Kitabı oku: «Breve historia de la Revolución», sayfa 2
En las revoluciones espontáneas es natural que existan diversas sensibilidades o concepciones en liza, pero tras la revolución solo hay espacio para una. La naturaleza intrínsecamente imprecisa de las revoluciones espontáneas es lo que explica que el sociólogo Asef Bayat se haya preguntado si los levantamientos durante la llamada Primavera Árabe fueron o no auténticas revoluciones. Según Bayat, «carecieron de un marco intelectual» y no tenían «un conjunto de ideas, conceptos y filosofías» que informaran «el subconsciente teórico de los rebeldes, influyeran en su visión o en la elección de estrategias y el tipo de líderes escogidos». Además, señala, carecían, en términos políticos y económicos, de radicalismo[8]. Por lo tanto, lo que ocurrió en Túnez, Egipto y Yemen no fue ni una revolución ni una reforma, sino lo que llama una “refolución”, es decir, un «movimiento revolucionario que surgió para conminar al Estado a hacer determinados cambios y poner en marcha reformas importantes en nombre de la revolución»[9]. «Por la movilización parecían revolucionarios, pero desde el punto de vista de lo que proponían, era movimientos de reforma», precisa[10].
No se equivoca Bayat al preguntarse si lo ocurrido en el mundo árabe fue una revolución o algo diferente, es decir, situaciones de caos o inestabilidad, guerras civiles alimentadas por conflictos regionales preexistentes, maniobras de terceros países, etc. Es cierto que, solo teniendo en cuenta el factor temporal, los levantamientos árabes carecieron del alcance y duración de la revolución francesa o iraní. Pero la ausencia de “conceptos y filosofías” caracteriza a todas las revoluciones espontáneas y el supuesto secuestro de la revolución por parte de otros grupos es una habitual cuando unos obtienen el poder frente a colectivos que también lo desean. De la misma manera que los opositores laicos al régimen del Sha en Irán sintieron que el ayatolá Jomeini y sus secuaces se habían adueñado de la revolución, los activistas y miembros de los Hermanos Musulmanes y las fuerzas armadas egipcias se acusaron recíprocamente de hacerlo en la “Revolución del 25 de enero”. Fue ese día fatídico el momento culminante de lo que muy rápidamente se convirtió una revolución de enorme relevancia histórica. Pero el golpe de Estado de julio de 2013 por parte del general Abdelfatah El-Sisi restauró los antiguos principios que regían las relaciones entre el Estado y la sociedad, revocando las primeras reformas. En otros lugares, como Libia, Siria y Yemen, a las fracturas existentes entre la élite se añadió la intervención extranjera, lo que sumió al país en una guerra civil. Hablar en esos casos de revolución, tal y como empleamos aquí el término, no tiene mucho sentido. Solo en Túnez se puede decir que se llevó a cabo una transición con poca violencia, en términos comparativos, y se inició un proceso de negociación. El resultado, al menos por ahora, no se puede decir que haya sido menos revolucionario.
La tesis de este ensayo se basa en los trabajos y análisis sobre la revolución ofrecidos por cuatro generaciones de investigadores, tal y como las clasificó en su momento George Lawson. Este ultimo diferenciaba cuatro etapas en los estudios sobre la cuestión, no necesariamente distintas[11]. La primera generación, aparecida antes de la Segunda Guerra Mundial, y representada por los trabajos de Crane Brinton, adoptó en sus contribuciones el punto de vista de la “historia natural”, centrándose en el estudio de los síntomas de la decadencia política y desequilibrio social producidos en los momentos precedentes y posteriores a la revolución. La segunda generación, tras la Guerra, se centró en los vínculos causales entre los procesos de modernización y los levantamientos, examinando o bien lo que se ha dado en llamar el fenómeno de la desincronización (Chalmers Johnson), bien el de las expectativas incumplidas (James Davies), o bien el de la degradación relativa (Ted Robert Gurr). Los análisis estructuralistas se popularizaron entre los años sesenta y ochenta, conformando la tercera generación de estudiosos. En ellos, se prestaba atención a la función de las estructuras nacionales e internacionales —por ejemplo, Estados mecenas más poderosos, clases nacionales como el campesinado y la burguesía, guerras, etc.—, como reflejan las obras pioneras de Barrington Moore, Theda Skocpol y Jack Goldstone. Una cuarta generación, a la que supongo que pertenece este libro, se dedica a analizar las complejas interacciones entre el ámbito de las relaciones internacionales, las crisis políticas y los desarrollos sociales que provocan el estallido revolucionario y, al mismo tiempo, dan forma a sus resultados y consecuencias.
