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Debuté en el teatro gracias a mi novia – La dirección de actores – Experiencia y talento – Cómo dejé el teatro – Un gran recuerdo y un desastre – Dos westerns en escena – Soy un hombre de oído – Melancolía y cultura austríacas – Tres turistas en un convento griego – Chéjov, Shakespeare y Bach.

Hablemos de sus años de teatro. ¿Pudo dedicarse desde el principio a la puesta en escena de obras de teatro escogidas por usted?

No, en absoluto. De hecho, monté la primera obra de teatro gracias a mi novia de entonces. Era actriz en la compañía de teatro de Baden-Baden y se quejaba mucho de las indicaciones de sus directores de escena. Le propuse ayudarla a preparar las obras, pero se negó aduciendo que yo solo era un aficionado, pero insistí y acabó haciéndome caso. Mis sugerencias le parecieron lo bastante buenas como para comentárselo a sus compañeros y les propuso que trabajara con ellos. Era la joven estrella de la compañía, se fiaron de ella. Entonces fui a ver al director del teatro para decirle que me apetecía mucho montar una obra. Primero se quedó muy sorprendido y luego dijo que no tenía dinero. Le respondí que me daba igual, me interesaba montar una obra. Añadió que tampoco tenía dinero para los decorados y le propuse hacer Días enteros en las ramas, de Marguerite Duras. Acabábamos de rodar una adaptación para televisión, con Heinz Brennen y Roma Bahn, y podía recuperar los decorados. Harto, acabó por aceptar. Fue un éxito y me permitió seguir.

¿A partir de entonces pudo escoger las obras?

Sí, a partir de entonces escogí las obras. Empecé con cosas pequeñas y luego me atreví con los grandes clásicos, como El príncipe de Homburg.

¿Siempre con la compañía de teatro de Baden-Baden?

Sí, lo que me planteaba un problema. Al estar en provincias, era muy difícil convencer a alguien de un teatro importante que viniera para enseñarle lo que hacíamos. Esa gente se basa en el principio de que no se descubre a un artista de talento en una pequeña ciudad como Baden-Baden. Escribí montones de cartas a las que nadie contestó jamás. Finalmente, una actriz con la que acababa de trabajar, consiguió convencer al Dramaturg del famoso teatro de Darmstadt –con quien tenía relaciones– para que viniera a una de nuestras representaciones. Le gustó y me hizo una propuesta. Pero entre la obra que puse en escena y su visita transcurrieron casi tres años. Aprendí mucho acerca de los actores en ese periodo. Cuando no hay más remedio que trabajar con el mismo grupo de intérpretes, de los que al menos la mitad son malos, se descubre poco a poco cómo ayudarles a actuar mejor.

¿Cómo puede ayudarse a un actor a mejorar su interpretación?

Es una pregunta que me hacen siempre mis alumnos de cine. Temen esta parte del trabajo, mientras que los planteamientos técnicos no les asustan. Es verdad que las óperas primas suelen ser técnicamente buenas, pero dejan que desear en cuanto a la interpretación. ¿Cómo remediarlo? No existe una respuesta fácil. Cada actor es diferente y solo con la experiencia se sabe qué actitud adoptar con cada uno. Unos deben tratarse con mimo, otros, a empujones. Unos necesitan explicaciones, incluso que se les enseñe muy claramente lo que deben hacer, otros deben arreglárselas solos. La dirección de actores depende de cada caso.

Siendo así, ¿cree que unos buenos conocimientos de psicología del comportamiento son necesarios para cualquier aprendiz de cineasta?

No, no me lo parece. No se hace cine con teorías. Solo cuenta la práctica. Aunque decir que “solo se aprende a hacer una película haciendo una” suene a lugar común, es la verdad. Lo mismo ocurre en cualquier profesión artística o artesanal. No se aprende a pintar un cuadro aplicando teorías. Si fuese así, todos los eruditos serían grandes artistas. Por otra parte, la realización de una película contiene una dimensión artesanal en la que creo profundamente. Al igual que un artesano, debo ser preciso y saber exactamente lo que hago. Luego, no es asunto mío determinar si lo que hago es artístico. Aquí entra en juego el talento y eso no se aprende. Es como la música. Imagine a alguien que no tiene talento. Por mucho que se mate a trabajar para interpretar la más sencilla de las sonatas, solo conseguirá un resultado mediano. Otro le dedicará una hora y dejará a todos boquiabiertos. El talento es algo injusto, pero la dirección de actores depende del talento.

