Kitabı oku: «El reformismo social en España (1870-1900)», sayfa 4

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Es por ello que los análisis, diagnósticos y propuestas del reformismo social español no se basan exclusivamente en la realidad social del país, sino en la del mundo liberal capitalista en general. Cuando se refieren a los efectos de la industrialización o de la libre concurrencia, no tienen en mente sólo la situación española, sino también la de esos otros países. Es más, en el reformismo social español late siempre el propósito de prevenir, atajar o anticiparse a algunos de esos efectos, observados en otros países, que aún no se han producido en España. Y lo mismo podría decirse con respecto al movimiento obrero. La preocupación por éste no está provocada sólo por la agitación obrera española, sino por el auge del movimiento obrero y del socialismo en toda Europa. En todo caso, el papel y el alcance de la influencia extranjera en la formación del liberalismo reformista español es un tema que escapa por completo al objeto de este trabajo. Lo que éste se propone es analizar el proceso de gestación del reformismo social y del Estado del bienestar en un lugar concreto y contribuir al conocimiento de un fenómeno histórico general mediante el estudio de un caso particular.

1Gumersindo de Azcárate, Resumen de un debate sobre el problema social, Madrid, 1881, pp. 9-10. En todas las citas se ha actualizado la grafía.

2Ibid., pp. 10-11.

3Gumersindo de Azcárate [«Leyes obreras, sociales o del trabajo»], Discurso leído el 10 de noviembre de 1893 en el Ateneo Científico y Literario de Madrid, Madrid, 1893, p. 15.

4Segismundo Moret y Prendergast, Discurso leído el día 16 de noviembre de 1885 en el Ateneo de Madrid con motivo de la apertura de sus cátedras, Madrid, 1885, p. 1.

5Ibid., pp. 2-3.

6Gumersindo de Azcárate, Estudio sobre el objeto y carácter de la ciencia económica y su relación con la del Derecho, Madrid, 1871, p. 43.

7Segismundo Moret, Discurso leído el día 17 de noviembre de 1894 en el Ateneo con motivo de la apertura de sus cátedras, Madrid, 1894, pp. 26-27.

8Segismundo Moret, Discurso leído el día 16 de noviembre de 1885, p. 3.

9Ibid., p. 4.

10Ibid.

11Segismundo Moret, Discurso leído el día 17 de noviembre de 1894 en el Ateneo con motivo de la apertura de sus cátedras, p. 31.

12Segismundo Moret, Discurso leído el día 16 de noviembre de 1885, pp. 5-6.

13José Canalejas Méndez [«Aspecto jurídico del problema social»], Discurso leído en la sesión inaugural del curso de 1894 a 95 de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación celebrada el 10 de diciembre de 1894, Madrid, 1894, p. 9.

14Ibid.

15Ibid., p. 7.

16Cristóbal Botella, Naturaleza y estado actual de la Economía Política, Discurso leído en el Ateneo de Madrid con motivo de la apertura de la sección de ciencias morales y políticas, curso de 1888 a 1889, Madrid, 1889, pp. 20-21.

17Eduardo Sanz Escartín, La cuestión económica, Madrid, 1890, pp. 18-19.

18Antonio Cánovas del Castillo, «La cuestión obrera y su nuevo carácter» [Discurso en el Ateneo de 10 de noviembre de 1890], Problemas contemporáneos, Tomo III, Madrid, 1890, p. 461.

19Antonio Cánovas del Castillo, «De cómo he venido yo a ser doctrinalmente proteccionista», Problemas contemporáneos, Tomo III, Madrid, 1890, pp. 447-448.

20Ibid., p. 448.

21Ibid., p. 449.

22José Canalejas, «Prólogo» a Práxedes Zancada, El obrero en España (Notas para su historia política y social), Barcelona, 1902, p. 23.

23Adolfo A. Buylla, «Discurso leído en el solemne acto de apertura del curso académico de 1879 a 1880 en la Universidad Literaria de Oviedo», en José Luis Malo Guillén (ed.), El krausismo económico español, Madrid, RACMP, 2005, p. 248.

24Segismundo Moret, Discurso leído el día 16 de noviembre de 1885, pp. 7-8.

25Ibid., p. 8.

