Kitabı oku: «Un Trono para Las Hermanas », sayfa 13

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—¿Y la segunda cosa? —preguntó Catalina.

La mujer entró en la fuente y, por un instante, resplandeció. Catalina vio una imagen de ella brillante y nueva, llena de agua. La estatua que había encima brilló y, para el gusto de Catalina, parecía demasiado similar a la bruja que allí había.

Entonces vino un largo silencio. Después:

—Un favor.

Catalina inclinó la cabeza a un lado.

—¿Qué favor?

Siobahn volvió a reír con esa risa preocupante. Parecía estar disfrutando demasiado con todo aquello.

—No lo he decidido. Pero lo harías, fuera lo que fuera.

Aquello eran palabras mayores. Catalina no estaba segura de poder soportarlo.

Negó con la cabeza. Era mucho. Era demasiado. Notaba la maldad de esta mujer y notaba que, fuera el favor que fuera, sería horrible. Sería como vender su alma.

Se alejó de la fuente, un paso tras otro.

—No —dijo, sorprendida de escuchar sus propias palabras, sorprendida por rechazar la única cosa que siempre había deseado.

La mujer simplemente sonrió como respuesta, como si supiera que catalina no tenía elección.

Catalina se alejó y, tan pronto como llegó a los escalones, corrió, tropezando por el camino. La risa loca de Siobahn la seguía.

—Estaré aquí cuando cambies de opinión.

CAPÍTULO VEINTIDÓS

Sofía todavía no podía creer que Sebastián le hubiera pedido matrimonio. Apenas había podido acostumbrarse al hecho de haber encontrado un lugar en el palacio como su amante y que ahora, de repente, tuviera su anillo en el dedo. No podía creer que las cosas hubieran avanzado tan deprisa y que ahora iba a casarse. daba la sensación de que la llevaba una corriente, tan rápido que la mitad del tiempo no había modo de saber qué estaba sucediendo.

Sofía no sabía que planificar una boda implicaría tantas cosas. Sabía que no solo sería cuestión de encontrara un sacerdote, tratándose de la realeza, pero había complicaciones en las que ella nunca había pensado. Tenían que organizarse banquetes, tenían que hacerse invitaciones. Incluso debían pedirse permisos, pues la viuda y la Asamblea de los Nobles tendrían que dar su bendición antes de que el matrimonio de un príncipe pudiera llevarse a cabo. Lo último, según los oficiales a los que había preguntado, sería una formalidad. Esta sería una cuestión donde los nobles aceptarían cualquier cosa que dijera su dirigente.

Hacer que la madre de Sebastián lo aceptara parecía cualquier cosa menos una formalidad. había sido suficientemente amable durante la cena en que Sofía la había conocido, pero Sofía no era tan estúpida como para creer que una dirigente estaría feliz de que uno de sus hijos se casara con alguien que no afianzar una alianza o traer nuevas tierras. Ahora mismo, Sofía estaba rodeada por una pequeña camarilla de ayudantes, con un clérigo que se encargaba de todo el protocolo para pedir permiso, una modista trabajando en los diseños para un traje de novia y el cocinero de palacio hablando de si deberían comer cisne o ganso.

—Evidentemente, esto es tradición aquí, pero he pensado que tal vez podía hacer una selección de exquisiteces de su tierra.

Sus nombres se movían rápido por la mente del cocinero, así que Sofía escogió un par y después ignoró el asunto.

—Estoy segura de que será maravilloso, escoja lo que escoja —dijo Sofía. Deseaba que Cora estuviera allí para ayudarla a hacerse un camino en medio de todo esto.

Deseaba que Sebastián estuviera allí, en lugar de estar atrapado en las preparaciones para el ejército y el papel que él tendría dentro del mismo. Sofía sentía que había mucho por hacer ella sola y estando con él… bueno, de eso se trataba, ¿verdad? ¿Qué sentido tenía casarse si su futuro marido no estaba allí?

Si estuviera haciendo esto solo para tener una buena vida, eso podría no haber importado. Podría haber planeado una boda de ensueño, sin la casi innecesaria presencia de un marido. Sofía podía imaginar a Angelica sentada felizmente en una de las habitaciones de Sebastián, dando órdenes a los sirvientes mientras pensaba en su posición como su esposa.

