Kitabı oku: «El reformismo social en España (1870-1900)», sayfa 3

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La segunda consecuencia de la frustración de expectativas fue que obligó al liberalismo a indagar las causas de su fracaso práctico y a buscar los medios para corregir el rumbo hacia la instauración de la organización social ideal. Como argumenta Moret, no sólo no hay que ceder al «desaliento» y al «escepticismo» y hay que reaccionar frente a ellos, sino que es preciso además buscar las causas que han llevado a esta situación. Pues «sólo entonces podrá darse cuenta de los errores y de las deficiencias del pasado» y «rectificar el rumbo».27 Y a partir de ese momento, efectivamente, el nuevo liberalismo consagrará sus energías a la elaboración de un diagnóstico sobre las causas del fracaso práctico del régimen liberal –o lo que es lo mismo, a las causas del problema social y de su recrudecimiento– y a la búsqueda de nuevos y más eficaces medios para culminar con éxito el proyecto liberal de sociedad. En esa búsqueda de los factores que habían impedido que los resultados del liberalismo fueran los previstos, los liberales se vieron abocados, como se expondrá más adelante, a revisar y reformular algunos de los principios teóricos del liberalismo clásico y, en particular, su concepción de la naturaleza humana. El resultado de esa pérdida de confianza en el liberalismo clásico, del diagnóstico elaborado sobre las causas de su fracaso, de la revisión teórica del individualismo clásico y del diseño de nuevos medios de acción fue el auge del reformismo social a partir de la década de 1870.

Una vez que hubieran sido diagnosticadas las causas del fracaso y actualizados los principios teóricos liberales y una vez que esa doble operación hubiera permitido definir nuevos medios de acción, lo que cabía hacer, según los reformistas sociales, era poner en práctica los postulados del reformismo social. O dicho con palabras de Azcárate, lo que cabía era proceder a la reorganización de la sociedad sobre la base de esos principios liberales renovados. A lo que aspiraba Azcárate era «a que la sociedad moderna cristalice de nuevo, aunque sobre distinta base que la antigua, para que pierda la disgregación que hoy la caracteriza, y salga del atomismo reinante por virtud de una reorganización».28 El instrumento para llevar a cabo esa reorganización de la sociedad eran las reformas sociales, una muestra señera de las cuales es la legislación laboral que comenzó a aprobarse a partir de finales de siglo.

La búsqueda de las causas del fracaso liberal se funda en un conjunto de supuestos de partida, que son los que establecen los términos de la indagación y orientan ésta en una dirección determinada (al tiempo que excluyen implícitamente otras, por ser inconcebibles). El más básico de esos supuestos es el de que lo que se ha producido es efectivamente un fracaso del liberalismo, entendido como una discrepancia entre las expectativas implícitas en la concepción liberal del mundo y los resultados obtenidos por el régimen liberal. En razón de ello, la cuestión que había que esclarecer antes que nada era por qué la implantación del liberalismo había tenido esas consecuencias imprevistas y no deseadas. Desde este punto de vista, ese fracaso sólo podía ser achacable o bien a la imperfección de alguno de los principios teóricos liberales o bien a que la puesta en práctica de éstos se había realizado de manera incorrecta. La posibilidad de que la causa se encontrara en otro lugar no podía ser siquiera contemplada, por inconcebible, ya que los liberales reformistas percibían el mundo y analizaban la situación social engendrada por el liberalismo desde dentro y mediante los propios supuestos y categorías liberales. Lo cual suponía dar por sentado que las entidades y fenómenos a que se refería el liberalismo (como la naturaleza humana, el individuo y el progreso histórico) tenían una existencia real y que, por tanto, la organización social era una proyección de las mismas y debía estar en consonancia con ellas.

