Kitabı oku: «Breve historia de la Revolución», sayfa 3
Tiempo después, Castro abandonaba Cuba, rumbo a México, donde reagrupó a sus camaradas, fundó el Movimiento 26 de julio e ideó el plan que finalmente conduciría al derrocamiento de Bastista. Fue por aquellos días cuando conoció a un joven médico argentino, Ernesto “Che” Guevara, que quedó prendado de su personalidad, de su carisma y de su espíritu revolucionario[31]. Quienes conocieron a Castro, como al Che, confiaron en gran parte en él por su tenacidad y persistencia ante adversidades que parecían insuperables, pero también por su coraje, su integridad, su intuición y su capacidad de adaptarse políticamente para lograr objetivos importantes desde un punto de vista estratégico. Y aunque no se puede decir que Castro fuera un pensador original, tenía un don para divulgar sus ideas con convicción y persuadir a quienes le escuchaban[32]. En términos de ideología y como intelectual, no hay duda de que el Che era mejor; Castro se enorgullecía de ser, sobre todo, un hombre de acción.
LA VANGUARDIA DEL PARTIDO
Las revoluciones no dependen solo del activismo, ni del compromiso de un solo hombre, por muy acusado que sea. Las planificadas están normalmente impulsadas por una camarilla de conspiradores, que conforma la vanguardia de la lucha. En esta clase de insurrecciones, la actitud de los que se sitúan en primera línea, ya sea de una organización estructurada y disciplinada, como el caso bolchevique, o de un grupo más desorganizado, como el Movimiento 26 de Julio, es determinante a la hora de elaborar el plan e iniciar el combate.
El partido constituye la vanguardia revolucionaria y es el marco en el que se diseña la estrategia. En la mayoría de los casos, la vanguardia tiene tres objetivos. En primer lugar, se encarga de establecer la ideología que justifica la conquista del poder y, al tiempo, de aprobar las decisiones a adoptar cuando se alcance. Como hemos visto hasta ahora, lo más normal es que aparezcan mezclados sentimientos nacionalistas e ideales de inspiración marxista. Pero, en segundo lugar, la vanguardia tiene la misión de diseñar la estrategia, es decir, el plan de acción, identificando los objetivos, coordinando la defensiva, organizando los medios humanos y, finalmente, asignando los recursos disponibles. En definitiva, se encarga de dirigir la revolución sobre el terreno. Por último, los partidos son un medio muy importante a la hora de ganar simpatizantes y atraer a más personas a la causa revolucionaria. Todo ello —desde la teoría revolucionaria hasta la ampliación de la base de apoyo, pasando por el diseño de la estrategia revolucionaria— explica que la vanguardia deba contar con cierta organización interna.
Fue Lenin el que se dio cuenta de que era necesaria una vanguardia para realizar las funciones que hemos señalado y se puede decir que esa fue su principal contribución a la ideología marxista. Según el dirigente ruso, el partido ha de tener:
—Un programa basado en el marxismo y en la aplicación de este a la realidad, lo que permite hacer progresos en la implantación del socialismo.
—Activistas profesionales que suscriban y se encarguen de aplicar el programa.
—Una organización en todos los niveles basada en principios abiertos y democráticos.
—Jerarquía y disciplina interna, tanto desde un punto de vista organizativo, como a la hora de la toma de decisiones[33].
Lenin expresó lo que denominaba el “centralismo democrático” con la frase: «Libertad de discusión, unidad de acción»[34]. Y es cierto que de discutir los bolcheviques sabían mucho, porque en su seno se habían suscitado debates muy acerbos, especialmente sobre el liderazgo. Ya en la década de los ochenta y de los noventa del siglo XIX, en Múnich, donde muchos vivían en un exilio voluntario, los revolucionarios rusos discutían interminablemente sobre tácticas insurreccionales. A pesar de su evidente pragmatismo, Lenin a veces era muy dogmático y no toleraba desviaciones de lo que consideraba que era la ortodoxia marxista. De hecho, uno de los principales puntos de desacuerdo entre Lenin y otros marxistas fue la forma en que debían aplicarse las ideas de Marx a la sociedad rusa de finales del siglo XIX, cuya población la formaba un 90 % de campesinos y solo el 7 % de proletarios. Entre los rusos partidarios de la revolución, muchos de los cuales estaban integrados en el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR), se diferenciaron dos grupos: los bolcheviques (la mayoría) que, encabezados por Lenin, abogaban por intensificar la disciplina interna y crear una alianza entre campesinos y obreros, así como la posterior instauración de una «dictadura del proletariado y el campesinado»; y, por otro lado, los mencheviques (minoría), que pensaban que la coalición del proletariado con la clase industrial era el modo más eficaz para derribar al régimen zarista.