Sofía quería a Sebastián. Más que eso, lo amaba. Sentía el dolor de la necesidad cuando él no estaba allí, y el mundo parecía iluminarse siempre que estaba. Ahora, parecía estar atrapada en los preparativos para una boda, sin la oportunidad real de ver a su futuro marido.

Entonces apareció y Sofía se levantó para lanzarse en sus brazos. Se sorprendió al ver que él se apartaba.

—¿Sebastián?

—Ven conmigo, Sofía —dijo él.

—¿De qué se trata? —preguntó Sofía. Intentó encontrar la respuesta en los pensamientos de Sebastián, pero ahora mismo estaban enredados, llenos de dolor y confusión. Había demasiadas cosas a la vez para concentrarse en un solo hilo—. ¿Ha sucedido algo? Sebastián, ¿qué pasa?

—Esperaba que tú me lo pudieras explicar —dijo Sebastián, en un tono que hizo que a Sofía se le helara la sangre. Algo había salido mal. Las chicas del castillo habían inventado un rumor sobre ella, o su madre había rechazado el matrimonio. Tal vez habían venido de la tienda donde había vendido el vestido para hablar con Sebastián sobre su nueva novia. Había tantas cosas que podían haber ido mal en su plan que siempre parecía que todo se aguantaba con hilos de gasa.

Sofía no sabía qué había ido mal, así que siguió a Sebastián por el palacio, yendo de las habitaciones principales a las de los invitados, hasta llegar a una en la que todo parecía normal, exceptuando que en la puerta había un guardia.

—Gracias —le dijo Sebastián al hombre—. Puedes irte.

—Sí, su alteza —dijo el hombre. Se marchó, pero su mera presencia hizo que Sofía se preguntara qué estaba pasando allí.

Cuando Sebastián abrió la puerta de un empujón, tuvo una especie de respuesta. La habitación había sido replanteada como el estudio de un artista, habían quitado la mayor parte de los muebles para poder extender los lienzos, preparados para trabajar. Sofía no tuvo que preguntar de quién eran esas habitaciones: era evidente que eran para Laurette van Klet, la artista a la que Sebastián había traído para que hiciera un retrato de Sofía. Los bocetos de Sofía así lo decían. En el centro de todo aquello incluso había los inicios de un cuadro, trabajado al óleo. Todavía no estaba ni de cerca acabado y Sofía imaginaba que era la obra preparatoria para una mayor, pero aun así estaba más avanzada de lo que ella hubiera pensado, mostrándola como estaba en el jardín, informal y más hermosa de lo que ella sospechaba que era en la vida real.

—¿Y bien? —preguntó Sebastián.

—Bueno, es hermoso —dijo Sofía—. Pero no comprendo…

—Aquí —dijo Sebastián, señalando a un lugar del cuadro. Un lugar en el que a Sofía se le había subido el vestido por la alegría relajada del día, dejando al descubierto un trozo de su pantorrilla y la marca que allí había a modo de acusación.

La había tapado con maquillaje para el baile. Lo había hecho de manera intermitente desde entonces, pero hoy no lo había hecho. Se le había olvidado. ¿También lo había olvidado para su excursión por el río? Lo cierto es que no lo sabía, pero la prueba estaba allí delante de ella. La única pregunta era qué iba a hacer con esto ahora.

—No lo entiendo —fue lo único que se le ocurrió.

Sebastián negó con la cabeza.

—No me mientas, Sofía. Laurette pinta lo que ve. Solo lo que ve. —Entonces fue hacia ella y, aunque Sofía hizo la intención de apartarse, él la cogió por los hombros—. Algunas mujeres de palacio han estado hablando también, diciendo que algo no iba bien contigo. Pensaba que simplemente tenían envidia, pero ¿y si no es así?

Sofía intentó detenerlo cuando él levantó los bajos de su vestido, sabiendo que una vez lo hiciera, aquello habría terminado. Pero no pudo hacer nada y, en cuestión de segundos, el símbolo de la esclavitud tatuado en su pantorrilla quedó a la vista.