En concreto, lo que pretendo en estos capítulos es llamar precisamente la atención sobre la concurrencia de cuatro factores en todas las clases de revolución, ya sean planificadas, espontáneas o negociadas. Al elaborar una teoría sobre la revolución, esos cuatro factores constituyen los pilares fundamentales del marco analítico. Se hace referencia, así, a la dimensión institucional, a la internacional, al liderazgo y la agencia y, finalmente, a la economía. Cualquier análisis sobre la revolución debe tenerlos en cuenta. Al mismo tiempo, se trata de factores interconectados y ninguno de ellos se puede separar del resto. Así, las instituciones determinan o influyen en las relaciones de poder, dentro del Estado, entre el Estado y la sociedad, y entre los actores sociales y quienes aspiran a adueñarse del control político. Pero estas relaciones institucionales tienen lugar en un contexto más amplio, como es el internacional, en el que se decide también la fortaleza o debilidad del Estado y los recursos con que cuenta. Estos y, más ampliamente, la economía, son también importantes, ya que la capacidad de las instituciones está en función de ellos, pero también, como veremos que sucedió en Europa del Este a finales de los ochenta, las prioridades de la sociedad y la dirección que ha de tomar el Estado tras las revueltas. Todo ello muestra la relevancia de lo que denominamos “agencia”, es decir, de la capacidad de los individuos para tomar sus propias decisiones. Especialmente en el caso de las revoluciones planificadas y en las coyunturas críticas que aparecen como consecuencia de la toma revolucionaria del poder, las decisiones adoptadas por los líderes pueden tener consecuencias duraderas y de vasto alcance[12]. Por decirlo lisa y llanamente, mientras que Nelson Mandela poseía convicciones democráticas, este no era el caso de Lenin, Mao, Ho Chi Minh, Castro o Jomeini. Y aunque estos no fueron las únicas figuras revolucionarias, sus ideas personales fueron las decisivas para el resultado y configuración institucional del Estado.
PLAN DEL LIBRO
Los siguientes capítulos presentan un marco teórico para el estudio de las causas, los procesos y los resultados de las tres categorías de revolución: las planificadas, las espontáneas y las negociadas. Los capítulos 2 y 3 se centran, respectivamente, en el estudio de las planificadas y las espontáneas. El capítulo 2 analiza tanto los medios como los métodos empleados por quienes aspiran a liderar la revolución, además de examinar los esfuerzos destinados a la toma del poder. Se concluye que, independientemente de su ideología, todas están motivadas por sentimientos nacionalistas hondamente arraigados, definen roles importantes para el liderazgo del grupo y del partido de vanguardia, y se canalizan mediante la lucha armada, la movilización de guerrilleros y la formación de un ejército de infantería revolucionario.
El capítulo 3 se dedica al examen de las revoluciones espontáneas, teniendo en cuenta especialmente la vulnerabilidad y el colapso del Estado, una situación que ofrecen la posibilidad para la aparición, primero, de acciones dispersas y desorganizadas de protesta y oposición. Después se conforma un movimiento social que, con el efecto bola de nieve, da lugar a la movilización revolucionaria de la población. En ese proceso, con el tiempo y aprovechando las oportunidades que surgen, se decanta quiénes asumirán el liderazgo en el orden posrevolucionario. Una vez triunfa la revolución, el nuevo Estado no solo es diferente al anterior, sino que también adopta un papel y un perfil distinto tanto a nivel nacional como internacional.
El capítulo 4 se centra en la estructura institucional y las prioridades del Estado después de la victoria. En concreto, veremos cómo los nuevos diseñan el aparato institucional para ejercer el gobierno y afrontar los desafíos tanto políticos como económicos que se presentan. La sociedad también cambia tras la revolución, adoptando una serie de características que no son solo resultado de su experiencia revolucionaria, sino fruto de las acciones y prioridades establecidas por el nuevo orden. El capítulo 5 analiza las relaciones entre el Estado y la sociedad después de la victoria. Las revoluciones liberan tensiones de sociedades sumidas durante mucho tiempo a regímenes dictatoriales y despóticos. La reacción más natural es aferrarse a los logros y libertades recién adquiridas, pero esto último no siempre casa bien con los intereses de quienes han heredado el poder. Lo que se produce no es siempre un tira y afloja entre el Estado y la sociedad, aunque es frecuente, sino entre esta y la pretensión del Estado de crear una nueva concepción de la ciudadanía acorde con los nuevos intereses políticos. En ese marco, el disenso y la oposición adoptan también rasgos muy concretos.