En 1912, Lenin y sus hombres más cercanos rompieron definitivamente con los mencheviques y escindieron el partido el movimiento. En muy poco tiempo, los bolcheviques lograron articular una estrategia revolucionaria clara y un programa, exigiendo, entre otras cosas, la jornada laboral de ocho horas para los obreros, la reforma agraria, para mejorar la vida de los campesinos, y la convocatoria de elecciones democráticas para la Duma. No sorprende que aumentara su popularidad en el país. Pero también supieron aprovechar su momento cuando la sociedad rusa empezaba a olvidar las desastrosas consecuencias que había tenido su participación en la Primera Guerra Mundial.
A medida que llegaba el año 1917, se reorganizaron los soviets, que eran consejos de trabajadores surgidos, por primera vez, en las fábricas y ciudades tras la guerra ruso-japonesa, en 1905. La diferencia es que ahora se pusieron bajo la tutela de los socialistas. En abril de 1917, Lenin pronunció un famoso discurso, las “Tesis de Abril”, en el que acuñó lemas que se harían famosos: “Todo el poder para los soviets” y “paz, pan y tierra”[35]. Al llegar el verano, en el momento en que el gobierno provisional se enfrentaba a los extremistas, Lenin radicalizó su mensaje y este calaba cada vez en el ánimo de todos.
En septiembre, pidió a sus correligionarios que se mantuvieran inflexibles e incrementaran la presión sobre el gobierno provisional para avanzar en la insurrección. De no hacerlo, explicaba «los bolcheviques nos lamentaremos y quedaremos cubiertos de vergüenza para siempre» por «haber arruinado la revolución»[36]. La ocasión no tardó en presentarse. La rebelión comenzó el 24 de octubre en Petrogrado; un día después, los revolucionarios tomaron el Palacio de Invierno, donde residía Kerensky, que ocupaba el puesto de primer ministro, pero lo hicieron inexplicablemente sin encontrar mucha oposición[37]. Luego se dirigieron a otros edificios gubernamentales, declarando el fin del régimen zarista y la instauración de uno nuevo liderado por los soviets. Fue más tarde cuando los bolcheviques decidieron cambiar de nombre y convertirse en el Partido Comunista. Con el fin de evitar las expectativas que la revolución podría suscitar en otras regiones del mundo, al menos a corto plazo, Lenin se apresuró a dejar claro desde un primer momento que lo ocurrido en Rusia no tenía por qué extenderse a otras zonas del planeta[38]. Lo que no pudo evitar es que estallara en su propio país la guerra civil.
También el PCCh desempeñó un papel central en el surgimiento y la dirección de la revolución china. Mao se percató de lo importantes que eran los aspectos organizativos muy pronto, cuando decidió fundar un club de debate estudiantil. A lo largo de la década de los veinte puso en marcha diversas asociaciones campesinas. Siempre tuvo en cuenta tanto el tamaño geográfico y demográfico de China, como el alcance histórico del movimiento. De ese modo, antes y después de la victoria, se preocupó mucho de la organización y disciplina interna del partido. Desde que se afilió al mismo, se interesó especialmente por asegurar la movilización, reforzar la disciplina de base y articular con claridad sus principales objetivos. En 1938, Mao explicaba a sus camaradas que debían tomar conciencia de la relevancia que poseía la teoría, pero también los aspectos prácticos, de la revolución:
Ningún partido político puede liderar un gran movimiento revolucionario y conducirlo a la victoria sin contar con una teoría revolucionaria, sin conocer la historia y sin una profunda comprensión de las cuestiones prácticas[39].
