Kitabı oku: «Alicia en el país de la alegría», sayfa 3
—Vamos a ver, Mari Puri, ¿quiénes son los militares que aparecen en las fotografías?
—José Antonio y Franco.
—¿Qué pasa, Mari Puri, es que son de tu familia?
—No, señorita. Pero, como mi padre es el Sargento de la Guardia Civil...
—Como lo has dicho con tanta familiaridad, pensé que eran de tu familia. No creo que a tu padre le guste que digas los nombres, así, sin más, sin un respeto.
—No, señorita.
—Las personas que aparecen en las fotografías son: don José Antonio Primo de Rivera y el Generalísimo don Francisco Franco y Bahamonde, Caudillo de España.
Bajo la mano por si acaso.
—Conoceremos más y mejor a estos personajes, imprescindibles de la Historia de España, en las dos últimas lecciones del Catón, pero los nombres hay que aprenderlos ahora.
Eso ya lo sabía yo, porque antes de venir a la escuela he leído el Catón. Al señor con bigote lo he visto también en la página 258 de la Enciclopedia de grado elemental que también me ha dejado mi tía. Los de mi hermana son antiguos y no valen. Ahora tenemos el Catón Moderno.
Todas las niñas abrimos el Catón por la página siete. Lo primero es aprender las letras: a e i o u. Menudo aburrimiento. Yo prefiero leer la advertencia que está en las páginas tres y cuatro. Pero no me atrevo, por si la maestra ya ha pensado un método intuitivo y analítico sintético (esto lo pone en la advertencia de comienzo del Catón) para castigarme. Leo las letras de mil formas: separadas, juntas y con dibujos. Hay que leer en voz baja, pero se escuchan murmullos. En la mesa de la maestra una niña lee las letras en voz alta.
Por fin, salimos al recreo. No quiero jugar, ni comer el almuerzo, lo que quiero es ir corriendo a casa y decirle a mi madre que me saque de la escuela, que no quiero estar aquí, que prefiero seguir aprendiendo en casa.
Mi madre no está y mi hermana dice que vuelva a la escuela, que ni se me ocurra decir algo así. Tengo que aguantarme y aprender lo que pueda. Dice que le diga a la maestra que ya sé leer y me pondrá para ayudar a otras niñas.
Levanto la mano y la maestra se acerca a mi mesa:
—¿Qué quieres?
—Señorita, yo ya sé leer.
—Demuéstramelo.
Abro el Catón por la advertencia y comienzo a leer:
—Presentamos —con verdadera satisfacción— este nuevo Método de Lectura. No hemos escatimado esfuerzos para que, tanto la parte artística como la pedagógica...
La maestra me mira y dice que puedo dejar de leer. Quiere que vaya a su mesa.
Mi hermana tiene razón. La maestra me ha propuesto que, cada día, al entrar en la escuela, después de rezar, haga los ejercicios de la pizarra y luego ayude a las niñas que no saben leer. Eso también lo hacen algunas niñas mayores de la escuela de las niñas pequeñas.
Y así, poco a poco, me voy integrando en un entorno que no es lo que parece, pero aunque no lo parezca, lo es.
Aquí es donde tendré que estar cinco horas diarias, quiera o no, durante los próximos años.
EL DÍA DEL FIN DEL MUNDO
Los días en mi pueblo no son todos iguales, aunque se parezcan mucho unos a otros. El sol sale por la mañana y da de lleno en la puerta de entrada de mi casa. Es un sol radiante en el verano y radiante en el invierno, aunque a veces se oculte detrás de las nubes, lo enfríe el hielo o la nieve y se esconda para que no lo veamos; pero está ahí, él siempre está ahí. Eso dice mi padre y mi padre es muy listo. También dice que el sol es imprescindible para las personas, para las plantas, para el agua, para todo. Cuando el sol deje de brillar, se acabará el mundo.
Hoy no es un día cualquiera. La radio ha dicho que hoy se acaba el mundo. Yo creo que es mentira porque el sol sigue brillando. No hay ninguna señal que sirva de evidencia para creer que lo que ha dicho la radio pueda ser verdad. Son solo ganas de atemorizarnos, dice mi padre.