Sebastián lo miró fijamente durante unos segundos y después retrocedió. Sofía notó que la sorpresa crecía en él, sus pensamientos venían tan rápido que era difícil seguir el ritmo de todos. Vio cómo se caía hundido al suelo en medio de todos los caballetes allí dispuestos, parecía como si quisiera no escuchar al mundo.

—¿Sebastián? —empezó Sofía, deseando ir hacia él para consolarlo, pero eso no funcionaría, ¿verdad? No cuando era ella la que le estaba haciendo daño.

Él alzó la vista y Sofía vio el atisbo de lágrimas en sus ojos. No era algo que ella esperara y, desde luego, no era algo de lo que a ella le hubiera gustado nunca ser la causa.

—¿Por qué? —preguntó él—. ¿Por qué me mentiste, Sofía? Si es que este es tu nombre verdadero.

—Sí —le aseguró Sofía. Por primera vez desde que lo conocía, descuidó el acento que había adoptado—. Menos por el de Meinhalt.

—¿Ni tan solo tu voz era real? —dijo Sebastián y ahora parecía desconsolado—. Hace que nos conocemos… ¿cuánto? Días, como mucho. No sabemos nada el uno del otro, ¿verdad? ¿Quién eres tú?

Sofía tragó saliva al escuchar esa pregunta. Era una pregunta para la que no estaba segura de tener respuesta. Había intentado inventar una respuesta, pero no era la real. Se hacía esa pregunta una y otra vez sin respuesta. Pero aun así, le hacía daño oírla de Sebastián.

Quería contárselo todo desesperadamente. Sobre ella, sobre su pasado y, sobre todo, de lo sinceramente que lo amaba. Sobre cómo, aunque todo lo demás fuera falso, su amor por él era real. Sobre que nunca quiso hacerle daño. Sobre su mentira, el haberse comportado así, no era su manera de ser.

Pero en su frenesí de emociones, las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta. Lo único que pudo decir fue:

—Yo no quería que fuera así.

Sebastián se levantó y fue hacia uno de los lienzos. Tan rápido como una tormenta, lo cogió y lo golpeó, destrozándolo.

—¡Me engañaste! —gritó—. ¡Te aprovechaste de mí! ¡Lo único que perseguías era mi riqueza! ¡Mi posición! ¡Yo nunca te importé!

Ella sintió un dolor en el pecho al escuchar sus palabras, ante toda aquella violencia repentina, al ver su imagen hecha pedazos. Era una imagen adecuada para cómo se sentía consigo misma, con su vida, toda hecha pedazos a su alrededor.

A pesar de sus esfuerzos, se puso a llorar. Se quedó allí llorando como una niña pequeña sin nadie que la consuele.

Esto apreció sorprender a Sebastián. Dejó de hacer lo que estaba haciendo y su furia se redujo. La miró de nuevo fijamente, como si lo sintiera, como si se diera cuenta de que había ido demasiado lejos.

Y aun así nos e acercó a consolarla.

Ella quería leer sus pensamientos desesperadamente y, sin embargo, estos eran un revoltijo tal de emociones intensas, de sentimientos contradictorios, que no podía leerlos de ninguna manera.

—No tengo ningún lugar al que ir —soltó Sofía involuntariamente.

Se arrepintió de inmediato. Ya no quería su compasión, ni su ayuda.

Y, aun así, él estaba allí en silencio. Su rabia y su sorpresa parecían haberse calmado, su cara parecía adaptarse a algo parecido a la compasión o la lástima.

Ella no quería lástima. Y mucho menos de él.

Ella quería amor. Amor verdadero. Y en aquel instante comprendió que; aunque lo hubiera encontrado con Sebastián, lo había perdido para siempre.

Sofía dio un pasó atrás.

Secándose las lágrimas que le salían, se sacó el anillo que él le había dado. Lo dejó caer sobre la alfombra, pues no se atrevía a volver a tocar a Sebastián y no podía llevárselo.

Desesperadamente deseaba decir: Quiero que sepas que, aunque todo lo demás fuera una mentira, mi amor no lo fue.

Pero, en aquel momento, una ganas tan grandes de llorar se le agarraron a la garganta, que le ahogaron el habla.

