Kitabı oku: «La sabiduría recobrada», sayfa 6
La sabiduría es la filosofía imperecedera
La civilización occidental moderna y contemporánea quizá sea la única en la que la sabiduría no ha tenido ni tiene un lugar central. El ser ha sido sustituido por el tener (la filosofía y la religión, en sus acepciones restringidas, son formas de tener –agarraderos para nuestra búsqueda psicológica de seguridad–, más que de ser).
Hemos aludido a cómo, paulatinamente, la filosofía teórica fue ocupando en Occidente el lugar de la sabiduría. Este eclipse de la sabiduría no se percibió como tal porque aquello que se ocultaba y aquello que lo ocultaba tenían el mismo nombre: el de “filosofía”. La sabiduría pervivió –siempre pervive–, pero lo hizo solapadamente y a duras penas. Esta sustitución equívoca hizo que el espacio arquetípico de la sabiduría desapareciera de la conciencia de muchos occidentales. Ya ni siquiera la echaban de menos. Se contentaban con sustitutos; unos sustitutos tan incapaces de saciar su necesidad profunda de ser que daban paso necesariamente a otros, y estos a otros… Aquí, en gran medida, tiene su origen el vértigo o la movilidad compulsiva que caracteriza a nuestra civilización. La misma filosofía se presenta como la continua sustitución de unos sistemas de pensamiento, ideas y modas intelectuales por otros.
Es significativo a este respecto el hecho de que todas las tradiciones de sabiduría –aquellas en las que la comprensión de los problemas últimos de la realidad no se ha disociado del compromiso con el propio desarrollo– hayan sido asombrosamente coherentes a lo largo del espacio y el tiempo. Todas ellas comparten algo así como un fondo de sabiduría inmemorial constituido por intuiciones análogas relativas a la naturaleza del ser humano y de la realidad, así como al modo en que el ser humano puede realizar sus más altas posibilidades. Dentro de este panorama, buena parte de lo que solemos llamar “historia de la filosofía” (y que es específicamente occidental) no deja de ser una rareza, casi una anomalía, en la medida en que aquello que la caracteriza es precisamente la interna discontinuidad y la constante ruptura. Como afirma Alan Watts:
«Hoy en día hemos llegado a identificar filosofía con “pensamiento” (es decir, con una vasta confusión de opiniones verbales) hasta el extremo de confundir las filosofías tradicionales de otras culturas con el mismo tipo de especulaciones. De este modo, apenas somos conscientes de la extrema peculiaridad de nuestra posición, y nos cuesta reconocer el simple hecho de que ha existido un consenso filosófico único de alcance universal. Ha sido compartido por seres humanos que han sido testigos de las mismas intuiciones profundas y han enseñado la misma doctrina esencial, ya vivan en nuestros días o hace seis mil años, en Nuevo México, en el lejano Occidente, o en Japón, en el lejano Oriente».3
Diversos pensadores4 han hablado, en este sentido, de una filosofía o sabiduría perenne. De una filosofía que
«… no era filosofía en el sentido habitual de “teoría especulativa;” era el amor a la sabiduría que consistía, no en pensamientos y palabras, sino en un estado de saber y de ser. En tales culturas, esta philosophia perennis ocupaba una posición central y respetada, aun cuando cualquier profundo interés en ella estaba limitado a una minoría.»
A. COOMARASWAMY5
Esta filosofía perenne viene a ser un legado de las experiencias universales más radicales de la humanidad, así como de las indicaciones operativas que nos permiten volver a actualizarlas aquí y ahora. En otras palabras, la universalidad de la filosofía perenne no es la propia de una doctrina o de unas ideas –no hay, de hecho, teorías universales–, sino la de una experiencia, en concreto, la de una mutación en el núcleo mismo de nuestra personalidad que nos permite “despertar” a la realidad. Allí donde se considera que conocimiento y transformación son indisociables, lo decisivo no son las ideas, sino la experiencia directa y la comprensión que esta alumbra.