Imaginemos, por un momento, que los liberales reformistas hubieran realizado su análisis de la realidad social desde fuera –y no desde dentro– de los supuestos liberales. En ese caso, bien podrían haber llegado a la conclusión, por ejemplo, de que la causa del fracaso se encontraba en que el liberalismo partía de una serie de premisas erróneas, como la de que existe una naturaleza humana. Ahí radicaría entonces la causa de que el régimen liberal no hubiera producido los resultados augurados. En tal caso, la solución del problema social requeriría, necesariamente, abandonar el concepto de naturaleza humana y prescindir de él como principio organizador de la vida social. Pero no fue esto lo que ocurrió. Dado que el liberalismo reformista continuaba sirviéndose de las propias categorías liberales, no podía ponerlas en duda ni trascender sus límites. Lo único que podía poner en duda era que la formulación de esas categorías fuera la correcta. Y así, por ejemplo, los nuevos liberales no dudaban de que existía una naturaleza humana, pero discrepaban de la caracterización que el individualismo clásico había hecho de la misma. Desde este punto de vista, la causa del fracaso no podía encontrarse en los principios liberales, sino únicamente en la manera deficiente o incompleta en que esos principios habían sido formulados. Por continuar con el ejemplo, la causa no podía encontrarse en la inexistencia de la naturaleza humana, sino en la visión incompleta que el liberalismo clásico tenía de ésta.

Por supuesto, a la reacción de los reformistas sociales frente a la situación social creada por la implantación del liberalismo subyace un supuesto aún más profundo, el de que lo ocurrido constituye efectivamente un fracaso. Como ya he sugerido, lo que hizo que dicha situación fuera percibida, experimentada y conceptualizada como un fracaso fue que se operaba con una cierta noción normativa de éxito. Es decir, que se operaba con el supuesto de que la historia humana tiende hacia una forma perfecta de sociedad y que los principios moderno-liberales son el medio para alcanzar ésta. Si la realidad social aparece como un fracaso es porque se la compara con ese tipo ideal de sociedad y porque, en consecuencia, se utiliza a esta última como patrón normativo y teórico para evaluar y analizar dicha realidad social. El reformismo social surgió porque sus artífices parten de una distinción de lo realmente ocurrido y lo que debería haber ocurrido y, en razón de ello, llegan a la conclusión de que el liberalismo ha fracasado porque ha sido incapaz de instaurar el tipo de sociedad que supuestamente tendría que haber resultado de la puesta en práctica de sus principios. Algo parecido ocurriría, un siglo después, con los resultados obtenidos por el socialismo. También en este caso, esos resultados fueron experimentados y concebidos como un fracaso, pues se partía igualmente del supuesto de que la puesta en práctica de los principios socialistas conduciría a un orden social perfecto y a la culminación de la civilización humana. Y es lógico que así fuera, pues también en esta ocasión los hechos son analizados y evaluados mediante la misma matriz conceptual proporcionada por el imaginario moderno.29

Imaginemos de nuevo que dicho supuesto no hubiera existido y que los liberales decimonónicos no hubieran partido de él. En ese caso, los resultados hubieran sido completamente distintos y el reformismo social no habría podido surgir. Sin la mediación conceptual de ese supuesto, la referida situación social no habría aparecido como un fracaso, sino simplemente como el producto de la puesta en práctica del ideario liberal, y los liberales se hubieran limitado a constatar su existencia. Con lo que el problema social no se hubiera constituido como tal, porque los fenómenos sociales de referencia de éste ni hubieran sido objeto de preocupación ni habrían adquirido la condición de problemas que se debían y podían resolver. Pues si las desigualdades sociales, la pobreza obrera y la conflictividad laboral fueron consideradas como problemas fue porque constituían fenómenos anómalos en relación con el modelo moderno-liberal de sociedad ideal.