Al resaltar la importancia de los temas y factores que se discuten aquí, hago referencias y extraigo, en todo momento, ejemplos de diversos sucesos históricos. Al final del libro ofrezco una breve cronología de las revoluciones a las que aludo, precedida por el capítulo 6, que recoge las principales conclusiones. Además de resumir los principales hallazgos, el apartado final analiza algunas de las formas más eficaces con que los Estados del siglo XXI intentan evitar los movimientos revolucionarios, las cuales han contribuido a fortalecer a los regímenes autoritarios y a alargar su existencia. Pero mientras haya dictadores, siempre será posible que estalle en el futuro una revolución.
[1] Zoltan Barany, How Armies Respond to Revolutions and Why (Princeton, NJ: Princeton University Press, 2016), p. 7. El subrayado es original. Para un análisis del concepto de revolución, se puede consultar James Farr, “Historical Concepts in Political Science: The Case of Revolution”, American Journal of Political Science, Vol. 26, n.º 4 (Noviembre, 1982), pp. 688–708; y John Dunn, “Revolution”, en Political Innovation and Conceptual Change, Terence Ball, James Farr y Russell Hanson, eds. (Cambridge: Cambridge University Press, 1988).
[2] John Dunn, Modern Revolutions: An Introduction to the Analysis of a Political Phenomenon (Cambridge: Cambridge University Press, 1989), p. XVI.
[3] Mark Irving Lichbach, The Rebel’s Dilemma (Ann Arbor, MI: University of Michigan Press, 1998), pp. 16-17.
[4] Ibid., pp. 22-25.
[5] George Lawson, “Negotiated Revolutions: The Prospects for Radical Change in Contemporary World Politics”, Review of International Studies, Vol. 31 (2005), p. 481.
[6] Devora Grynspan, “Nicaragua: A New Model for Popular Revolution in Latin America”, en Revolutions of the Late Twentieth Century, Jack A. Goldstone, Ted Robert Gurr, y Farrokh Moshiri, eds. (Boulder, CO: Westview, 1991), p. 97.
[7] Harald Wydra, “Revolution and Democracy: The European Experience”, en Revolution in the Making of the Modern World: Social Identities, Globalization and Modernity, John Foran, David Lane, y Andreja Zivkovic, eds. (London: Routledge, 2008), p. 43.
[8] Asef Bayat, Revolution without Revolutionaries: Making Sense of the Arab Spring (Stanford, CA: Stanford University Press, 2017), p. 11.
[9] Ibid., p. 17.
[10] Ibid., p. 18. Bayat explica que «el excepcionalismo geopolítico de Oriente Medio se explica por el petróleo y la presencia de Israel» (p.16).
[11] George Lawson, Negotiated Revolutions: The Czech Republic, South Africa and Chile (Burlington, VT: Ashgate, 2005), pp. 47-70.
[12] Podemos definir las coyunturas críticas como «períodos de tiempo relativamente cortos durante los cuales existe una alta probabilidad de que las decisiones de los agentes influyan o determinen el resultado». Concretamente, «se caracterizan por ser situaciones en las que las circunstancias estructurales (económicas, culturales, ideológicas, organizativas) que determinan la acción política pierden su influencia durante un breve espacio de tiempo, lo que tiene dos consecuencias: en primer lugar, se amplían de un modo importante las opciones con que cuentan los actores políticos y los efectos de sus decisiones, en segundo lugar, son potencialmente mayores. Por decirlo de otro modo, las contingencias se vuelven importantes». Giovanni Capoccia y R. Daniel Kelemen, “The Study of Critical Junctures: Theory, Narrative, and Counterfactuals in Historical Institutionalism”, World Politics, Vol. 59, n.º 3 (Abril, 2007), pp. 343, 348.
2.