Si para Lenin el partido era un elemento indispensable, para Mao lo imprescindible era el ejército revolucionario. De hecho, se puede decir que su principal contribución a la ideología comunista fue la del partido-ejército. Para Mao y los revolucionarios chinos, el PCCh era el principal instrumento del que disponían para movilizar a la población campesina y también para combatir militarmente tanto a los japoneses como al Kuomintang, pero no para dirimir la ideología o la dirección de la revolución. Más que aplicar el marxismo, lo que defendían los comunistas chinos era el “igualitarismo rural”, gracias a lo cual pudieron obtener un amplio respaldo en las zonas donde vivía el campesinado[40]. Si por algo mostró preocupación Mao, desde el principio hasta el fin de su vida, fue por la dimensión práctica, no abstracta, de la revolución y hasta qué punto esto es cierto lo muestra su empeño por extender esa visión pragmática en el campo del arte, por ejemplo[41].
La mayoría de los comunistas chinos pensaba que la victoria de la revolución “democrático-burguesa” lanzada por Sun Yat-Sen era un paso previo en la instauración definitiva del verdadero comunismo[42]. En 1945, Mao advertía que «los comunistas nunca ocultamos nuestra concepción política. No tenemos ninguna duda de que nuestro futuro y nuestro proyecto más importante es llevar a China por el camino del comunismo y el socialismo»[43]. Ahora bien, recordaba también en esa ocasión a quienes formaban parte del PCCh que «la política y las tácticas conforman la vida del partido. Los camaradas en puestos de responsabilidad, con independencia de su nivel, deben ser muy cuidadosos y no actuar nunca negligentemente»[44]. Tanto durante la revolución campesina, en el momento en que el PCCh constituía y operaba como un auténtico ejército, como después, tras la victoria, como partido-Estado, Mao lo utilizó para consolidar su poder personal sobre el movimiento revolucionario y el cuerpo político. En 1941 puso en marcha el Movimiento de Rectificación, que estuvo vigente hasta 1944, dando inicio a un periodo de estudio, reflexión y autocrítica ideológica para todos los miembros del partido. Así fortaleció su control sobre el aparato. A mediados de la década de los cuarenta, había logrado implantar el culto a su personalidad a lo largo y ancho del país.
En enero de 1949, las fuerzas de Mao entraron en Beijing y, en contra del consejo de Stalin, que había dado apoyo logístico y asesoramiento a los chinos, continuaron la ofensiva hasta obligar al Koumintang a retirarse a Taiwán. Acceder a Mao, algo que era ya muy difícil tras la Larga Marcha de 1935, se volvió desde entonces casi imposible y se intensificó el culto a su persona hasta extremos insospechados[45]. Mao, una vez en el poder, utilizó sistemáticamente el aparato del partido para poner en marcha diversas iniciativas políticas y económicas dirigidas a la población, como el Gran Salto Adelante (1958-1962) y la Revolución Cultural (1966-1976), pero también las empleó para eliminar a sus principales adversarios políticos y aumentar su poder[46].
El partido fue también una institución clave en la revolución vietnamita, ya que ayudó a convertir los diversos grupos de discusión, caóticos y clandestinos, existentes y dispersos por el país en una auténtica guerrilla con posibilidad de enfrentarse al régimen vigente. Ho Chi Minh, que pasó un periodo de tiempo en Cantón durante la década de los veinte y, por tanto, fue testigo del surgimiento del movimiento revolucionario, llegó a importantes conclusiones. Se dio cuenta, en primer lugar, de que Indochina necesitaba un partido comunista propio. Además, se convenció de que era menester unir la “cuestión nacional” y la “cuestión social” —es decir, buscar al mismo tiempo la independencia y la reforma agraria—; por último, concluyó que el pensamiento de Sun Yat-Set podía enriquecer la ideología leninista[47]. Así, comenzó en los años los treinta, es decir, al poco de establecerse en el norte del país, a poner en marcha grupos de debate. Al mismo tiempo, vivía de un modo modesto y trabajaba, en muchos casos encargándose de quehaceres muy arduos. Gracias a ello, se presentó como un modelo a seguir y despertaba la admiración de los campesinos. Por la misma época, con el fin de movilizar a las bases, fundó una serie de asociaciones de amigos. Según explica uno de sus biógrafos, «como etnólogo, Ho siempre practicó la “observación participante”, así como la “observancia participadora”: nunca olvidó que el buen ejemplo es siempre mucho más eficaz que cien conferencias»[48].