La frustración de expectativas aquí descrita se acentuó y extendió muy rápidamente con el paso del tiempo, con el consiguiente auge del reformismo social. A medida que crecía el desencanto con respecto al liberalismo clásico, lo hacía también el número de partidarios de las reformas sociales. Este auge del reformismo social se puede observar con claridad, por ejemplo, en la evolución de las discusiones sobre la cuestión celebradas en uno de los principales foros de debate público del momento, la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (RACMYP). Dicha evolución constituye un revelador y significativo índice del avance experimentado por el reformismo social. Todavía a comienzos de la década de 1890, como hace notar Buylla, predominan entre los miembros de la Academia la defensa del individualismo y de la Economía Política clásicos y la consiguiente oposición a cualquier tipo de intervención del Estado, como se vio, por ejemplo, en la discusión sobre las reformas sociales decretadas en Alemania que tuvo lugar en 1890. Como relata Buylla, en esa discusión, conservadores y liberales se opusieron por igual al «intervencionismo del poder público para regular las relaciones entre patronos y obreros», con la tímida excepción de conservadores como el marqués de la Vega de Armijo y el conde de Torreánaz. En esos momentos, «domina todavía el santo horror a la legislación que repercutir pueda en merma del sagrado derecho de la propiedad real» y unía a todos «el grande amor del fetichista respecto a las intangibles leyes económicas; leyes necesarias, fatales, universales». La postura predominante dentro de la Academia aparece representada, como señala Buylla, por intervinientes como Laureano Figuerola, quien defiende la libertad de contratación y rechaza cualquier intervención estatal.30

La postura favorable al intervencionismo, sin embargo, fue ganando terreno muy rápidamente, como se puso de manifiesto en las discusiones de los años siguientes. En ellas los participantes no sólo se hacen eco cada vez más de la crisis de la Economía Política clásica y del consiguiente auge que está experimentando en Europa el intervencionismo estatal, sino que un número creciente de ellos se muestra partidario de la intervención del Estado en la esfera de las relaciones laborales. Este cambio de tendencia se observa ya, por ejemplo, en la discusión de 1893 sobre los gremios. A estas alturas, la necesidad de la reforma social y de la intervención estatal, como medios de hacer frente y encauzar al movimiento obrero, comenzaron a ser defendidas abiertamente en el seno de la Academia. En la sesión del 11 de abril, Mena Zorrilla «encareció la necesidad de mejorar la situación de los obreros», dada la «urgencia que hay de conjurar los peligros que entraña el malestar de las clases trabajadoras, cada día mayor y más general, según las informaciones hechas en todas partes».31 Y en la sesión del 18 de abril, Linares Rivas considera que el anhelo de las «masas» de «mejorar su situación, conquistando los derechos de que carecen» debe ser atendido, no sólo porque se trata de un deseo «hasta cierto punto» justo, sino porque, dado el número de sus miembros, sería vana la pretensión de detener su marcha y, por tanto, lo que hay que hacer es tratar de encauzar esa marcha mediante la introducción de reformas. Lo que «toca y cabe hacer a los poderes públicos es encauzarla, dirigirla e inducirla al bien, como brújula que guía la nave al puerto; no empleando para ello medios violentos, sino el atractivo de las ventajas y concesiones beneficiosas que se otorguen a las grandes agrupaciones de obreros que se asocien para fines legítimos».32

Un índice aun más revelador y significativo de la profundidad de la crisis del liberalismo y de la frustración de expectativas y de la rapidez con que se produjo la transición hacia el reformismo liberal es la trayectoria seguida por algunos destacados intelectuales y dirigentes políticos liberales. Se trata de liberales que inicialmente eran defensores acérrimos del individualismo económico, de la libre concurrencia y de los principios de la Economía Política, pero que, en poco tiempo, modificaron sus puntos de vista, se sumaron a las críticas al liberalismo clásico y acabaron abrazando los postulados del reformismo social y convirtiéndose en adalides de éste. Éste es el caso, por ejemplo, del economista José Manuel Piernas Hurtado. A la altura de 1870, Piernas Hurtado hace una encendida defensa de los principios de la Economía Política y de la tesis liberal clásica de que la libertad económica es el único medio para resolver el problema social, de que éste es un residuo del pasado y de que, por tanto, desaparecerá por sí solo con el tiempo.33 Unos pocos años después, como veremos, Piernas Hurtado se había convertido en un severo crítico del individualismo económico clásico y en un ardiente defensor del reformismo social.

