Kitabı oku: «La razón práctica en el Derecho y la moral», sayfa 3

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El carácter excluyente de una razón concierne a su fuerza como razón —algunas razones tienen una fuerza excluyente, otras no—. Esto añade una tercera dimensión a la discusión anterior sobre tipos de razones: además de direccionalidad y contenido, las razones tienen fuerza.

La deliberación no puede prolongarse por siempre. Después de reflexionar sobre un asunto lo mejor que podamos, debemos tomar una decisión. A veces puede que incluso recurramos a tirar una moneda cuando el asunto se presenta rodeado de incertidumbre o cuando las razones a cada lado parecen igualmente fuertes y ninguna es una razón excluyente. La decisión es un acto de la voluntad que a menudo se manifiesta en alguna acción abierta, como reservar un billete de avión o llamar por teléfono para confirmar una reserva en un hotel o aceptar una invitación social o profesional. Las decisiones, por supuesto, pueden revocarse o abandonarse con el tiempo, pero la revocación exige una nueva decisión guiada por una nueva deliberación. El equivalente colectivo o corporativo al acto individual de manifestar una decisión por medio de una acción es la aprobación de una resolución en una reunión de la autoridad corporativa o colectiva convocada de manera competente. Las reglas procedimentales normalmente estipulan que tales decisiones solo pueden ser reconsideradas o revocadas recurriendo a procedimientos especiales.

Tras la decisión viene la implementación. ¿Cómo realizarla? ¿Cómo dividir las partes de un proyecto largo? ¿Cuándo hacer una pausa, cuándo retomarlo? Todas estas preguntas requieren una especie de deliberación «ejecutiva» y decisiones (minidecisiones) sobre la manera más oportuna y mejor de continuar. ¿Cuándo abandonar totalmente el proyecto? Aquí, como ya se señaló, la cuestión de la satisfacción de completarlo es un factor a favor de continuar, respaldado por los remordimientos por el tiempo malgastado si efectivamente no hay expectativas útiles de continuar hasta el final.

Esto dirige nuestra atención hacia el hecho evidente de que la vida puede ser compleja. Incluso un autor decidido probablemente tendrá más de un proyecto en curso. Además de escribir un libro, uno puede tener una vida familiar que debe cuidar, un trabajo docente o administrativo que exige esfuerzo y atención o quizá algún trabajo relativamente menor para mantener unos ingresos mientras reserva todo el tiempo libre para el esfuerzo literario en cuestión. Y, en medio, puede que haya congresos a los que asistir o clases que preparar como profesor invitado o vacaciones que disfrutar. Incluso los grandes proyectos se entrelazan con otros proyectos o actividades, algunos bastante mundanos, con los que uno también está comprometido. Así que unos proyectos deben hacer concesiones a otros, y en la deliberación se requiere asignar tiempo y esfuerzo a cada uno, para lo que puede ser útil, por ejemplo, escribir un diario de compromisos y citas. La vida de una persona autónoma es compleja y exige una reflexión y una deliberación regulares sobre cómo está llevando todos sus proyectos y actividades, y puede que esto requiera una toma ejecutiva de decisiones sobre proyectos en curso y una deliberación sobre otros nuevos posibles. En la terminología popularizada por John Rawls, se debe tener un «plan de vida»7 global en el que las propias actividades y actuales proyectos estén integrados de algún modo.

3. ¿ES ESTA UNA IMAGEN DEMASIADO EGOCÉNTRICA?

El deliberador racional caracterizado hasta ahora debe de parecer una persona terriblemente ensimismada en sí misma. Una persona está metida en su propio plan de vida con todos los proyectos y las actividades que lo componen, otra persona en el suyo propio, y así para cada individuo, dejando a un lado, por supuesto, los proyectos corporativos o colectivos —pero eso a su vez puede ejemplificar simplemente un ensimismamiento corporativo—. Sin embargo, eso no es todo. En cuanto que deliberadores racionales, cada uno es también un agente moral, y eso implica una actitud no ensimismada.

