Kitabı oku: «El mundo que vimos desaparecer», sayfa 6

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Intento relajar los hombros para que el ataque que se acerca no me pille en tensión. Es bastante difícil en un sillón cómodo y me siento imbécil por elegir la tumbona. Elisabeth está sentada en una posición más derecha con cojines duros, por lo que solo tiene que rodar hacia delante y levantarse de un brinco para prepararse. El maestro Wu está sentado en una mecedora, pero para el balanceo con el bastón. La mecedora permite muchas oportunidades para un despliegue más rápido. Yo soy el único al que sorprenderá con un peso doble (impasible entre un pie y otro y, por lo tanto, inmóvil) o, peor, con el culo gordo pegado al sillón. No me he dado cuenta. Por otra parte, si soy sincero, los dos mejores guerreros de la habitación están bien situados a elección mía. A lo mejor soy un estratega nato inconscientemente.

—Cuando tenía cinco años —continúa el maestro Wu—, construí una trampa para ninjas. —La tristeza se desvanece y lo embarga algo cálido, un orgullo curtido por los años.

—Había estado en el bosque en busca de las presas que las trampas habían cogido. Conejos. Había huellas en el barro. Los ninjas salían del bosque y nos miraban durante la noche. Querían que supiéramos que nos estaban observando, todo el tiempo, para que nos diera miedo hacer cualquier cosa por la noche, pero en ese momento era de día. Pensé que si hacía una trampa muy grande y fuerte, podía ponerla en el sendero y atrapar un ninja, así mi madre no tendría tanto miedo. Puede que viera la aprobación en los ojos de mi padre, como cuando lo hacía bien en la curtiduría o cuando practicaba los ejercicios una vez más después de que me dijera que podía parar. Puede que soltara un gruñido. Mi padre reía cuando algo le hacía gracia o sonreía cuando estaba contento, pero solo gruñía cuando algo le había impresionado. Yo le hacía gruñir muy pocas veces. Así, cogí algunas herramientas prestadas e hice una gran trampa muy ancha con cuero mojado, la cubrí con hojas llenas de barro y la até a un tronco viejo. Cuando el ninja tocara la trampa, lo dejaría colgando en el aire.

Se encoge de hombros.

—Era una trampa para ninjas muy mala. Seguramente un ninja muy gordo y tonto se hubiera reído tanto que habría tropezado y se habría caído en la trampa de boca. Se habría hecho daño. Si cayera en la dirección correcta, podría poner un pie en la trampa y habría caído en ella. Pero cuando al final hubiera dejado de reírse, cortaría la cuerda y se iría él solo. Los ninjas no son como los conejos.

Una noche me desperté y había un ninja en mi habitación. Me estaba mirando y me dijo:

—Me llamo Hong. Tú puedes llamarme maestro Hong. ¿Cómo te llamas?

Se lo dije y él respondió:

—¿Sabes quién soy?

Le dije que era xiong shou, un asesino, porque entonces no sabía nada de los ninjas. Se rió.

—Soy Shifu Hong de la Sociedad de la Mano Mecánica. Somos los hijos del tigre. Somos la esperanza de China, del mundo. Somos el orden. Y tú, tú eres el niño que nos deja trampas.

No dije nada porque tenía miedo. Dijo:

—Los niños no cazan tigres. Los tigres cazan niños. —En realidad, eso no es justo para los tigres. Solo los ninjas cazan niños. No dije nada. Tenía demasiado miedo como para moverme, llorar o incluso para hacerme pipí, aunque tenía muchas ganas. Dijo:

—Así que hemos venido a por ti, por tu orgullo; porque siempre venimos, al final. Tienes suerte. No te hemos hecho esperar. Porque siempre venimos, al final.