Kabale und Liebe, de Friedrich Schiller, en Baden-Baden.

El teatro le permitió aprender a dirigir a los actores. ¿También le enseñó cosas en otros campos, como la iluminación?

Sí, y aunque no se ilumine del mismo modo en teatro y en cine, un director teatral, al igual que un realizador, debe saber qué iluminar y cómo hacerlo. Tampoco depende de conocimientos científicos ni de la práctica. Después de veinte años en la profesión, algunos directores seguirán equivocándose. Y por mucho que se les explicara que su idea no funciona, no lo entenderían. Es cuestión de talento y de sensibilidad.

¿Intervenía directamente en la escenografía si algún aspecto (decorados, iluminación...) no le gustaba?

Sí, metía las narices en todo. Quizá por eso nunca me sentí realmente en casa en el teatro, al contrario del cine. Llegaba al escenario con una idea muy clara de lo que quería y no paraba hasta conseguirlo. A los técnicos les viene muy bien que se les indiquen cuantos más detalles mejor lo antes posible, pero es más complicado con los actores. Siempre había algunos que hacían lo que les pedía por obligación o porque mis argumentos eran convincentes, pero les frustraba que no saliera de ellos y lo hacían notar. Varias puestas en escena mías no funcionaron por los actores. El director alemán Peter Zadek, que falleció en 2009, había ideado un método excelente. Empezaba los ensayos dejando que los actores le enseñaran todo lo que querían hacer. Una vez agotadas sus propuestas, Zadek les pedía que volviesen sobre tal o cual cosa y empezaba a dirigirlos dejándoles creer que todo salía de ellos mismos. Eso les motivaba. Pero yo era demasiado impaciente para comportarme así, incluso si en el teatro se dispone de tiempo, no como en el cine o la ópera, donde el tiempo de ensayo es limitado debido a los costes que implica. Conseguí algunas buenas puestas en escena en el teatro, pero en muchas no obtuve lo que deseaba porque no supe dar el espacio suficiente a los actores. Cuando lo entendí, y tardé tiempo en hacerlo, dejé de trabajar para los escenarios. Siempre digo que “no se debe pedir a un zapatero remendón que haga sombreros”. Reconozco que mi caso era algo así.

¿Cuándo fue su última puesta en escena para teatro?

Cuando rodé mi primera película para la gran pantalla, El séptimo continente.

Montó obras de autores totalmente dispares, como Strindberg, Goethe, Bruckner, Kleist, Hebbel, Duras... ¿Cuáles son los mejores recuerdos que conserva de estas puestas en escena?

Me parece que mis mejores puestas en escena fueron Der zerbrochene Krug (El cántaro roto), de Heinrich von Kleist, y Maria Magdalena, de Friedrich Hebbel. Maria Magdalena es una obra intimista que funciona a modo de máquina infernal. En su diario íntimo, Hebbel dijo que estaba contento porque había conseguido tapar todos los agujeros por donde habrían podido escaparse los personajes. Es una obra terrible, sumamente pesimista, deprimente, pero muy fuerte. La obra de Kleist es una comedia amarga escrita en un idioma sublime.

Pero mi mejor experiencia teatral sigue siendo Kabale und Liebe (Cábala y amor), de Friedrich Schiller, porque es una obra que me encanta. Fue una de las primeras que puse en escena en Baden-Baden. A pesar de que la dificultad casi me supera, fue un gran placer escenificar esta tragedia burguesa. Es eminentemente triste, pero muy bella, gracias a un idioma fantástico. Recuerdo que estaba muy nervioso durante el estreno –incluso me hice una herida rascándome la mano–, y en vez de mirar a los actores, no quitaba ojo a los espectadores. El primer acto es realmente desgarrador, y cuando al final vi al público con lágrimas en los ojos, fue un tremendo alivio. Me sentí muy feliz y ahora es un bello recuerdo.

¿Es verdad que solo dirigió un vodevil y que no fue un éxito?