El razonamiento práctico en la moral ciertamente concierne a mis planes para mí mismo, pero plantea aún más notoriamente la cuestión de las obligaciones hacia otras personas. ¿Qué pasa con mis hijos, mi cónyuge, mis amigos, mis colegas, mi jefe, mis conciudadanos y, de hecho, todos mis semejantes con sus sufrimientos? ¿Cómo figuran en mis planes? Y lo más importante: ¿cómo deberían figurar? ¿No es esa la esencia misma de todo problema moral? ¿Qué debemos a los otros? ¿Cómo respondemos a ellos? ¿No es la respuesta irreflexiva de amabilidad y buena voluntad a un extraño en problemas el ejemplo más obvio de acción moralmente buena, a diferencia de todos los cálculos y toda la deliberación que tipificamos como razonamiento práctico?

Estas cuestiones tienen mucho peso pero no son ajenas a nuestra discusión, en la que se ha insistido en el lugar que ocupan las razones concernientes a otros y concernientes a la comunidad entre los componentes de la deliberación y también (puede suponerse) de la ejecución de decisiones. Es obviamente cierto que solo uno mismo puede pensar en lo que va a hacer, ciertamente desde la perspectiva de la agencia y la acción. Yo puedo preguntarme qué hará usted, puedo reflexionar sobre qué sería inteligente o correcto que hiciera y puedo darle mi opinión sobre ello si quiere, pero solo usted puede decidir qué le merece la pena hacer en este momento, qué es lo que debería hacer por encima de todo lo demás. El razonamiento práctico, en este sentido, siempre está dirigido a uno mismo y sirve para gestionarse a uno mismo, ya sea un razonamiento individualista o corporativo.

Que esté dirigido a uno mismo no significa, sin embargo, que sea concerniente a uno mismo. Una autora que decide que debe embarcarse en la escritura de cierto libro y completarlo dentro de cierto plazo puede considerar que sus obligaciones hacia su editor o hacia el organismo que le ha otorgado una beca son una razón buena y suficiente para ponerse a trabajar. Podría verla como una razón concluyente, independientemente de cualquier otra razón concerniente a uno mismo, económica o de otro tipo, que también pueda pensar que influye en este caso. Esto sería evidente si se imaginara que la situación es un poco más compleja. Se le ha ofrecido una plaza como profesora visitante que es muy prestigiosa y puede ser bastante agradable, pero debe asumirla dentro de los próximos doce meses. Esos son precisamente los doce meses en los que debe escribir el libro para cumplir con el plazo acordado. En lo que respecta a las razones concernientes a uno mismo, ella podría pensar que lo correcto desde su punto de vista «egoísta» es posponer o abandonar el libro para asumir la plaza de profesora visitante. Sin embargo, sus obligaciones hacia terceras partes superan a estas consideraciones, así que rechaza la invitación con pesar y se pone a escribir.

El término «moral», en uno de sus sentidos más restringidos, se usa para llamar la atención sobre los elementos concernientes a otros del razonamiento práctico. Las exigencias de la moral son exigencias en favor de otras personas diferentes de la que está deliberando. Las motivaciones o las razones morales son las que compiten con las concernientes a uno mismo. Cada uno de nosotros se encuentra constantemente en riesgo de favorecerse demasiado a sí mismo. Las razones concernientes a uno mismo para hacer algo pueden aparecer vívidamente iluminadas o pueden verse ensombrecidas por las exigencias que hemos caracterizado como «razones concernientes a otros». La virtud moral requiere en sus fundamentos una determinación firme e incluso férrea de no sobrevalorar lo que concierne a uno mismo en detrimento de las consideraciones que conciernen a otros. La imparcialidad entre uno mismo y los otros es difícil de cultivar pero es fundamental para la moral.

Esto es cierto e importante. Sin embargo, ese es solo uno de los sentidos del término «moral». Además, prestarle demasiada atención puede empujarlo a uno hacia el error opuesto. Es cierto que todos tenemos una tendencia hacia el egoísmo, en el sentido de una propensión a sobrevalorar las motivaciones concernientes a uno mismo en detrimento de las concernientes a otros, y debemos estar en guardia ante esto. No obstante, también es posible la corrección excesiva. Convertirse en un felpudo o en un mártir en favor de las necesidades relativamente triviales de otros es un error de juicio —de juicio moral, de hecho— tanto como lo opuesto. También puede tener efectos moralmente indeseables, como en el caso de unos padres que, temerosos de descuidar a sus hijos, terminan por mimarlos totalmente y por fomentar en la práctica que se conviertan en mocosos egoístas. Aquí, como en muchos otros asuntos, existe un término medio deseable, y una desviación de ese punto en cualquier dirección conduce al error moral, aunque la tendencia al error normalmente esté algo sesgada en la dirección de uno mismo.

