Kitabı oku: «Breve historia de la Revolución», sayfa 4

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En opinión de Mao y sus camaradas, la revolución tenía que imponerse en tres frentes: el primero y el segundo eran, respectivamente, el Kuomitang y el ejército de ocupación japonés; el tercero tenía que ver con la necesidad de movilizar una y otra vez al ejército rural. El PCCh no tuvo más remedio que buscar apoyo en el campo, pero no porque estuviera convencido del potencial revolucionario del campesinado, sino porque, en comparación con otros grupos, este último era más fáciles de movilizar. Fue solo tras esta decisión cuando Mao se dio cuenta de su poder y también de que el ejército de campesinos que había formado era capaz de tomar decisiones importantes, muchas veces inmediatos, sobre el terreno. Perseguidos por el gobierno del Kuomintang, Mao y un ejército 1000 campesinos huyeron en 1927 a la región montañosa de Jinggangshan, en la provincia de Jiangxi, y ahí organizó su famoso Ejército Rojo[89]. Tres años después, en 1930, contaba con un contingente de entre 60 000 y 70 000 soldados[90]. Para capitalizar su presencia en el campo y canalizar el potencial del campesinado, el PCCh organizó soviets rurales en todas las aldeas en que tenía presencia[91]. En 1934, la campaña militar del KMT contra los comunistas había logrado tantos avances que Mao y sus camaradas tuvieron que replegarse más aún y huir de Jiangxi. De 1934 a 1936, en lo que se conoció como la Larga Marcha, unas 100 000 personas, de las que 85 000 eran soldados, se instalaron en las bases que el PCCh disponía en la región norteña de Shaanxi. En 1936, Mao señalaba que «en concreto, y especialmente en relación con las operaciones militares, cuando afirmamos que uno de nuestros principales recursos es la población de la zona lo que queremos decir es que hemos armado al pueblo»[92]. Con todo, la Larga Marcha fue desde todos los puntos de vista una aventura desastrosa y muchos terminaron abandonando o muriendo por agotamiento. Solo uno de cada diez alcanzó el norte tras un año de expedición[93]. Ahora bien, esa terrible experiencia no le impidió a Mao consolidar su liderazgo político y si lo hizo fue por sus dotes directivas y la valentía que mostró a lo largo de la aventura. Cuando concluyó en Yan’an, al norte, se había convertido en el líder político y militar indiscutible del PCCh[94].

Su arrojo a la hora de enfrentarse y declarar la guerra tanto al KMT como los japoneses, y su determinación a la hora de lanzar la revolución comunista, no hicieron más aumentar tras la expedición por el país. Por ejemplo, en 1937, escribía que «en la sociedad de clases resultan inevitables las revoluciones y las guerras. Sin ellas, no es posible acelerar el desarrollo social, ni derrocar a las clases dominantes y reaccionarias. Dicho con otras palabras, es imposible que el pueblo logre el poder de otra manera»[95].

Un año más tarde, el tema de sus discursos casi no había cambiado:

Tomar el poder por la fuerza, recurrir a la guerra, es nuestro principal objetivo y la forma suprema de hacer la revolución (…) No deseamos el conflicto bélico y queremos que termine lo más rápidamente posible, pero sabemos que una guerra solo puede concluir con otra y que es necesario empuñar las armas para ponerla fin[96].