De la rebelión a la revolución
¿QUÉ INSPIRA A LOS REVOLUCIONARIOS? Es evidente que no existe una única respuesta. Los revolucionarios pueden inspirarse en las promesas que les hacen sus camaradas, en su carisma o en el deseo de un futuro político mejor, libre de injusticias y por el que vale la pena luchar. A diferencia de lo que sucede en las revoluciones de carácter espontáneo, en las que quienes participan casi sin querer, por decirlo así, se ven inmersos en circunstancias revolucionarias, en el caso de las planificadas, los revolucionarios, conscientes de su misión, han de crearlas. Requieren, pues, de ciertos medios e implican bosquejar un proyecto, así como contar con un conjunto de estrategias. De todo ello hablaremos en este capítulo.
Mientras que las revoluciones espontáneas surgen por azar y son consecuencia de los estallidos de ira y frustración de las masas, las organizadas parten de rebeliones orquestadas y premeditadas. El objetivo de este capítulo es detallar los factores principales de esta clase de revoluciones y las interrelaciones que se establecen entre ellos. En primer lugar, y con independencia de su postura ideológica, todos y cada uno de revolucionarios son nacionalistas. Además, sienten siempre un profundo deseo por mejorar las condiciones en que se halla su país y la calidad de vida de sus conciudadanos. Incluso en los casos en que suscriben ideologías propiamente antinacionalistas, como el comunismo, su decisión de iniciar la revolución no parte de la voluntad de hacerse con el poder, sino de mejorar la vida a su alrededor y transformar lo que ocurre en su vecindario, en su ciudad y en su país.
Otros de los componentes de toda revolución planificada son el liderazgo y la existencia de un partido. Esta clase de eventos revolucionarios no pueden tener lugar si un conjunto de individuos fuertemente comprometidos no decide planificar, organizar y liderar la toma del poder. Como es lógico, al principio conforman una célula secreta, pero esta es el origen del partido político o guerrilla que surge más tarde para encabezar la revolución. Normalmente uno de los integrantes de esa vanguardia asume el papel principal porque tiene mayor ambición que el resto, porque posee mejores dotes organizativas o porque sabe aprovechar las oportunidades que se le presentan. O, simplemente, por casualidad. Aunque ninguna revolución planificada puede tener éxito sin el apoyo de un partido revolucionario organizado, quien lidera la estructura de este último se convierte en el rostro de la revolución y, si triunfa, acaba siendo el líder del país.
Solo los individuos comprometidos, que muchas veces se muestran impelidos a realizar cambios drásticos y de amplio alcance en el cuerpo político, pueden iniciar y llevar a cabo revoluciones planificadas. Una vez que deciden abrazar la causa revolucionaria, se entregan a ella en cuerpo y alma, buscando con todas sus fuerzas acabar con el régimen y erigir uno nuevo. Por esta razón, desatiendan otras dimensiones de su vida y pasan por alto todo lo que no guarda relación con la lucha.
La revolución no tendrá éxito si los revolucionarios no consiguen derrotar militarmente a las fuerzas gubernamentales y poner de rodillas al Estado. Para ello es necesario recurrir a la lucha armada, otro de los elementos de todas las revoluciones planificadas. Los revolucionarios dedican gran parte de sus esfuerzos iniciales a reflexionar sobre la mejor manera de combatir y lograr la victoria contra las milicias del régimen. Su objetivo estratégico es derrotar al Estado y hacerse con el poder político, lo que implica el uso de la violencia e incluso la guerra.
Un líder necesita un partido y un partido, estrategias y tácticas. También es importante contar con lo que se puede llamar un cuerpo de infantería orgánico que respalde los objetivos e ideales de la organización. Para ello, es preciso una vanguardia de soldados dispuestos a participar activamente en la revolución y, si es necesario, a emplear armas. Casi todas las revoluciones se libran en nombre de los oprimidos y los desposeídos: los pobres de las ciudades, la clase trabajadora, el campesinado. Pero hay que reconocer que muy pocos de los que las ponen en marcha pertenecen a estos grupos: en su mayoría son jóvenes idealistas y formados que viven zonas urbanas y disfrutan de un elevado nivel adquisitivo. Con independencia de su clase, sin ellos, o sin un número suficiente, la revolución está condenada a fracasar. Como veremos, esa fue la difícil lección que aprendió de un modo dramático el Che.
