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Kitabı oku: «La letra escarlata», sayfa 13

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XIV
ESTER Y EL MÉDICO

ESTER le dijo á Perla que corretease por la ribera del mar y jugara con las conchas y las algas marinas, mientras ella hablaba un rato con el hombre que estaba recogiendo hierbas á cierta distancia; por consiguiente, la niña partió como un pájaro, y descalzándose los piececitos empezó á recorrer la orilla húmeda del mar. Aquí y allá se detenía junto á un charco de agua dejado por la marea, y se ponía á mirarse en él como si fuera un espejo. Reflejábase en el charco la imagen de la niñita con brillantes y negros rizos y la sonrisa de un duendecillo, á la que Perla, no teniendo otra compañera con quien jugar, invitaba á que la tomara de la mano y diese una carrera con ella. La imagen repetía la misma señal como diciendo: – "Este es un lugar mejor: ven aquí;" – y Perla, entrando en el agua hasta las rodillas, contemplaba sus piececitos blancos en el fondo mientras, aun más profundamente, veía una vaga sonrisa flotar en el agua agitada.

Entretanto la madre se había acercado al médico.

– Quisiera hablarte una palabra, – dijo Ester, – una palabra que á ambos nos interesa.

– ¡Hola! ¿Es la Sra. Ester la que desea hablar una palabra con el viejo Rogerio Chillingworth? – respondió el médico, irguiéndose lentamente. – Con todo mi corazón, continuó; vamos, señora, oigo solamente buenas noticias vuestras en todas partes. Sin ir más lejos, ayer por la tarde, un magistrado, hombre sabio y temeroso de Dios, estaba discurriendo conmigo acerca de vuestros asuntos, Sra. Ester, y me dijo que se había estado discutiendo en el Consejo si se podría quitar de vuestro pecho, sin que padeciera la comunidad, esa letra escarlata que ostentáis. Os juro por mi vida, Ester, que rogué encarecidamente al digno magistrado que se hiciera eso sin pérdida de tiempo.

– No depende de la voluntad de los magistrados quitarme esta insignia, – respondió tranquilamente Ester. – Si yo fuere digna de verme libre de ella, ya se habría caído por sí misma, ó se habría transformado en algo de una significación muy diferente.

– Llevadla, pues, si así os place, – replicó el médico. – Una mujer debe seguir su propio capricho en lo que concierne al adorno de su persona. La letra está bellamente bordada, y luce muy bien en vuestro pecho.

Mientras así hablaban, Ester había estado observando fijamente al anciano médico, y se quedó sorprendida á la vez que espantada, al notar el cambio que en él se había operado en los últimos siete años; no porque hubiera envejecido, pues aunque eran visibles las huellas de la edad, parecía retener aun su vigor y antigua viveza de espíritu; pero aquel aspecto de hombre intelectual y estudioso, tranquilo y apacible, que era lo que ella mejor recordaba, había desaparecido por completo, reemplazándole una expresión ansiosa, escudriñadora, casi feroz, aunque reservada. Parecía que su deseo y su propósito eran ocultar esa expresión bajo una sonrisa, pero ésta le vendía, pues vagaba tan irrisoriamente por su rostro, que el espectador podía, merced á ella, discernir mejor la negrura de su alma. De vez en cuando brillaban sus ojos con siniestro fulgor, como si el alma del anciano fuera presa de un incendio, que se manifestara solo de tarde en tarde por una rápida explosión de cólera y momentánea llamarada. Esto lo reprimía el médico tan pronto como le era posible, y trataba entonces de parecer tan tranquilo como si nada hubiera sucedido.

En una palabra, el viejo médico era un ejemplo de la extraordinaria facultad que tiene el hombre de transformarse en un demonio, si quiere por cierto tiempo desempeñar el oficio de éste. Transformación tal se había operado en el médico, por haberse dedicado durante siete años al constante análisis de un corazón lleno de agonía, hallando su placer en esa tarea, y añadiendo, por decirlo así, combustible á las horribles torturas que analizaba y en cuyo análisis hallaba tan intenso placer.