Lo único que podía hacer era dar la vuelta y huir. Huir de este castillo, de este hombre al que amaba, y de esta vida que estaba lejos de su alcance.

CAPÍTULO VEINTITRÉS

Catalina regresó a Ashton frustrada, pero también con una especie de paz. Frustrada porque no había conseguido la fuerza que estaba buscando. En paz, porque eso simplificaba las cosas en muchos aspectos. No podía aceptar la oferta de la bruja, así que su vida volvía a los días sencillos en que era la aprendiza de Tomás en la forja, intentando aprender sobre espadas mientras las blandía en el aire.

No era lo que quería cuando partió hacia la ciudad, pero era una buena vida en potencia, particularmente con Will por allí. Tal vez no conseguías lo que querías en la vida, pero tal vez las alternativas también podían ser buenas. El pensar en Will esperándola en la forja hizo sonreír a Catalina mientras se acercaba a las afueras de la ciudad. No tardaría mucho en estar de vuelta.

Catalina bajó del caballo y llevó a su caballo durante el último tramo hasta la herrería. Ya había cabalgado suficiente por un día y le dolían las piernas por el esfuerzo.

—Cuando volvamos —le dijo al caballo—, volverás a tener una vida tranquila y yo seré la mejor aprendiz que Tomás pueda pedir.

Desde luego, él era mejor profesor que la alternativa. Era amable y paciente y, crucialmente, ser la aprendiza de un herrero no representaba ningún peligro comparado con deberle un favor sin nombre a una bruja. había algunas cosas que no podía hacer, ni tan solo por la fuerza de poder vengarse. Entender eso le daba una especie de paz, como si la llama que había amenazado con consumir todo lo que había en Catalina se hubiera atenuado.

Tal vez eso estaba bien. Tal vez todo eso era señal de que debía dejar a un lado la violencia. Tal vez…

—¡Aquí estás! —gritó una voz—. ¡Yo te conozco!

Y Catalina conocía esa voz. La última vez que la había oído, su propietario la había perseguido hasta la orilla del río, decidido a golpearla hasta hacerla puré antes de arrastrarla de vuelta al orfanato.

Como era de esperar, al mirar, el mayor de los chicos de los muelles estaba allí, contoneándose hacia ella con la seguridad de alguien que sabe que Catalina no tenía ningún lugar al que ir. Se tomó su tiempo y Catalina sabía lo suficiente sobre la táctica de los abusones como para saber que solo le estaba dando tiempo para que se asustara.

De sus pensamientos podía leer que apenas podía creer la suerte que había tenido al encontrarla por fin después de tanto tiempo buscándola.

No tenía buen aspecto. Todavía tenía los moratones del altercado en los muelles, pero les acompañaban otras marcas nuevas que, evidentemente, venían de alguna paliza. Si se hubiera tratado de otra persona, Catalina podría haber sentido algo de compasión por él. Tal y como estaban las cosas, se iba alejando de él, mientras se preguntaba si podría subir al caballo y largarse.

—No tiene sentido que corras —dijo él—. ¡He pasado días buscándote, pequeña zorra! Los demás se arrastraron de vuelta al orfanato, diciendo que preferían que los vendieran a una mina que continuar buscando. Pero yo continué.

—Bien hecho —dijo bruscamente Catalina. Todavía estaba intentando llegar al caballo. Si podía montarlo, podría alejarse de ese idiota con la misma rapidez que lo había hecho en el río.

—Para mí es bueno, para ti es malo —dijo el chico—. No intentes escapar. ¿Crees que no sé que estás trabajando para el herrero? Te busqué. Pregunté por ti. Y ahora…

Catalina dejó de dirigirse al caballo, manteniéndose firme mientras el chicos e le acercaba.

—¿Y ahora qué? —preguntó Catalina—. Esta vez no tienes dos amigos que te ayuden.

—¿crees que los necesito? ¿Para encargarme de una chica? te he cazado, he evitado a los cazadores y ahora voy a hacer que me supliques que te arrastre de vuelta.

Catalina se sacó la espada de prácticas del cinturón. Solo era madera, pero era lo suficientemente larga para amenazarlo.

—Debes pensarlo —dijo Catalina.