26Salvador Bermúdez de Castro, El problema social y las escuelas políticas, Madrid, 1891, pp. 60-61 y 65. El autor realiza una descripción de la frustración de expectativas con respecto a las promesas del liberalismo económico clásico, propone una rectificación del mismo, aboga por una reorganización de la sociedad sobre la base de los nuevos principios y se muestra partidario de la intervención del Estado en la esfera económica.

27Segismundo Moret, Discurso leído el día 16 de noviembre de 1885, pp. 8-9.

28Gumersindo de Azcárate [«Leyes obreras, sociales o del trabajo»], p. 15.

29Con el tiempo, la noción de fracaso del liberalismo sería asumida y utilizada por algunos estudiosos de la historia del reformismo social. Así, por ejemplo, J. Vicens Vives y J. Pérez Ballester se refieren al «fracaso práctico del liberalismo ante el problema social» y lo atribuyen a sus «errores teoréticos». El más importante de los cuales fue pensar que la sociedad era un mero «agregado de individuos, carente de toda estructura unitaria superior a ellos». Para evitar el «caos» a que conducía este individualismo excesivo, explican los autores, el liberalismo hubo de aceptar la «necesidad de imponer restricciones a las libertades y derechos individuales, de modo que quedase a salvo el orden social». Una tarea que correspondía desempeñar a la «autoridad social» (es decir, el Estado). De este modo, la versión de los propios reformistas sociales adquiría la condición de tesis explicativa del surgimiento del reformismo social (J. Vicens Vives y J. Pérez Ballester, El problema social. Génesis, planteamiento, soluciones, Barcelona, Teide, 1958, pp. 92 y 90).

30Adolfo Á. Buylla y G. Alegre, La reforma social en España, Discurso de ingreso en la RACMYP, Madrid, 1917, pp. 717-718. Ver «Extracto de la discusión promovida en la Academia con motivo de un estudio leído por el Sr. Marqués de Pidal, acerca de la significación y consecuencias probables de los recientes rescriptos del emperador de Alemania sobre la legislación nacional e internacional del trabajo, y del estado de la opinión en las diferentes escuelas y gobiernos respecto de dicho punto (Sesiones de 19 y 25 de febrero, 6, 13 y 20 de mayo, 3, 17 y 24 de junio de 1890)», Memorias de la RACMYP, Tomo VII, Madrid, 1893, pp. 473-492.

31«Extracto de la discusión habida en la Academia acerca del tema “¿Sería conveniente restablecer los gremios de artes y oficios? El restablecimiento de las instituciones gremiales ¿podrá facilitar o dificultar los medios de resolver la cuestión social?”» [febrero-junio de 1893], Memorias de la RACMYP, Tomo VIII, Madrid, 1898, p. 360.

32Ibid., p. 365.

33José Manuel Piernas Hurtado [«La propiedad según el derecho, la economía política y la historia»], Discurso leído en la apertura del curso académico 1870-1871, en Santos M. Coronas González (ed.), El «Grupo de Oviedo». Discursos de apertura de curso de la Universidad de Oviedo (1862-1903), Oviedo, Universidad de Oviedo, 2002, pp. 106-138. Según Piernas Hurtado, con la instauración del régimen económico liberal «no han desaparecido el vicio, ni la miseria, sombras eternas de la imperfección del hombre; pero disminuyen en vez de crecer y permiten confiar en su reducción sucesiva a un grado, que apenas descomponga el cuadro del bienestar general. Entre tanto, ese resultado nos autoriza para atribuir el mal que subsiste, no a lo que sobra de libertad, sino a lo que falta de ella, no al sistema, sino a su desarrollo incompleto todavía» (p. 137).

34Antonio Cánovas del Castillo, «Del socialismo en 1848», Estudios literarios, Tomo II, Madrid, 1868, pp. 464-466. Escrito en 1867 como «Introducción» a Nicomedes-Pastor Díaz, Los problemas del socialismo, Obras, Tomo IV, Madrid, 1867, pp. VII-XL.

35Ibid., p. 466.

36Antonio Cánovas del Castillo, «Discurso pronunciado el día 26 de noviembre de 1872» [en el Ateneo de Madrid], Problemas contemporáneos, Tomo I, Madrid, 1890, p. 137.