Quizás uno de los ejemplos más paradigmáticos de la crisis y la transformación experimentadas por el liberalismo durante estos años sea la trayectoria seguida por Antonio Cánovas del Castillo. A finales de los años 1860, Cánovas se proclama individualista, se declara defensor incondicional de la Economía Política y considera que el individualismo es el medio para alcanzar la armonía social (frente al socialismo y a otras doctrinas sociales). Se declara, según sus palabras, «individualista, en el sentido filosófico y económico de la palabra» y afirma que, sobre cualquier otro ideal de «asociación humana», está el «ideal moderno» [individualista], porque es el que «constantemente enaltece y perfecciona a los individuos».34 Según Cánovas, Dios creó al ser humano como «individuo» y aunque la sociedad existe y es el medio en que el ser humano actúa y se desarrolla, el individuo tiene primacía (no es el individuo el que está hecho para la sociedad, sino a la inversa, afirma). En cada ser humano hay más «libre albedrío» que en la sociedad entera y el ser humano es el responsable último de sus acciones.35 Unos años después, reitera sus argumentos en defensa del individualismo y sostiene que la «humanidad» no es «sino una mera agregación de individuos libres» y heterogéneos.36

Con respecto al problema social, Cánovas se opone a toda intervención del Estado y defiende como únicas soluciones el ejercicio de la caridad y la resignación de los obreros. Así lo hace, por ejemplo, en 1871, en el debate parlamentario sobre la Primera Internacional. Aquí considera que la miseria y la desigualdad social son fenómenos naturales y que, por tanto, se trata de problemas que no pueden ser resueltos. Según él, «la verdad es que la miseria es eterna; la verdad es que la miseria es un mal de nuestra naturaleza, lo mismo que las enfermedades, lo mismo que las pasiones, lo mismo que las contrariedades de la vida, lo mismo que tantas otras causas físicas y morales como atormentan nuestra naturaleza». En cuanto a las desigualdades sociales, también son naturales, pues son el resultado del hecho de que los individuos son desiguales por naturaleza. Y de ahí que cualquier intento de igualar a los individuos sea antinatural.37

Cánovas se muestra contrario, por consiguiente, a todas las soluciones a los «problemas sociales contemporáneos» habitualmente propuestas, a las que considera de «escasa eficacia».38 Entre ellas, menciona las «sociedades cooperativas», el «patronazgo voluntario» (propuesto por Le Play para resolver el problema del pauperismo), la participación de los trabajadores en los beneficios, la creación de nuevos gremios, los jurados mixtos, las sociedades de socorros mutuos, los créditos y la reducción de la jornada de trabajo. Cánovas acepta que esas medidas puedan ser adoptadas, pero duda de que sean eficaces. Con ellas, sentencia, «ni el espíritu de los trabajadores ni el malestar social habrán de mejorar sensiblemen te».39 El único remedio que él considera eficaz, reitera, es la «caridad cristiana o religiosa» y la resignación. Dicha caridad, afirma, es el único «agente a propósito para mediar entre ricos y pobres, suavizando los choques asperísimos, que por fuerza ha de ocasionar entre capitalis tas y trabajadores el régimen de la libre concurrencia», mientras que «la resignación o contentamiento con la propia suerte, buena o mala», es el «único lazo que mantiene en haz las heterogéneas condiciones individuales».40 Menos de dos décadas después, como veremos, Cánovas pasa a criticar abiertamente al individualismo económico clásico y a la libre concurrencia, negará que la caridad sea un remedio eficaz y se convertirá en defensor y promotor de las reformas sociales y de la intervención del Estado. Y así, aunque en su discurso de 1890 Cánovas reiterará su opinión de que todas las soluciones mencionadas («asociaciones voluntarias, cooperativas, patronazgo voluntario que preconizó Le Play, participación en los beneficios...») han resultado ineficaces para resolver el «hondo malestar social», lo hará no para defender la caridad y la resignación, sino para defender las medidas de reforma social.41