Sacó un cuchillo, perfecto para tenerlo escondido bajo la ropa en banquetes caros o para cortarles las venas a los niños pequeños. Me preparé para sentir la hoja del cuchillo rechinar contra los huesos, para que el calor escapara rápidamente de mi cuerpo y al fin saber cuál es el destino que les espera a los niños en el otro mundo. Y entonces —como comprenderéis, me llevé un susto y pensé que eso formaba parte de los preparativos para matarme— su pie izquierdo salió despedido por los aires y el ninja aterrizó en el pasillo. El cuchillo cayó al suelo de mi habitación. Se oyó un grito horrible y luego el silencio. Mi padre entró en la habitación y me llevó al pasillo, donde estaba el ninja colgando de un pie, con punzón para trabajar el cuero clavado en el pecho. Colgaba de un cordel igual que el de mi trampa. Mi padre me sostuvo por los hombros y me obligó a mirar. Me dijo:

—¿Qué has hecho mal?

Medité un momento y pensé en decir que había sido muy tonto al meterme en cosas de mayores, que debería haberle preguntado antes de intentar cazar un ninja o que debería haber pensado en la naturaleza de mi presa y así haber hecho una trampa para matar y no para atrapar. O quizá debería haber llorado sin más por el alivio que sentía. Mi padre me volvió a preguntar y yo al final respondí que había hecho una trampa útil, pero que la había puesto en el lugar equivocado. Mi padre valoró mi respuesta, lo estuvo pensando mucho, y durante mucho tiempo, porque no dijo nada mientras bajaba al ninja y lo llevaba a la plaza principal. Cuando volvimos a casa, giró la vista hacia la plaza y me miró. Soltó un gruñido.

El maestro Wu sonríe, levanta las manos como Bruce Lee y dice «¡Jiáaaaaaaa!» y le tira la servilleta a Elisabeth. Ella la desvía con la palma de la mano y dice «pffff», que es el sonido que hacen las manos, mortales como armas, en las películas. Rueda por el sillón y me tira un cojín. Dejo que me dé y estiro los brazos en cruz para fingir mi muerte. El maestro Wu sonríe.

—¡Está fingiendo! ¡Su habilidad de kung-fu para hacerse el muerto es bastante floja!

Después de eso, pasamos una tarde muy alegre y divertida hasta que llega la hora de lavar la tetera y volver a casa. Para entonces ya nos hemos convencido de que, igual que el sol de mango y los esfuerzos espaciales chinos, los ninjas del maestro Wu son también una de sus bromas.

Estoy tan absorto en mi pequeño mundo que descuido por completo el mundo real. Como consecuencia, cuando llega el momento de buscar trabajo u otro sitio en el que seguir estudiando no estoy nada preparado. Todo el mundo piensa en la graduación y en la universidad mientras que yo soy, otra vez, Charlie el último de la fila. No sé lo que hay que hacer y parece que se me han pasado las fechas, por lo que no hay sitio para mí. Elisabeth va a un sitio del interior que se llama Alembic, pues lo había ido arreglando todo con total naturalidad el año pasado, y ella es la que me incita, me presiona y me pisa hasta que le presto atención.

—¡No! —dice.

—Iré…

—¡Que no!

—Pero…

—…¡No!

Me mira fijamente. A los dieciocho años no es que sea pálida o albina o extremadamente rubia al estilo raro de los escandinavos, sino que es como traslúcida, como los peces que viven en la oscuridad del mar. Parece como dibujada en blanco y negro y esa coloración es tan extraña que te distrae de su cara, que no tiene la simetría perfecta de la «belleza» ni la mediocridad de lo «bonito», sino que es «llamativa», incluso «atractiva», pero desde luego «única». Hasta ahora nunca habíamos hablado de ningún tema que no tratara de la vida en el Dragón Sin Voz y a los dos nos confunde y nos inquieta este repentino cambio. Frunce el ceño.

—Bueno, ve a hablar con mi madre.

—Es que…

Levanta un dedo como si fuera un puñal.

—¡No me obligues a patearte!