37Antonio Cánovas del Castillo, «Discurso pronunciado el 25 de noviembre de 1871», Problemas contemporáneos, Tomo I, Madrid, pp. 74-75.

38Antonio Cánovas del Castillo, «Discurso pronunciado el día 26 de noviembre de 1872», p. 144.

39Ibid., pp. 145-146, 148 y 150-151.

40Ibid., pp. 151-152 y 137.

41Antonio Cánovas del Castillo, «La cuestión obrera y su nuevo carácter», pp. 461-463.

42Eduardo Sanz y Escartín, El Estado y la reforma social [1893], Granada, Ed. Comares, 2010, pp. 5-7.

43Luis Morote, «Lo que dice Dato», El pulso de España, Madrid, 1904, p. 373.

44Algo parecido cabría decir también con respecto al catolicismo social, que se desarrolló en España a partir de la última década del siglo XIX. Como ha estudiado Inmaculada Blasco Herranz, el origen del catolicismo social se encuentra igualmente en una reacción crítica contra el individualismo económico clásico, y de ahí que los argumentos que esgrime contra éste y las soluciones del problema social que propone sean similares a los del reformismo social. Es por ello que el catolicismo social puede ser considerado, esencialmente, como una variante del reformismo social o como una corriente dentro de éste (Ver Inmaculada Blasco Herranz, «Catolicismo social y reforma social en España», en Miguel Ángel Cabrera [ed.], La ciudadanía social en España. Los orígenes históricos, Santander, Universidad de Cantabria, 2013, pp. 61-90).

45Adolfo A. Buylla, «Discurso leído en el solemne acto de apertura del curso académico de 1879 a 188...», p. 273.

46Ibid., p. 274.

47Ibid., p. 275.

2.LA CRISIS DE LA ECONOMÍA POLÍTICA

La frustración de expectativas empujó a algunos liberales, como he dicho, a buscar las causas del fracaso del régimen liberal. O lo que para ellos era lo mismo: las causas del problema social, puesto que, a sus ojos, éste era una evidencia de dicho fracaso (si el liberalismo hubiera tenido éxito en su empresa, el problema social no existiría). Los liberales desencantados procedieron, pues, a realizar un diagnóstico de los factores que habían impedido que la instauración de los principios liberales, en contra de lo que se preveía y parecía lógico esperar, no hubieran producido los resultados previstos. La identificación de esos factores constituía una tarea de vital importancia, pues era la condición para encontrar los medios con que resolver el problema social y corregir, de ese modo, el rumbo del régimen liberal. Además, dado el tiempo transcurrido, ya no era plausible atribuir la existencia del problema social a la pervivencia de residuos de la sociedad anterior y confiar, en consecuencia, en que aquél se iría disolviendo con el paso del tiempo, como sostenían los liberales ortodoxos. Por el contrario, el propio régimen liberal parecía tener cierta responsabilidad en la persistencia y el recrudecimiento del problema social. Aunque dicho régimen no fuera, desde luego, la causa de ese problema, no sólo había sido incapaz de resolverlo, sino que, en su forma actual, podía estar obstaculizando y retardando su solución. En este cambio de diagnóstico sobre la relación entre problema social y régimen liberal se encuentra el origen inmediato del reformismo social y radica la discontinuidad entre éste y el liberalismo clásico.

La búsqueda de las causas (teóricas y prácticas) del fracaso liberal se lleva a cabo de manera preferente en el terreno de la economía. Y ello por dos razones. La primera es de orden puramente práctico y deriva del hecho de que es en ese ámbito donde se localiza buena parte de los fenómenos de los que deriva el problema social. El malestar obrero y los conflictos laborales están motivados en su mayor parte por el descontento de los trabajadores con respecto a las relaciones económicas vigentes. Los obreros tenían, por supuesto, muchos otros motivos de queja y el problema social poseía también otras facetas, pero el funcionamiento del régimen económico liberal constituía un foco primordial de inestabilidad social. Además, la indagación en el terreno económico se hacía más necesaria por la función que el liberalismo atribuía a la actividad económica: la de crear las condiciones materiales que traerían consigo la armonía social. El hecho, por tanto, de que el aumento de la producción no hubiera llevado aparejada una mayor estabilidad social requería de una investigación particular.