A veces se traza una distinción entre razones «prudenciales» y «morales» para la acción, sobre la base de que las prudenciales son concernientes a uno mismo, mientras que las morales son concernientes a otros. Este es un uso muy desaconsejable. «Phronesis» en griego se traduce como «prudentia» en latín y «prudencia» en español. Significa sabiduría práctica, que se manifiesta en una capacidad madura para deliberar de una manera correcta y equilibrada, teniendo en cuenta todo lo que debe considerarse y dejando a un lado consideraciones irrelevantes. La «prudencia» en este sentido no se refiere solo a lo que concierne a uno mismo. Consiste en dar su justo valor a las consideraciones concernientes a uno mismo, las concernientes a otros y las concernientes a la comunidad en cualquier contexto de deliberación importante. Quienes pueden ayudar a guiar (no controlar) las deliberaciones de una persona afligida por dificultades son sabios consejeros de quienes están turbados por difíciles problemas prácticos.

Aquí no trataremos «moral» y «prudencia» como virtudes mutuamente excluyentes. La prudencia conduce a decisiones moralmente correctas, y las decisiones son moralmente correctas en la medida que den el valor justo o apropiado a las consideraciones concernientes a otros siempre que estas compitan con las concernientes a uno mismo. La pregunta, por tanto, concierne al «valor justo o apropiado»: ¿cómo debemos evaluar las razones para lograr una sabiduría práctica en la toma de decisiones? Hay una respuesta aparentemente circular que ha sido popular durante siglos: la sabiduría se aprende observando y tratando de imitar a quienes ya son sabios. Uno se convierte en alguien que toma buenas decisiones aprendiendo de alguien que ya es sabio. De la misma manera, se aprende a tallar la madera siendo aprendiz de un buen artesano, se aprende a navegar bien aprendiendo de un buen capitán de barco, se aprende a escribir bien imitando a buenos escritores establecidos y prestando atención a las críticas de buenos críticos, y así sucesivamente. Esto, sin embargo, es complicado. Las personas sabias toman las decisiones correctas. Yo aprendo a tomar decisiones correctas siguiendo las palabras y el ejemplo de los sabios. ¿Pero cómo saben hacerlo ellos? Por otra parte, ¿cómo pueden los menos sabios estar seguros de que, a juzgar por la corrección de sus decisiones, el individuo que consideran como un ejemplo tan bueno es realmente sabio, es realmente alguien que toma decisiones de manera correcta? La corrección de sus decisiones demuestra su sabiduría, pero las decisiones son correctas porque es sabio. ¿No están razonando en círculo aquí?

Tal vez la solución no sea muy diferente de la que aplicamos en el caso de habilidades prácticas menores que se aprenden por el ejemplo. El maestro artesano puede mostrarle qué hacer, mostrarle qué va mal en tus intentos, hacer críticas útiles a sus esfuerzos, explicar qué efectos se busca conseguir al ejercitar una habilidad y así sucesivamente. Las personas prácticamente sabias no hacen declaraciones délficas sobre qué es correcto, explican por qué lo es. Muestran las razones que parecen más pertinentes y por qué una de ellas se valora más en un contexto que en otro, entre otras cosas. La persona sabia llama la atención sobre aspectos de la situación de los que puede que uno no se haya percatado o de cuya pertinencia puede que no se haya dado cuenta. La sabiduría viene con la experiencia y los sabios han experimentado más cosas que los aprendices, y han aprendido de su experiencia, una experiencia tanto de errores como de aciertos. No son oráculos infalibles sino guías muy valiosos.