Ah, ¡fue una catástrofe! Era una obra de Eugène Labiche, Le plus heureux des trois (El más feliz de tres), en alemán Das Glück zu dritt, que la dirección del teatro me propuso para San Silvestre. No estaba convencido de que fuera el hombre adecuado, pero quise probar suerte. Desde el primer día de ensayo supe que no lo conseguiría. Al cabo de dos o tres días, las cosas empeoraron. Me daba cuenta de que la obra solo podía funcionar dependiendo del ritmo de los diálogos, pero no era un humor que entendiera y no tenía la menor idea de cómo trasladarlo a la puesta en escena. Quise parar, pero me comunicaron que era imposible, no había posibilidad de sustituir la obra para San Silvestre. Hubo que seguir adelante, ¡y fue un desastre! La puesta en escena era tan sosa que nadie podía reírse. Todo pesaba. Los espectadores habían venido a pasar un buen rato; cada vez que se levantaba el telón, aplaudían calurosamente porque los decorados eran muy bonitos. Pero el entusiasmo se desvanecía muy pronto. Al final de la representación, cuando los actores salieron a saludar, los aplausos fueron educados, nada más. Y durante la recepción posterior, nadie parecía conocerme.

Pero, durante los ensayos, ¿los intérpretes no podían poner algo de sí mismos, proponerle soluciones?

No, todo el mundo estaba afectado. Nunca ha vuelto a ocurrirme. En cambio, me lo pasé muy bien montando obras cómicas de Carl Sternheim. No tenía nada que ver. Había un humor ácido y, sobre todo, eran realistas. Aunque tampoco es un criterio. Por otra parte, también me divertí mucho con el estreno mundial de dos westerns, uno de los cuales estaba escrito por un crítico de cine de Múnich bastante conocido. Nos propusieron la obra porque ningún teatro de prestigio quería montar un western. Todo el mundo se lo pasó realmente bien. Incluso los actores de la compañía que no estaban en la obra venían a ver los ensayos.

Michael Haneke dirigiendo a los actores de una obra estilo spaghetti western.

¿Había caballos en escena?

No, era más bien al estilo del spaghetti western. Utilizamos la música de Ennio Morricone, y contenía muchas referencias además de un toque de ironía. Una especie de juego con los tópicos.

¿Puso en escena alguna obra de Shakespeare?

Nunca. Ni tampoco a los clásicos griegos, cuya estética no parecía encajar con mi estilo escenográfico. Tampoco dirigí obras de Chéjov, pero por otras razones. En primer lugar sentía demasiada admiración por ese dios del teatro para creer que sería capaz de imaginar una puesta en escena a la altura de su genio. Tampoco veía cómo reunir al reparto ideal, con un gran actor para cada papel. Por eso es tan raro ver una puesta en escena convincente de Chéjov. Recientemente he visto una magnífica representación de Tío Vania, con Jens Harzer en el papel de Astrov, un actor tan genial que hacía olvidar a los demás, algo desiguales. Yo estaba como un niño delante del árbol de Navidad. Fue un gran momento de placer. Hoy en día no voy muy a menudo al teatro, pues suele decepcionarme.

¿Volvió a trabajar en sus películas para televisión o cine con algunos de los actores que dirigía en los escenarios?

Sobre todo en las películas para televisión, ya que seguía dirigiendo obras de teatro a la vez. Debo citar la extraordinaria cooperación con Josef Bierbichler, un actor al que adoro, que protagonizó mi peor telefilm (Sperrmüll) y con quien me alegró reencontrarme para trabajar en La cinta blanca, donde tenía el papel del capataz.

Antes de su primer telefilm, ¿había dirigido películas como aficionado en Súper 8?

No, pero sí trabajé en dos cortometrajes. Cuando aún vivía en Wiener Neustadt había un empresario que estaba loco por el Súper 8. Hacía películas idiotas, pero tenía un Jaguar blanco que nos fascinaba a todos. Como sabía que yo era el “artista” del grupo e hijo de actores, me pidió que actuara en dos de sus películas. Carecían totalmente de interés, pero fue una experiencia muy divertida.

¿La experiencia que adquirió en la radio al adaptar novelas literarias a novelas radiofónicas le sirvió para enfrentarse a la puesta en escena teatral?