La segunda razón del interés por la economía deriva de la posición prominente que la teoría económica ocupaba dentro del régimen liberal. La Economía Política clásica no sólo era un componente esencial del liberalismo, sino que constituía su auténtico armazón teórico, pues era la que proporcionaba una parte sustancial de los principios que regían no sólo en la actividad económica, sino en la vida social y política en general. Conceptos como los de naturaleza humana, libertad, igualdad y armonía social, que eran piedras angulares de ese armazón teórico, habían sido definidos y elaborados en buena medida por los economistas clásicos. Además, el hecho de que se atribuyera a la Economía Política la condición de ciencia, confería una mayor autoridad y legitimidad a los postulados del liberalismo y a las prácticas inspiradas en ellos. La Economía Política clásica era la que certificaba que el liberalismo se asentaba sobre una base científica. Por todo ello, cualquier indagación de las causas del fracaso liberal y cualquier revisión subsiguiente de los principios liberales tenían que afectar obligatoriamente a la Economía Política clásica. Y de ahí que el reformismo social sea, en gran medida, el resultado de la crítica y la reformulación teóricas de ésta.

La Economía Política clásica se asentaba sobre tres supuestos fundamentales. El primero, que la actividad y las relaciones económicas están regidas por leyes naturales y universales, que la propia ciencia económica ha podido discernir y a las que debería adecuarse la organización social. El segundo, que los seres humanos, en tanto que agentes económicos, son sujetos naturales y autónomos cuyo móvil es la búsqueda del interés propio. De lo que se sigue que la organización económica natural es aquélla basada en la libre concurrencia y en la libertad de trabajo y de intercambio y en la que los precios son fijados por la relación entre la oferta y la demanda. El tercero, que esa búsqueda del interés personal y la interacción libre entre los individuos en la esfera económica tendían a producir por sí mismas un aumento de la riqueza y del bienestar general. De modo que la libertad económica y la supresión de cualquier obstáculo que estorbara la iniciativa individual y la libre concurrencia darían como resultado una prosperidad económica general y unas relaciones sociales cada vez más armónicas. Estos supuestos aparecían como incontestables a los ojos de los liberales españoles de las décadas centrales del siglo XIX, constituían el credo de la denominada «Escuela economista» española y alcanzaron su apogeo institucional, como ya he dicho, durante el Sexenio.1

A partir de la década de 1870, sin embargo, comenzó a manifestarse una creciente pérdida de confianza en la Economía Política clásica y las críticas a sus postulados y prescripciones arreciaron cada vez más. No se trata ya sólo de las consabidas críticas procedentes del socialismo, que prosiguen en este momento y continuarán en el futuro. Lo que ahora comienza a arreciar son las críticas procedentes del interior del propio liberalismo. Las críticas de quienes, aunque asumiendo los supuestos del individualismo económico, consideran que éste debe ser revisado y puesto al día. Una postura que les lleva a chocar con los economistas liberales más ortodoxos, quienes consideran, por el contrario, que no es precisa revisión alguna y que dicho individualismo continúa plenamente vigente como base de la estabilidad social y como medio de alcanzar los objetivos liberales. De ahí que las críticas se dirijan también contra la actitud de suficiencia de esos economistas y la cerrazón que muestran frente a las críticas. Como escribe en tono de reproche Buylla, los economistas clásicos, «encastillados en lo que pudiéramos llamar su Iglesia y entusiasmados con su Credo», dieron por acabados y definitivos sus principios, se opusieron a cualquier intento de crítica y «lanzaron anatemas y excomuniones» contra quienes, «estimulados por el laudable deseo de mejorar la condición material de las llamadas clases trabajadoras», se atrevieron a proponer medios para conseguir esa mejora diferentes de los propuestos por esos economistas.2