En febrero de 1930 fundó el Partido Comunista de Indochina. El programa establecía que su objetivo prioritario era la derrota del imperialismo francés y acabar tanto con el feudalismo como con el sistema burgués. El fin que se perseguía era la independencia completa de Indochina, pero también otros, como el establecimiento de un gobierno obrero, campesino y militar, educación para toda la población, reducir la jornada laboral a ocho horas y, por último, el reconocimiento de las principales libertades democráticas[49]. Para Ho, el partido «debe ser cauto y tolerante con la burguesía del país (…) y animando a la acción a quienes la componen si es posible, aunque en caso de ser necesario no se debe dudar a la hora de aislarlos políticamente»[50]. En su opinión, el partido tenía que resultar atractivo para todos los sectores y estratos sociales, ya que, de otro modo, no lograría su meta: la liberación nacional[51].
Unos años antes, en El camino revolucionario (1927), el líder vietnamita había diferenciado tres tipos de revolución: la burguesa, la nacional y la social, y había señalado cuáles habían de ser las principales cualidades éticas del buen revolucionario. En su concepción, mezclaba los valores orientales con los europeos y los socialistas y confucianos[52]. Consideraba imprescindible que todos cuadros del partido suscribieran la “moral revolucionaria”, es decir, un código de conducta sustentado en tres principios: la lealtad y el compromiso absoluto con el partido, que debía estar siempre por encima de sus preferencias e intereses personales; en segundo lugar, el conocimiento profundo de la teoría y la práctica marxista-leninista; y, por último, «el uso constante de la crítica y la autocrítica con el fin de intensificar el compromiso ideológico, mejorar la contribución de cada uno al movimiento y progresar al unísono con el resto de camaradas»[53]. Para Ho, la clase dirigente debía estar formada por el proletariado, que era la «clase más avanzada, consciente, resuelta, disciplinada y mejor organizada» de todas[54].
A principios de los años cuarenta, había llegado a la conclusión de la necesidad de expulsar a los colonizadores franceses y japoneses de Vietnam y de implantar la «democracia popular en el país»[55]. A este fin, el partido fue determinante porque se encargó de reclutar, entrenar y organizar a la guerrilla que habría de enfrentarse al ejército francés[56]. Tras la independencia, el partido siguió ocupando la escena principal porque Ho, al igual que Mao por las mismas fechas, utilizó el aparato interno para crear y poner en marcha las instituciones del nuevo Estado. Desde que declaró la independencia de Vietnam, en septiembre de 1945, hasta finales del siguiente año, se promulgaron 181 decretos para regular ámbitos como la educación o la justicia, la policía o los impuestos, la agricultura, el comercio, la industria e incluso silvicultura. Así se hizo con el control[57]. Pero, a diferencia de Mao, no se creía un ser superior a los demás, ni la encarnación absoluta de la revolución. En cualquier caso, como el líder chino, buscó concentrar en sus manos todo el poder, aunque para ello tuviera que actuar sin escrúpulos. A mediados de siglo, algunos vietnamitas llegaron a comparar el poder del que disfrutaba Ho con el “el Terror jacobino”[58].
También el Movimiento 26 de Julio fue decisivo para la victoria revolucionaria en Cuba. Desde un primer momento, Castro se había dado cuenta de que la política de partidos había perdido su razón de ser en la isla y de que la lucha armada era la única vía para cambiar el régimen[59]. El golpe de Fulgencio Batista (1940-1944) en 1952 terminó por corroborar su idea. Es muy revelador conocer todo lo que por esas fechas rondaba por la cabeza de Castro y que un poco más después puso por escrito:
El momento presente es revolucionario, no político. La política es la consagración del oportunismo de los que tienen medios y recursos. La revolución abre el camino al verdadero mérito, a los que desnudan sus pechos y alzan los estandartes. Un Partido Revolucionario necesita ser joven y necesita un liderazgo revolucionario que proceda del pueblo, en cuyas manos puede encontrar Cuba la salvación[60].