La letra escarlata abrasaba el seno de Ester Prynne. Aquí había otra ruina de que ella era en parte responsable.

– ¿Qué véis en mi rostro, que contempláis con tal gravedad de expresión? – preguntó el médico.

– Algo que me haría llorar, si para ello hubiese en mí lágrimas bastante acerbas, – respondió Ester; – pero no hablemos de eso. De aquel infortunado hombre es de quien quisiera hablar.

– Y ¿qué hay con él? – preguntó el médico con ansiedad, como si el tema fuera muy de su agrado, y se alegrara de hallar una oportunidad de discutirlo con la única persona con quien pudiera hacerlo. – Para decir la verdad, mi Sra. Ester, precisamente mis pensamientos estaban ahora ocupados en ese caballero: de consiguiente, hablad con toda libertad, que os responderé.

– Cuando nos hablamos la última vez, dijo Ester, de esto hace unos siete años, os complacísteis en arrancarme la promesa de que guardara el secreto acerca de las relaciones que en otro tiempo existieron entre nosotros. Como la vida y el buen nombre del ministro estaban en vuestras manos, no me quedó otra cosa que hacer sino permanecer en silencio de acuerdo con vuestro deseo. Sin embargo, no sin graves presentimientos, me obligué á ello; porque hallándome desligada de toda obligación para con los demás seres humanos, no lo estaba para con él; y algo había que me murmuraba en los oídos que al empeñar mi palabra de que obedecería vuestro mandato, le estaba haciendo traición. Desde entonces, nadie como vos se halla tan cerca de él: seguís cada uno de sus pasos; estáis á su lado, despierto ó dormido; escudriñáis sus pensamientos; mináis y ulceráis su corazón; su vida está en vuestras garras; le estáis matando con una muerte lenta, y todavía no os conoce, no sabe quién sois. Al permitir yo esto, he procedido con falsedad respecto al único hombre con quien tenía el deber de ser sincera.

– ¿Qué otro camino os quedaba? – preguntó el médico. – Si yo hubiera señalado á este hombre con el dedo, habría sido arrojado de su púlpito á un calabozo – y de allí tal vez al cadalso.

– Habría sido preferible, – dijo Ester.

– ¡Qué mal le he hecho á ese hombre? – preguntó de nuevo el médico. – Te aseguro, Ester Prynne, que con los honorarios más crecidos y valiosos que un monarca pudiera haber pagado á un facultativo, no se habría conseguido todo el esmero y la atención que he consagrado á este infeliz eclesiástico. Á no ser por mí, su vida se habría extinguido en medio de tormentos y agonías en los dos primeros años que siguieron á la perpetración de su crimen y el tuyo. Porque tú sabes, Ester, que su alma carece de la fortaleza de la tuya para sobrellevar, como lo has hecho, un peso semejante al de tu letra escarlata. ¡Oh! ¡yo podría revelar un secreto digno de ser conocido! Pero basta sobre este punto. Lo que la ciencia puede hacer, lo he hecho en su beneficio. Si aun respira y se arrastra en este mundo, á mí solamente lo debe.

– Más le valiera haber muerto de una vez, – dijo Ester.