En ese momento tengo que confesarle que no tengo ni idea de quién es su madre. Elisabeth me mira como si tuviera una cabeza de más.

—Soy Elisabeth Soames. La hija de Assumption Soames.

Ya sé a quién se parece, pero es muy raro porque Elisabeth tiene mi edad y no es una chalada. Su madre es la directora, La Predicadora. Hago un sonido como de gárgaras.

Me mira con fiereza hasta que accedo y le digo que les pediré consejo a los padres de Gonzo y, si eso no funciona, iré a hablar con «Assumption». Entonces, me da un beso en la mejilla derecha y se va a decirle au revoir al maestro Wu. Siento una extraña sacudida cuando cierra la puerta y me dirijo con paso firme a la residencia de los Lubitsch para hablar sobre mi Embarque.

Los alumnos de la Escuela Soames no solo se gradúan. Los fundadores eran seglares de inclinaciones racionalistas y pensaban que los jóvenes que les habían confiado para su preparación no solo entraban en una nueva órbita de la vida adulta, o no solo terminaban sus estudios, sino que cambiaban de localización en su búsqueda de la verdad. Por eso, se dice que los que abandonan el colegio están Embarcando y se les llama, no los Embarcados, que tiene un cierto tinte de tercera clase, sino Embarcantes, que se ajusta a la norma académica y es indescriptiblemente superior, ya que también La Predicadora considera todo lo viejo como un bien natural, como si la práctica proporcionara la santidad a causa de la repetición (en cuyo caso, ciertos pecados que ha prohibido de forma tan estridente podrían ser redimidos y hasta redentores).

No me siento como un Embarcante. Más bien me siento como un náufrago. A mi alrededor hay hombres y mujeres que se preparan para entrar en universidades glorificadas y trabajan a media jornada o friegan platos para pagárselas. Se compran ropa nueva, hacen las maletas y hablan en un código extraño sobre literas y comedores, novatos, kitchenettes, guías estudiantiles y fraternidades, la semana de bienvenida o los convenios de prácticas. Cuando les preguntas, se quedan callados y abochornados, lo que yo interpreto como que, si no lo sabes ya, no hay esperanza de que vayas a ir a la universidad. Es como un banquete a medianoche al que solo está invitada la élite que lleva la tarta y yo no tengo tarta ni moldes ni libro de recetas. Y aunque tuviera, no tengo medios para comprar la harina. Gonzo, por supuesto, se ha asegurado una beca para estudiar Gestión del Territorio y Economía Agrícola (GTEA) en una universidad que se llama Jarndice. Digo «por supuesto» porque, aunque está prohibido ofertar becas basándose únicamente en las destrezas deportivas, parece que, por casualidad, los estudiantes de GTEA requieren una mentalidad cuyas habilidades académicas no están sujetas al examen convencional, sino que, extraña y casualmente, está en consonancia con los requisitos para entender la táctica y estrategia de varias empresas competitivas. Por desgracia, algunos estudiantes de GTEA se sumergen tanto en esta alternativa a sus talentos que en realidad nunca se sacan la carrera y, en su lugar, deciden entrar en el mundo del deporte profesional. El horror de la Universidad Jarndice ante ese despilfarro de mentes jóvenes se ve compensado por el hecho de que esos mismos fracasos a veces se convierten en los mejores capitanes y estrellas de la universidad y honran a su querida escuela con pequeños regalos de agradecimiento como bibliotecas, pabellones y (hasta en una ocasión) un cuadro de Van Gogh. Gonzo hizo una entrevista en la oficina de admisiones de GTEA, justo al lado del campo de rugby. Después de hablar de vacas (Gonzo demostró un amplio conocimiento del proceso digestivo bovino y expresó su deseo de descubrir una cura, junto con una guapa estudiante de la Facultad de Veterinaria, para la plaga de flatulencias y eructos que sufría la vacada de la universidad desde su llegada el jueves), de abonos (aseguró que ya había abonado todas sus deudas) y de rotación de cultivos («Mi madre siempre me ha dicho que no se juega con la comida», momento en el que el profesor Dollan casi se tragó el capuchón del bolígrafo y tuvieron que llevárselo), a los aspirantes se les invitaba a unirse al campo en el decimoquinto partido de entrevistados contra estudiantes de primero de forma amistosa, informal y totalmente opcional. Le dieron una paliza de 73 a 14 al equipo de los entrevistados, pero todos los puntos del equipo visitante los marcó únicamente G. William Lubitsch. Un cálculo de incidentes y accidentes después del partido reveló que Gonzo había dejado incapacitados de forma legal, pero salvaje, a dos miembros del equipo local y que se había hecho daño sin una disminución evidente de su capacidad. En concreto, tenía una conmoción cerebral menor, un hombro ligeramente dislocado, tres puntos sobre el ojo izquierdo, dos costillas rotas y un surtido de cardenales y marcas, y el quitarle la camiseta fue el desencadenante para que la fisioterapeuta insistiera en que fuera con ella inmediatamente a su despacho para curarle las heridas a fondo.