Aunque esto sea cierto, no nos ha acercado mucho a la solución del problema con el que empezamos. ¿Cómo evaluar el diferente valor de diferentes razones? ¿Qué tipo de cosas son las razones? La primera respuesta a esto es: «las razones no son en absoluto cosas». Los aspectos de una situación y los aspectos de las relaciones entre personas son pertinentes para las preocupaciones humanas. El hecho de que una línea de conducta sea posible y que considero que esta línea de conducta es deseable en sí misma o por sus probables resultados es una razón para mí para seguirla. El hecho de que le he prometido a usted no seguir tal línea de conducta si termina por perjudicarlo hace que sea necesario que yo compruebe si es probable que lo perjudique en este caso. Si lo es, entonces hay una razón para que me abstenga de esa línea de conducta. Si no lo es, entonces soy libre de embarcarme en ella y debería hacerlo, a menos que aparezca o me dé cuenta de que hay alguna otra opción más valiosa. Las razones para hacer cosas son hechos, no entidades. Los hechos son lo que afirman los enunciados verdaderos. El mundo tal como lo aprehenden conscientemente los humanos es un mundo de hechos.

Esto se vuelve cada vez más desconcertante. Algunos dicen que hay una brecha insalvable entre los hechos y los valores, pero parece que los hechos (y solo los hechos) pueden darnos razones para actuar, es decir, pueden hacer que merezca la pena hacer algo. Lo que merece la pena tiene valor. Así que los hechos poseen valores después de todo. Sí, pero son valores en un sentido relativo: valores para los humanos. Este relativismo no es incompatible con la objetividad. Los hechos que tienen un valor lo tienen para cualquier ser humano que esté situado de la manera pertinente. (En el razonamiento justificativo, recordemos, las razones son universales, a diferencia de las razones explicativas o biográficas.)

Lo que hasta ahora hemos llamado «razones concernientes a otros» son hechos de un tipo especial, es decir, hechos sobre las relaciones entre personas. Calpurnia y César son cónyuges; Bruto es amigo de César. Bruto ama la República Romana y considera que César es un peligro para su supervivencia. Casio está celoso de César por sus éxitos militares. César dirige tropas que pueden intervenir si solo se utilizan medios políticos para frenar sus maquinaciones. César puede ser asesinado cuando aparezca en el foro. Así que los conspiradores pueden llegar colectivamente a la conclusión de que lo mejor es asesinar a César cuando vaya al foro. Al reflexionar sobre este riesgo, Calpurnia puede implorar a César que evite hoy el foro y así César puede encontrarse en un dilema: por consideración hacia Calpurnia, no debe ir, a menos que los miedos de ella sean infundados. Él considera que es esencial para su papel de estadista asistir a la reunión del Senado en el foro. Los conspiradores consiguen su oportunidad y la aprovechan. Podemos concluir que nadie en esta situación razonó bien. César debería haber prestado más atención a su mujer. Bruto no debería haber asesinado a su amigo y, de hecho, debería haberlo avisado, buscando una manera de hacerlo que no traicionase a los otros conspiradores. Nadie debería haber tomado parte en un asesinato sangriento, incluso aunque César estuviera amenazando con establecer una nueva monarquía con toda probabilidad de convertirse en una tiranía. Todo esto es discutible, pero lo que no es discutible es que tales relaciones entre personas y tales hechos sobre las personas en sus relaciones con otras personas son fundamentales para juzgar qué hacer —si somos uno de los actores—. Adicionalmente, son fundamentales para nuestra evaluación crítica de lo que se hace, si somos meros espectadores. Así que, ¿qué es lo que hace que las relaciones cuenten como razones de esta manera?