– Sí, mujer, tienes razón, – exclamó el viejo Rogerio haciendo brillar en los ojos todo el fuego infernal de su corazón; – más le valiera haber muerto de una vez. Jamás mortal alguno padeció lo que este hombre ha padecido… Y todo, todo, á la vista de su peor enemigo. Ha tenido una vaga sospecha acerca de mí: ha sentido que algo se cernía siempre sobre él á manera de una maldición; conocía instintivamente que la mano que sondeaba su corazón no era mano amiga, y que había un ojo que le observaba, buscando solamente la iniquidad, y la ha encontrado. ¡Pero no sabía que esa mano y ese ojo fueran los míos! Con la superstición común á su clase, se imaginaba entregado á un demonio para que le atormentara con sueños espantosos, con pensamientos terribles, con el aguijón del remordimiento, y con la creencia de que no será perdonado, todo como anticipación de lo que le espera más allá de la tumba. Pero era la sombra constante de mi presencia, la proximidad del hombre á quien más vilmente había ofendido, y que vive tan solo merced á este veneno perpetuo del más intenso deseo de venganza. ¡Sí; sí por cierto! No se equivocaba, tenía un enemigo implacable junto á sí. Un mortal, dotado en otro tiempo de sentimientos humanos, se ha convertido en un demonio para su tormento especial.

El infortunado médico, al pronunciar estas palabras, alzó los brazos con una mirada de horror, como si hubiera visto alguna forma espantosa, que no podía reconocer y estuviese usurpando el lugar de su propia imagen en un espejo. Era uno de esos raros momentos en que el aspecto moral de un hombre se revela con toda fidelidad á los ojos de su alma. Probablemente jamás se había visto á sí mismo como se veía ahora.

– ¿No lo has torturado ya bastante? – le preguntó Ester notando la expresión del rostro del anciano. – ¿No te ha pagado todo con usura?

– ¡No! ¡no! Ha aumentado su deuda, – respondió el médico, y á medida que proseguía, su rostro fué perdiendo la expresión de fiereza, volviéndose más y más sombrío. – ¿Te acuerdas, Ester, cómo era yo hace nueve años? Aun entonces me encontraba en el otoño de mis días, y no al principio del otoño. Pero toda mi vida había consistido en años tranquilos de estudio severo y de meditación, consagrados á aumentar mis conocimientos, y también, fielmente, al progreso del bienestar del género humano. Ninguna vida había sido tan pacífica é inocente como la mía: pocas, tan ricas en beneficios conferidos. ¿No recuerdas lo que yo era? Aunque frío en la apariencia, ¿no era yo un hombre que pensaba en el bien de los demás, sin acordarse mucho de sí mismo; bondadoso, sincero, justo, y constante en sus afectos, si bien éstos no muy ardientes? ¿No era yo todo esto?

– Todo esto, y más, – dijo Ester.

– ¿Y qué soy ahora? – preguntó el anciano, mirándola fijamente al rostro, y dejando que toda la perversidad de su alma se retratase en la fisonomía. – ¿Qué soy yo ahora? Ya te he dicho lo que soy: un enemigo implacable: un demonio en forma humana. ¿Quién me ha hecho así?

– Yo he sido, – exclamó Ester estremeciéndose. – Yo he sido, tanto ó más que él. ¿Por qué no te has vengado en mí?

– Te he dejado entregada á la letra escarlata, – replicó Rogerio. – Si eso no me ha vengado, no puedo hacer más.

Y puso un dedo en la letra, con una sonrisa.

– ¡Te ha vengado! – replicó Ester.

– Es lo que creía, – dijo el médico. – Y ahora ¿qué es lo que quieres de mí respecto á ese hombre?

– Tengo que revelarle el secreto, – respondió Ester con firmeza, – tiene que ver y saber lo que realmente eres. No sé cuáles serán las consecuencias. Pero esta deuda mía para con él, cuya ruina y tormento he sido, tiene al fin que quedar satisfecha. En tus manos está la destrucción ó la conservación de su buen nombre y estado social, y tal vez hasta su vida. Ni puedo yo, – á quien la letra escarlata ha hecho comprender el valor de la verdad, si bien haciéndola penetrar en el alma como con un hierro candente, – no, ni puedo yo percibir la ventaja que él reporte de vivir por más tiempo esa vida de miseria y de horror, para rebajarme ante tí é implorarte compasión hacia tu víctima. No; haz con él lo que quieras. No hay nada bueno que esperar para él – ni para mí – ni para tí – ni aun siquiera para mi pequeña Perla. No hay sendero alguno que nos saque de este triste y sombrío laberinto.

