Kitabı oku: «Un Trono para Las Hermanas », sayfa 12

Yazı tipi:

—No, Catalina —insistió el bibliotecario—. No podrías. ¿Sabes que le pasó a Argento? Desapareció, justo en la cima de sus talentos. Luchó contra todo el que tuvo que luchar, escribió su libro y después se esfumó. Están los que dicen que los sacerdotes de la Diosa Enmascarada se lo llevaron, pero hay otros… hay otros que dicen que fue alguien, alguna otra cosa.

Catalina notó el miedo procedente de Godofredo. Lo decía en serio, pero esa seriedad no hacía que ella compartiera su miedo. En su lugar, la entusiasmaba, porque significaba que era real. Esa fuente podría existir.

—Prométemelo, Catalina —dijo—. Prométeme que no irás a buscarla. Es peligroso.

—Lo prometo —dijo Catalina, levantando la mano como si hiciera un juramento. Al mismo tiempo, se puso a pensar en el mapa que había visto en el libro, para intentar recordar los detalles.

A Godofredo eso pareció bastarle. Catalina escuchó que suspiraba aliviado y volvía a sus libros mientras Catalina reflexionaba sobre su siguiente paso.

Probablemente ya estaba bien que fuera ella la que podía leer la mente del bibliotecario, y no al revés. Significaba que no podía ver lo que Catalina tenía la intención de hacer.

Significaba que no podía ver la mentira.

CAPÍTULO VEINTE

Sofía regresó a palacio, se coló tan silenciosamente como pudo, pero no consiguió evitar las miradas de algunas personas que allí había. Vio sirvientes que huían apresurados al verla y se preguntó a quién correrían a contárselo. Vio que Angelica la miraba desde un balcón, con una expresión como de truenos.

Estaba sucediendo algo, y la gente se movía demasiado rápido como para que Sofía pudiera acercarse a alguien para averiguar qué era. Tenía impresiones confusas de violencia y tensión, de hombres que se preparaban para el conflicto, pero ¿por qué Angelica iba a estar enojada por eso? No tenía sentido.

Por un instante, toda aquella incertidumbre casi fue suficiente para hacer que Sofía diera la vuelta y se dirigiera de nuevo a la ciudad, pues algo no iba bien y, ahora mismo, lo único que se le ocurría a Sofía era que podrían haberla descubierto. Si lo sabían, ahora tenía que correr y correr.

Pero, de ser ese el caso, ¿Angelica no estaría victoriosa? ¿Por qué no iba a estar allí para regodearse mientras veía rebajar a Sofía? Aquel pensamiento bastó para que Sofía continuara hacia palacio, en busca de respuestas. En busca de Sebastián.

No tuvo que buscarlo muy lejos. La estaba esperando a la entrada de sus aposentos, tenía un aspecto inesperadamente militar, iba vestido con una sobrecesta azul de la realeza y de su cintura colgaba un sable. Tendió su mano cubierta por un guante hacia Sofía, y ella la tomó.

—¿Sebastián? ¿Pasa algo?

Sebastián asintió.

—Muchas cosas. Para empezar, he planeado un día para nosotros.

Sonrió al decirlo, pero no dijo más. En sus pensamientos, Sofía pilló un revoltijo de cosas. ¿Había… una barca?

En efecto, había una barca. Sebastián fue andando con Sofía hasta un pequeño afluente del río que atravesaba la ciudad, rodeado por los terrenos del palacio, con peces martín pescador revoloteando por los raros trozos de agua transparentes de Ashton. Allí había una pequeña barca con dragones grabados y cubierta de oro hasta llegar a brillar, con un cuarteto de hombres vestidos de azul en librea sentados a los remos, y un diván en una pequeña cubierta de encima.

Sebastián la ayudó a subir y la barca se deslizó de su embarcadero con suaves golpes. Sobre la hierba de la orilla del río un par de faisanes dorados caminaban con aire orgulloso, mientras a Sofía le pareció ver ciervos en la distancia.