—estoy pensando —dijo el chico—. Estoy pensando que cuando te devuelva, dejarán que me una a las bandas de cazadores. Pagaré mi contrato como esclavo con mi primera captura. Entonces podré hacer lo que quiera.

Catalina suspiró ante aquella estupidez. Lo sabía todo sobre cómo funcionaban los planes en el mundo real—. Ya puedes hacer lo que quieras. Mira, ¿cómo te llamas?

—Zacarías —dijo el chico en tono defensivo, como si esperara alguna trampa.

—Bueno, Zacarías, mira dónde estás. No estás en el orfanato, ¿verdad? No te están vendiendo como esclavo. Puedes escapar y hacer lo que quieras. Has evitado a los cazadores durante uno o dos días, ¿por qué no para siempre? Tampoco hay muchos en el país, ¿no es así? Puedes dar la vuelta y escapar.

A ella le parecía muy evidente. No habían vendido a ninguno de ellos como esclavo ni estaban en peligro. El chico seguiría su camino y ella el suyo, y la Casa de los Abandonados no tendría ningún control sobre ellos. Él podría forjarse una vida por ahí, buscando una granja para trabajar en ella o, más probablemente, pasarse la vida robando. ¿No bastaba con eso?

—Podría —dijo él—. Pero no quiero. Lo que quiero es golpearte hasta hacerte sangre, llamar al vigilante y después reírme mientras te arrastran de vuelta. ¡Guardias!

Gritó tan fuerte que Catalina hizo un gesto de dolor.

—¡Guardias! ¡Hay una fugitiva! —Miró a Catalina haciendo una mueca—. Y cuando te atrapen, harán que dejes a esa hermana tuya. Tal vez conseguiré…

—¡No hables de mi hermana! —exclamó Catalina, blandiendo la espada de prácticas hacia su cabeza. Él se encogió, le golpeó en el hombro y rebotó.

—Voy a golpearte hasta hacerte puré —prometió, lanzándose hacia delante. Impactó contra Catalina y, en un instante, los dos tropezaron y cayeron al suelo, el impulso del ataque los hizo caer a los dos juntos.

Catalina le golpeó con su espada de madera, pero el chico la cogió, retorciéndole la mano hasta que le cayó de la mano. La golpeó fuerte y, en aquel instante, fue como si Catalina estuviera de nuevo en el campo de entrenamiento o al lado del muelle. Notaba el mismo gusto a sangre, sentía que le resonaba la cabeza. Sentía la misma impotencia absoluta y odiaba eso.

—Voy a dejarte como si ese caballo tuyo te hubiera dado coces —dijo—. Después voy a encontrar a tu hermana y voy a arrastraros a las dos juntas.

Catalina alargó el brazo en busca de la espada de madera que él había hecho caer de su mano. La golpeó de nuevo, cogió él la espada y la levantó.

—Oh, ¿querías esto? —preguntó.

—No —respondió, y su voz le sonó extraña incluso a ella misma—. Solo quiero que tengas las manos ocupadas.

Sacó su cuchillo de comer de su funda y se lo clavó en el pecho en un movimiento.

Fue más fácil de lo que ella pensaba que sería. El cuchillo estaba afilado y la carne del chico era blanda, pero aun así, no parecía que matar a alguien fuera tan fácil. No debería ser tan fácil como deslizar un cuchillo por debajo de las costillas de alguien y escuchar como jadea cuando le alcanza el corazón.

Zacarías parecía atónito ante aquel repentino dolor. Parecía que iba a intentar decir algo, tal vez llamar de nuevo al vigilante, pero no le salieron las palabras. En su lugar, la sangre goteaba por un lado de su boca y se desplomó, cayendo todo su peso encima de Catalina.

Lo peor fue que su poder le dejó ver el momento en el que murió, sus pensamientos iban del dolor al pánico y a una especie de vacío total cuando su alma lo abandonó. Notó el instante en el que murió y sintió…

…bien, ¿qué sintió? Era una pregunta más difícil de lo que había pensado. Sobre todo, que lo merecía. Que necesitaba salir de debajo de aquel peso muerto antes de que la aplastara. Pero no había remordimientos. Todavía no. Ni tampoco el pánico que Catalina estaba segura que debería haber sentido, pues acababa de matar a alguien.