– Mujer, casi podría compadecerte, – dijo el médico á quien no fué posible contener un movimiento de admiración, pues había una cierta majestad en la desesperación con que Ester se expresó. – Había en tí grandes cualidades; y si hubieras hallado en tus primeros años un amor más adecuado que el mío, nada de esto habría acontecido. Te compadezco por todo lo bueno que en tí se ha perdido.

– Y yo á tí, – contestó Ester, – por todo el odio que ha transformado en un monstruo infernal á un hombre justo y sabio. ¿Quieres despojarte de ese odio y volver de nuevo á ser una criatura humana? Si no por él, á lo menos por tí. Perdona; y deja su ulterior castigo al Poder á quien pertenece. Dije ahora poco que nada bueno podíamos esperar él, ni tú, ni yo, que andamos vagando juntos en este sombrío laberinto de maldad, tropezando á cada paso contra la culpa que hemos esparcido en nuestra senda. No es así. Puede haber algo bueno para tí; sí, para tí solo, porque tú eres el profundamente ofendido, y tienes el privilegio de poder perdonar. ¿Quieres abandonar ese único privilegio? ¿Quieres rechazar esa ventaja de incomparable valor?

– Basta, Ester, basta, – replicó el anciano médico con sombría entereza. – No me está concedido perdonar. No hay en mí esa facultad de que hablas. Mi antigua fe, olvidada hace tiempo, se apodera de nuevo de mí y explica todo lo que hacemos y todo lo que padecemos. El primer paso errado que diste, sembró el germen del mal; pero desde aquel momento ha sido todo una fatal necesidad. Vosotros que de tal modo me habéis ofendido, no sois culpables, excepto en una especie de ilusión; ni soy yo el enemigo infernal que ha arrebatado al gran enemigo del género humano su oficio. Es nuestro destino. Deja que se desenvuelva como quiera. Continúa en tu sendero, y haz lo que te parezca con ese hombre.

Hizo una señal con la mano y siguió recogiendo hierbas y raíces.

XV
ESTER Y PERLA

DE este modo Rogerio Chillingworth, – viejo, deforme, y con un rostro que se quedaba grabado en la memoria de los hombres más tiempo de lo que hubieran querido, – se despidió de Ester y continuó su camino en la tierra. Iba recogiendo aquí una hierba, arrancaba más allá una raíz, y lo ponía todo en el cesto que llevaba al brazo. Su barba gris casi tocaba el suelo cuando, inclinado, proseguía hacia adelante. Ester le contempló un momento, con cierta extraña curiosidad, para ver si las tiernas hierbas de la temprana primavera no se marchitarían bajo sus pies, dejando un negro y seco rastro al través del alegre verdor que cubría el suelo. Se preguntaba qué clase de hierbas serían esas que el anciano recogía con tanto cuidado. ¿No le ofrecería la tierra, avivada para el mal, en virtud del influjo de su maligna mirada, raíces y hierbas venenosas de especies hasta ahora desconocidas que brotarían al contacto de sus dedos? ¿Ó no bastaría ese mismo contacto para convertir en algo deletéreo y mortífero los productos más saludables del seno de la tierra? El sol, que con tanto esplendor brillaba donde quiera, ¿derramaba realmente sobre él sus rayos benéficos? ¿Ó acaso, como más bien parecía, le rodeaba un círculo de fatídica sombra que se movía á par de él donde quiera que dirigiera sus pasos? ¿Y á dónde iba ahora? ¿No se hundiría de repente en la tierra, dejando un lugar estéril y calcinado que con el curso del tiempo se cubriría de mortífera yerba mora, beleño, cicuta, apócimo, y toda otra clase de hierbas nocivas que el clima produjese, creciendo allí con horrible abundancia? ¿Ó tal vez extendería enormes alas de murciélago, y echando á volar en los espacios, parecería tanto más feo cuanto más ascendiera hacia el cielo?