—Esto es hermoso —dijo Sofía—. Más hermoso que el resto del río.

—Estamos bastante río arriba —dijo Sebastián—. Antes de que esté demasiado perjudicado por la ciudad.

Sofía imaginaba que Ashton podía coger cualquier cosa y convertirla en algo horrible. Desde luego, con la gente lo hacía muy a menudo, los endurecía hasta convertirlos en tipos deseosos de quitar a los demás lo que fuera. Pero, de algún modo, en medio de todo esto, Sebastián no era así. Él era amable, generoso y perfecto.

Siguieron remando a través de la ciudad hacia otro trecho de verdor, donde los sauces se arqueaban sobre el agua y un pequeño muelle llevaba hasta un jardín lleno de coloridas flores que, a la vez, atraían a las abejas que zumbaban y a las mariposas de brillantes colores. También había una manta extendida, con comida preparada encima.

—¿Planeaste todo esto para mí? —preguntó Sofía.

—Todo esto y más —le aseguró Sebastián. Hizo un gesto hacia un lugar donde había un caballete preparado un poco más allá de la manta con la comida y una mujer vestida con un blusón de artista estaba sentada al lado, trabajando ya en el fondo del cuadro del jardín.

—¿Quién es? —preguntó Sofía.

—Es Laurette van Klet —dijo Sebastián—. Será una artista importante, más grande que Hollenbroek, cuando los nobles de por aquí vean su obra. No se me ocurrió nadie mejor para pintarte.

—¿Para pintarme a mí? —dijo Sofía. Aquella idea la cogió un poco por sorpresa. La idea de que alguien pudiera querer pintarla parecía algo irreal, algo imposible. Los cuadros que había visto en palacio eran de príncipes y reyes, de reinas y mujeres nobles. También había figuras alegóricas y escenas mitológicas de mujeres de una belleza suprema. Sofía no vio que hubiera ningún huérfano.

—No dejen que mi presencia les distraiga —dijo la mujer—. A mí no me sirve la formalidad aburrida de otros retratos. Continúen como estaban.

Era una sensación extraña, recibir órdenes de pasarlo bien del mismo modo que un general podría haber ordenado a las tropas que fueran a la batalla. Aun así, Sofía lo intentó, se tumbó sobre la manta mientras Sebastián se acercaba más a ella y le ofrecía un huevo de codorniz.

Era hermoso estar tumbada al sol, tomando un tentempié de dulces y pastas, besando a Sebastián, disfrutando de este espacio privado que parecía que el resto del mundo no podía tocar. Sofía estaba cerca de Sebastián y era fácil perderse en su presencia, así que a pesar de que la artista estuviera un poco más allá, y a pesar de los remeros que los habían traído, le parecía que estaban solos en el mundo.

Entonces los remeros trajeron instrumentos de la barca y empezaron a tocar, el arpa y la flauta baja, el tambor y el laúd. Toda aquella incongruencia hizo reír a Sofía.

—¡Ahí está! —Quiero capturar su rostro así.

Pero para sorpresa de Sofía, no le pidió que mantuviera la pose. Se puso las puntas de los dedos en las sienes como si intentara que el momento penetrara en su cerebro.

—Es su don _dijo Sebastián—. Puede recordar un momento y pintarlo a la perfección.

—¿Por qué iba a pintarlo de otro modo? —preguntó la artista, sorprendida al parecer por la idea.

Sofía vio cómo la inspeccionaba, desde el modo en que estaba tumbada sobre su costado hasta el modo en que su vestido se había subido un poco hasta las pantorrillas. Según el patrón de los retratos aburridos que había visto en palacio, probablemente este sería revolucionario o, por lo menos, impactante.

Allí estaba Sofía, ahora con una sensación extraña, al saber que alguien estaba observando cada movimiento que hacía. ¿Qué pensaría del retrato la madre de Sebastián? ¿Haría que la viuda pensara que era una pareja para su hijo incluso menos probable de lo que podría haber pensado después de la cena de la otra noche?