Pero, por si fuese verdad, mi madre ha ido a rezar a la Virgen del Rosario (el cura ha dicho una misa en la ermita) y mis tíos han encentado el jamón y han preparado bocadillos para ellos y para nosotras; cosa rara porque mis tíos, y sobre todo mi abuelo, son de la virgen del puño, más agarraos que un paquete puntas.
El jamón de los marranos de mi abuelo es un jamón buenísimo. Dice mi madre, que eso es por la comida que les dan y porque mi padre tiene muy buena mano cuando mata y estaza al marrano. El secreto está en que el corte sea limpio y sangre bien el animal. Así no sufre y la carne es mejor. Sufrir, no sé si sufrirá, pero se muere bien muerto. A mí no me gusta ir a ver cómo mi padre mata a un marrano, pero me gusta comer el jamón.
Por si fuese verdad que se acaba el mundo, Mari Puri, Mari Tere, Mari Loli y yo hemos pasado la tarde juntas, merendando en nuestro rincón, debajo del anuncio de Nitrato de Chile, pensando en cómo será el fin del mundo.
—¿Se caerá el sol sobre la tierra y moriremos abrasados?
—¿Nos desintegraremos sin darnos cuenta?
—Seguro que empieza a llover y vuelve el diluvio universal. Y, claro, como no sabemos nadar...
—Pues yo creo que habrá una gran explosión y saldremos volando. A lo mejor caemos en una estrella y allí podemos seguir viviendo.
—¡Hala! Eso sí que es imposible.
Sea como sea, como no podemos hacer nada (porque el fin del mundo es cosa de personas mayores y nosotras somos muy pequeñas) es mejor que nos lo pasemos bien. Y eso es lo que estamos haciendo. Hemos hecho una obra de teatro sobre el fin del mundo. La he inventado yo sobre la marcha. En ella el mundo se termina mientras todas las personas cantan, recitan versos, se abrazan y se besan. Yo creo que esa es una manera estupenda de que se acabe el mundo.
Mari Puri dice que hoy no se acaba el mundo, se lo ha dicho su padre y debe de ser verdad. Mi hermano dice que la Guardia Civil tiene ojos en todas partes.
El Sargento tenía razón. Ha pasado hoy, mañana y pasado y no se ha acabado el mundo. Pero, como dijo mi abuelo:
—Nos hemos comido el jamón: que nos quiten lo bailao.
Todas las noches, se acabe el mundo o no se acabe, antes de ir a la cama, mi padre me da un beso y dice:
—¿Qué has aprendido hoy? Ya sabes que cada día hay que aprender algo nuevo. No te acostarás sin saber una cosa más.
—He aprendido a sumar y palabras que empiezan por “p” y por “y”...
—Eso lo has aprendido en la escuela, Pitusina, ¿pero qué has aprendido en la vida?
—Que el mundo no se acaba si el sol sigue luciendo. Que si le cortas las alas a una mosca no puede volar, pero sigue viva. Sin embargo, si la metes en un bote y cierras la tapa, sí que se muere.
—¿Has hecho tú esas barbaridades?
—No. He visto cómo lo hacía un niño. Pero no te puedo decir quién es, porque luego me canea.
—Quiero que aprendas algo más: no cortes nunca las alas a una mosca ¿te gustaría a ti que te cortasen los brazos? Sin alas, las moscas, no pueden volar y se mueren, antes o después. Vive y deja vivir.
Mi padre siempre me decía esas cosas cuando era pequeña. Ahora, que soy mayor, aunque no sea mayor del todo, me sigue diciendo cosas sorprendentes, y yo le cuento lo que aprendo en la escuela y observando lo que pasa a mi alrededor, escuchando a las personas mayores, cuando hablan sin saber que hay ropa tendida. Claro, que nunca digo a quién he escuchado. Él, aunque cuente barbaridades, nunca se enfada. Me explica por qué algo está mal o por qué está bien. Suele decir que de esa forma aprendo algo que no sé. Algo nuevo cada día. Antes, cuando era muy pequeña, y ahora que soy mayor (aunque siga siendo pequeña) mi padre siempre dice para despedirme:
—Que duermas bien. Así estarás preparada para un día lleno de aventuras y podrás aprender algo nuevo.