No es que Gonzo no pudiera elegir universidad por su inteligencia. Es más que capaz, solo que eso conllevaría un esfuerzo mucho mayor del que necesita o está dispuesto a hacer. El deporte le resulta menos difícil que la Química o la Geografía —dos asignaturas que le gustan y que se le dan bien cuando hace un esfuerzo— así que eligió el deporte. Yo no sé qué preguntas tengo que hacer, así que me sorprendo a mí mismo haciendo una visita a la directora Soames a su despacho.

Me sorprende lo pequeña que es la habitación y lo pequeña que es en realidad la propia Predicadora. Miro sus posesiones, tan pulcras, perfectamente archivadas, señaladas, etiquetadas y clasificadas. Miro los bolígrafos ordenados por colores, el pequeño rollo de estrellas de papel para los trabajos buenos y las pegatinas en las que pone «TÓXICO» en letras negras sobre fondo amarillo para los trabajos malos; miro a la devota enemiga de la evolución que dirige el colegio. Se me pasa por la cabeza que parece un macaco, pero ese tipo de pensamientos es tan perjudicial —a tantos niveles— que lo detengo rápidamente. Le digo buenos días y ella sonríe débilmente.

—Quiero ir a la universidad —le suelto porque he descubierto que con La Predicadora es mejor decir la verdad lo más rápido posible y no darle tiempo a utilizar su ingenio mordaz—. Elisabeth me dijo que debería venir a hablar con usted. En casa del maestro Wu.

No quiero que piense, ahora menos que nunca, que he tratado mal a su querida (y desatendida) hija, que la he tratado mal de forma física, más allá de lo estrictamente necesario para que me tire al suelo y me inmovilice con una llave de rodilla y, teniendo en cuenta la intimidad física que requiere esa posición, que de repente toma un tono exageradamente sexual, me sorprende que haya sobrevivido a ese pensamiento sin ponerme rojo o sin ninguna otra respuesta física autónoma mucho menos ambigua. Aparto de mi mente esas ideas para evitar decirlas en voz alta.

La Predicadora no me responde de inmediato. Se reclina en la silla y junta las manos. Frunce los labios, se toca las finas líneas de su contorno con la punta de los dedos índice y cierra los ojos. Inhala profundamente y suspira, seguro que dirigiendo una oración a su deidad vengativa, arbitraria, prohibitiva y sin sentido del humor. Me mira frunciendo el ceño bajo unos párpados caídos, saca de su escritorio un paquete de tabaco («canceroso, blasfemo, impregnado de sangre de esclavos y atrapado en la cultura del pecado y la sensualidad que imbuye el mundo moderno») y enciende con una mano un robusto mechero Zippo. Mueve el cigarrillo a un extremo de la boca en un ángulo desenvuelto y le da una calada.