—Dejando todo esto de lado —dijo Sofía—, tengo la sensación de que te estás esforzando por impresionarme, Sebastián.

—¿No debería? —replicó—. Si me dejaras, te daría el mundo entero.

Esta era una de esas cosas que sonaban demasiado románticas para ser ciertas, pero Sofía veía que Sebastián lo pensaba, exactamente como lo decía. Literalmente, le daría cualquier cosa; quería dárselo todo.

Parecía haber empezado con las mejores exquisiteces que las cocinas de palacio pueden producir. Había lonchas de carne de venado asada sobre pan negro, dulces pasteles que contenían frutas del bosque de los jardines de palacio, con azafrán por encima que debía haber llegado en un barco mercante. Incluso había un pastel hecho con ganso, pato y codorniz, todo dispuesto en capas.

—Aparte de esto —Sofía negó con la cabeza—, a mí me basta con que tú estés conmigo. —Se sorprendió aún más de ver que ella también lo decía en serio. Había ido a palacio con la intención de asegurarse una vida mejor, pero ahora mismo no le hubiera importado estar en una choza, siempre y cuando Sebastián estuviera con ella—. No tienes que hacer nada fuera de lo normal para que así sea.

—Eso que dices es muy dulce —dijo Sebastián—. Pero yo quiero que todo sea perfecto para ti.

Era perfecto. Desde que llegó a palacio, le parecía que andaba dentro de un sueño, y no uno de los sueños que la acosaban por la noche, con imágenes que recordaba a medias de una casa en llamas, de correr por los pasillos con su hermana. En su lugar, este había sido el tipo de sueño que parecía imposible por su belleza, que le ofrecía cosas que Sofía daba por sentado que se esfumarían al amanecer.

Pero allí estaba, con el príncipe del reino, comiendo la mejor comida, con músicos expertos dándole una serenata, mientras le hacían un retrato. Si alguien le hubiera dicho unas pocas semanas antes que esto sucedería, Sofía hubiera pensado que era una broma y una broma cruel. Hubiera dado por sentado que era solo una manera de hacer peor su venta como criada con al promesa de que no podría llegar a ello.

—¿Sucede algo? —dijo Sebastián, tendiéndole la mano.

Sofía tomó sus manos y las besó.

—Solo son recuerdos del pasado.

—No quiero que nada vaya mal hoy. Por lo menos quiero un día perfecto antes de…

Sofía inclinó la cabeza hacia un lado.

—¿Antes de qué, Sebastián?

Vio la respuesta antes de que él la diera y ya estaba palideciendo con las palabras que pilló de su mente antes de que se lo explicara.

—¿Has oído que las guerras están empeorando? —dijo Sebastián. Él negó con la cabeza—. ¿Qué estoy diciendo? Tú has visto por ti misma lo mal que se han puesto las cosas, con todos los diferentes bandos, las guerras menores.

—Pero no están aquí —remarcó Sofía. Deseaba poder hacer más que eso. Deseaba poder alejar todas las guerras, las amenazas y las preocupaciones de Sebastián.

—Todavía no —dijo Sebastián—, pero las guerras son como pequeñas corrientes que fluyen hasta un río, y ese río fluye hasta nosotros. Cuando hay montones de bandos luchando los unos contra los otros, es fácil de ignorar, y ser una isla ha ayudado por un tiempo, pero ahora, con todo aquí… hay quien piensa que somos débiles.

—Y vais a demostrarles que no lo sois —dijo Sofía—. Con la esperanza de que no contraataquen.

Lo dijo con más amargura de la que pretendía. Había visto de primera mano lo que podía hacer la violencia, aunque no hubiera estado en la guerra. Lo que era más, estaba preocupada por Sebastián. No quería arriesgarse a que le hicieran daño.

—Es algo necesario —dijo Sebastián—. Lo que es más importante, es algo en lo que no tengo mucha elección. Madre ha decidido que debo parecer más un príncipe de verdad.