Mi madre, cuando yo era muy pequeña, me acompañaba hasta la alcoba. Nos arrodillábamos, delante de la cama, juntábamos las manos y rezábamos. Pero no rezábamos el Ave María o el Padre Nuestro, rezábamos rezos diferentes que parecían poemas: Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, no me dejes sola que me perdería; Jesusito de mi vida, tú eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, tómalo, tuyo es, mío no; Cuatro esquinitas, tiene mi cama, cuatro angelitos que me la guardan. A mí me gustaba.
Luego, yo me metía en la cama y ella me arropaba, me daba un beso y decía:
—Que sueñes con los angelitos y que mañana seas una niña buena y bondadosa.
Hace ya varios años que mi madre no reza conmigo. Dijo que ya era mayor, tenía que irme sola a la cama y como iba a catequesis (por eso de la primera comunión) tenía que rezar el Padre Nuestro y el Ave María. Pero, aunque ella no lo sepa, yo sigo rezando (cuando rezo, que algunas veces estoy tan cansada que se me olvida rezar) los poemas que rezábamos juntas. No se lo digo a nadie, porque no quiero que piensen que soy una niña pequeña.
Bueno, pues entonces, cuando yo era más pequeña que ahora, y más grande que cuando era pequeña, nació mi primo Ángel. Pero el Ángel de la Guarda de mi primo Ángel no lo protegió ni de noche ni de día. Claro, como era tan pequeño no sabía rezar y no rezaba. A lo mejor su madre tampoco rezaba de rodillas, junto a su cama, como dice mi madre que hay que hacer siempre. Cuando yo era tan pequeña, tan pequeña, tan pequeña, que ni siquiera podía andar, ella rezaba por mí.
Mi primo Ángel no nació muerto, como yo, pero murió tres meses después de nacer. Él no pudo resucitar, como yo, y eso que fueron a verlo todos los que tenían que ir: el médico, la comadrona y la tía Irene que todo lo cura. Además, mi madre, la tía Federica y muchas mujeres del pueblo, rezaron sin parar a la Virgen del Rosario, para pedir que resucitara, pero no pudo ser.
Mi primo murió y toda la familia estaba muy triste. Mi madre no se separó de su hermana desde que se enteró.
Ángel era un niño que hacía honor a su nombre, parecía un ángel, siempre sonriente, con el pelo rubio, rizado, ojos grandes y azules, muy azules.
Murió de la muerte blanca, eso dijo la comadrona. Pero... ¿qué quiere decir muerte blanca? Seguro que hay muertes negras, azules y de todos los colores.
El médico dijo que había muerto de muerte súbita. De esa muerte mueren algunos niños que, como mi primo, nacen demasiado pronto y no pueden mamar.
No comprendía nada, menos mal que tía Adoración me lo explica. Ella no ha tenido hijos pero sabe mucho de eso, porque cuando era más joven estuvo sirviendo en Madrid, en casa de unos señores con muchos hijos. Dijo que mi primo había muerto de repente. Tía Federica estaba muy delgada y no tenía leche.
—¿Por qué no le dio de mamar mi madre? Mi primo Ángel habría sido mi hermano de leche, como don Jaime.
Mi tía se ríe de lo que ella llama: tus ocurrencias.
—Tu madre tuvo mucha leche, pero ya no la tiene, está seca. Mamaste más de tres años. Para ti era como una golosina. Cuando tu madre estaba cosiendo en la solana, sacabas una silla y decías: ¡mama, teta! Y ella, ni corta ni perezosa, te daba de mamar. ¡Con lo mayorzota que eras! Te bebiste toda su leche, no le queda nada.
No me lo puedo creer. Tía Adoración dice que soy una niña con suerte, mi madre se tomó todas las medicinas que tenía que tomar yo, ¡hasta las inyecciones! A mí me entraban a través de su leche.