4. LA VOLUNTAD LEGISLATIVA

Como seres humanos, actuamos y reflexionamos sobre nuestras acciones. Reaccionamos a sucesos y a veces esa reacción es reflexiva, precedida por una deliberación sobre qué hacer. Este ha sido el tema del presente capítulo hasta ahora. ¿Qué es entonces lo que llegamos a ver cuando reflexionamos sobre las relaciones entre nosotros mismos y otros o entre las personas en general? La mejor respuesta es que vemos la necesidad de algún tipo de respuesta a la situación que tenga las características de una ley. César es un ser humano que se encuentra expuesto al filo de mi daga si lo ataco cuando entre al Senado, ¿pero debería hacerlo? Se debe combatir a todos los tiranos; no se debe matar a ningún ser humano salvo en caso de que sea necesaria la defensa propia. En esta situación, a menos que la amenaza de un régimen tiránico sea muy grave e inmediata, y que no sea posible evitarla por otros medios, la excepción de la defensa propia no se aplica y la norma en contra del asesinato debe prevalecer. Esto es, debe prevalecer de acuerdo con lo que yo propongo como un elemento aceptable de un código de conducta universal. Esta propuesta es discutible y bien puede darse una discusión sobre el problema del tiranicidio8 y sobre la cuestión de qué es necesario hacer para proteger a personas que estén en peligro aparte de Bruto (o quien sea). También se pueden discutir cuestiones de hecho: ¿qué certeza hay de que César esté intentando asumir poderes tiránicos y destruir la República?

Es fácil ver que puede ser cuestionable dónde exactamente se debe trazar la línea de las excepciones justificadas para la norma «no matarás» de maneras que puedan ser pertinentes para este caso. Sin embargo, no se podría imaginar la posibilidad de una comunidad humana en la que no se reconociera que el acto deliberado por parte de una persona de matar a otra es, en todas las circunstancias ordinarias, sumamente inaceptable. Las excepciones, si las hubiera, tienen que ser definidas con mucho cuidado. Si algo merece ser considerado como una «ley universal de la naturaleza», según la famosa expresión de Kant9, sin duda es esto. Una «sociedad» cuyos miembros no reconocieran ninguna restricción normativa para la violencia interpersonal no sería concebible como sociedad, pues la sociedad implica un nivel mínimo de civismo mutuo y de interacciones basadas en la confianza, por muy cautelosa que sea tal confianza. Una guerra hobbesiana de todos contra todos es la antítesis de la sociedad.

Kant y muchos de sus seguidores, incluyendo recientemente a Christine Korsgaard10, representan la manera como sometemos nuestra naturaleza activa a los dictados de nuestra naturaleza reflexiva con la analogía de un órgano legislativo. Matar está mal porque hay una ley que lo prohíbe, una ley que ha sido promulgada por la voluntad de un agente moral guiado por la razón práctica, y es una ley porque se aplica objetiva y universalmente a todas las personas. Todos somos legisladores morales y las leyes de nuestra naturaleza racional dependen de nuestra común voluntad legislativa universal. Esto, sin embargo, hace que la moral parezca un asunto de algún modo arbitrario. Según se argumentará a lo largo del presente trabajo, es preferible otra analogía que se fije en la función judicial en lugar de la legislativa. Nadie reflexiona sobre lo correcto y lo incorrecto durante una deliberación racional salvo en el contexto de un código práctico aprendido y heredado. A las personas se las educa para que conozcan y comprendan reglas morales simples, como no decir mentiras, no incumplir las promesas, no ser violento, no abusar de otros y no robar.

En el proceso gradual de alcanzar la madurez moral, uno habitualmente asume esas normas que ya están operativas, aunque en ocasiones puede que desee cuestionarlas y revisarlas. Uno acepta de manera autónoma lo que originalmente se le inculcó de manera heterónoma. Sin embargo, esto no es como una nueva promulgación solemne de todo un código civil y penal. Es más como la posición de un juez que se enfrenta a problemas que surgen en el contexto de un sistema jurídico que ya está en funcionamiento, pero en un contexto en el que siempre pueden ser necesarias nuevas interpretaciones para lograr la justicia adecuada según la ley. Se adopta la ley de acuerdo con una nueva comprensión mejorada de la misma.