—Bueeeeno —dice por fin Assumption Soames—. Eso se puede arreglar. —Vuelve a chupar del pecado cancerígeno y lo expulsa por la nariz al estilo dragón—. Cierra la boca, hombre, pareces un buzón.

A lo mejor es verdad. Hasta ese momento, había asumido que Assumption Soames reservaba un sitio en la mesa para Dios todas las noches, que cantaba cánticos en la ducha (se duchaba con ropa para evitar las lujurias eróticas ajenas, por inviable que parezca en un primer momento), y que solo comía gravilla y avena para evitar enardecer los sentidos. Más recientemente, al saber que su hija es la niña/mujer delgada y elegante con la que practico rigurosas formas letales de pugilismo y que parece no tener casa, me había imaginado una morada silenciosa y como de cripta, de piedra gris y arpillera. Las comidas, según mi idea de los Warren, se anuncirían con el tañido de grandes campanas y los suelos serían de pino, por lo que Elisabeth tendría que lijarlos todas las mañanas para que no adquiriesen el brillo voluptuoso de la madera que ha sido pisada. Me había tragado la imagen pública de Assumption Soames y, por lo visto, había sido muy inocente.

Cierro la boca, pero no sé cómo tomarme esta importante discrepancia. Pienso que, a lo mejor, es un retorcido examen Predicador para determinar si merezco la ayuda y el auxilio de su Iglesia en mi difícil momento educativo. La Predicadora que conozco es de una franqueza absolutamente ladina, un golpe sutil como esos ordenadores que juegan al ajedrez repasando todos los movimientos posibles que pueden hacerse. Cuando La Predicadora manipula, juega en un campo amplio, saca ventaja de cada contratiempo y resurge victoriosa de lo pequeño al perseguir el cuadro completo a cada instante. No me atrevo a confiar en este nuevo rostro. Assumption Soames me fulmina con la mirada, suspira súbitamente y tira la ceniza en un cenicero con forma de angelito. Se remueve en la silla como si estuviera impaciente.

—¿Te cuento una historia?

Asiento con cautela. Estaba sentado en la misma silla cuando perdí la fe en Dios. Apesta a comprensión solitaria. Parece que he encontrado una cara amiga donde menos me lo esperaba. La silla y yo estamos reevaluando nuestra relación. Eso es más seguro que reevaluar mi relación con La Predicadora, que claramente ha perdido un tornillo y en cualquier momento se pondrá a echar espuma por la boca o a cantar cancioncillas obscenas de la tele. Se remueve otra vez sobre lo que parece ser un cojín (parece un cojín lujoso más que uno lleno de piedras o de cuchillas como me esperaba). Satisfecha con la posición de su trasero, Assumption Soames comienza. Cuenta la historia como una parábola.

—Una noche, un viajero se pasa su desvío en el camino y se pierde en el bosque. Tiene un perro, pero hace lo que hacen todos los perros y no sabe muy bien cuál es el camino a casa. A lo mejor está en el coche y el perro no lo sabe. En fin, está total e irremediablemente perdido entre los árboles y llega a una bifurcación en el camino. Su fiel sabueso va con él, así que no tiene miedo, pero quiere llegar a casa. —Hace girar el cigarrillo en un pequeño círculo—. Se alegra al ver que en la bifurcación hay una taberna donde podrá preguntar el camino. A lo mejor es un hotel con un bar. Ya no hay tabernas, ¿no? Así que llega a un hotel. El típico sitio asqueroso con serrín por el suelo. El típico sitio en el que no deberías entrar, ¿vale?

Asiento.

—Sentadas en el bar hay tres siniestras arpías, tan viejas que no se les ven los ojos de lo arrugadas que están, ¿vale?