– Sea ó no un pecado, – dijo Ester con amargura y con la mirada fija en el viejo médico, – ¡odio á ese hombre!

Se reprendió á sí misma á causa de ese sentimiento, pero ni pudo sobreponerse á él ni disminuir su intensidad. Para conseguirlo, pensó en aquellos días, ya muy lejanos, en que Rogerio acostumbraba dejar su cuarto de estudio á la caída de la tarde, y venía á sentarse junto á la lumbre del hogar, á los rayos de luz de su sonrisa nupcial. Decía entonces que necesitaba calentarse al resplandor de aquella sonrisa, para que desapareciera de su corazón de erudito el frío producido por tantas horas solitarias pasadas entre sus libros. Escenas semejantes le parecieron en otro tiempo investidas de cierta felicidad; pero ahora, contempladas al través de los acontecimientos posteriores, se habían convertido en sus recuerdos más amargos. Se maravillaba de que hubiera habido tales escenas; y sobre todo, de que se hubiera dejado inducir á casarse con él. Consideraba eso el crimen mayor de que tuviera que arrepentirse, así como haber correspondido á la fría presión de aquella mano, y haber consentido que la sonrisa de sus labios y de sus ojos se mezclara á las de aquel hombre. Y le parecía que el viejo médico, al persuadirla, cuando su corazón inexperto nada sabía del mundo, al persuadirla que se imaginase feliz á su lado, había cometido una ofensa mayor que todo lo que á él se le hubiere hecho.

– ¡Sí, le odio! – repitió Ester con más intenso rencor que antes. – ¡Me ha engañado! ¡Me hizo un mal mucho mayor que cuanto yo le he inferido!

¡Tiemble el hombre que consigue la mano de una mujer, si al mismo tiempo no obtiene por completo todo el amor de su corazón! De lo contrario, le acontecerá lo que á Rogerio Chillingworth, cuando un acento más poderoso y elocuente que el suyo despierte las dormidas pasiones de la mujer; entonces le echarán en cara hasta aquel apacible contento, aquella fría imagen de la felicidad que se la hizo creer era la calurosa realidad. Pero Ester hace tiempo que debía haberse desentendido de esta injusticia. ¿Qué significaba? ¿Acaso los siete largos años de tortura con la letra escarlata habían producido dolores indecibles sin que en su alma hubiese penetrado el remordimiento?

Las emociones de aquellos breves instantes, en que estuvo contemplando la figura contrahecha del viejo Rogerio, arrojaron una luz en el espíritu de Ester, revelando muchas cosas de que, de otro modo, ella misma no se habría dado cuenta.

Una vez que el médico hubo desaparecido, llamó á su hijita.

– ¡Perla! ¡Perlita! ¿dónde estás?

Perla, cuya actividad de espíritu jamás flaqueaba, no había carecido de distracciones mientras su madre hablaba con el anciano herbolario. Al principio se divirtió contemplando su propia imagen en un charco de agua; luego hizo pequeñas embarcaciones de corteza de abedul y las cargó de conchas marítimas, zozobrando la mayor parte; después se empeñó en tomar entre sus dedos la blanca espuma que dejaban las olas al retirarse, y la esparcía al viento; percibiendo luego una bandada de pajarillos ribereños, que revoloteaban á lo largo de la playa, la traviesa niña se llenó de pequeños guijarros el delantal, y deslizándose de roca en roca en persecución de estas avecillas, deplegó una destreza notable en apedrearlas. Un pajarito de pardo color y pecho blanco fué alcanzado por un guijarro, y se retiró revoloteando con el ala quebrada. Pero entonces la niña cesó de jugar, porque le causó mucha pena haber hecho daño á aquella criaturita tan caprichosa como la brisa del mar ó como la misma Perla.