La filosofía especulativa parece estar actualmente en crisis. La filosofía perenne, por su propia naturaleza, no puede estarlo, aunque pueda ser temporalmente olvidada y desplazada, pues atañe a nuestras experiencias y anhelos más profundos, los sustentados en la estructura inalterable de la conciencia humana.
* * *
La universalidad de las experiencias que constituyen el corazón de la filosofía imperecedera permite que los sabios se reconozcan siempre. Se entienden sin necesidad de hablarse.
Los filósofos carentes de sabiduría, por el contrario, se malinterpretan entre sí; no se escuchan cuando parecen escucharse. Con las religiones ocurre otro tanto. La historia ha sido el campo de batalla en el que se ha escenificado y se sigue escenificando la intolerancia de quienes se apegan a una doctrina. Los místicos –los genuinamente religiosos– son la excepción, pues en ellos el lugar de la doctrina lo ha ocupado la experiencia. Por eso también son partícipes de la sabiduría perenne.
El sabio desnuda la verdad. El filósofo sin sabiduría la recubre, la empapela con palabras. Solo le entienden los que juegan a su juego y los que conocen su jerga.
El sabio dice lo más profundo del modo más sencillo. El filósofo sin sabiduría dice lo más simple del modo más complejo posible.
El sabio nos deja con los pies y el corazón calientes y con la cabeza fresca, serena. El filósofo sin sabiduría nos deja con los pies y el corazón fríos y con la cabeza caliente.
El sabio es aquello que conoce. El filósofo sin sabiduría se aferra a aquello que dice conocer; como no es ni encarna lo que dice, lo puede perder; ha de estar, por ello, a la defensiva. En realidad, no piensa cuando cree pensar libremente; solo se autojustifica.
La filosofía sin sabiduría pone toda su confianza en la razón discursiva. El sabio la pone en la visión (en la intuición, que es un “conocer viendo”). El sabio acude a la razón como medio para articular y expresar lo que “ve”. Sabe que la razón es un instrumento que puede perfeccionarse a sí mismo, depurando el lenguaje y el pensamiento lógico-conceptual, y que, por ello, puede ayudar a limpiar de escombros el camino del conocimiento; pero sabe, también, que solo la visión mira a través del camino limpio y lo penetra.
La razón capta la coherencia interna, lógica, de un enunciado; en otras palabras, la razón mira hacia el “mapa”. La visión (la percepción lúcida y directa de “lo que es”) contempla el “territorio”.
Parece que la razón no es arbitraria ni caprichosa y que la visión o la intuición sí lo es. Pero es la razón la que puede ser arbitraria. Todo, absolutamente todo, puede ser justificado y defendido “razonablemente”. Solo la visión nos previene de las astucias de la razón.
La visión parece caprichosa porque estamos acostumbrados a tropezarnos con su caricatura: esas personas que se refugian en el “yo lo veo” o “yo lo siento así” sin poder dar cuenta razonada de su supuesta visión y desquiciando a los que argumentan y razonan ponderadamente. Pero allí donde hay visión real, no impresiones subjetivas, el razonamiento se torna más poderoso y efectivo que nunca. La comprensión, cuando es genuina, crea su propio lenguaje. A la visión, cuando es penetrante, no le faltan las palabras o cualquier otro medio elocuente de expresión. La verdadera visión no es la arbitrariedad de la intuición sin lenguaje, ni la sequedad del lenguaje sin visión.
La visión admite la razón como correctivo. Y siempre pasa la prueba. Porque no es irracional, sino suprarracional. La pseudovisión en ningún caso pasa esta prueba.
Cuando se tiene la visión, las palabras surgen. El sabio no busca directamente las palabras; por ello, estas afloran en él con inusitada fuerza, de modo fresco y renovado, conduciendo más allá de sí mismas. El filósofo sin sabiduría se ocupa fundamentalmente de las palabras y, por eso, su discurso resulta opaco y estéril. Las palabras que se buscan y calculan pierden su capacidad de revelación.