A continuación, examinaremos separadamente cada uno de los factores de las revoluciones planificadas: nacionalismo, liderazgo, vanguardia de partido, lucha armada y soldados de infantería. Lo haremos refiriéndonos al ejemplo de la revolución rusa de octubre de 1917, la china, la vietnamita y la cubana. En cada caso, nos centraremos en la revolución que mejor refleja cada fenómeno, aunque tendremos en cuenta otros ejemplos que pueden resultar esclarecedores.
NACIONALISMO
Con independencia de las convicciones ideológicas de los revolucionarios, lo que principalmente les motiva es una creencia inquebrantable: están convencidos de que la revolución mejorará la vida de sus conciudadanos y será beneficiosa para todo el país. Probablemente, alguien con la forma de pensar de Lenin rechazaría rotundamente ser considerado nacionalista. Pero su fe en el progreso de Rusia y su empeño por cambiar las condiciones del país eran sus principales preocupaciones ya antes de 1917. Puede que, rigurosamente hablando, no fuera nacionalista, aunque indudablemente lo era su voluntad decidida por mejorar la vida de los rusos y la propia Rusia. Por otro lado, la demagógica defensa del nacionalismo que hizo no mermó su voluntad de transformar el país.
En Vietnam es donde mejor se refleja la fuerza del nacionalismo y su relación con los movimientos revolucionarios. En este sentido, se puede decir que el objetivo de Ho Chi Minh fue armonizar comunismo y nacionalismo[1]. Tras el fin de la Primera Guerra Mundial, cuando incrementó la presión y la explotación francesa de Indochina, Ho recrudeció sus críticas al país galo para defender su nación. Fue durante los años que pasó en Francia, en la década de los veinte, cuando su nacionalismo se radicalizó y crecieron sus sentimientos anticoloniales. Durante esa época, acusaba al socialismo francés de complicidad silenciosa con la explotación de las colonias. Poco a poco, y no sin aflicción, se fue dando cuenta de que al socialismo europeo no le preocupaba mucho la cuestión colonial[2]. A menudo criticaba amargamente que la clase obrera de la metrópoli pasara por alto, casi siempre conscientemente, las luchas del proletariado colonial[3]. En un discurso durante el encuentro del Komitern celebrado en Moscú, en 1920, no ocultó su desilusión ante la actitud de sus camaradas franceses:
Deben disculpar mi franqueza, pero no puedo evitar pensar, por el discurso de mis camaradas, que de lo que tratan es de matar a un dragón pisando solo su cola. Todos sabemos que el veneno y la vitalidad de la serpiente capitalista se encuentra concentrada más en las colonias que en la madre patria[4].
En 1921, Ho reivindicó frente a las autoridades francesas una amplia gama de libertades para su país y se convenció de que la liberación nacional era la condición necesaria de la emancipación social[5]. En su libro El proceso de colonización francesa, denunció implacablemente todo el proyecto colonial francés y, en concreto, se refirió a la situación de Indochina[6]. Desde un primer momento, se adhirió a la estrategia en dos fases de la revolución seguida por Lenin —que, primero, apoyó la revuelta de febrero, antes de lanzar el ataque definitivo en octubre de 1917—. A su juico, pues, era necesario desprenderse antes que nada del yugo colonial para, en un segundo momento, iniciar la revolución comunista[7]. El deseo por movilizar a sus compatriotas frente al usurpador extranjero le obligó a no pasar por alto los sentimientos nacionalistas. Sus llamamientos a la población hacían referencia a la necesidad de combatir, al mismo tiempo, tanto a los señores feudales como a los colonos, puesto que unos y otros estaban saqueando el país[8]. Ho estaba firmemente convencido de que el partido comunista debía liderar la revolución y que, para ello, era imprescindible el apoyo del proletariado[9], pero no se encuentran muchas ideas comunistas en las arengas que dirigió al pueblo, en las que animaba a sus compatriotas a unirse en la lucha contra el colonialismo francés y a enrolarse en la resistencia. Sí que estaban llenas de expresiones nacionalistas; pero de la ideología marxista-leninista, ni rastro[10].