Sofía hubiera reído de eso, si no hubiera sido tan grave. Sebastián iba a partir hacia la guerra, donde no había garantías de seguridad. Donde podía suceder cualquier cosa.

—¿Más como Ruperto, quieres decir? Créeme, comparado con él, comparado con cualquiera, tú eres el príncipe perfecto.

—Desearía que fueras tú quien tomara la decisión —dijo Sebastián—. Entonces podría quedarme aquí contigo. Tal y como están las cosas, mi madre dice que debo parecer un príncipe ante la Asamblea de los Nobles. Por eso me han dado un cargo. Voy a ser un oficial en la caballería de la casa real.

—¿Esforzándote por ir lo más elegante posible? —preguntó Sofía, pero mientras lo hacía notaba que se le rompía el corazón.

Aún más, empezaba a tener una sospecha cada vez más grande. En el continente había habido guerras desde que Sofía podía recordar, ¿pero era justamente ahora que la madre de Sebastián lo mandaba a participar? ¿Era realmente por el aumento de la violencia, o la viuda estaba simplemente buscando un modo de separar a su hijo de la chica que acababa de conocer? Sofía sabía que la madre de Sebastián no se fiaba de ella.

O tal vez lo había hecho Ruperto. Tal vez el hermano mayor había susurrado las cosas adecuadas al oído a su madre acerca de hacer de Sebastián un hombre, o de la necesidad de tener éxito en las guerras. Sofía había notado la envidia cuando los dos habían estado juntos. También había visto lo que quería de ella. ¿Era ese simplemente un modo de aislarla?

Sofía no quería pensar más acerca de lo que eso podría significar. Había un peligro para Sebastián, el peligro que traía la guerra… pero también el problema más práctico de que él no estaría allí. En el mejor de los casos, ella estaría en palacio esperándolo. En el peor de los casos, podrían pedirle que marchara en el momento en que no tuviera su protección. Podrían expulsarla de un modo que sería un insulto insignificante para un noble de verdad, pero que para ella sería devastador.

—No tengas miedo, Sofía —dijo Sebastián—. Estoy seguro de que yo no correré ningún peligro, y tampoco dejaré que a ti te suceda nada. Por eso, en parte hice todo esto. Quiero asegurarme.

Sofía frunció ligeramente el ceño.

—¿Asegurarte de qué?

—De que dirás que sí.

A Sofía le subió el corazón a la boca cuando Sebastián se puso de pie y se dirigió al lugar donde su barca estaba amarrada. Había algo en su mano y, cuando Sofía vio allí el joyero, apenas se atrevía a respirar. Podía pensar al menos en una cosa que podría hacer y que explicaría mucho de lo que estaba sucediendo hoy. Algo que también explicaría mucho lo furiosa que se veía a Angelica en palacio.

Cuando Sebastián se arrodilló, Sofía se levantó sorprendida, lo que facilitó que él le tomara la mano y la sujetara, mientras abría el joyero con la otra mano.

El anillo que había dentro era de oro brillante, con unos diamantes que deberían haber venido del otro lado del mundo, y unos zafiros de un lila intenso que eran casi igual de raros. En la alianza se entrelazaban unos hilos, trenzados de manera delicada y elegante. Era el tipo de anillo en el que un maestro joyero probablemente había trabajado durante días, y tenía un aspecto antiguo que sugería que probablemente había sido un recuerdo de familia desde bastante antes de las guerras civiles.

—Sofía —dijo Sebastián—. Hubiera querido tomarme mi tiempo antes de esto, pero lo cierto es que ya sé lo que quiero respecto a ti, y yo… yo quiero hacer esto antes de que tenga que marcharme. Quiero que seas mi esposa.

—¿Me estás pidiendo que me case contigo? —preguntó Sofía.

Sebastián asintió.

Solo había una respuesta para eso. Esto sobrepasaba cualquier inconveniente en el que Sofía pudiera haber pensado, cualquier preocupación que pudiera haber tenido acerca de cómo podían haber reaccionado los demás. Atrajo a Sebastián hacia sus brazos, lo abrazó fuerte y lo besó.