Esta es solo una analogía débil (aunque más adelante tendremos ocasión de volver a ella con mayor profundidad). Los jueces en un sistema jurídico estatal poseen una estricta jerarquía de fuentes de Derecho. Pueden estar vinculados por precedentes de tribunales superiores, así como también están vinculados por leyes parlamentarias que contienen muchas y a menudo laberínticas disposiciones sobre asuntos importantes de Derecho civil, penal o público11. En cambio, no existen jerarquías de autoridad moral (al menos fuera de ciertas tradiciones religiosas). No existen precedentes cuidadosamente registrados, ni códigos de leyes detalladas, ni compendios legislativos actualizados año tras año que contengan las leyes promulgadas sobre una multiplicidad de temas. No existe un libro de códigos morales12, aunque haya resúmenes reconocidos popularmente, como los Diez Mandamientos, así como numerosos tomos de filosofía moral y obras sobre Derecho natural donde se enuncian proposiciones ampliamente aceptadas como reglas morales, como lugares comunes o como principios morales más en general. En cuanto jueces de lo que debemos hacer nosotros mismos y de la conducta de otros, tenemos que extrapolar a partir de las simples orientaciones que hemos heredado o con las que nos hemos criado y determinar gradualmente lo que parece aceptable si se universaliza. La máxima de una acción que debe aceptarse universalmente es más como la ratio decidendi de una resolución del sistema de common law que como un artículo de un código civil o penal o una ley de la Commonwealth o de Estados Unidos13. Quien toma una decisión asume todo un trasfondo de juicios previos y lugares comunes morales que constituyen el marco para la actual decisión, un marco con el que la decisión debe ser coherente. Un juicio es, sin embargo, no solo un acto de la razón sino también de la voluntad: se trata de la cuestión de qué debe considerarse aceptable como máxima universalizable —no de qué está aceptado ya—. En ese sentido la voluntad racional en efecto interviene en el proceso de establecer la pertinencia moral de las relaciones.

Este argumento llama la atención sobre dos tipos diferentes de juicios. A veces uno juzga de manera meramente contemplativa, tratando de llegar a una conclusión sobre qué es o no es el caso. Puede que quiera formarme una conclusión sobre la cuestión de qué está causando que aparezca una mancha marrón en mi pared. ¿Está húmeda? Y, si lo está, ¿de dónde viene la humedad? O puede que contemple el curso que ha tomado la guerra de Irak desde 2003 y las circunstancias de los años 2001-2003 que llevaron al ataque por parte de EEUU y la «coalición de la voluntad». Puede que desee evaluar estos sucesos de acuerdo con los estándares del Derecho internacional. ¿Fue esta acción militar una guerra legal o un acto ilegal? Esta es una pregunta sobre una cuestión práctica, pero para mí, como un mero asunto de contemplación, la cuestión no es práctica. Por supuesto, si estoy a punto de votar en una elección pertinente, o si estoy considerando si debo participar en alguna protesta, el juicio sobre la legalidad de la guerra será importante en el contexto de mi deliberación práctica, para saber cómo votar o si unirme a la protesta.

Si hubiera sido un miembro del gobierno o del Parlamento del Reino Unido en febrero de 2003, al considerar la cuestión de la legalidad de la guerra, habrían sido pertinentes los mismos factores para resolverla que en el caso contemplativo. Pero la deliberación habría sido un asunto de razonamiento práctico, no de pura contemplación o especulación. Habría sido fundamental para mi deliberación la cuestión de si debía permanecer en el gobierno y apoyar su política militar, o la cuestión de si debía votar «sí» o «no» en la votación sobre si se debía aprobar la acción militar. (En realidad, en aquel tiempo yo era un Miembro del Parlamento Europeo, donde alcé mi voz y mi voto en favor de las resoluciones que deploraban la decisión de embarcarse en una guerra en las circunstancias de aquel momento.)

Esta distinción se sigue de las proposiciones ya establecidas, de que son los hechos los que pueden ser constitutivos de las razones. La cuestión de si cierto hecho se da o no se da no puede determinarse por medio del razonamiento práctico. La cuestión de si el hecho, en caso de que se dé, es una buena razón para que una persona actúe tras la debida deliberación depende de cómo esté situada esa persona. Los hechos pueden ser razones relacionadas con una acción, pero solo para una persona que contemple unas acciones para las que sea pertinente este hecho y otros. La cuestión de si son pertinentes o no depende de si aparecen en una máxima reguladora o una norma de acción, y en este asunto siempre es decisiva la prueba de la universalización.

También hay un lugar para los ensayos más exhaustivos de la filosofía moral crítica. Un famoso ejemplo es Derecho, libertad y moralidad de H. L. A. Hart14 y otro es Sobre la libertad de su gran modelo y precursor John Stuart Mill15. Tales obras están dirigidas a la razón legislativa y proponen principios de práctica legislativa sobre fundamentos morales. Tienen un gran valor práctico, pero no son modelos de razonamiento moral ordinario.