LA INFANTERÍA REVOLUCIONARIA

Si, por una parte, los líderes inspiran y capitanean las revoluciones, por otra, los partidos se encargan de reclutar simpatizantes y de la tarea de movilizar a la población. La lucha armada lo que hace es precipitar y desencadenar el fin del régimen opresor, pero la victoria exige un ejército de infantería, es decir, un cuerpo dispuesto a tomar las armas, enfrentarse a las fuerzas gubernamentales y asumir las consecuencias. En todas las revoluciones planificadas que estamos estudiando —la rusa, la china, la vietnamita y cubana—, el contingente base estaba compuesto por campesinos o, al menos, era eso lo que se afirmaba. Sin embargo, la mayor parte de los líderes eran de origen urbano y de clases acomodadas, e incluso ricas. De hecho, desde una óptica histórica, los dirigentes de las guerrillas, tengan o no éxito en la conquista del poder, son casi siempre estudiantes o profesores de universidad[97]. Es cierto, sin embargo, que asumen su papel en nombre de los oprimidos y desposeídos, y que sus proclamas se dirigen a estos últimos colectivos, a los que pretenden ganarse para el movimiento. De hecho, en todas y cada una de las ciudades que han sido alguna vez escenario de luchas revolucionarias, existen enormes bolsas de pobreza y marginación. Ahora bien, lo que explica el interés de los revolucionarios por recabar apoyo en las zonas rurales es la escasa influencia que tiene allí el régimen al que se enfrentan. De ese modo, no es sorprendente que se lleven a cabo todo tipo de artimañas para incluir la “cuestión campesina” en el corpus ideológico de la revolución. En cualquier caso, no solo se hace hincapié en la importancia del campesinado, sino que se le idealiza, integrando con rapidez en la propia ideología revolucionaria su “sacrifico heroico”.

El empeño de los líderes por involucrar y movilizar a la clase campesina requiere, más que otros cometidos, una potente y eficaz maquinaria organizativa. Además de un campesinado esperanzado con las expectativas revolucionarias y, por tanto, dispuesto a comprometerse con la lucha, las revoluciones guerrilleras precisan de un ejército muy disciplinado, así como de cuadros capaces de diseñar una estrategia y coordinar al campesinado con el fin de hacerse, en última instancia, con el poder[98].

El éxito de las revoluciones campesinas depende directamente de su capacidad para involucrar al campesinado y la eficacia de este último es una de las condiciones necesarias de toda revuelta[99]. Con frecuencia, las acciones políticas espontáneas de los campesinos han sido las que han dado lugar a una batalla sin cuartel entre los que pretenden asumir su liderazgo y dirigir a las masas[100]. La interacción entre el campesinado y el líder, así como la habilidad de este último para comprometer al primero en la lucha y ampliar la base popular de la revolución, es lo que determina la viabilidad y el triunfo final del movimiento. Por el contrario, la falta de vínculos sólidos entre el líder y sus seguidores, especialmente en el caso de las revoluciones guerrilleras en las que la planificación y la iniciativa resultan determinantes, reduce considerablemente la probabilidad de la victoria[101]. Para que la guerrilla alcance finalmente su objetivo es necesario que pueda nutrirse una y otra vez de la savia de nuevos miembros y que mejore su organización, afrontando todas las dificultades que puedan surgir en su batalla contra el régimen.

Pero quienes, finalmente, se alzan con el liderazgo en los movimientos revolucionarios campesinos son normalmente individuos que no pertenecen a esta última clase social. Es más: por regla general, los que terminan por convertirse en dirigentes guerrilleros son miembros descontentos de la clase media, en la mayoría de los casos estudiantes e intelectuales con formación que viven en las ciudades. El desarrollo social, político y económico asimétrico transforma a los miembros de la clase media en potenciales revolucionarios, es decir, en el grupo que tiene más posibilidades de oponerse y enfrentarse a la situación en que vive el país a medida que aumenta su nivel educativo y conciencia social. Dado su alto de grado de sensibilidad al entorno, los movimientos revolucionarios están formados habitualmente por intelectuales de clase media. Son, por ejemplo, los estudiantes los que suelen formar parte de los colectivos revolucionarios[102]. Desde un punto de vista histórico, a veces la insatisfacción que aqueja a las élites más formadas de un país es lo que las obliga convertirse en auténticos revolucionarios profesionales. Este grupo de población se ha visto en la necesidad de establecer fuertes alianzas de carácter revolucionario con el fin de superar las divisiones sociales, étnicas y económicas, mostrando al mismo tiempo su capacidad para, en caso necesario, reemplazar al régimen en el poder[103]. Este estrato de la población encuentra generalmente en el campesinado al público que precisa, es decir, un colectivo dispuesto a seguirlo y a actuar según sus directrices.