—¡Sí, Sebastián! Sí, quiero casarme contigo.

CAPÍTULO VEINTIUNO

Al día siguiente, Catalina casi se golpeó la mano en tres ocasiones, estaba muy distraída. No dejaba de mirar hacia el lugar donde estaba atado su caballo robado, masticando hierba y avena vieja felizmente. La primera vez que sucedió, Tomás rio y le dijo que tuviera cuidado. La segunda vez, frunció el ceño.

Esta vez, él se detuvo a medio forjar una serie de herraduras, dejando que las llamas se apagaran hasta volver a un brillo naranja.

—No, no te detengas por mí —dijo Catalina—. Si dejas de trabajar el metal, se…

—Ya sé lo que pasará —dijo Tomás—. Pero prefiero malgastar esfuerzos a que tú te rompas los nudillos blandiendo un martillo a ciegas.

Catalina Tampoco lo quería, pero estaba dispuesta a correr el riesgo si la alternativa era decepcionar al herrero. No iba a echar a perder el trabajo de él porque estaba ocupada soñando con fuentes que podían asegurarle habilidad con una espada.

—¿Qué sucede? —dijo Tomás—. ¿Está Will allí fuera para distraerte? —Se dirigió hacia la ventana—. ¿El caballo? ¿Estás pensando en dejarnos, Catalina?

Había cierta decepción en ello, y Catalina lo podía entender. Tomás le había dado mucho y aquí estaba ella, sin prestar atención al trabajo que él tenía para ella.

—No es eso —dijo Catalina—. Es solo que… ¿te has enterado de lo que sucedió en el campo de entrenamiento?

Vio que Tomás asentía e imaginó que Will le había contado los detalles. O eso, o uno de los soldados había hablado de ello cuando había venido a que le arreglaran una abolladura en una greba o en un casco.

—Existe un lugar en el que podría aprender a luchar —dijo.

—¿Te marcharías allí para no volver? —preguntó Tomás.

—Volvería —insistió Catalina—. No quiero dejar de estar aquí.

Se sorprendió al ver que era cierto. Era la primera vez que tenía algo parecido a un hogar de verdad; la primera vez que tenía a gente que parecían preocuparse por ella. Incluso Winifred lo parecía a su manera. A su modo en el que estaba profundamente preocupada por el bienestar de su hijo y de su marido. Era el primer lugar en el que Catalina había sentido que estaba haciendo algo útil.

Después estaba Will. Catalina no estaba segura de lo que tenía con él todavía. Nunca había tenido la ocasión de ver a los chicos como algo que no fuera abusones o amenazas, pero ahora había uno y le gustaba. le gustaba mucho.

—En ese caso, parece que deberías ir —dijo Tomás—. Antes de que tu distracción haga que resultes herida.

—Pero… —empezó Catalina. Tenía la intención de, por lo menos, terminar el trabajo del día.

Tomás negó con la cabeza.

—Me las arreglaré sin aprendiz un día más. O dos, si hace falta. adelante. Intentaré salvar estas herraduras.

A Catalina no tuvieron que decírselo dos veces. salió corriendo hacia el caballo que había robado, miró a su alrededor hasta que encontró sus arreos y, a continuación, empezó a atarlos. Estaba a medio camino de hacerlo cuando vio que Will salía de la casa.

—¿Catalina? No te vas, ¿verdad?

Parecía estar preocupado por si lo hacía, tal vez preocupado de que quisiera marcharse después de lo que había sucedido con su regimiento.

—No me voy para siempre —dijo Catalina, y sonrió al pensar que esto era lo que diría un chico que se marchara a la guerra—. Es solo que… hay cosas que debo hacer. Debo ser más fuerte.

—¿Por qué? —preguntó Will—. Aquí estás a salvo. Yo podría protegerte.