Su última ocupación fué reunir algas marinas de varias clases, haciendo con ellas una especie de banda ó manto y un adorno para la cabeza, lo que le daba el aspecto de una pequeña sirena. Perla había heredado de su madre la facultad de idear trajes y adornos. Como último toque á su vestido de sirena, tomó algunas algas y se las puso en el pecho imitando, lo mejor que pudo, la letra A que brillaba en el seno de su madre y cuya vista le era tan familiar, con la diferencia de que esta A era verde y no escarlata. La niña inclinó la cabecita sobre el pecho y contempló este ornato con extraño interés, como si la única cosa para que hubiera sido enviada al mundo fuese para desentrañar su oculta significación.

– ¿Quisiera saber si mi madre me preguntará qué significa esto? – pensó Perla.

Precisamente oyó entonces la voz de su madre, y corriendo con la misma ligereza que revoloteaban los pajaritos ribereños, se presentó ante Ester, bailando, riendo, y señalando con el dedo el adorno que se había fijado en el pecho.

– Mi Perlita, – dijo la madre después de un momento de silencio, – la letra verde y en tu seno infantil no tiene objeto. ¿Pero sabes tú, hija mía, lo que significa la letra que tu madre tiene que llevar?

– Sí, madre, – dijo la niña, – es la A mayúscula. Tú me lo has enseñado en la cartilla.

Ester la miró fijamente; pero aunque en los ojos negros de la niña había la singular expresión que tantas veces notara en ellos, no pudo descubrir si para Perla tenía realmente alguna significación aquel símbolo, y experimentó una mórbida curiosidad de averiguarlo.

– ¿Sabes acaso, hija mía, por qué tu madre lleva esta letra?

– Sí lo sé, – respondió Perla fijando su inteligente mirada en el rostro de la madre, – por la misma causa que el ministro se lleva la mano al corazón.

– ¿Y cuál es esa causa? – preguntó Ester medio sonriéndose al principio con la absurda respuesta de la niña, pero palideciendo un momento después. – ¿Qué tiene que ver la letra con ningún corazón, excepto el mío?

– Nada, madre; he dicho todo lo que sé, – respondió Perla con mayor seriedad de la que le era habitual. – Pregúntale á ese viejo con quien has estado hablando. Tal vez él te lo pueda decir. Pero dime, mi querida madre, ¿qué significa esa letra escarlata? ¿Y por qué la llevas tú en el pecho? ¿Y por qué el ministro se lleva la mano al corazón?

Diciendo esto tomó la mano de su madre entre las dos suyas y fijó en su rostro las miradas con una expresión grave y reposada, poco común en su inquieto y caprichoso carácter. Se le ocurrió á Ester la idea de que tal vez la niña estaba tratando realmente de identificarse con ella con infantil confianza, haciendo lo que podía y del modo más inteligente que le era dable, para establecer entre las dos un lazo más estrecho de cariño. Perla se le mostraba bajo un aspecto que hasta entonces no había visto. Aunque la madre amaba á su hija con la intensidad de un afecto único, había tratado de conformarse con la idea de que no podía esperar en cambio sino muy poco: un cariño pasajero, vago, con arranques de pasión, petulante en sus mejores horas, que nos hiela con más frecuencia que nos acaricia, que se muestra besando las mejillas con dudosa ternura, ó jugando con el pelo, ó de otro modo semejante, para desvanecerse el instante inmediato y continuar con sus juegos de costumbre. Y esto era lo que pensaba una madre acerca de su hijita, pues los extraños habrían visto tan solo unos cuantos rasgos poco amables, haciéndolos aparecer aun más negros.