Es fácil comprender la función tan destacada desempeñada por el campesinado si se tienen en cuenta las condiciones en que vive y que en el campo resulta más fácil movilizar contra el gobierno a la población. Ahora bien, en ello juegan también su papel las simpatías políticas e ideológicas de los propios líderes. Para empezar, la razón por la que los activistas que viven en las ciudades se sienten atraídos por el campesinado es de índole práctica, ya que con frecuencia los tentáculos del Estado no alcanzan a los pueblos o a aldeas más distantes. Este es el motivo por el que el campo se siente de alguna manera aislado y desatendido por las instituciones. A pesar del exhaustivo y amplio control que los Estados pretorianos ejercen sobre todas las esferas de la vida urbana, la mayoría presta escasa atención al campo. Lo más normal es que descuiden tanto el desarrollo económico de las zonas rurales, como su capacidad de organización política; tampoco se interesan por su pacificación. Incluso en los casos en los que se han realizado esfuerzos por movilizar políticamente a quienes viven en áreas rurales, los campesinos se encuentran fuera del radio de acción de las campañas o insignificantes programas lanzados por el poder. Lo cual, por decirlo así, deja un vacío que los líderes de la futura guerrilla aprovechan para recabar apoyos e involucrar a la gente. Por tanto, como no hay presencia del Estado, es fácil que los líderes revolucionarios logren seguidores. Pero también se suele magnificar el alcance de las acciones revolucionarias, incluso a pesar de que en algunos casos su importancia es meramente simbólica. Desde un punto de vista político, para la guerrilla, sobrevivir puede ser tan importante como ganar una contienda. Teniendo en cuenta las batallas a las que se enfrenta, que la guerra no concluya es ya un verdadero mérito[104].

Otra razón que explica la predilección de los líderes revolucionarios por el campesinado es su supuesta “pureza ideológica”. Debido a la distancia en que se encuentra respecto de los centros de poder, se imagina que no está contaminado por su ideología. El alejamiento del Estado explica también su desafección y la distancia hacia los valores que aquella encarna. Mao, tal vez el que primero en percatarse del potencial revolucionario del campesinado, llegó a sostener que el proletariado no era la verdadera “vanguardia revolucionaria”, sino que la formaban los campesinos, la “masa en blanco”, sin corromper por las ideologías burguesas de la ciudad[105]. Ahora bien, no solo se encuentra fuera del radio de acción de la clase política, sino que comparte con los revolucionarios unos mismos objetivos y una misma situación. Estos pretenden, sobre todo, aliviar la miseria y la injusticia, la pobreza y la explotación y suprimir aquellos que factores que, de un modo u otro, empobrecen la vida, especialmente en las zonas rurales. Todo esto, además de mostrar la sintonía entre la ideología revolucionaria y las condiciones objetivas del campo, haciendo posible el reclutamiento y la movilización de quienes viven allí, explica que las revoluciones planificadas se dirijan preferentemente a regiones rurales remotas. Existe, en definitiva, un estrecho vínculo entre, por un lado, la ideología y el mensaje revolucionario, y, por otro, la situación social del campo.

La unión entre los líderes, la organización guerrillera y la población campesina es una clave importante a la hora de determinar tanto el alcance como la eficacia de las movilizaciones. Una y otra dependen de ciertos factores, que pueden variar en función de la zona o estar vinculados a las cualidades de los propios líderes guerrilleros. Pero lo que resulta más determinante, en primer lugar, es si las clases dominantes controlan las fuentes de poder y, en segundo término, la naturaleza y extensión de las coaliciones y alianzas rurales, por no hablar de la capacidad de los líderes por proveer aquellos bienes y servicios que nadie puede dispensar. Es probable que en la mayoría de las regiones rurales, propietarios precapitalistas, aparceros y arrendatarios gocen de autonomía cultural, social y organizativa, y que sean, por tanto, independientes de las élites en el poder, a pesar de las tendencias localistas y tradicionalistas[106]. No es de extrañar que exista una suerte de resistencia innata frente a la hegemonía de las élites y una especial receptividad hacia mensajes ideológicos y grupos alternativos, naciendo ambas inclinaciones de la seguridad e independencia económica que los colectivos en el poder creen poseer frente a las clases rurales predominantes, como los grandes terratenientes y propietarios. La expansión del capitalismo y la posterior mercantilización de la sociedad agraria es otro de los factores que explican las tendencias rebeldes existentes entre la población campesina[107].