Catalina negó con la cabeza. Con eso no bastaba. Ella no quería estar a salvo simplemente porque Will estaba cerca. No quería tener que confiar en alguien para estar a salvo, ni tan solo en él. Quería ser fuerte por sí misma y ahora había una manera.

—Yo podría venir contigo —sugirió Will.

—Creo que debo hacer esto sola —dijo catalina, pues cualquier otra cosa hubiera significado explicar qué tenía intención de hacer exactamente. Incluso después de todo lo que Godofredo había dicho, a ella todavía le costaba creer que pudiera haber una fuente que podía hacerla invencible. Intentar explicarle eso a Will podría ser incluso peor.

—¿Intentarás por lo menos estar a salvo? —dijo Will acercándose a ella. Se acercó tanto que, por un instante, Catalina pensó que iba a besarla. Pero no lo hizo y Catalina sintió cierta decepción por ello.

Tal vez cuando regresara.

—Lo haré —dijo Catalina—. Y regresaré pronto, ya lo verás.

Lo haría. Con la fuerza que conseguiría en la fuente, sería capaz de hacer todas las cosas que quisiera.

***

El camino hacia el bosque fue más largo de lo que Catalina esperaba. Su caballo era fuerte y rápido, pero Catalina no tenía tanta experiencia cabalgando como para dirigirse al sur a todo galope. En su lugar, cabalgaba a un ritmo regular, manteniéndose en los caminos anchos y pavimentados al principio, para después salir a los senderos de barro cuando hubo árboles a la vista.

Intentaba recordar el mapa del libro. había un lugar concreto marcado en él, pero ella no había visto el mapa durante mucho tiempo. Había indicadores de camino y una escalera. Catalina solo esperaba que fueran evidentes.

Lo eran. Vio el primero antes de llegar al bosque. Era un bloque de piedra, los dibujos que había en él casi no tenían relieve por el paso del tiempo y la erosión. Catalina siguió un dibujo con los dedos que podría haber sido una fuente, o podrían haber sido las fauces de alguna gran bestia. Había una flecha tallada en la piedra, que señalaba hacia un sendero más pequeño. Catalina lo tomó.

Lentamente, el follaje empezó a rodear a Catalina, oprimiéndola hasta que tuvo que bajarse del caballo y llevarlo ella. No quería dejarlo, pero el sendero era tan estrecho que debería hacerlo si las cosas continuaban así.

Le pareció ver un destello de piedra trabajada al lado del sendero, y contrastaba tanto con las ramas enredadas que tiraban de ella, que se detuvo para verla más de cerca. Catalina quitó hiedra enredada con el pie y vio que debajo había el bloque de piedra de un escalón. Encima de este había otro, y otro, una serie de escalones de piedra que se habían perdido con el tiempo y el musgo.

Ahora Catalina ató a su caballo y de las alforjas cogió un cuchillo y la espada de madera que ella había hecho para practicar con la fabricación de espadas. Usaba la espada de madera para quitar el follaje enredado que tenía por delante, y cortaba con el cuchillo siempre que necesitaba algo más afilado.

Al cortar, dejó al descubierto más piedra en forma de otro indicador, este casi tan alto como ella. Tenía símbolos grabados en ella, con líneas y espirales de un idioma que no tenía nada que ver con el del reino. También había algo más: la imagen de una fuente.

Catalina se quedó sin respiración ante eso y subió corriendo el resto de los escalones, atreviéndose a esperar que todo eso fuera real. Había estado segura de que todo eso era un cuento, y después pensó que no podría encontrar la fuente aunque existiera. Ahora, parecía estar a poca distancia.

Los pies de Catalina resbalaron y tropezó mientras subía los escalones de piedra, el musgo cedió bajo ella, mientras las zarzas que parecían sólidas cuando se sujetó a ellas resultaron ser cualquier cosa menos eso. Acabó apoyándose en su espada de prácticas en el modo en que cualquiera hubiera usado un bastón para caminar, utilizándola para comprobar el terreno que tenía delante mientras trepaba por los escalones desmoronados. Cada uno de ellos parecía estar pensado como un reto para ella a medida que avanzaba.