El hecho de que el reformismo social tenga su origen en la crisis del liberalismo clásico es lo que explica, asimismo, en primer lugar, que los reformistas sociales tengan una procedencia y una adscripción ideológicas tan diversas. Y, en segundo lugar, que la filiación ideológica, política o intelectual de los reformistas sociales sea un factor de tan escasa relevancia en el surgimiento, la configuración y el programa del reformismo social (y, por tanto, una variable irrelevante a la hora de explicar éstos). Como se verá, el hecho de que los reformistas sociales procedan ideológicamente de una u otra de las corrientes liberales existentes (desde el republicanismo al liberalismo conservador) apenas entraña diferencia alguna en los términos de su reacción crítica contra el individualismo clásico, en su caracterización del problema social y en sus propuestas de reforma. El reformismo social no constituía la ideología y el programa de ninguna de esas corrientes en particular, sino que surgió de la mencionada crisis del paradigma liberal y de la consiguiente transformación sufrida por éste al tener que dar cuenta de y hacer frente a una nueva situación social caracterizada por el recrudecimiento del problema social. Dado que todos ellos eran liberales e individualistas económicos, los términos tanto de su desencanto como de su respuesta fueron sustancialmente los mismos, con independencia de su adscripción ideológica previa. El reformismo social no nació de una disputa entre diferentes corrientes o tendencias del liberalismo, sino de una pugna entre viejo y nuevo liberalismo y de ahí que el debate reformista se extendiera a todos los grupos liberales. La única diferencia que se observa a este respecto es la que se da entre aquellos liberales que creían que el liberalismo estaba en crisis y aquellos otros que negaban ésta y, en consecuencia, persistieron en la defensa de los postulados del liberalismo clásico. Es decir, entre liberales reformistas y liberales puros u ortodoxos. Es por ello que la referida pugna afectó por igual a todos los grupos políticos (republicanos, conservadores y liberales). Aunque en el caso del Partido Liberal, dada su mayor fidelidad al liberalismo clásico, esa pugna interna se desarrolló algo más lentamente.

Esta circunstancia es la que explica que aunque la filiación ideológica y política de los reformistas sociales españoles era heterogénea, el movimiento reformista como tal fue bastante homogéneo. Porque la adopción de los postulados del reformismo social no obedeció a razones ideológicas (por ejemplo, a una mayor preocupación por la pobreza de las clases bajas), sino que fue el resultado de la reacción frente a lo que se consideraba como un fracaso del individualismo clásico, sobre todo en el terreno económico, para llevar a término el proyecto liberal de sociedad. Ya se trate de republicanos o de conservadores, todos ellos piensan y reaccionan como liberales desencantados y, por tanto, la manera en que experimentan el fracaso del régimen liberal y los medios que conciben para superarlo son esencialmente los mismos. Y de ahí que liberales críticos republicanos y conservadores defiendan, promuevan y lleven a la práctica el mismo programa reformista social y que ambos convivan sin conflicto y colaboren estrechamente en los organismos e instituciones relacionados con la reforma social, desde la Comisión de Reformas Sociales (creada en 1883) hasta el Instituto de Reformas Sociales. Por encima de sus discrepancias ideológicas, ambos están unidos e impulsados por un mismo factor causal, la frustración de expectativas con respecto al liberalismo clásico y la pérdida de confianza en la capacidad de éste para resolver el problema social y estabilizar y pacificar la sociedad. Esta homogeneidad, esta colaboración y esta unanimidad programática no podrían haber existido si el reformismo social hubiera sido un fenómeno ideológico, es decir, la creación de alguna de las corrientes liberales existentes o el resultado de la influencia ejercida por alguna escuela ideológicofilosófica previa en particular. De hecho, también a este respecto los reformistas sociales tienen una procedencia heterogénea y con frecuencia opuesta, pues incluye, por ejemplo, tanto a partidarios como a detractores del denominado krausismo.