Los liberales reformistas dan por sentado que la Economía Política clásica se encuentra en una situación de crisis, describen y asumen los términos de ésta y se aprestan a señalar las implicaciones que se derivan de ella. Como expone Azcárate en 1875, «hace muy pocos años, la Economía política se ostentaba orgullosa de su posición en el mundo científico: tan satisfecha se mostraba de su valer, de sus adelantos, de la verdad de sus principios y de la excelencia de sus conclusiones, que cuando alguien osaba oponerse a la corriente de su propaganda, lo arrojaba con desdén de sus dominios». En esa época, incluso, la Economía Política «tan segura estaba de sí misma, que lejos de encerrarse en su esfera propia, no traspasando los linderos de las demás ciencias, pretendía imponer a éstas su método y sus tendencias, y parecía como que las consideraba más bien como subordinadas a la Economía que no como coordenadas con ella».3 En los últimos años, sin embargo, esta situación ha cambiado, pues la preponderancia y la autoridad de la Economía política se han ido debilitando y, con ellas, el optimismo que las acompañaba. Según Azcárate, «es muy otro su estado en la actualidad. A la unanimidad ha sucedido la discusión; a la confianza en las conclusiones consagradas, la revisión de todo lo hecho hasta aquí; a la proclamación de principios abstractos, las tendencias realistas, a la intransigencia ortodoxa, la discreción y la tolerancia; al espíritu crítico y negativo, el positivo y reconstructor; al prurito de defender y consagrar el régimen económico existente, el vivo deseo de mejorarlo; al aislamiento y predominio de la Ciencia económica, la aspiración a relacionarla en estrecho vínculo con las demás; a la preocupación exclusiva por la libertad, por los problemas jurídico-económicos, el interés por las cuestiones puramente económicas; al optimismo de los antiguos economistas, las aspiraciones de los modernos a la reforma y mejora de este orden importante de la vida».4

Los reformistas sociales consideran, además, que la crisis de la Economía Política clásica es irreversible. Pues su fracaso práctico ha alcanzado tal magnitud, que sus postulados no pueden seguir siendo sostenidos y aplicados en su forma original y han de ser sometidos inevitablemente a revisión. Como sentencia Piernas Hurtado en 1874, actualmente se está produciendo una «renovación científica» de la Economía, y aunque «la escuela del ilustre Bastiat, a que se hallaba afiliada la mayoría de los economistas españoles, no ha dicho ciertamente la última palabra de esta ciencia», está ya «concluida» y su esfuerzo ha dado ya «todos sus frutos, porque el camino que se trazara, y que recorrió con éxito, aunque iba dirigido a la verdad, y aun la tocó en algún punto, no logró descubrirla enteramente».5 Mientras que para Joaquín Sánchez de Toca, que escribe dos décadas después, lo que se ha producido ha sido una auténtica «bancarrota» de los principios de la Economía Política clásica, en particular del principio de libertad económica.6 Como expone Cánovas, desde hace algunos años se vienen revisando, en diversos países, los principios de la Economía Política, en lo concerniente al comercio internacional, a la cuestión obrera y a la función del Estado. En el caso de España, este movimiento de revisión se inició a partir de 1868 y supuso echar por tierra el individualismo económico de la Escuela de Manchester y de autores como Bastiat. La causa de ello fue que la libre concurrencia se había mostrado tan incapaz de resolver el problema social, que esa revisión, y la consiguiente defensa del intervencionismo estatal, se hicieron inevitables.7 Cánovas ve con buenos ojos este movimiento de revisión y cree igualmente que «el laissez faire, laissez passer no es hoy sino una antigualla».8 De modo que, para él, aunque sin tener que asumir necesariamente los postulados del socialismo de cátedra, hay que aceptar este cambio de orientación y el nuevo papel del Estado.9

Efectivamente, lo que desencadenó la crisis de la Economía Política, indujo a la revisión de sus principios y socavó el optimismo reinante con anterioridad fue la incapacidad del régimen de libre concurrencia para colmar las expectativas proclamadas. Los economistas clásicos advierten de que los resultados previstos no serán inmediatos, sino que será preciso que transcurra un tiempo suficiente. Pero una vez eliminados los obstáculos heredados del régimen social anterior y transcurrido ese tiempo, el nuevo orden social se extendería cada vez más rápidamente, resolviendo de ese modo el denominado problema social. Lo que se observa, sin embargo, según los nuevos liberales, es que, a pesar de haber transcurrido ese tiempo, no sólo los resultados previstos no se han producido, sino que incluso la forma en que se ha practicado la libre concurrencia ha contribuido a retrasar su consecución. Y de ahí la necesidad de que, sin abjurar de los principios de la Economía Política, éstos deban ser revisados y actualizados. Ello con el fin de alcanzar los objetivos propuestos, que los liberales reformistas continúan considerando no sólo como realizables, sino como el destino natural de la sociedad contemporánea y de la historia humana en general.