Las ideas inertes y las personalidades incoloras –las de quienes propugnan ciertas ideas o creencias, pero no irradian ni encarnan eso que sostienen o enseñan– no pueden satisfacer, a largo plazo, nuestro anhelo profundo de ser. De aquí proviene, en gran parte, el escepticismo de nuestra época. Estamos saturados de ideas y palabras, pero vacíos de ser, de realidad, y carentes de referencias de integridad. Este vacío de nuestra civilización solo se solventará cuando en ella la sabiduría se constituya de nuevo en referencia del conocimiento per se, del único que merece realmente ese nombre; cuando el sabio vuelva a ser en ella una figura central, quien dé la medida del ser humano verdadero.
«Estoy absolutamente convencido de que no hay riqueza en el mundo que pueda ayudar a la humanidad a progresar, ni siquiera en manos del más devoto partidario de tal causa. Sólo el ejemplo de los individuos grandes y puros puede llevarnos a pensamientos y acciones nobles.»
A. EINSTEIN6
La historia de la sabiduría no coincide con la historia de la filosofía
Como hemos venido diciendo, la filosofía –lo que esta ha llegado a ser en nuestra cultura– no ha de confundirse con la sabiduría, si bien, como matizamos en la introducción, sus límites no son del todo nítidos. Del mismo modo, la historia de la filosofía perenne no coincide con lo que en los ámbitos especializados se denomina “historia de la filosofía,” aunque tampoco son del todo ajenas. Ambas se asemejan a dos ríos que fluyen habitualmente por distinto cauce –siendo el primero, el de la sabiduría, mucho más amplio, largo y caudaloso–, pero que, en ocasiones, se entrecruzan y comparten uno solo. La filosofía occidental nació, de hecho, como un afluente de ese gran río, de él se nutrieron originariamente sus aguas.
En otras palabras, en lo que ordinariamente se entiende en Occidente por historia de la filosofía cabe encontrar filósofos-sabios, filósofos con atisbos de sabiduría y filósofos sin sabiduría. Ahora bien, cuando dentro de los márgenes de la historia de la filosofía ha habido manifestaciones claras de filosofía sapiencial, con frecuencia estas han sido malinterpretadas y agostadas por los propios filósofos. En la medida en que la filosofía se comprende a sí misma como un saber estrictamente especulativo, ha interpretado esas expresiones de la sabiduría perenne como si se tratara de unos sistemas de pensamiento más entre otros, unos ejercicios teóricos fruto exclusivo del talento de sus respectivos autores. Cuando así eran interpretados, esos brotes de sabiduría se desvirtuaban, se ocultaban como tales y perdían su eficacia.
Ahora bien, la filosofía, en su acepción restringida, y la sabiduría –como hemos venido viendo– son actividades y saberes cualitativamente diferentes. El filósofo sin sabiduría y el filósofo esencial no están haciendo lo mismo, aunque pueda parecerlo. Lao Tsé y Aristóteles, por ejemplo, aunque aparentemente hacían lo mismo –pensar, filosofar–, en realidad estaban llevando a cabo empresas distintas. No se puede leer el Tao Te King del mismo modo en que se lee la Metafísica de Aristóteles. No se puede leer a Heráclito, poniendo otro ejemplo, del mismo modo en que se lee a Hegel, porque ambos se están desenvolviendo en niveles y contextos diversos y tienen metas diferentes. Aunque en las obras de Aristóteles y Hegel cabe encontrar, sin duda, valiosa filosofía sapiencial, el grueso de estas refleja su confianza en la capacidad de la especulación dejada a sí misma para penetrar en los secretos últimos de la realidad; por eso han sido dos de los más espléndidos elaboradores de “mapas” teóricos de la historia del pensamiento. Lao Tsé y Heráclito no elaboraron mapas tan complejos. Esto podría hacerlos parecer filósofos de menor categoría. Pero es que ninguno de los dos estaba interesado en la elaboración de mapas. No estaban ocupados en esa actividad. Invitaban a una transformación interna, al abandono de todos los mapas, al nacimiento de una nueva visión. Situar el pensamiento de todos estos autores bajo una misma categoría ha sido una gran fuente de injusticias y equívocos.