Las simpatías revolucionarias de esta última no son necesariamente más acusadas si aumenta la explotación como consecuencia de la difusión del capitalismo en el ámbito rural. Guardan relación más que nada con la ruptura de una serie “compromisos sociales previos” suscritos entre ellos y sus familiares y vecinos, lo que explica que dispongan de mayor flexibilidad e independencia para actuar con total libertad[108]. Mucho más relevante es el grado de control del gobierno sobre la región, tanto el directo, como el ejercido indirectamente por los propietarios de tierras que lo representan en la zona. En efecto, a la hora de cerciorarse del respaldo del campesinado y de la viabilidad de la lucha es crucial la concurrencia de circunstancias políticas favorables y, de todas ellas, la más destacada es un Estado débil.

Otro de los factores que determina el éxito a la hora de movilizar al campesinado es la capacidad de los líderes revolucionarios para dispensar bienes y servicios, reales o imaginarios. Las personas se unirán o no a los opositores dependiendo de las recompensas que obtengan, tanto a nivel individual como colectivo. Estas pueden ser emocionales —como, por ejemplo, el sentimiento de poder— o materiales[109]. Lo cierto es que los movimientos revolucionarios han logrado recabar mayores apoyos cuando se han mostrado más dispuestos a proporcionar bienes y servicios análogos a los que ofrece el Estado. La demarcación de “áreas liberadas”, a salvo del gobierno, y la prestación de servicios —educación, asistencia médica, un contexto de ley y orden, reformas económicas redistributivas, reducciones de impuestos…— garantizan la implicación del campesinado en el movimiento guerrillero. De hecho, los grupos revolucionarios son muy hábiles a la hora de obtener el apoyo de este último ofreciéndoles bienes y servicios que producen beneficios inmediatos entre la población, lo que suelen hacer antes de buscar comprometerla con la difícil tarea de derrocar al poder[110].

Estos bienes y servicios no tienen por qué ser necesariamente materiales. Para la mayoría de los campesinos y de los habitantes de zonas rurales, la participación en una guerrilla paramilitar representa una manera de escapar de las decepciones causadas por las condiciones en que viven, así como de encontrar un sentido y propósito para su existencia. Involucrarse en la revolución se convierte en un fin en sí, un modo de superar la impotencia que sienten, luchando por metas y principios más elevados. Mandar y obedecer, empuñar un arma o pelear para realizar sus sueños e ideales, es muchas veces la única manera del campesinado revolucionario, especialmente si es joven, para destruir los prejuicios sociales y dejar de ser ciudadanos de segunda.

Dada su renuencia a desviarse, aunque fuera levemente, de la ortodoxia marxista, quizá se puede decir que Lenin fue el que más dificultades tuvo a la hora de justificar su alianza con el campesinado. Por este motivo, apeló con frecuencia al campesinado con referencias continuas también a la clase trabajadora. Como indica uno de sus biógrafos, Lenin «improvisaba y actuaba tanto por instinto como por razones ideológicas. Su programa para el campo era poco convincente, pero se comprende su visión. Quería que el partido, cuando por fin cobrara existencia, no pasara por alto que el 85 % de la población del imperio estaba compuesta por campesinos»[111]. Lenin era, por tanto, muy consciente del poder y la capacidad revolucionaria del campesinado. Es lo que cabe deducir de un texto suyo, escrito en torno a 1905:

Hoy la cuestión del campesinado se ha vuelto crucial, no solo desde un punto de vista teórico, sino desde una perspectiva práctica e inmediata. Nuestra obligación es transformar las consignas generales destinadas al proletariado en llamamientos al campesinado revolucionario. Ha llegado el momento de que el campesinado avance y asuma su papel como creador de una nueva forma de vida en Rusia. La marcha y el desenlace de la gran revolución depende, en gran medida, de que contribuyamos a que el campesinado alcance conciencia política[112].