El Movimiento 26 de Julio, así llamado en homenaje al fracasado asalto al cuartel de Moncada en 1953, estaba compuesto por una serie de colectivos que se sentían agraviados por la política de Batista y que se oponían a él, entre los que se incluían pescadores, trabajadores agrícolas, campesinos, obreros y estudiantes[61]. No se puede decir que fuera un movimiento exclusivamente ideológico, porque no se levantaban con ideas claras acerca de las decisiones a tomar tras hacerse con el poder, sino como protesta ante una situación que consideraban insostenible. Carlos Franqui, encargado de la propaganda, enumeró más tarde algunos de las causas de ese malestar: «El ejército, el caudillismo, las diferentes oligarquías, los monocultivos y la dependencia frente a potencias extranjeras»[62]. Según este último, los revolucionarios se dieron cuenta de que «la propaganda y la información pública eran las armas más importantes con las que contaban». El propósito era «lograr el máximo de penetración psicológica con el mínimo de destrucción física»[63].
Y aunque no era el único movimiento que buscaba derrocar el régimen vigente, sí fue el que mostró más decisión[64]. En noviembre de 1956, 82 revolucionarios, entre los que se encontraba el Che Guevara, zarparon desde México a bordo del Gramna rumbo a la isla. Al desembarcar, la mayor parte se perdió porque el terreno era desconocido para ellos. Otros fueron capturados. Solo doce lograron escapar, como los dos hermanos Castro, Fidel y Raúl, y el Che, y se refugiaron en Sierra Maestra, para preparar un nuevo asalto desde allí. La región ofrecía numerosas ventajas geográficas y demográficas[65]. Quienes trabajaban la tierra en aquella zona eran muy diferentes al resto del campesinado cubano y se puede decir que en aquella zona seguramente vivía la población más pobre del país. Además de la precariedad, muchos habían ocupado las tierras ilegalmente. Castro no había pensado en iniciar una revolución campesina, pero una vez allí se fue elaborando la narrativa de una insurrección rural[66]. Así nació la revolución cubana.
Lo sucedido en Sierra Maestra muestra el compromiso y la resolución de los revolucionarios y guarda semejanza con lo que vividos por los comunistas chinos antes y después de la Larga Marcha. El Che, refiriéndose al difícil momento que atravesaban después del fracaso del desembarco, escribió: «Éramos un ejército compuesto de sombras y fantasmas que caminaban al ritmo de algún oscuro mecanismo psíquico»[67]. No solo tuvieron que enfrentarse a la escasez de efectivos, sino también al mal funcionamiento de las armas. Tampoco era fácil obtener comida ni la satisfacción de las necesidades más básicas. Faltaban medicinas y armas y la situación iba siendo peor a medida que aumentaba el número de miembros[68]. Pero sería inexacto, y completamente injusto, pensar que llamar al Movimiento 26 de julio no disponían de munición para disparar por sí mismos. Sufrieron innumerables reveses, no supieron calcular bien sus posibilidades ni aprovecharse de las debilidades del enemigo. Su método de aprendizaje fue el de prueba y error, como cuando fracasó el asalto al palacio presidencial en marzo de 1957[69]. Según reconocieron, “la ilusión” y, más que nada, el “sueño de la victoria” les condujo a sobrestimar sus fuerzas y cometer algunos “errores de estrategia”[70].
En las filas hostiles a Batista se presentaban principalmente dos tendencias: la representada por el grupo de Sierra, que apostaba primero por movilizar a la población campesina, y la del Llano, partidaria de convocar una huelga general en las principales ciudades y que, por tanto, abogaba por la insurrección urbana[71]. Si al final se logró imponer la línea de Castro y el Che no fue solo por su resolución. Por otro lado, el “mito de Sierra”, una expresión que alude al importante enfrentamiento que tuvo lugar en la región y que se convirtió en el símbolo más relevante desde la guerra de independencia cubana, no debe hacer olvidar lo determinante que resultaron en la victoria final los colectivos urbanos[72]. De un modo u otro, sin embargo, fue la guerrilla de Sierra la que triunfó y sus integrantes los que se encargaron de escribir la historia oficial de la Revolución, así como de elaborar sus principales mitos.
Fidel era un hombre de acción y se ocupó sobre todo de reclutar simpatizantes entre la población campesina, de las labores de movilización y de la lucha armada, mientras los del Llano se enfrascaban en debates interminables sobre los métodos revolucionarios más eficaces. La decisión de publicar el manifiesto precisamente el 20 de febrero de 1957 buscaba refutar los rumores sobre su muerte que el régimen de Batista se había encargado de difundir. En muchas ocasiones, sus discursos adoptaban la forma de «directrices para el país» y a través de ellos deseaba dar a conocer tanto la estrategia a seguir como los medios para socavar los cimientos económicos y políticos del Estado[73]. En marzo de 1958, el Movimiento 26 de Julio hizo público un llamamiento general a la población para que se comprometiera en «la guerra absoluta contra la tiranía», declarando que «la lucha contra el régimen de Batista había entrado en su etapa final»[74]. Era cierto; la caída del régimen estaba próxima. Finalmente, el 1 de enero de 1959 Batista huyó del país.