En 1944, a medida que se recrudecía el enfrentamiento contra Francia, Ho abordó sin tapujos la compatibilidad entre nacionalismo y comunismo: «Soy comunista, pero lo que me importa ahora es la independencia y la libertad de mi país, no el comunismo. Les garantizo que personalmente [si los franceses se quedan aquí] el comunismo no se hará realidad en Vietnam, ni aunque transcurran otros cincuenta años»[11].
Por la misma época, escribió una serie de manifiestos exaltando el pasado glorioso de la nación[12]. A su juicio, no existía contradicción entre ambas ideologías y es eso lo que se desprende del texto de la Declaración de Independencia de Vietnam, cuyo borrador escribió en 1945. Basada en la americana, este documento, leído en alto entre gritos de euforia y bajo un clima de celebración, no recoge ninguna idea propiamente comunista[13].
Pero Ho no hizo uso del nacionalismo solo por motivos estratégicos. Siempre se preocupó por la unidad nacional, incluso tras la independencia, y realzó los rasgos que definían, a su juicio, la identidad vietnamita, entre los que incluía, por ejemplo, el respeto por las minorías étnicas y religiosas del país[14].
También encontramos tendencias nacionalistas en muchas de las medidas y decisiones adoptados por Mao Zedong, y, aunque en menor medida, se palpan del mismo modo en sus escritos. Mao, a la vez que buscaba garantizar la pureza ideológica del Partido Comunista Chino (PCCh), concebía el marxismo-leninismo como un programa de acción, siendo muy pragmático a la hora de aplicarlo a China y a las condiciones que existían en el país antes de 1949[15]. Pero, en su opinión, eran igual de importantes la unidad nacional y la defensa de la soberanía china frente a la ocupación japonesa. Creía que la revolución comunista triunfaría solo si el país lograba mantenerse unido y conseguía expulsar definitivamente a los japoneses[16]. A pesar de iniciar la Larga Marcha en 1934 contra el Kuomitang (KMT), su pragmatismo le obligó a aliarse con este último para combatir a Japón, su enemigo común.
También los revolucionarios cubanos, sobre todo Castro, compartían parecidas inclinaciones. De hecho, antes de la victoria, Castro, más que leninista, era «un nacionalista radical con fuertes convicciones sobre la justicia social»[17]. Lo mismo cabría decir de su movimiento en la primera época, puesto que su ideología se centraba en el antiimperialismo y solo era de un modo vago marxista. El nacionalismo era una respuesta a la presencia e intrigas americanas y se caracterizaba al principio por un férreo antiamericanismo. Los escritos y la poesía de José Martí (1853-1895), icono de la independencia cubana, fueron la principal fuente de inspiración de los jóvenes revolucionarios.
Como para Ho Chi Minh y Mao Zedong, también para Castro el nacionalismo implicaba luchar por la mejora de las condiciones de vida de sus compatriotas y, en general, del país. Y como ellos, creía que el sistema político vigente obstaculizaba las aspiraciones nacionales del pueblo. Según indica uno de los biógrafos, Castro, al igual que Martí, «poseía una concepción orgánica, casi ahistórica, de la verdadera Cuba, libre de la aberración del régimen dictatorial, cuya esencia esperaba poner de manifiesto»[18]. Se encontraba, pues, convencido de que la revolución podía corregir las desviaciones de la historia y conducir a un futuro mejor.
LA FIGURA DEL LÍDER
Junto al nacionalismo, las revoluciones planificadas tienen otro componente común: un líder, es decir, alguien firmemente comprometido con la causa revolucionaria y a la que, literalmente, consagra casi siempre su vida. Como tendremos oportunidad de ver brevemente, todas las revoluciones, pero especialmente las planificadas, están dirigidas por una pequeña célula encargada de provocar el colapso del Estado. Otro denominador común es la presencia de un líder completamente absorbido por el movimiento. No es sorprendente que aflore una figura mítica que se acaba identificando personalmente con la revolución. Es cierto que, en general, todos los revolucionarios son románticos y disponen de arrojo suficiente para actuar según sus convicciones, pero los líderes conforman una raza superior porque piensan que lo que no esté relacionado con la lucha revolucionaria carece de significado y valor. De este modo, les distingue tanto su entrega obsesiva como su dedicación, casi en exclusiva, a la causa. La famosa frase de Mandela —«la lucha es mi vida»[19]—, recoge el sentir de todos. Precisamente, el líder sudafricano, recordando cómo tuvo que separarse de su esposa Winnie y la distancia entre ellos, señalaba en su diario:
Parece que el destino de quienes luchan por la libertad es llevar una vida personal inestable. Cuando tu vida es la lucha, como en mi caso, apenas hay lugar para la familia. Esto ha sido mi mayor motivo de arrepentimiento y la consecuencia más dolorosa de la decisión que adopté[20].