En cambio, estaba casi extrañamente tranquila por ello. Calmada, como el centro de una tormenta, como si el resto del mundo fuera algo que no estaba sucediendo en realidad. Catalina consiguió librarse del gran peso del chico, limpió su cuchillo y después vio que en su túnica también había sangre. Pero no había nada que pudiera hacer al respecto.

En la distancia, los silbidos y los gritos señalaban que los guardias se estaban acercando, o simplemente la gente del pueblo que se agrupaban cuando alguien pedía ayuda. Eso es lo que hacían cuando había peligro, ¿verdad? Lanzaban un grito y todos los que vivían allí se unían para perseguir a los ladrones o para ahuyentar a los lobos. O para colgar a los asesinos. Catalina oyó que se estaban acercando y, durante un largo instante, lo único que pudo hacer fue quedarse allí, intentando encontrar un sentido a aquello.

Ahora, la emoción se empezaba a notar tras el choque de todo aquello. Acababa de matar a alguien y todo aquel horror cayó sobre ella como un gran peso. Por la razón que fuera, por la situación que fuera, acababa de apuñalar a alguien. Si el vigilante iba hacia ella, o la justicia más dura de la multitud, ¿cambiaría algo que él la hubiera estado golpeando hasta dejarla medio muerta a la vez?

De algún modo, Catalina lo dudaba. Volvió al caballo, medió dando traspiés en una combinación de emoción y el dolor de haber sido golpeada. Le costó tres intentos montarlo, se subió torpemente sobre la silla y estuvo casi a punto de caer.

No sabía qué hacer con el cuerpo de Zacarías, no estaba segura de poder hacer algo, pues su peso muerto era demasiado para moverlo. En cualquier caso, los ruidos de problemas se estaban acercando y no había tiempo. Así que lo dejó allí, en medio del camino y se puso a cabalgar en dirección a la herrería.

Mientras cabalgaba, empezó a ser consciente de las consecuencias de todo lo que acababa de hacer. Era una de las que iban a ser vendidas como esclavas, que había escapado de su destino, que había matado a alguien cuando intentaba llevarla de vuelta. La matarían por ello y sería un milagro si solo la colgaban por ello, en lugar de dejarla en una horca para que muriera de hambre o romperla en una rueda.

Ya estaba casi de vuelta en la herrería, cuando fue consciente de la verdad: no podía volver. Catalina no sabía si alguien la había visto peleando con Zacarías. Por supuesto, alguien habría escuchado lo que él estaba gritando. La gente no tardaría mucho en descubrir que era ella a quien él había encontrado, particularmente si había estado preguntando por ella.

Si regresaba, llevaría el problema directamente a la puerta de Tomás y Winifred. Directamente a Will. ¿Cuál era el castigo por ayudar a un asesino? Solo pensar que le sucediera algo a Will hacía sentir mal a Catalina.

Él y Tomás estaban fuera cuando Catalina volvió. Ella no bajó del caballo. No se atrevía, pues si bajaba, podrían convencerla para que se quedara, o podrían decirle que la protegerían de lo que vendría cuando no podían. Cuando nadie podía.

—Catalina —dijo Will con una sonrisa—. ¡Has vuelto! Qué bien, justo a tiempo, mi padre y yo tenemos una sorpresa para …

—Will —dijo su padre, cortándolo. Era evidente que Tomás veía más de lo que lo hacía su hijo—. Cállate un momento. Algo no va bien.

Catalina estaba sentada sobre el caballo, simplemente mirándolos fijamente, sin saber qué decir. No parecía adecuado decir algo, pues en el momento en que lo hiciera, traería un enorme dolor a las únicas personas que le habían mostrado algo de bondad.

—¿Catalina? —dijo Will—. ¿Qué sucede? ¿Por qué hay sangre en tu túnica? ¿Te atacó alguien?

Catalina asintió.

—Un chico de la Casa de los Abandonados. Quería llevarme de vuelta. Me atacó y…

Era difícil que saliera y decirlo. No quería que Will y Tomás pensaran que era una especie de monstruo.