El papel de Castro durante el tiempo que transcurrió entre el reagrupamiento en México y la toma del poder fue fundamental tanto en la planificación de la revolución como a la hora de ponerla en marcha. Batista se exilió en 1958. Más discutible es si fue tan importante también durante la primera fase y si en aquella época tenía clara cuál era su situación en el seno del movimiento. Según la politóloga Julia Sweig, especialista en el tema, quienes tomaban la mayoría de las decisiones, seis u ocho meses antes de la victoria definitiva, eran figuras menos conocidas que Fidel, su hermano Raúl o el Che[75]. Carlos Franqui, uno de los integrantes, aunque después se convirtió en enemigo de Castro, lo acusó de saltarse todos los procedimientos, de adoptar decisiones precipitadas y arbitrarias y no tolerar ninguna crítica. Actuaba, explica, como si «Sierras fuera de su exclusiva propiedad»[76]. Sea como fuere, es innegable que, ya a finales de 1959, su liderazgo era completo y absoluto. Fue él quien tomó la determinación de crear el órgano de Planificación y Coordinación Revolucionaria, estableciendo una estructura de poder dual análoga a las establecidas por Lenin o Mao. Por tanto, cuando Batista puso fin a su presencia en la isla, no había nadie que gozara del respeto, la popularidad y la legitimidad revolucionaria de la que disfrutaba Castro.
LUCHA ARMADA
Por importante que sea la vanguardia, sin el ejército de infantería formado por el grueso de quienes simpatizan con la revolución, en muchos casos guerrilleros, no se alcanzaría la victoria final. El objetivo de los revolucionarios es provocar el colapso del Estado. Para ello, tanto los insurgentes como los guerrilleros utilizan una serie de estrategias violentas, entre las que se encuentran, por ejemplo, el sabotaje de objetivos vitales, el atentado contra determinadas figuras políticas o el ataque a las instituciones. En general la violencia, pero en concreto la lucha armada, resultan esenciales en todas las revoluciones planificadas. Es inherente, por decirlo así, al espíritu de lucha que anima todo el proceso de conquista del poder. Se piensa que, como quienes controlan el Estado hacen uso de la represión y la violencia para continuar ejerciendo su autoridad, estos son los instrumentos idóneos para adueñarse de ella[77].
Mao, por ejemplo, justificó el uso de la lucha armada del siguiente modo:
Una revolución no es una cena, ni es como escribir un ensayo, pintar un cuadro o bordar. Es decir, no es posible hacer una revolución educadamente, de un modo cortés o pausado, como tampoco con amabilidad, con exquisiteces o medias tintas. Toda revolución es una insurrección, un acto de violencia por el cual una clase derrota a otra y se adueña del poder[78].
La violencia, para Mao, era indispensable en la lucha revolucionaria. «La guerra —escribió en 1936— es la mejor forma de superar las contradicciones entre clases, naciones, Estados o grupos políticos, y ha sido siempre necesaria desde que se instauró la propiedad privada y de clase»[79]. Su llamamiento a tomar las armas era claro y rotundo: «Todo comunista debe comprender esta verdad: el poder político nace en el cañón de una pistola»[80].
Pero no fue el único en mostrarse así de contundente; otros revolucionarios han defendido también el uso de la violencia y la lucha armada. En el juicio que se celebró en 1964, Nelson Mandela justificó su liderazgo al frente del brazo armado del Congreso Nacional Africano, el uMkhonto we Sizwe o MK, y el recurso a medios violentos:
En un primer momento, creíamos que, a tenor de las decisiones políticas del gobierno, la violencia era inevitable para el pueblo africano y que, salvo que surgiera un líder con responsabilidad para canalizar y controlar los sentimientos de la población, se producirían brotes de terrorismo y enfrentamientos de una crudeza inimaginable en una guerra. Después llegamos a la conclusión de que, sin violencia, los africanos no tendrían éxito en su lucha contra el supremacismo blanco. Todos los recursos que ofrecía la ley para combatirlo habían desaparecido y, por tanto, nuestras opciones eran o bajar la cabeza para siempre, o decidirnos de una vez por todos a plantar cara al régimen[81].