La misma determinación tuvo Lenin y es lo que explica su voluntad de iniciar la revolución comunista. Luchó sin ningún tipo de escrúpulos, implacablemente, para derrocar a los Romanov y asegurar la victoria bolchevique. Se implicó tanto en la revuelta que quedó completamente absorbido, sin apenas tiempo para descansar, lo que le causó numerosos problemas de salud. Con el fin de fortalecer la pureza ideológica del movimiento, en ocasiones se mostraba excesivamente dogmática e inflexible; creyó, además, que era su obligación escribir ensayos interminables para asegurar la victoria de sus puntos de vista sobre el partido[21]. Según uno de sus biógrafos, «en el pequeño mundo del marxismo ruso organizado, se convirtió en una figura a la que se amaba o se odiaba. No dejaba a nadie indiferente»[22].
Lenin censuró en diversas ocasiones el elitismo intelectual de sus correligionarios, tildándolo de “intelectualismo” y acusándolo de oportunismo[23]. En su visión, combinó la pureza ideológica con el pragmatismo, lo que se manifiesta en su actitud hacia los soviets, un movimiento ajeno al partido bolchevique[24]. Pero el destino quiso que su alianza fuera determinante durante los meses que transcurrieron entre febrero y octubre de 1917.
Es evidente que este tipo de consideraciones no tienen como objetivo restar importancia ni rebajar el alcance de los movimientos revolucionarios; tampoco reducir su impacto a las contribuciones de un solo individuo, con independencia de lo comprometido que pueda estar con la causa. Pero se advierte un patrón común en todas las revoluciones planificadas, puesto que en ellas, un poco antes o justo después de acceder al poder, emerge una figura que asume el liderazgo. Tal vez la Revolución china ofrezca el ejemplo más claro, ya que “las ideas de Mao Zedong” se habían convertido, ya antes de 1938, en la nueva ortodoxia del PCCh[25].
En su VII Congreso, celebrado en 1945, el partido le nombró líder supremo y desde entonces pasó a ser conocido como “el presidente Mao”[26]. Han existido muy pocos líderes —tanto en el ámbito revolucionario como fuera de él— que hayan exigido esa deificación, casi absoluta, de su persona como Mao, tanto en el periodo anterior como posterior a la toma del poder. Castro, la figura inspiradora de la guerrilla de Sierra Maestra, estaría en un lejano segundo lugar. En el juicio que tuvo lugar tras el fracasado asalto al Cuartel de Moncada, el 26 de julio de 1953, el cubano pronunció, en tono desafiante, la famosa frase: «Condenadme. La historia me absolver»[27]. En un principio, la revolución era a todas luces una empresa suicida. De hecho, muchos cubanos le infravaloraron, tratándole como un agitador más de los muchos que mostraban por aquella época su descontento con la situación política. Pero jugó bien sus bazas y logró la victoria. Después de su paso por prisión, su determinación a hacer la revolución estaba mucho más clara que antes.
Se suele afirmar que la cárcel es la mejor escuela para rebeldes y revolucionarios. Y en el caso de Castro mucho más, ya que fue quien dijo que «la prisión es la mejor aula»[28]. Posteriormente, comentó que había cultivado su afición lectora durante su encarcelamiento, una época en la que pudo disfrutar de las obras de Víctor Hugo, Romain, Rolland, Maxim Gorky, H. G. Wells, Cervantes, Dostoievsky y Karl Marx[29]. Nada más abandonarla, sin embargo, dejó a un lado los libros para hacerse cargo de la dirección revolucionaria. En una carta fechada el 7 de julio de 1955, se puede leer lo siguiente: «Se ha cerrado cualquier posibilidad para la lucha pacífica. [Es hora de] apoderarnos de nuestros derechos en lugar de reivindicarlos, de ejercerlos, en lugar de suplicarlos. La paciencia de los cubanos tiene límites»[30]. Se veía a sí mismo como un cubano que había dado y seguiría dando todo por su país.