—¿Y? —preguntó Tomás.

—Y le maté —dijo Catalina—. No tuve elección.

¿Era eso cierto? Cuando le clavó el cuchillo, parecía no que no había habido alternativas, pero lo cierto era que en aquel momento, ella había querido a Zacarías muerto. Lo merecía, después de todo lo que había hecho y todo lo que había amenazado con hacer.

—Métete dentro —dijo Will—. Tendremos que esconderte.

Pero Tomás fue más sensato.

—La encontrarían aunque la escondiéramos, Will. Sabrán que tengo una nueva aprendiz. No les llevará mucho tiempo.

—Entonces ¿qué hacemos? —preguntó Will.

Catalina respondió a eso.

—Solo puedo hacer una cosa: tengo que irme. Si me voy de la ciudad, no me buscarán para siempre, pero si me quedo aquí, os harán daño a vosotros y a mí.

—No —dijo Will—. Podemos hacer que esto no suceda. Podemos luchar contra ellos.

Entonces Catalina negó con la cabeza.

—No podemos. No contra todos ellos. Simplemente nos matarían a vosotros y a mí, y yo no quiero eso, Will. Tengo que irme.

Catalina podía sentir que el dolor y la decepción salían hirviendo del interior de Will como el humo. Se parecía algo a lo que ella sentía en ese momento, pero sabía que él no comprendía los peligros que estaban por venir.

—No quiero que te vayas —dijo él.

—Y yo no quiero irme —respondió Catalina—. Pero tengo que hacerlo. Lo siento, Will. Tomás, gracias, me diste un hogar y me gustaría haber aprendido más.

—Hubieras sido una buena aprendiz —dijo Tomás—. Tengo algo para ti. Iba a ser una sorpresa para ti. ¿Will?

Will no contestó por un instante, pero después asintió. Fue hacia un lugar donde había algo cubierto por una tela y la apartó. Catalina vio el brillo de una espada. Más que eso, era una espada que reconocía, porque en su cadera llevaba su versión en madera.

—No hubo tiempo más que para forjar la espada básica —dijo Tomás—. Tenía la intención de que su afilado, la cubierta del mango y el trabajo del detalle fueran parte de tu aprendizaje, pero es fuerte, y es ligera.

La cogió y se la entregó a Catalina. Le faltaba mucho para estar terminada, pero aun así era más de lo que ella podía esperar. Era larga y ligera, parecía que tendría un equilibrio perfecto una vez le colocara un mango. Era probablemente la cosa más hermosa que jamás había tenido.

—Trabajé con mi padre en ella —dijo Will—… Queríamos recibirte con ella. Ahora… imagino que es un regalo de despedida.

—No sé qué decir —dijo—. Gracias. Muchas gracias a los dos.

Catalina la cogió, la colocó al lado de la espada de madera para que las dos colgaran de su cinturón una al lado de la otra. Sentía como si tuviera que decir algo más que no fuera solo gracias. Quería decir muchas cosas más, hacer muchas cosas más, pero todavía podía escuchar los gritos en la distancia, que se intensificaron cuando encontraron el cuerpo que ella había abandonado. Dejaban claro que no había tiempo suficiente para nada más.

Tuvo que apañárselas para inclinarse desde la silla y besar a Will rápida y bruscamente, sin estar segura de que lo estaba haciendo bien. Parecía que no había tenido tiempo de practicar cómo besar. Se puso derecha antes de que él pudiera decir algo, aunque eso no cambiaba mucho las cosas cuando su talento le decía todas las cosas que él deseaba decir de todos modos. Incluso oírlas de aquella manera dolía, le hacía sentir que si daba la vuelta, el corazón le saldría del pecho.

De todos modos, Catalina lo hizo. Puso los talones contra el caballo y se fue cabalgando, mientras oía los gritos que iban creciendo a medida que más gente empezaba a buscarla. No tuvo que pensar hacia dónde iría. Solo había un lugar al que podía ir, si quería sobrevivir.

Al parecer, la mujer de la fuente iba a conseguir lo que quería, después de todo.

Yaş sınırı:
16+
Litres'teki yayın tarihi:
10 ekim 2019
Hacim:
241 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9781640293557
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