Pero conciencia solo podía ser canalizada y explotada en beneficio de la revolución si se lograba una alianza entre el campesinado y la clase obrera. «Camaradas campesinos, por favor, confíen en la clase trabajadora —escribió Lenin—, ¡y rompan relaciones con los capitalistas! Solo estrechando lazos con el proletariado se puede llevar a cabo el programa de poder [socialista]»[113]. El líder bolchevique señalaba que «los pequeños campesinos solo podrán liberarse del yugo de los capitalistas asociándose con el movimiento obrero, es decir, ayudando al proletariado en su lucha por la implantación del sistema comunista, y transformando la propiedad de la tierra, así como la de los demás medios de producción (fábricas, obras, maquinaria, etc.) en propiedad colectiva». Pensar que la salvación del campesinado dependía de la pequeña agricultura y de los pequeños capitalistas no haría más que retrasar el progreso social. Pero se engañaría al campesinado si se le hiciera creer que su suerte mejoraría bajo el capitalismo porque eso solo fragmentaría la unidad de la clase trabajadora, elevando a una posición privilegiada, y en perjuicio de los intereses colectivos, a una minoría[114].

Para Lenin, la unión entre el proletariado y los campesinos era indispensable para la victoria. Por sí sola, la clase trabajadora era demasiado pequeña y no disponía de los recursos necesarios para triunfar. Además, no contaba con la colaboración de la clase burguesa. Como escribió en una carta publicada en el periódico Pravda, en diciembre de 1917, la alianza entre proletariado y burguesía era desaconsejable porque «entre ellas existía una divergencia absoluta de fines». Por el contrario, entre trabajadores y campesinos, sí podía crearse «una auténtica alianza porque sus intereses no son tan diferentes. El socialismo puede lograr las metas de los ambos colectivos; de hecho, solo él puede hacerlo»[115].

Si para Lenin el campesinado podía prestar una ayuda inestimable a la causa obrera, según Mao y Ho Chi Minh era, en realidad, la única clase verdaderamente revolucionaria[116]. Para los dos, encarnaba la fuerza de la revolución, aunque hay que decir que esta era su concepción antes de alcanzar el poder; por tanto, cuando se percataron de que su base de operaciones debía ser instalada en el campo. Teniendo en cuenta la sociedad vietnamita de la época, compuesta casi en un 90 % de campesinos, el partido, en palabras de Ho, tenía la obligación de promover «la agitación política entre el campesinado» y «acuciarlo». Es decir, su función consistía en despertarles políticamente, organizarlos, estrechar vínculos entre ellos y «conducirlos a combatir valientemente por sus propios intereses, así como por los del país»[117]. Mao también mostró desde un principio el deseo de movilizar a las masas, lo que en su caso era lo mismo que decir el campesinado. «La guerra revolucionaria es una guerra de masas», escribió en 1934, y «solo puede librarse si se las moviliza y confía en ellas»[118]. El dirigente chino consideraba que «constituían el bastión de hierro», la auténtica fuerza de la revolución. A su juicio, el potencial revolucionario residía en «las masas, es decir, en los millones y millones de personas que sincera y genuinamente muestran su apoyo a la revolución»[119].

Los revolucionarios chinos, incluido Mao, eran conscientes de que el campesinado estaba estratificado desde un punto de vista económico. En este sentido, era necesario distinguir entre las condiciones en que vivía quienes no poseían tierras, los pobres, la clase media y, finalmente, los ricos. Por esta razón, en la primera etapa de la revolución, la mayor parte de sus contemporáneos pensaba que Mao había sobrestimado el potencial revolucionario del campesinado. Pero él mantuvo una inquebrantable confianza en su capacidad movilizadora e insurreccional.

En muy poco tiempo, en las provincias del centro, del sur y del norte de China, cientos de millones de campesinos se levantarán como un fuerte vendaval, como un poderoso huracán, una fuerza tan rápida e implacable que ningún poder, por grande que sea, será capaz de detener (…) Todos los partidos revolucionarios y todos los camaradas tendrán que comparecer ante los [campesinos], para ser juzgados, condenados o absueltos[120].