Asiento de nuevo. Es la primera vez que hablo con La Predicadora y tengo la sensación de que mi consentimiento y participación es una parte necesaria de su plan de acción y la novedad me hace estar tenso. Sin embargo, Assumption Soames se desprende de la tensión que tenía en los músculos como si la hubieran desenchufado de la corriente eléctrica. Mueve los brazos, da golpecitos con los pies y zarandea el cigarrillo por el aire solo para hacer puntos y apartes luminosos cuando llega a los momentos importantes.

—Así que el viajero se acerca a las señoras y les pregunta muy educadamente cómo puede llegar a casa. La más vieja, que está en el medio, se lleva las manos a la frente, aparta la cortina de pelo y lo fulmina con la mirada: ¡Yo no contesto a preguntas! —Assumption Soames da un golpe en la mesa con la mano y de repente habla con una voz áspera, rural e inquietante—. Señala a cada una de sus hermanas a los lados y dice: ¡Una de ellas siempre dice la verdad y la otra siempre miente y solo puedes hacerles una pregunta!

Tiene que hacer una pregunta muy sofisticada si quiere sacarles a las señoras el camino a casa. Por suerte, el viajero, que es Evander John Soames de Cricklewood Cove, es profesor. Sabe qué pregunta debe hacer. Vale, dice el señor Soames mirando a la arpía más cercana a la ginebra, entonces mi pregunta es: ¿cuál de los dos senderos me diría la otra que es el que lleva a casa?. El señor Soames entiende la técnica de la Lógica y sabe que, si está hablando con la hermana que dice la verdad, esta le dirá el sendero que no es porque es el que diría la otra hermana y, si está hablando con la hermana que miente, esta le dirá que el sendero correcto (el que le diría la otra hermana) es el otro, así que le digan lo que le digan, sabe que tiene que ir por el sendero contrario. La arpía le dice que vaya por el sendero del sur, así que él va al norte.

Assumption Soames le da otra calada al cigarro y frunce el ceño al otro lado del escritorio. No sería un final muy satisfactorio para la historia, pero parece que la pausa está esperando la participación del público. La miro y pregunto:

—¿Llega a casa?

—No.

—¿Qué?

—No. No vuelve a casa con su mujer y su bebé. Ni con su perro. El señor Soames coge el sendero norte donde lo abordan los muchos hijos e hijas de las tres arpías, que son antropófagos.

—Ah.

—Caníbales. Y perros que comen hombres y, lamentablemente, también otros perros. —Se inclina hacia delante—. Hacen un pastel de Soames y todos viven felices para siempre hasta que son exterminados por un brote de kuru o tal vez por el ejército. ¿Y cuál es la moraleja de esta historia?

—No pierdas el camino.

—No. La moraleja de la historia, si es que tiene una, es que los caníbales también saben de lógica y que, si vas a dejar el camino, mejor que tengas luces y no te fíes de la primera vieja siniestra que te hable en un lugar público. «¡Una de mis hermanas miente y la otra dice la verdad!». Qué gilipollez. ¿Por qué no le pregunta al camarero? ¿Por qué no vuelve por donde ha venido? Ese hombre era imbécil.

Suspira. Vuelvo a reajustar el ángulo de mi mandíbula y junto los labios lo necesario para no parecer un cajón abierto. Supongo que para La Predicadora es moderadamente obvio que no tengo ni idea de por qué me está contando esto o qué está pasando ahora mismo si no se da el caso de que estoy totalmente zumbado, o de que lo está ella, o que quizás el demonio se ha llevado su alma y la ha sustituido por una madame de un burdel de Nueva Orleans. Hace un gesto circular con las manos, una sugerente sacudida que reconozco por las intervenciones ocasionales en mi época educativa como «Piensa, hijo, el Señor te ha dado materia gris entre las orejas para algo más que hacer de contrapeso». Respondo, como siempre, con una especie de hipo. Hay una pausa de resignación.