No, mi trabajo en la radio se limitaba a redactar adaptaciones de novelas y críticas literarias que leía yo mismo.

Mi mejor aprendizaje consistió en leer guiones malos cuando era Dramaturg en la cadena de televisión. Cada mañana encontraba una pila de guiones nuevos en mi mesa y aprendí muy deprisa a ver lo que no funcionaba en un texto. Hoy en día, a la hora de construir un guion, me apoyo mucho en esa experiencia.

¿La pintura tuvo un papel en sus años de aprendizaje?

No mucho. Soy un hombre de oído. En el teatro, durante los ensayos, me sentaba a menudo mirando el suelo y escuchaba a los actores. Solían quejarse porque no les miraba. Yo contestaba: “Os veo mejor cuando no os miro”. Lo digo porque me doy cuenta inmediatamente de si un sonido es falso, si el sentimiento que se expresa no es el adecuado. Me cuesta más detectarlo cuando miro a los actores. De igual modo, al escribir nunca parto de una imagen, sino de una situación que intento expresar con la mayor intensidad posible. En mi caso, esta búsqueda no suele pasar por referencias pictóricas.

¿Visitaba museos cuando estudiaba?

No, más bien no. No descubrí la importancia de la pintura hasta hace unos años. Claro que antes había cuadros que me asombraban, pero no pasaba de eso. Bueno, sí, cuando estuve en Baden-Baden, descubrí la pintura del Renacimiento. En la época fumábamos hachís y una noche en que estaba stoned, miré un libro sobre esa pintura. Ya la conocía y siempre me había parecido muy bella, pero por primera vez vi la relación entre las imágenes. Me contaban una historia. Luego, ya en un estado normal, cuando volví a ver esos cuadros, me invadió la misma sensación. No fui más allá hasta hace unos pocos años cuando, no sé por qué, empecé a disfrutar viendo cuadros del siglo XV, XVI, XVII, incluso del XVIII. El siglo XIX, el impresionismo es bello, pero no me conmueve. El retablo en Gantes de La adoración del cordero místico, de Van Eyck, me parece extraordinario. Como los cuadros de Velázquez que volví a ver hace unos meses en El Prado.

Al contemplar los cuadros de Egon Schiele puede verse una cercanía a la melancolía que también se siente en algunas de sus películas.

Es posible, pero les toca a ustedes decidirlo. No puedo ver mis películas bajo ese prisma. Es verdad que existe una melancolía austríaca, tanto en literatura como en pintura, y en torno a la que se ha escrito mucho. Ahora bien, no sé de dónde proviene y ni siquiera quiero pararme a pensarlo. No me sentaría bien intentar analizarlo. Del mismo modo que no creo que el psicoanálisis pueda ayudar a un artista.

En su opinión, ¿el cine que hace tiene que ver con la cultura austríaca?

Existe cierta melancolía en la cultura austríaca, especialmente en varios escritores que me gustan mucho. Joseph Roth, por ejemplo, del que adapté la novela La rebelión, es un escritor austríaco típico, con una inclinación a la melancolía y un gran dominio formal que se basa en la elegancia del idioma. Pero si me pide que defina el alma austríaca, no encontraré más palabras que las antes mencionadas, melancolía y elegancia. Tenga en cuenta que, en literatura, esto se limita al final del siglo XIX y al principio del XX. No tenemos una gran tradición literaria. No hubo nada extraordinario en la época clásica. Al contrario de lo que ocurre hoy, cuando el lugar que ocupa Austria en la literatura en lengua alemana es muy importante, a pesar de ser solo algo más de ocho millones de habitantes en comparación a los más de ochenta millones de Alemania.

Volviendo a su recorrido teatral, aparte de Baden-Baden, ¿dónde montó obras?

Al principio fui a Hildesheim, luego a Darmstadt, Düsseldorf, Hamburgo, Berlín, Viena, Fráncfort, Stuttgart...

El hecho de trabajar a la vez en teatro y en televisión, ¿no le planteó dificultades de gestión?