Para mejor apreciar los términos de la discrepancia entre reformismo social y liberalismo clásico quizás resulte útil evocar brevemente la postura de este último con respecto al problema social. Los liberales ortodoxos españoles del momento no sólo niegan que el régimen económico liberal tenga responsabilidad alguna en la persistencia del problema social, sino que lo consideran como el medio más eficaz para resolver éste. Frente a quienes se muestran impacientes por la insuficiencia de los resultados obtenidos y están perdiendo la confianza en la Economía Política, esos liberales replican que es una cuestión de tiempo, que para que dicho régimen rinda los frutos esperados es necesario que culmine su proceso de implantación. Como sentenciaba el todavía individualista económico ortodoxo Cánovas en 1872, «la libre concurrencia tiende a establecer a la larga una completa armonía entre los intereses del ca pital y los del trabajo».10 De hecho, afirman esos liberales, la situación de los trabajadores ha mejorado notablemente durante las décadas precedentes y continuará haciéndolo en el futuro. Por tanto, la actitud apropiada es la de aguardar a que el régimen de libre concurrencia vaya resolviendo el problema social de manera gradual. Álvaro Gil Sanz enuncia con claridad, basándose en Condorcet, esta tesis liberal de la mejora social progresiva. Según él, «Condorcet decía, que nuestra esperanza sobre el estado futuro del mundo puede reducirse a tres puntos importantes; la destrucción de la desigualdad entre las naciones; los progresos de la igualdad en un mismo pueblo; y la perfección real del hombre; y se complacía en demostrar que la desigualdad en las condiciones sociales y en el estado de la ilustración, tendían a ir disminuyendo, por más que no puedan desaparecer de una manera completa. Desde los tiempos en que esto escribía, hasta los de ahora, su buen presentimiento ha obtenido notables comprobaciones, merced al poderoso influjo del principio de libertad».11 Si la implantación del liberalismo no sólo ha propiciado un incremento continuado de la riqueza, sino, en particular, un mejoramiento de la situación de los trabajadores, no hay razón alguna para abandonar la senda seguida hasta ahora. Como arguye el propio Gil Sanz, si el «movimiento progresivo» propiciado por el liberalismo ha sido «tan favorable al proletariado», ninguna razón hay para abandonar el camino que tales ventajas ha proporcionado, y mucho menos si se tiene en cuenta que ese movimiento de mejora será cada vez más rápido.12

Los liberales ortodoxos admiten que el régimen liberal presenta algunos defectos y que éstos son causa del descontento obrero. Como dice Vicente Santamaría de Paredes, «dejando a salvo todo cuanto a la esencia del sistema se refiere, no he de negar que la sociedad de nuestro siglo adolece de imperfecciones, que son causas predisponentes de algunos de los males que sufre o con que amenaza la clase trabajadora».13 Desde luego, prosigue, «no es, en verdad, perfecto el medio social en que vivimos, ni de extrañar es completamente que los obreros renieguen de la libertad y del progreso, cuando vemos a bastantes escritores, nada sospechosos de reaccionarios, renegar también de estas ideas, ofreciendo singular contraste con el entusiasmo que acompañó a su triunfo, el pesimismo de este “fin de siglo”». Pero, según él, «importa no confundir en el examen de los males que experimentamos lo que constituye la base esencial del sistema con lo que es propio y peculiar de nuestro período histórico».14 No se trata, por tanto, de defectos del régimen liberal como tal, sino de estados de ánimo pasajeros y, sobre todo, de defectos dimanados del hecho de que dicho régimen aún no se ha implantado plenamente. Esas imperfecciones son residuos del pasado. Como argumenta Santamaría de Paredes, «tiene en primer término nuestra época los inconvenientes de toda época de transición, en la cual se unen, a los males heredados de generaciones pasadas, los trastornos que siempre las novedades producen, los efectos de la lucha con los intereses creados y las deficiencias de toda organización naciente. A tales circunstancias históricas responden muchos de los hechos que injustamente suelen atribuirse al actual sistema, como: la acumulación de la propiedad en algunas comarcas, que es consecuencia del antiguo régimen; la improvisación de fortunas por compras de bienes nacionales, prevaliéndose del retraimiento general de las gentes; los fraudes del crédito y de la especulación, aprovechando la inexperiencia del legislador y del público; y el enriquecimiento merced al proteccionismo y al privilegio, que son precisamente la negación de la libre concurrencia».15