—Espero que la fuente valga la pena —dijo Catalina mientras escalaba.

Aunque no estaba tan lejos, la subida fue tan difícil que le llevó unos minutos llegar arriba del todo. Cuando lo hizo, encontró otro camino corto a través de árboles incluso más espesos, que parecían obstruir la luz, convirtiendo el mundo en algo extraño y desconocido. Se enredaban entre ellos y formaban un especie de arco frondoso y Catalina lo atravesó, para ir a parar a un espacio abierto al otro lado.

Allá no había árboles, sino más de la antigua piedra por la que había escalado para llegar hasta allí. Estaba encima de las ruinas de algo que parecía mucho más antiguo, con fragmentos de pared que sobresalían del terreno como dientes y columnas rotas que parecían dedos que se alzaban a través de la hierba. Todos ellos eran reliquias ruinosas de algún tiempo muy lejano, antes de las guerras civiles, tal vez incluso anterior al reino.

En el centro se encontraba la fuente y, al verla, a Catalina le dio un vuelco el corazón.

En otros tiempos, debió haber sido impresionante. Era ancha y oscura, tallada en piedra de allí tan meticulosamente que parecía ser una protuberancia natural del paisaje más que una estructura artificial. Tenía forma de concha amplia, curvada, con una estatua en el centro que tal vez había sido una mujer, pero que ahora estaba tan cubierta de musgo que era difícil saberlo.

De la fuente ya no salía agua.

Este hecho, más que todo lo demás, le decía a Sofía lo inútil que era su viaje. Las piedras desmoronadas no fueron prometedoras, pero finalmente, no significaban nada. Sin embargo, ella había ido en busca de una fuente. Había supuesto que podría haber algo especial en el agua de allí, algo mágico. Ahora que no había agua, parecía que se había dejado llevar por lo que Godofredo le había dicho. Se sentía estúpida por estar perdiendo el tiempo aquí en lugar de estar en la forja, trabajando en la espada que ahora mismo solo era de madera.

Catalina se recostó en la fuente y cerró los ojos para contener las lágrimas. Había sido una estúpida por venir hasta aquí. Estúpida por pensar que alguna vez podría ser tan fuerte como los chicos del regimiento de Will. Había sido un sueño vacío.

—¿Cómo iba a hacer fuerte a alguien una fuente? —preguntó catalina al bosque que la rodeaba.

—Las fuentes no pueden —dijo una voz de mujer—. Pero si la gente busca una fuente, para mí es más fácil encontrarlos.

Catalina abrió los ojos de golpe, sujetando su espada de práctica de madera delante de ella. Allí había una mujer, vestida con una túnica con capucha de un verde bosque intenso. Tenía el pelo oscuro y parecía tener hiedra enredada, y sus ojos eran de un color verde hoja que parecía hacer juego con las plantas que la rodeaban. Era mayor que Catalina, tal vez de unos treinta años, pero con una mirada que decía que decía que incluso podría ser mayor que eso.

—Me han amenazado con muchas cosas —dijo la mujer. Apartó la espada de prácticas de Catalina cuidadosamente—. Nunca con un palo.

—Yo… —Catalina bajó el arma—. Lo siento, me cogiste por sorpresa.

—Pero viniste a este lugar —dijo—. Viniste en busca de ayuda, o no estarías aquí.

—Solo que no esperaba… —empezó Catalina. Se dio cuenta de que podía parecer estúpida—. ¿Quién eres tú?

Por instinto, intentó leer la mente de la mujer, pero lo único que encontró fue algo sólido como un muro. Su intento por atravesarla resbaló y Catalina miró fijamente a la mujer sorprendida.

—No es tan fácil leerme a mí con un don como el tuyo —respondió, aunque no parecía enfadada por la intromisión. Más bien al contrario, parecía feliz por ello, reacción que catalina no esperaba—. Y ahora te preguntaras si somos iguales. No somos iguales, chica. La mía es una versión mucho más oscura de tus poderes. Y mucho más retorcida. Una versión en la que deberías ir con cuidado de no fisgonear demasiado.