Tanto para Lenin, como para el Che o Mandela, la violencia era el camino más rápido para llegar al poder, es decir, un mal necesario para derrocar al Estado existente. Ho Chi Minh no tuvo más remedio también que reconocer que la lucha por el poder, lo que llamó «la larga guerra de resistencia», era un proceso de mayor alcance del que al principio había pensado pensaba. Así, escribió: «Empleamos la estrategia de prolongar la guerra de resistencia con el fin de incrementar nuestro propio poder y acumular experiencia. La guerra de guerrillas nos sirve para desgastar al enemigo antes de lanzar la ofensiva generalizada y aniquilarlo completamente»[82].
La guerra de guerrillas exige disponer de una vanguardia formada por miembros del partido, así como contar una estrategia. «No nos debemos alejar del pueblo, pues de él depende nuestra potencia militar»[83]. Para Ho, «las acciones militares constituyen la piedra angular de la guerra de resistencia»[84]. Como más tarde se encargaron de demostrar los acontecimientos, el líder vietnamita se dio cuenta de que la resistencia se prolongaría durante más tiempo del pensado: «Hemos de comprender que mientras resistimos debemos prepararnos para la contraofensiva general. Así como la guerra de resistencia es larga, también lo es la preparación que precisamos para actuar con perspectivas de éxito»[85]. Para Ho, la resistencia local resultaba fundamental, en primer lugar, porque ayudaba a debilitar al enemigo y, en segundo término, porque hacía más fácil su expulsión del país. Esta es la razón por la que insistía en que sus correligionarios «organizaran y entrenaran adecuadamente a los habitantes de todas las aldeas y los convirtieran en milicianos y guerrilleros», puesto que este sería el contingente base. Además de explicar las tácticas, el partido tenía la misión de velar por «el autoabastecimiento y el mantenimiento de las tropas, incrementando cuanto fuera necesario la producción»[86].
No hace falta decir que también Mao se mostraba partidario del empleo instrumental de la violencia. Pero, en su caso, el valor de esta última no se circunscribía únicamente al periodo previo a la conquista del poder. Mao, como también el Che, aunque en menor medida, creía que los enfrentamientos violentos eran beneficiosos no solo porque facilitaban adueñarse del Estado, sino porque eran un componente esencial de toda revolución. Para ambos, era necesario despertar a las masas y que estas tomaran conciencia tanto del carácter inexorable de la revolución, como de su propio potencial para llevarla a cabo. Según Mao, «el verdadero conocimiento nace de la experiencia». El líder chino no se cansaba de recordar a sus seguidores que tenían la obligación de «descubrir la verdad con la práctica y corroborarla también mediante ella»[87]. Solo un año antes de hacerse definitivamente con el poder, en 1948, reconocía que «se nos podría acusar de oportunistas si intentáramos llevar a cabo la ofensiva sin que las masas hayan tomado conciencia de su función. Nos equivocaríamos, sin duda, si insistiéramos en obligarlas a actuar en contra de su voluntad. Pero incurriríamos en un oportunismo de derechas si no pasáramos a la acción cuando estuvieran preparadas»[88]. Concretamente, Mao se refirió en su momento a la “guerra popular” como medio para organizar y movilizar al campesinado, pero también de adoctrinarlo desde un punto de vista teórico y práctico. Tras la Revolución China de 1911, el país quedó sumido en una guerra civil, bajo ocupación extranjera y sometido a un régimen de tipo caudillista. En este sentido, la población estaba acostumbrada a vivir en medio del caos, los conflictos bélicos y los desplazamientos. Es decir, los revolucionarios estaban ya habituados a la violencia. Ni siquiera después de la toma del poder y el triunfo de la revolución, Mao cambió su modus operandi, ni dejó de emplear medios violentos. Es más: durante su etapa como líder y jefe supremo del Estado, utilizó la violencia como medio principal para resolver las llamadas “contradicciones”, es decir, los desacuerdos entre los revolucionarios y la sociedad en general, recurriendo constantemente a ella para eliminar a sus supuestos enemigos y consolidar su poder absoluto.