Una evidencia de que el reformismo social no es un fenómeno ideológico, sino que es de naturaleza distinta y tiene su origen en la mutación del paradigma teórico liberal propiciada por la frustración de expectativas es la génesis de su propuesta de intervención del Estado, uno de los componentes primordiales y más distintivos del reformismo. La intervención estatal en la esfera económica y laboral es una medida de nuevo cuño, que no formaba parte previamente del programa de ninguna de las corrientes liberales que abrazaron el reformismo social ni pudo constituir, por tanto, una contribución de ninguna de ellas a este último (con anterioridad, sólo era propugnada por el socialismo). En particular, antes de la década de 1870, la intervención estatal como medio de resolución de la denominada cuestión social era rechazada de manera unánime por todas las corrientes del republicanismo y por los economistas de orientación krausista. La propuesta de intervención del Estado surgió como consecuencia de la necesidad de hacer frente al recrudecimiento del problema social y de encontrar nuevos medios para resolver éste que fueran más eficaces que los proporcionados por el liberalismo clásico. De hecho, como veremos, si la intervención estatal se convirtió en el más importante y característico de esos medios fue precisamente porque entrañaba una rectificación de dicho liberalismo.

Las únicas diferencias apreciables que se observan entre los reformistas sociales se dan no en el punto de llegada, sino más bien en el punto de partida de su viaje hacia el reformismo social. Pues mientras los liberales críticos o republicanos ponen el acento en el fracaso del liberalismo clásico para realizar su proyecto, los liberales conservadores, además de ello, tienden a atribuir cierta responsabilidad a la revolución liberal por el recrudecimiento del problema social. Como es de sobra conocido, el conservadurismo decimonónico reprochaba a la revolución liberal el que no hubiera sido capaz de instaurar un orden social tan estable como el que había derrocado. Según la crítica conservadora, la revolución liberal destruyó el sistema de valores del régimen anterior, pero no había implantado un nuevo sistema de valores capaz de garantizar una estabilidad y un consenso similares a los prevalecientes con anterioridad. Esta había sido una de las consecuencias de la secularización llevada a cabo por la revolución liberal y del consiguiente abandono de la religión como dispositivo de consenso social. Como sostiene, por ejemplo, Eduardo Sanz Escartín, al tratar del origen del problema social, la secularización había traído como consecuencia que en las clases bajas se debilitaran sus sentimientos de resignación y de aceptación del orden social y que ya no se sintieran satisfechas con una recompensa tras la muerte y exigieran el bienestar en esta vida. De modo que, según él, al romper los antiguos lazos morales que daban estabilidad a la sociedad, la revolución liberal abrió una fase histórica de lucha de clases.42 Es en razón de este diagnóstico que el liberalismo conservador propone, a lo largo del siglo XIX, como remedios de la llamada cuestión social la restauración del sistema de valores religioso, el ejercicio del paternalismo y de la caridad de las clases altas y la resignación de las clases bajas. Además, el conservadurismo reprocha al liberalismo hegemónico el haber alentado y propiciado la movilización y la participación política de las clases bajas, lo cual habría contribuido también a favorecer la agitación de éstas. Por último, hay que tener en cuenta que el individualismo profesado por el conservadurismo tiene un carácter menos homogéneo que el del liberalismo ortodoxo. Pues aunque los conservadores son acérrimos partidarios del individualismo económico y del régimen de libre concurrencia, a la vez tienen una concepción más organicista de la sociedad.