La filosofía teórica, a lo largo de su historia, ha llevado los atisbos de sabiduría que ha habido en nuestra cultura a su propio terreno; al hacerlo, los ha malinterpretado y los ha ocultado como lo que son: sabiduría; al meterlos en el “saco” de la filosofía han parecido solo una especulación más; incluso como especulación, como “mapa,” podían parecer deficientes.
Pero podemos hacer exactamente lo contrario: llevar lo que convencionalmente se entiende por filosofía al terreno de la sabiduría y observar qué sucede. Quizá nos sorprenderá encontrar una sabiduría de vida espléndida allí donde los manuales de filosofía dan a entender que nos hallamos tan solo ante un sistema teórico más. Quizá nos sorprenderá descubrir grandes sabios en quienes nos suelen presentar como filósofos de segunda categoría. O quizá encontremos mucha especulación y muy poco de filosofía esencial allí donde se supone que hay filosofía de primer orden.
Podemos volver a repasar la historia del pensamiento intentando verla a través de los ojos de la sabiduría, discerniendo lo que en ella es filosofía perenne de lo que no lo es, advirtiendo que la filosofía teórica y la filosofía sapiencial son actividades distintas, y recobrando y reinterpretando, de este modo, aquello que, siendo sabiduría, se ocultó como tal.
En efecto, la filosofía especulativa está en crisis. Pero quizá esto no sea algo a lamentar, sino, por el contrario, el preámbulo de un renacer de la filosofía sapiencial en Occidente.
Parte II
La filosofía perenne:
claves para la transformación
En esta segunda parte nos adentraremos en la sabiduría imperecedera. Como señalamos en la introducción, no lo haremos con espíritu arqueológico ni erudito, pues no nos ocupan las doctrinas tal y como han sido expuestas por determinados pensadores o tradiciones, sino el modo en que ciertas intuiciones presentes en todas las culturas y tiempos pueden ser relevantes para nosotros –sin que tengamos que ser técnicos de la filosofía– aquí y ahora. Por eso, si bien acudiremos en nuestra exposición a algunos términos propios de enseñanzas y culturas particulares, estos nos interesarán exclusivamente en la medida en que son símbolos de experiencias e intuiciones universales. Recurriremos a ellos porque carecen de las ambigüedades o insuficiencias que tendrían los vocablos castellanos más o menos equivalentes. Uno de esos términos a los que acudiremos frecuentemente es la palabra china “Tao”. Es esta una noción intraducible, aunque habitualmente se haga equivaler a Naturaleza, Camino, Vía o Sentido. El Tao es el Camino o Vía por el que procede el universo, la Naturaleza íntima de todo lo que es, el Sentido, la Fuente y el Curso de la Vida.
El primer capítulo de esta parte –que versará sobre el Tao– será más genérico y, aparentemente, más teórico. Los siguientes irán explicitando el alcance y la relevancia práctica de las ideas inicialmente planteadas.
* * *
Hemos visto cómo la filosofía perenne no pretende proporcionar meras explicaciones teóricas, sino, ante todo, indicaciones prácticas orientadas a que saboreemos el sentido profundo de la vida a través de nuestra propia experiencia. En esta segunda parte repasaremos algunas de las indicaciones que nos dan los más grandes sabios y filósofos esenciales; acudiremos, para ello, a sus máximas e imágenes más reveladoras. Las siguientes páginas buscan mostrar el potencial transformador e inspirador de la filosofía perenne. Si alguien que creía inaccesible o inoperante gran parte del pensamiento esencial de todos los tiempos llega, a través de estas reflexiones, a verla con nuevos ojos, este libro habrá cumplido sobradamente su función.
4. El Tao: la fuente y el curso de la Vida
«Antes que el cielo y la tierra,
existía ya algo completo en sí mismo, quieto y profundo.
Solitario, inmutable,
autosuficiente e inagotable.
Se le podría llamar la Madre misteriosa.
No se conoce su nombre.
Yo lo describo como el Tao.»
LAO TSÉ, Tao Te King, XXV
«El Tao es aquello de lo que uno no puede desviarse; aquello de lo que uno puede desviarse no es el Tao.»