Pero ahora se apoderó de Ester la idea de que Perla, con su notable precocidad y perspicacia, había llegado ya á la edad en que podía hacerse de ella una amiga y confiarle mucho de lo que causaba el dolor de su corazón maternal, hasta donde fuera posible teniendo en cuenta la consideración debida á la niña y al padre. En el pequeño caos del carácter de Perla había sin duda en embrión un valor indomable, una voluntad tenaz, un orgullo altivo que podía convertirse en respeto de sí misma, y un desprecio por muchas cosas que, bien examinadas, se vería que estaban contaminadas de falsedad. Se hallaba igualmente dotada de afectos que, si bien poco tiernos, tenían todo el rico aroma de los frutos aun no madurados. Con todas estas altas cualidades creía Ester que esta niña se volvería una noble y excelente mujer, á menos que la parte mala heredada de la madre fuese grande en demasía.

La tendencia inevitable de Perla á ocuparse en el enigma de la letra escarlata, parecía una cualidad innata en la niña. Ester había pensado á menudo que la Providencia, al dotar á Perla con esta marcada propensión, lo hizo movida de una idea de justicia y de retribución; pero nunca, hasta ahora, se le había ocurrido preguntarse si, enlazada á esta idea, no habría también la de benevolencia y perdón. Si tratara á Perla teniendo en ella fe y confianza, considerándola mensajero espiritual al mismo tiempo que criatura terrestre, ¿no sería su destino suavizar y finalmente desvanecer el dolor que había convertido el corazón de su madre en una tumba? ¿No serviría también para ayudarla á vencer la pasión, en un tiempo tan impetuosa, y aun hoy ni muerta ni dormida sino sólo aprisionada en aquel sepulcro de su corazón?

Tales fueron algunos de los pensamientos que bulleron en la mente de Ester, con tanta viveza como si en realidad algún sér misterioso se los hubiera murmurado al oído. Y allí estaba Perla todo este tiempo estrechando entre las manecitas suyas la mano de su madre, con las miradas fijas en su rostro, mientras repetía una y otra vez las mismas preguntas.

– ¿Qué significa la letra, madre mía? y ¿por qué la llevas tú? y ¿por qué se lleva el ministro la mano al corazón?

– ¿Qué le diré? – se preguntó Ester á sí misma. – ¡No! Si este ha de ser el precio del afecto de mi hija, no puedo comprarlo á tal costo.

Después habló en voz alta.

– Tontuela, – le dijo, – ¿qué preguntas son esas? Hay muchas cosas en este mundo que una niña no debe preguntar. ¿Qué sé yo acerca del corazón del ministro? Y en cuanto á la letra escarlata, la llevo por lo bonito que lucen sus hilos de oro.

En todos los siete años ya transcurridos, jamás Ester había mostrado falsedad alguna respecto al símbolo que ostentaba su pecho, excepto en aquel momento, como si á pesar de su constante vigilancia hubiese penetrado en su corazón una nueva enfermedad moral, ó alguna otra de antigua fecha no hubiera sido expulsada por completo. En cuanto á Perla, la seriedad de su rostro ya había desaparecido.

Pero la niña no se dió por vencida en el asunto de la letra escarlata; y dos ó tres veces, mientras regresaban á su morada, y otras tantas durante la cena, y cuando su madre la estaba acostando, y aun una vez después que parecía estar ya durmiendo, Perla con cierta malignidad en las miradas de sus negros ojos, continuó su pregunta:

– Madre, ¿qué significa la letra escarlata?

Y la mañana siguiente, la primera señal que dió la niña de estar despierta fué levantar la cabecita de la almohada y hacer la otra pregunta que de tan extraño modo había asociado á la letra escarlata:

– Madre, madre, ¿por qué tiene siempre el ministro la mano sobre el corazón?

– Cállate, niña traviesa, – respondió la madre con una aspereza que nunca había empleado hasta aquel momento. – No me mortifiques más, ó te encerraré en un cuarto obscuro.

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12+
Litres'teki yayın tarihi:
22 ekim 2017
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