Por consiguiente, esas imperfecciones irán desapareciendo a medida que la implantación del régimen liberal avance. Se irán resolviendo, en suma, con el paso del tiempo. Y no se precisa, por tanto, de ninguna revisión o rectificación de los principios liberales ni de ninguna reforma del régimen liberal. Como sostiene el propio Santamaría de Paredes, la causa de los actuales problemas –incluida la agitación obrera– no se encuentra en la instauración del principio de libertad, sino, por el contrario, en el hecho de que ese principio aún no ha podido implantarse de manera plena debido a la existencia de ciertos obstáculos. El malestar obrero está ocasionado por tales obstáculos y por la juventud del régimen liberal (y no, se entiende, por este último). Si se examinan los hechos que motivan las quejas de los trabajadores, afirma, «podrá observarse que, lejos de depender la falta de trabajo o la insuficiencia de los salarios del progreso y de la libertad, hay que referir esos males a los obstáculos con que tales factores han tropezado, y a no haber alcanzado todavía su necesario desenvolvimiento». Entre los obstáculos que han impedido el desarrollo pleno de la libertad y que, por tanto, impiden la mejora de la situación de la clase obrera, se encuentran, según Santamaría de Paredes, el aumento de la población, que propicia la bajada de los salarios, la falta de cualificación de los obreros, la resistencia de éstos a cambiar de oficio o de localidad, el proteccionismo, la pervivencia del latifundismo, las guerras y el desvío de capitales hacia actividades especulativas, detrayéndolos de las productivas.16 Así pues, la situación de los obreros no es achacable, en modo alguno, al «régimen actual», sino, en todo caso, a factores como los «abusos puramente individuales», los fraudes, los «defectos heredados de generaciones pasadas» y las «imperfecciones propias de toda organización nueva que no se ha desenvuelto plenamente en el tiempo».17

Desde este punto de vista, el régimen de libertad económica no sólo no tiene responsabilidad alguna en la persistencia del problema social, sino que es el remedio más eficaz para resolver éste.18 Si la «libertad en política y en economía» no ha producido hasta ahora todos sus frutos, argumenta Gil Sanz, es porque no se la ha aplicado «más que imperfectamente» y si ha ocasionado algún desastre es porque se la «ha querido contener sin prudencia».19 En razón de este diagnóstico, la libertad continúa siendo considerada como el medio adecuado para alcanzar la igualdad social y acabar con el problema social. Como escribe el propio Gil Sanz, «sin razón se ha inculpado a la revolución política de que por atender a ésta se ha olvidado de la igualdad; censura que no ha podido formularse sino prescindiendo de que para llegar hasta donde es asequible en esa última [sic], es preciso que la libertad no encuentre obstáculos».20 Carecen, por consiguiente, de toda razón quienes proponen como solución del problema social una modificación del régimen liberal.

En gran medida, pues, el reformismo social tiene su origen en la crisis interna experimentada por la Economía Política clásica. Sin la erosión previa de ésta, ni el reformismo social ni las reformas promovidas por él hubieran podido llegar a ser concebibles. Por consiguiente, para explicar la aparición, los postulados y el programa del reformismo es imprescindible conocer los términos de su crítica al individualismo económico clásico. Dado que su objetivo era determinar las causas de la incapacidad del régimen económico liberal para resolver el problema social, los reformistas sociales comenzaron a escrutar de manera crítica tanto los principios en que se asentaba dicho régimen como las consecuencias inesperadas de la puesta en práctica de tales principios. El resultado de ese escrutinio fue la formulación de un cierto diagnóstico sobre las causas de dicha incapacidad que sirvió a su vez de base al programa de medidas con que el reformismo social pretendía subsanar las deficiencias detectadas y corregir los errores de cálculo cometidos.

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