—Tu amigo Gonzo —dice Assumption Soames— nunca se sale del sendero. Nunca. Todo lo hace desde la protección del sendero y el sendero le lleva adonde él quiere porque es guapo. Tú estás aquí sentado, en mi despacho, y no entiendes cómo no has visto antes que yo no era una loca religiosa o por qué he sido tan cruel contigo estos catorce años. Es porque miento muy bien y esa es la única forma en que me dejen enseñaros las cosas que tenéis que saber. La gente no quiere que sus hijos sepan lo que tienen que saber, quieren que sepan lo que se supone que tienen que saber. Si eres profesor, luchas constantemente con adultos un poco crédulos que creen que el mundo puede ser mejor si te lo imaginas mejor. ¿Quieres darles clases sobre sexo? Vale, pero solo cuando sean mayores. ¿Quieres hablar de política? Sí, pero nada moderno. ¿Religión? Siempre que no la cuestiones. Si no, una multitud furiosa irá a buscarte a casa y te quemarán por bruja. Pues una mierda. En este pueblo, la vieja perversa que le dice a todo el mundo lo que no puede leer por no ser decente soy yo, así que yo contrato a quien me da la gana para que sabotee mi vara de hierro y para que enseñen evolución, libertad de expresión, la parcialidad cultural de la historia y todo eso. Lo hago por vosotros, porque os vais a salir del camino, por mucho que queráis permanecer dentro. Y si os vais a salir, ¡será mejor que estéis preparados! —Se desploma—. La gente es imbécil. —Farfulla—. Yo me ocupo de tu plaza en Jarndice. Supongo que quieres ir allí.

Así es. Lo apunta y nos quedamos sentados, exhaustos. Ella se pregunta si me ha abierto los ojos y yo me pregunto si puedo confiar en ella. Ambos nos preguntamos de una extraña y tímida forma si hoy hemos hecho un amigo o si, al ofrecer la mano, el otro nos devolverá una carcajada y nos sentiremos dolidos antes de que podamos volver a cerrar la puerta. Luego (pues nunca he aprendido a renunciar a las cosas, sobre todo cuando me anticipo) le pregunto si la historia era verdad. Assumption Soames no responde inmediatamente. Junta de nuevo las manos en su posición erguida de iglesia, inhala una bocanada de aire fresco y piensa. Apaga el cigarrillo con demasiada firmeza y se endereza bruscamente como si se preparara para saltar de un trampolín.

—No —dice Assumption Soames—. La historia real es que el profesor Soames convenció a los caníbales para que lo dejaran libre con algunas condiciones. Luego llamó por teléfono a un montón de servicios de asistencia y empresas de taxis que mandaron a un montón de conductores al pueblo de los caníbales, donde los mataron, los condimentaron y los sirvieron con manzanas. Así, los caníbales y el señor Soames disfrutaron de una comilona juntos y el señor Soames les dio de comer unos trocitos de técnicos de telefonía por debajo de la mesa a los malvados perros caníbales y también a su propio perro, y luego el estúpido hijo de puta volvió y se murió de kuru en mi casa. Se murió hasta el perro porque a uno de los malvados canes se le antojó también un postre. —Se encoge de hombros—. Venga, vete ya, tengo que hablar por teléfono. Y cuida a mi hija. —Yo la cuidaría, pero ella no lo necesita. Assumption Soames me echa con un gesto de la mano.

Voy a darle a Gonzo la noticia y él responde lanzando un rugido al cielo como un gran simio y se golpea el pecho de placer porque están poniendo Tarzán en el cine al aire libre y Belinda Appleby ha desarrollado un deseo ferviente por Johnny Weissmuller. Gonzo quiere convertirse en la aproximación más cercana disponible para cuando se la encuentre esta tarde en el Crichton’s Arms.

—Pero —dice Gonzo con el dedo índice apoyado ligeramente sobre los labios. Ya conozco ese «pero». Es el «pero» preliminar, el «pero» de planes horribles y golpes de Estado geniales. El «pero» del reto chico contra chico y del dúo cómico de termina la frase. Así es nuestra amistad—. Pero —dice Gonzo— definitivamente tenemos que ir allí a ver.