De repente, Catalina sintió un destello de la mente de la mujer, como si se lo enviara a ella, e involuntariamente se llevó las manos a los oídos y chilló. Era muy oscuro, horrible, un manchón de cosas espeluznantes, que se movían todas demasiado deprisa para distinguirlas, pero que dejaban una impresión increíble de miedo.

Finalmente, se detuvo.

Catalina se quitó las manos de los oídos, respirando con dificultad, mirando fijamente con los ojos abiertos como platos. Jamás en su vida nadie había invadido su mente así. Todo este tiempo había supuesto que era inmune. Que la mente de nadie era tan poderosa como la suya.

Miró a la mujer –si eso es lo que era- de arriba abajo con un miedo y un respeto nuevos. Tal vez no debería haber venido aquí, al fin y al cabo.

Como respuesta, la mujer sonrió, con una sonrisa horrible e invasiva.

—¿Quién eres? —preguntó de nuevo Catalina.

La mujer se quedó callada durante mucho tiempo. Finalmente, habló.

—Algunos me llaman Siobahn —dijo—. Pero los nombres son simplemente etiquetas para los débiles. Has venido aquí por una razón. Pide lo que sea que quieres y yo te diré el precio.

Catalina parpadeó.

—No lo entiendo —dijo Catalina.

La mujer frunció el ceño y Catalina pudo imaginar su descontento.

—No me hagas perder el tiempo, chica. Viniste aquí por una razón. Estabas buscando algo. ¿De qué se trata?

Catalina tragó saliva, pero no dejó que el tono de Siobahn la intimidara. Sería fuerte.

—Deseo poder luchar —dijo—. Quiero tener el poder suficiente para no volver a ser nunca indefensa.

La mujer se quedó en silencio durante unos latidos. Catalina notó cada uno de ellos como un golpe seco en el interior de su pecho. ¿Qué haría si la mujer le decía que no? ¿Qué haría cuando Siobahn le dijera a Catalina que era imposible y que estaba perdiendo el tiempo?

—Tienes un talento y yo podría enseñarte a construir sobre él. Podría enseñarte a luchar de unas maneras que no tienen nada que ver con la fuerza primitiva de los hombres. Podría enseñarte a aprovechar los poderes más allá de cualquier cosa que hayas visto.

Hacía que sonara muy fácil, cuando durante toda su vida a Catalina le habían dicho que había cosas que eran demasiado malas para incluso hablar de ellas. Había una razón por la que Catalina y Sofía habían escondido lo que podían hacer.

—Ya no tendrías que tener miedo de lo que eres —dijo Siobahn—. Podrías ser fuerte. Podrías ser libre. Los de mi especie podemos ayudaros, si os dejáis.

Una parte de Catalina quería decir que sí, pero sabía que era más sensato no hacerlo. Raras veces la gente era tan generosa.

—¿Y qué es lo que tú querrías? —preguntó Catalina.

Siobahn parecía satisfecha.

—Dos cosas, a cambio.

—¿Dos cosas? —replicó Catalina.

—Tú me pide mucho —respondió la mujer—. Dos cosas no parece tan excesivo.

Hizo que sonara casi como una broma, como si todo eso fuera un juego. Había algo en la risa que le siguió que casi no parecía ni humano. Parecía que el bosque estaba riendo.

—¿Qué cosas? —preguntó catalina, a pesar de todo.

—Sé mi aprendiz y aprende todo lo que yo desee enseñarte.

Aquello no sonaba tan diferente al acuerdo que tenía con Tomás. No sonaba tan diferente, en muchos sentidos, al mejor tipo de acuerdo que su venta como criada hubiera podido tener.

Yaş sınırı:
16+
Litres'teki yayın tarihi:
10 ekim 2019
Hacim:
241 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9781640293557
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 4,8, 6 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 5, 1 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 5, 1 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 4,8, 6 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 5, 2 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre