge se calla la pregunta que asoma a sus labios: –¿Con qué derecho? Se contestó a sí mismo con celeridad: –Con el mismo que los otros. Para defender el pueblo. –Sin embargo, habló:

–¿Y los Tribunales Populares que el Gobierno acaba de crear?…

Le miraron los demás.

–¡Hasta que funcionen!…

Jorge se reprendió. Había protestado, si es que su pregunta se podía juzgar así, por el miedo de que, entre los detenidos, estuviese su padre.

(Había estado, a fines de julio, en Puebla Larga. Todo estaba tranquilo. La iglesia iba a ser convertida en almacén. El cura había desaparecido. Jorge fue a ver al Presidente del Comité del pueblo.

–No tengas cuidado: a tu padre no le pasa nada.

Llegaron las primeras noticias de los asesinatos en masa que los sublevados llevaban a cabo en Andalucía, en Castilla, en todas partes. Nacieron las patrullas de control, al ejemplo de los catalanes. Justo y Vicente Sánchez aparecieron muertos en la carretera.

Nadie se extrañó: Eran los organizadores del Sindicato Blanco86 de Puebla Larga).

–¿Y dónde?

Lo preguntaba Julio Reina.

–Hemos requisado el Colegio Notarial. Es bastante grande. Hay cuatro habitaciones para los detenidos, y otra para nosotros. Estuve esta mañana.

–¿Cuándo empezamos?

–Esta tarde.

–¿A qué hora?

–A las cinco, si os parece. Nos vemos en el café. Luego nos vamos para allá.

–¿Habrá que interrogarles?

–Hombre… yo creo que a los que… a los que tienen el asunto muy claro, no. A los demás, desde luego.

–Habrá que pedir antecedentes. Lo que sea.

–Vendrán con sus fichas…

–Puede tratarse de venganzas personales…

–Si nos los traen, no creo… Los que tienen que pagar por algo que hicieron a algún conocido, esos ya…

–Yo no estoy conforme.

Lo dijo, con voz segura, Alfonso Ortiz.

–¿Por qué?

–Para eso están…

–¿Quién? –atajó Segalá–. ¿O vamos a dejar que nos frían por la espalda?

Era el de más edad: veintiocho años. Luego seguía Jorge, los otros dos eran barbilampiños.

–Vamos a ganar, ¿o no?

–La legalidad…

–Si la hubiesen respetado ellos…

–¿A las cinco?

–A las cinco.

–¿Tomamos una cerveza?

II

Era evidente que habían cambiado los límites del mundo. Pensó que así como para él habían derribado barreras, para otros la impresión debía ser contraria, hasta de encajonamiento. Pero eso era lo que estaba bien. Todos aquellos que, hasta aquel momento, habían deambulado por la vida como si todo fuese suyo estaban ahora recluidos en un corral. En un inmenso corral: acorralados. Y para él todo era llano: podían pasar de un campo a otro, de una casa a otra, de una calle a otra, de una huerta al camino, de fuera adentro, o al revés, sin necesidad del permiso de nadie, con su sola presencia. Con el solo permiso, con el solo carnet. Ya todo estaba llano. Las ventanas debían permanecer abiertas por mor de los «pacos». Sólo los que debían temer por su pasado le tenían miedo a las patrullas de control; además, era lo justo: había que asegurar la retaguardia. Evidentemente: las calles eran más anchas. Andaba más seguro.

Vino a visitarle Fernando para pedirle un aval para su suegro.

–No. Lo siento.

Era la primera vez que negaba algo. Si, ocho días antes, alguien le hubiese dicho: «Fernando te va a pedir algo, y se lo vas a negar estando en tu mano concedérselo, y sin que medie enfado», se hubiera reído, sin alcanzar a comprender:– ¿Por qué? ¿A qué santo?

La verdad es que ahora era de la Comisión de Seguridad.

Don Luis Montesinos era hombre de derechas, muy a la antigua, y nunca le había hecho el menor caso. Pero no era porque le hubiese mirado por encima del hombro. ¡Qué va! No: sencillamente era un significado hombre de derechas. Ex alcalde de la monarquía, para más señas. De «La Agricultura», ese casino de la aristocracia, oscuro y rancio, de señores y señoritos, pero en el que nunca ponía los pies. Ahora estaba incautado por quién sabe qué Juventud.

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