Había que planificarlo todo. Y de vez en cuando, no funcionaba. Tuve que renunciar a algunas cosas que me apetecía hacer. Pero fui un privilegiado porque excepto en los primeros años, cuando dejé mi trabajo fijo en la televisión para dedicarme exclusivamente a la puesta en escena y no conseguía darme a conocer fuera de Baden-Baden, pude encadenar una obra tras otra. Por eso empecé tan tarde a hacer películas para la gran pantalla. No tenía tiempo. Entre el teatro y la televisión, recibía muchas ofertas y hacía más o menos lo que me apetecía. Y si un proyecto no llegaba a buen fin, me iba de vacaciones. Hoy en día ya no tengo tanto tiempo, pero entonces me venía muy bien pasar tres meses en una isla griega.

Hablando de Grecia, publicó un relato titulado Perséphone (Perséfone), ¿cuál era el tema?

Era una especie de fábula en torno a tres turistas que se enfrentaban a toda una serie de problemas en un convento de una isla griega. La mujer acababa por matar a uno de los dos hombres con una flecha y el superviviente se preguntaba si había sido culpa suya. En un idioma al que quise aportar una gran sofisticación, el texto anunciaba la problemática de mis películas futuras: ¿Qué ocurrió realmente? ¿Corresponde mi punto de vista a la realidad?

¿Publicó otros relatos?

Solo uno más, cuyo título he olvidado. Era una historia bastante cercana a la de Perséphone de la que solo recuerdo un final muy deprimente. Un personaje le decía a otro: “Pero es mi historia, ¿qué vamos a hacerle?” Y el otro contestaba: “Nada, desde luego”.

¿Dónde pueden encontrarse estos relatos actualmente?

En ninguna parte. Fueron publicados en colecciones presentadas a un premio de literatura austríaca y que hoy ya no se encuentran. Perséphone no debía de ser muy malo porque, después de su publicación, me pidieron que escribiera más relatos. Ocurrió en 1967, más o menos, una época en que me habría encantado tener un trabajo remunerado en una editorial. Pero querían una colección de relatos para publicar, y yo solo tenía dos o tres historias en la cabeza. Habría tardado al menos dos años en entregarles una decena.

Antes de empezar a hablar de las películas que rodó para televisión, ¿puede hablarnos del papel de la música en su vida después de renunciar a ser concertista o compositor?

Cuando llegué a Viena no tenía piano. Solo podía tocar cuando volvía a Wiener Neustadt. Lógicamente, cada vez tocaba peor y me sentí tan frustrado que preferí dejarlo del todo. Me convertí en consumidor de música y compré muchos discos.

¿Va a menudo a conciertos?

No, no muy a menudo. En cuanto a la ópera, odio ir porque las puestas en escena no suelen ser buenas. Tampoco voy al teatro. Prefiero no tener a gente a mi alrededor cuando estoy ante una obra de arte. Además, si ahora voy al teatro, todos me conocen, y si es un estreno debo dar mi opinión. Me saca de quicio. Si quiero ver una obra, voy unos días después para poder disfrutar tranquilamente sin tener que hacer comentarios. Es más, en Viena conozco a casi todos los actores y directores, y me incomoda decirles lo que pienso de su trabajo. Pero volviendo a la música, me desplazo a menudo para oír Las pasiones, de Bach, porque los grandes coros no se oyen en casa. Incluso teniendo una buena instalación acústica en casa, en el campo y en la oficina, donde siempre escucho música.

Durante su juventud, ¿se limitó a la música clásica o también se interesó por otros ritmos, como el rock?

El rock me interesó en la época de la pubertad. Nos encantaba bailar con Little Richard, Elvis Presley, Bill Haley y todos los demás. Luego, cuando fui a vivir a Baden-Baden, en la época del hachís, la música popular que más escuchaba era Pink Floyd. Y no pasé de ahí. Sé quién es Michael Jackson, claro, pero no sé nada de su música.

¿Recuerda cómo descubrió a sus músicos favoritos?

Recuerdo la emoción que sentí al oír el Mesías, de Haendel, o como ya le he dicho, las sonatas de Mozart en do menor que escuché en la película con Oskar Werner. Bach me gustó muy pronto, pero no sabría decir cómo ni por qué. Es una música que está por encima de todo. Se penetra en otro universo que tiene que ver con lo divino.

¿Antepone Bach a Schubert?

No negaré que Bach, Mozart y Schubert son mis tres compositores favoritos. Pero me cuesta anteponer uno a los otros dos.

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