Así pues, el hecho de que el reformismo social tenga su origen inmediato en la crisis del individualismo económico hizo que muchos conservadores llegaran a abrazar y promover el reformismo social. Al mismo tiempo, sin embargo, sus recelos precedentes con respecto al individualismo político ortodoxo y su concepción organicista de la sociedad fueron factores que facilitaron, sin duda, la rápida transición de esos conservadores hacia el reformismo social y la defensa de la intervención del Estado, que tenían como base, precisamente, una reformulación organicista del individualismo. Su menor apego al individualismo ortodoxo contribuyó, asimismo, sin duda, a que los conservadores llegaran a adoptar posturas reformistas más radicales que los republicanos, como en el caso de la regulación de la jornada laboral, que comenzaron a defender abiertamente a partir de finales de siglo. De hecho, los propios conservadores llegaron hasta el punto, incluso, de arrogarse la condición de reformistas sociales por excelencia, es decir, de ejecutores naturales de las reformas sociales y de la renovación del sistema liberal destinada a resolver el problema social. Es lo que hace, por ejemplo, Eduardo Dato, al sostener que los conservadores eran los llamados de manera natural a realizar esas reformas y resolver ese problema. Según él, aparte de que despierta menos desconfianza y recelos en las clases altas, el conservadurismo está más cualificado para realizar las reformas sociales necesarias porque es menos «individualista» y, por tanto, atiende no sólo al individuo, sino a la «masa».43 Lo que cuenta, no obstante, con respecto a la génesis, los postulados y la práctica del reformismo social es que, una vez aceptada la necesidad de adoptar reformas sociales, no se observan diferencias sustanciales entre los reformistas sociales en razón de sus antecedentes ideológicos. Ya se trate de reformistas sociales de filiación política conservadora, republicana o liberal, los términos de su crítica al individualismo económico clásico, su diagnóstico sobre las causas del problema social, sus propuestas de reforma social y el papel que atribuyen al Estado son similares.44

Conviene tener siempre presente, por último, que el reformismo social es un fenómeno transnacional, y no exclusivamente español. Y que, además, las ideas, argumentos teóricos y propuestas prácticas del liberalismo reformista hispano tienen, en su casi totalidad, una procedencia exterior. Los reformistas españoles apenas hicieron contribución original alguna en este terreno, sino que se limitaron a reproducir y a adaptar los debates, las críticas y los argumentos previamente desarrollados en otros países. De igual modo que sus propuestas de reforma social y sus iniciativas legislativas fueron con frecuencia meras imitaciones de sus homónimas extranjeras, al menos durante estas primeras décadas. La especificidad española es casi puramente de orden cronológico, puesto que la crisis del liberalismo clásico se inició en España más tarde que en otros países, como Alemania, Gran Bretaña y Francia. Este retraso temporal se debió al hecho de que en España la implantación del régimen económico liberal fue posterior y su período de vigencia había sido menor. También en España, como en esos países, fue necesario que transcurriera el tiempo suficiente para que se produjera la frustración de expectativas con respecto al liberalismo clásico. Hasta que en España no se comenzó a experimentar en la práctica la ineficacia estabilizadora del individualismo económico, no se produjo el correspondiente movimiento de reacción crítica y se desencadenó la crisis del liberalismo clásico. Y para ello fue necesario aguardar hasta la década de 1870.

A partir de ese momento, la influencia exterior desempeñó un papel decisivo, pues no sólo proporcionó a los reformistas españoles un cuerpo teórico e ideológico ya elaborado y un programa de reformas ya en marcha, sino que actuó como un estímulo de la crisis del liberalismo y de la Economía Política clásicos españoles. Los liberales reformistas españoles no sólo estaban muy bien informados de la situación de esos países y conocían perfectamente los debates internacionales y las medidas de reforma que se habían estado implementando. Además, el liberalismo reformista español se inscribe explícitamente a sí mismo en el amplio y prolongado debate que se viene produciendo en Europa en torno a la crisis del liberalismo clásico. Buylla, por ejemplo, no sólo reproduce los términos de ese debate, sino que además él mismo se sitúa en su seno. La revolución liberal supuso, explica, una ruptura con la situación anterior de «absorción del individuo en el Estado» y la sustitución de ésta por el individualismo y la «teoría del contrato», teoría trasladada a la economía por los economistas clásicos.45 Pronto, sin embargo, continúa, aparecieron críticos y adversarios del individualismo, como los pensadores contrarrevolucionarios (como De Maistre y De Bonald) y la «escuela armónica de Krause», todos ellos «concordantes en demostrar la necesidad de un enlace interno y positivo entre el Estado y el individuo que venga a sustituir al externo casual y arbitrario que deriva de la citada teoría».46 Actualmente, son muchos otros los autores (como Ahrens y Von Mohl) que impugnan la teoría del contrato social, sostienen la doctrina orgánica de la sociedad y propugnan la «intervención protectora» del Estado en la economía.47

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