5. RECIPROCIDAD Y EL DOMINIO PROTEGIDO

Las razones concernientes a otros en la deliberación son (o incluyen) razones morales del tipo generado por la voluntad racional de la manera indicada. Son esencialmente interpersonales y relacionales, de modo que poseen cierta reciprocidad intrínseca. El hecho de que sea incorrecto que yo lo ataque y ponga en peligro su vida implica que es igualmente incorrecto que usted me ataque, y así sucesivamente. Sea cual sea la mejor versión de «no matarás», es universal, así que si obliga a uno obliga a todos. Lo mismo vale para la prohibición de robar, de dar falso testimonio, de mentir y de romper las promesas, por tomar algunos ejemplos trillados y poco controvertidos. Mi deber de no atacarlo se corresponde con su deber de no atacarme, y así sucesivamente. Por lo tanto, a la inversa, cada uno de nosotros tiene un derecho frente a todos los demás de no ser atacado. Del mismo modo, tenemos el derecho de no ser robados, de no sufrir perjurio, de no ser engañados y de no ser decepcionados por el incumplimiento de una promesa.

Así que estos y otros deberes morales básicos tienen un aspecto dual. Por un lado, por supuesto, equivalen a restricciones autoimpuestas que limitan lo que podemos permitirnos hacer correctamente. Por otro lado, sin embargo, demarcan un dominio de libertad moral, en el que somos libres de actuar como nos parezca mejor una vez que estamos seguros de que eso no implicará el incumplimiento de un deber, o, dicho de otra forma, la violación de un derecho de alguna otra persona.

Cuando consideramos el razonamiento práctico en su modalidad concerniente a uno mismo, dirigido a escoger y emprender proyectos y actividades dentro de algún plan de vida más general, la importancia de esto queda clara. Al decidir de manera deliberativa o ejecutiva sobre qué hacer o cómo empezar un proyecto adoptado (por ejemplo, escribir un libro), estamos en primer lugar y principalmente deliberando sobre el bien. Nos estamos preguntando: «¿Cuál es un buen uso de mi tiempo, cuál de los diferentes buenos usos es actualmente el mejor?» De nuevo, esto no solo implica un sentido adquirido de lo que vale la pena hacer, sino también el desarrollo de ese sentido por medio del razonamiento autónomo. El juicio sobre qué es lo que merece su interés, preocupación, atención y acción es un juicio del ámbito del «debería», aunque no del ámbito del «deber» como tal. Es universal en un sentido más débil que el juicio de un deber. Lo que merece la pena para mí debe merecer la pena para cualquiera —pero no para todos—. Las personas tienen diferentes talentos y predilecciones, y alcanzan la madurez en la toma de decisiones tras diferentes cursos de aprendizaje, escolarización, formación o lo que sea. Cada una debe ser capaz de ver qué es lo que hace que los fines de otra sean valiosos, o de lo contrario su valor es puesto seriamente en duda. Sin embargo, no todos adoptan proyectos idénticos, ni tampoco deberían o podrían hacerlo. Este es otro rasgo esencial de la libertad moral. Personas diferentes poseen diferentes bienes y diferentes percepciones del bien. Una persona puede considerar que el proyecto de otra es una total pérdida de tiempo, pero eso no justificaría que interfiriera (aunque puede ofrecer críticas y consejos amistosos). Las personas que se mantienen dentro de sus derechos son moralmente libres para perseguir sus propios fines, y de hecho a cometer sus propios errores de vez en cuando.

Estas reflexiones muestran el buen sentido de la idea de que los deberes hacia otros pueden ser limitaciones16 en la deliberación propia. Son señales de prohibición como la de «Prohibido pisar el césped». Quien esté dispuesto a cumplir la orden de no pisar el césped no recibe instrucciones sobre adónde ir o en qué dirección caminar; que camine por donde quiera, mientras no pisotee este bello jardín. Otra terminología en la que se puede expresar esto es la de las «razones excluyentes»17: el hecho de que uno tiene el deber de no pisar el césped es una razón para excluir de la deliberación todas las líneas de actuación que impliquen caminar sobre él.

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