Se piensa que estas afirmaciones no eran más que frases hechas, destinadas a avivar los ánimos y atraer a un mayor número de simpatizantes. El periodista Edgar Snow, que tuvo la oportunidad convivir con el ejército de Mao y pasó a su lado este varios años, ofrece un testimonio similar: «El campesino chino no era pasivo», escribió tiempo después. «Ni cobarde. Sería capaz de pelear si se le enseñara cómo, si contara con una organización, con un líder, con un programa viable; si dispusiera, en fin, de armas y esperanza. Eso era precisamente lo que trataba de demostrar el comunismo chino»[121]. No debe sorprender que, como explica Snow, el comunismo tuviera tan amplia aceptación entre el campesinado. Algunas de las decisiones adoptadas por el partido, como la redistribución de la tierra, la introducción de técnicas agrícolas más eficaces o de mejores métodos organizativos, así como la participación de la mujer en el trabajo, eran medidas que gozaban de mucha popularidad entre la población campesina del gigante asiático[122].

Pero ningún revolucionario ha idealizado tanto la guerrilla como lo hicieron Fidel Castro y Ernesto Che Guevara. Es evidente que los dos tenían plena conciencia de la decisiva función del campesinado y, de hecho, uno de los principales objetivos de la revolución cubana fue la reforma agraria. El Che llegó incluso a afirmar que «dejando de lado las importantes excepciones individuales que existen, incluyendo particularmente mi caso, el de Castro y el de la mayor parte de los miembros del movimiento, el núcleo de combate de la guerrilla debería estar compuesto por campesinos»[123]. Así, para congraciarse con el campesinado, Castro siempre resaltó los humildes orígenes del movimiento: «Nuestro movimiento es la organización revolucionaria de los humildes, por los humildes y para los humildes»[124]. De hecho, el ejército rebelde castigaba sin contemplaciones a los correligionarios que hubieran delinquido o transgredido ciertas normas. Se llegó a decretar ejecuciones sumarias para acabar con miembros del movimiento acusados de violación o traición. Según el relato ofrecido por el propio Castro, en dos años fueron fusilados una decena de infractores[125]. Con todo, hay que señalar que el enfrentamiento en Sierras no fue una guerra en sí campesina: la mayor parte de los que lucharon eran de origen urbano.

En su tratado sobre la guerra de guerrillas, el Che ofreció «tres lecciones fundamentales que debían aprender todos los movimientos revolucionarios de América»: La primera, que el pueblo puede ganar la guerra contra un ejército regular. La segunda, que «el foco [es decir, el pequeño núcleo central de revolucionarios] puede favorecer el desarrollo de las condiciones revolucionarias subjetivas a partir de las condiciones objetivas». Y, en tercer lugar, que las zonas rurales menos desarrolladas constituyen «el escenario principal de la lucha armada»[126]. Siguiendo la tradición de Mao Zedong y Ho Chi Minh, la guerrilla, para el Che, no era una simple asociación de combatientes armados.

En su papel de reformadores sociales, los guerrilleros no solo deben dar ejemplo con su propia vida, sino ofrecer orientación ideológica, explicar, cuando sea necesario, la teoría y dar a conocer sus objetivos. También han de utilizar lo aprendido durante el tiempo de guerra para fortalecer sus convicciones revolucionarias y radicalizar su punto de vista a medida que se impone el poder de las armas, a medida que el espíritu y la vida de la población local se convierte en parte de su propio espíritu y de su propia vida y, finalmente, a medida que toman conciencia de la necesidad de realizar muchos cambios, cuya importancia teórica tal vez hubieran entendido antes, pero cuya urgencia práctica con anterioridad todavía no comprendían[127].

Además de formar parte del entorno propio de la guerrilla, los combatientes tienen sus responsabilidades frente al campesinado local. Han de formarles ideológicamente y promover su radicalización, mostrándoles la utilidad de la lucha armada.

El guerrillero es, ante todo, un revolucionario campesino, que interpreta los deseos de la gran masa que trabaja en el campo y que es la verdadera propietaria de la tierra, de los medios de producción, de los animales, de todo aquello por lo que vive y muere[128].

Y continúa:

Hay que realizar un intenso trabajo entre la población local para conseguir que entiendan los motivos de la revolución, sus objetivos, y para difundir esta incuestionable verdad: que es imposible que el enemigo gane en su lucha contra el pueblo. Quien no esté convencido, no puede ser guerrillero[129].