CHUNG JUNG
Incluso los científicos más reacios a admitir la realidad de aquello que no puede ser verificado por sus métodos experimentales acuden constantemente en sus argumentos y explicaciones a nociones tan poco “empíricas” como, por ejemplo, la de “energía” o la de “tiempo”. Cabría reprocharles, utilizando sus mismos argumentos, que den por supuestas dichas realidades cuando son indemostrables por el procedimiento científico e inaprensibles con sus instrumentos: ninguno de ellos se ha topado directamente con la energía –como una entidad separada y directamente perceptible–, ni ha visto el tiempo a través de sus microscopios o sus telescopios. Pero lo cierto es que los científicos nunca cuestionan dichas nociones… y con razón. Pues, si bien no han percibido la energía, sí han medido y percibido las formas y expresiones de la energía (la luz, el calor, el movimiento…); no han percibido el tiempo, pero están continuamente atestiguando sus efectos.
Análogamente, todas las grandes tradiciones sapienciales han hablado de un Principio único, esencia y sustento último de cuanto es, e Inteligencia rectora del cosmos. No lo veían. Era invisible, inefable. Pero a la vez, sí lo veían: el cosmos entero, el mundo en toda su gradación –desde las realidades más groseras hasta las más sutiles– era la evidencia de ese Principio único, su manifestación. Dicho Principio no ha sido para la sabiduría, por ello, un postulado o una hipótesis teórica, el resultado de un silogismo, una deducción intelectual. Pues el mundo mismo es su rostro, su evidencia, de un modo análogo a como, por ejemplo, el declinar de los organismos físicos es la evidencia y la manifestación de lo que llamamos tiempo, por más que el tiempo como tal sea en sí mismo inaprensible.
Este Principio único fue denominado por el pensamiento griego antiguo Logos. El pensamiento índico lo denominó Brahman. El pensamiento extremo-oriental, Tao.1 (En el presente trabajo acudiremos a este último término para unificar las distintas intuiciones que la filosofía perenne ha tenido de este Principio. Daremos a esta noción, por lo tanto, un alcance intercultural.) La sabiduría hermética, a su vez, lo ha designado frecuentemente como el Todo. Esta última tradición nos dice:
«Bajo y tras el universo de tiempo, espacio y cambio, ha de encontrarse siempre la realidad sustancial, la verdad fundamental.»
El Kybalion 2
Las realidades materiales, los organismos vivos, nuestros estados mentales…, todo aquello que constituye lo que denominamos “mundo” está en permanente cambio. Nuestra vida anímica es un perpetuo flujo de pensamientos, emociones, impulsos y estados. Nuestro cuerpo es un proceso de mutación constante, en continua interacción con el entorno. Todo nace y muere, asciende y declina, se organiza y se desintegra. Unas cosas surgen de otras y en otras se resuelven. Cuando las cosas parecen durar y permanecer, dicha permanencia es solo el equilibrio logrado en virtud de una constante y aceleradísima mutación. La piedra aparentemente más compacta e inmóvil es, observada a cierta escala, un espacio vacío dentro del cual danzan partículas en perpetuo movimiento, partículas que se forman y diluyen dentro de ese estado fundamental de vacuidad.
En el cosmos nada es, todo deviene, todo está siempre dejando de ser o llegando a ser. La única constante de este grandioso espectáculo que llamamos universo es la impermanencia, el cambio, la fugacidad.
«No es posible ingresar dos veces en el mismo río, ni tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo estado.»
HERÁCLITO, fragmento 91
De ello se deriva –así lo han sostenido invariablemente las tradiciones de sabiduría de todos los lugares y tiempos– que las manifestaciones que constituyen este mundo mudable han de ser la expresión externa o la apariencia de algo que no deviene, sino que es, de una realidad sustancial y permanente, es decir, que es en sí y por sí, autosuficiente y completa en sí misma.
El mundo no es, deviene. El Tao es. Lo que deviene tiene su razón de ser en lo que es y, a su vez, el Tao tiene en sí mismo la razón de su existencia.
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