Y sé lo que quiere decir sin preguntarle. Quiere decir que tenemos que meternos —y seguramente Belinda Appleby y una de sus delgadas, escotadas, femeninas y ágiles amigas que se encuentre por allí cuando digamos esta brillante idea en voz alta— en algún tipo de coche o camioneta, lo más seguro en el malhumorado 4x4 de Mamá Lubitsch, con sus antiguos flancos metálicos y verdes, su parrilla delantera abollada y su forma de caballo de tiro en forma de caja, e ir a la taberna para ver si de verdad hay caníbales en el cruce del Pantano Cricklewood. Y cuando no los veamos, pero sí hayamos asustado a algunos tecolotes, hayamos visto un tejón y las chicas se hayan imbuido de todo el miedo prudente que puedan, entonces procederemos de forma ordenada a dirigirnos a nuestro lugar compartido para recostarnos y participar en placeres privados de lujuria y en una celebración física seria con uno de esos magníficos ejemplares de mujeres tempranas y entusiastas.

De este modo, me encuentro en el asiento de copiloto con Gonzo Lubitsch, con la cara de Theresa Hollow al lado de mi oreja mientras me araña el cuello con las uñas cada vez que salta el todoterreno, casi por accidente, excepto porque cada vez que me muevo para apuntar la enorme linterna a una sombra sospechosa, Gonzo grita, las chicas tiemblan, se ríen y le pegan y la mano de Theresa vuelve a posarse en el mismo sitio y hace que se me levanten todos los pelos del cuerpo con una onda que se extiende uniforme desde ese punto de contacto y se acumula en un lugar caliente entre las rodillas y el corazón con un nudo agradable y retorcido.

En realidad, la noche no da mucho miedo. Es verano y no hay niebla. Hay animales gruñendo y gorgojeando y, a lo lejos, al sur, hay luces y se oye el murmullo del tráfico. En algún punto del mar hay un transatlántico donde seguro que están jugando al tejo; un montón de filas de ancianos que participan en orgías y que lanzan las llaves del camarote al sombrero con la ilusión de pasar una noche de amor con tacataca con el ganador de esa partida (no les decepcionarán porque doy fe de que las compañías de crucero siempre hacen que la sexualidad de todos concuerde discretamente. Me pasé un mes evaluando los formularios de una y fue muy difícil debido a los mareos en alta mar, a las cancelaciones y a la catalepsia, pero tenían un buen método y al final lo conseguimos). Lamentablemente, no hay nada de niebla ni, desgraciadamente, tampoco búhos, aunque hay un perro en una de las granjas del otro lado del delta que le está ladrando a algo y está a punto de reventar. Gonzo tiene las ventanas abiertas para que entre un poco de aire fresco en la parte de atrás del todoterreno e inducir a las señoritas a un poco de contacto íntimo con los radiadores varoniles de los asientos delanteros, a lo que no se muestran nada reacias.

Las uñas de Theresa acaban de resbalarse por debajo del cuello de punto doble de mi camiseta cuando doblamos la esquina y aparece una taberna, quemada, casi en escombros y cubierta de vides. No está marcada en el mapa ni tiene ningún cartel. Si no la estuvieras buscando solo verías árboles y unas tablas, pero como sí estamos buscándola la linterna identifica una puerta que aún se mantiene de pie junto a dos o tres tramos de escalones. Belinda Appleby, que se pudra en el infierno, murmura:

—No podemos entrar. —Y los dedos de Theresa se me clavan en la carne y toma aire. Todos sabemos que solo hay una respuesta.

—Claro que sí —, digo porque Gonzo ya está parando el todoterreno. Theresa exhala suavemente, no sabría decir si con admiración o con miedo.

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