Como fruto de todo ello, el Che terminó por idealizar la lucha del campesinado y la vida del guerrillero hasta extremos insospechados. Estaba absolutamente convencido de que, al existir leyes básicas que determinan el desarrollo de la guerra de guerrillas, era posible replicar en otros lugares de América tanto las condiciones como el éxito de la revolución cubana[130]. Tras desempeñar diversas responsabilidades en el gobierno posrevolucionario de La Habana —entre otros puestos, ocupó el de ministro de Economía (1960) y el de Industria (1961)— viajó al Congo Belga y, más tarde, ya en noviembre de 1966, a Bolivia, con objetivo de iniciar allí una revolución como la de Cuba. Menos de un año después, había muerto. De hecho, su última aventura revolucionaria estuvo llena de contratiempos. Ni él y ni el reducido grupo de revolucionarios cubanos que le acompañaba fue capaz de involucrar a la población en el movimiento. Al principio contaban solo con cuatro personas, aunque rápidamente llegaron a ser seis[131]. «De todo lo que habíamos planeado —escribía el Che— lo más difícil ha sido reclutar combatientes bolivianos»[132]. Las divisiones y los enfrentamientos entre los rebeldes cubanos, que, según explicaba el Che, debían situarse en la vanguardia, y los nativos, nunca se cerraron del todo[133]. En abril de 1967, solo un mes después de llegar a Bolivia, y aproximadamente seis meses antes de su captura y muerte, el Che no podía ocultar su desesperación:

Estamos completamente aislados; la enfermedad ha minado nuestra salud y nuestras fuerzas, menguando, en definitiva, nuestra eficacia (…) Todavía hemos de ganarnos el apoyo de los campesinos, aunque parece que, debido al terror que les produce el sistema, la mayoría se mantendrá seguramente neutral. Los apoyos vendrán más tarde. Hasta el momento no hemos podido atraer a nadie más, y al número de bajas, hemos de sumar ahora la de Toro [uno de los guerrilleros], muerto en la escaramuza de Taperillas[134].

Hay un factor que explica la reticencia del campesinado boliviano para enrolarse en las filas rebeldes: el ejército había estado muy activo en la región y contaba con infiltrados entre la población campesina de la zona. Además, había atacado brutalmente los lugares en que sospechaba que se ocultaban focos revolucionarios. Un mes más tarde, la situación era todavía peor:

El único alimento que nos queda es manteca de cerdo. El otro día me mareé y tuve que detenerme a descansar dos horas, antes de poder continuar la marcha. A pesar de todo, lo hice de un modo vacilante y lento. Y así hemos ido a lo largo de todo el recorrido. Tuvimos que comer sopa con manteca de cerdo en el primer pozo de agua que encontramos. Las tropas están enfermas y con edemas[135].

A finales de julio de 1967, reconocía que «la pérdida constante de hombres» era un «gran varapalo» y que el número de rebeldes no llegaba a veintidós[136]. Al cabo de un mes, hizo el último esfuerzo para obtener más apoyos:

Empiezo a perder el control; la situación cambiará, pero todos estamos juntos en esta empresa y quien piense lo contraría debería decirlo. Es el momento de las grandes decisiones. Tenemos la oportunidad de convertirnos en revolucionarios, es decir, encarnar la forma más elevada a la que puede llegar la especie humana, y resurgir como hombres plenos. Quien crea que no está a la altura, debería decirlo y abandonar[137].

Finalmente, los campesinos a los que pretendía liberar traicionaron al Che y el ejército boliviano pudo capturarle. El 9 de octubre de 1967 fue asesinado[138].

CONCLUSIÓN

Las revoluciones, como todas las transformaciones sociales vertiginosa y extremas, se producen en un determinado contexto y en ciertas circunstancias. Solo en ocasiones excepcionales tienen lugar tras un largo proceso de maduración. Por ello, no es posible e predecir con exactitud sus desarrollo. En ellas hay pasión, pero su curso depende también de decisiones improvisadas que adoptan quienes luchan por cambiar las cosas. Es decir, nunca son perfectas. Nuestro caso no fue una excepción: cometimos muchos errores y pagamos un precio muy alto[139].

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