Esas noticias me sorprenden una barbaridad. Estoy alegre y triste al mismo tiempo. No sé cómo explicarlo. Me doy cuenta de que mi padre tiene razón cuando dice que mi madre me quiere mucho. Hay que querer mucho a una persona para ponerse sus inyecciones, ¡con lo que duelen las inyecciones! Qué buena es mi madre. Y yo he sido una egoísta y una tragona.
Miro desde la puerta a mi primo Ángel, muerto porque no ha podido mamar, mientras que yo he mamado durante más de tres años. Estoy deseando abrazar a mi madre, que sepa cuánto la quiero, decirle que voy a ser buena, que voy a hacer todo lo que ella me pida.
Con esas ideas en la cabeza, entro en la habitación donde están todas las mujeres reunidas, velando a mi primo muerto, rezando.
Me acerco a mi madre, la abrazo y digo:
—Te quiero, mami, te quiero. Eres la madre más buena del mundo. Te quiero.
—Ahora, no, Alicia, ve a jugar —dice ella en voz baja—; Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino —dice en voz alta, intentando seguir rezando el rosario—, vete a casa —dice hablando muy bajo, mientras intenta separarme de ella—, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy —continúa rezando.
—Pero yo quiero estar contigo, mami, quiero darte muchos besos y muchos abrazos.
—Perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación —sigue diciendo mi madre en voz alta, sin hacerme ni caso—; luego, Alicia, luego, ahora no —dice en voz tan baja que casi no entiendo lo que dice, pero ella consigue, al fin, separarme de su lado dándome un empujón— mas líbranos del mal. Amén.
Entonces veo a mi primo, en una caja blanca, como su muerte, como su ropa, como su carita. Me acerco despacio y lo miro. Parece que está durmiendo. Lo toco y doy un grito tan grande que todas las mujeres dejan de rezar el rosario y me miran.
Mi primo Ángel está frío, tan frío como el hielo. Me asusto tanto que salgo corriendo. Tía Adoración sale detrás de mí. Todas las mujeres comienzan a cuchichear; unas miran dentro de la caja, otras me miran a mí, otras a mi madre y a mi tía. Luego vuelven al rezo del rosario. Mi madre no se ha movido de su sitio, sentada al lado de su hermana Federica, la madre de Ángel.
Cuando llego al quicio de la puerta me vuelvo y descubro que tía Federica y mi madre están abrazadas. Las dos lloran y yo soy la culpable.
—Eso no se hace. Está muy mal interrumpir así y gritar. Eres muy caprichosa, Alicia. Las niñas pequeñas, como tú, no pueden entrar en un velatorio. Se asustan y luego pasa lo que pasa. Ya verás, no vas a poder dormir bien por las noches.
—Pero, tía Adoración ¿por qué está tan frío el primo Ángel? ¿Por qué tiene la cara tan rígida? Parece de piedra.
—Todos los muertos están fríos como el mármol y se ponen rígidos al morir. Por eso es mejor no tocarlos.
—¿Yo también estaba fría y rígida cuando nací muerta?
—No, tú no, porque tú no estabas muerta, solo estabas mareada.
—Yo estaba muerta y luego resucité, que me lo ha dicho mi madre.
—Si lo dice tu madre, será verdad. De todas formas, si estabas muerta no estabas tan muerta como está Ángel, el pobrecito.
—O sea, que se puede estar muerto solo un poco. No lo comprendo.
—No, no es eso. A veces parece que una persona está muerta, pero no lo está, solo está mareada. Sigue manteniendo calor en el cuerpo.
—Pero... ¿por qué? No lo comprendo.
—¿Tú no has visto nunca un conejo muerto? Si lo tocas nada más morir está caliente y blandito, pero si lo dejas un tiempo, se va poniendo rígido y frío y se desuella mal, por eso hay que desollarlo cuando aún está caliente.
Tía Adoración sabe muchas cosas. Dice mi madre que algunas cosas las ha aprendido aquí, en el pueblo, pero otras las ha aprendido en Madrid, sirviendo en casa de unos familiares de don Jaime.
Cuando sea mayor quiero ir a Madrid, y aprender muchas cosas, tantas como tía Adoración y como Sergio; él también está en Madrid y lo sabe todo.
El entierro de mi primo es muy triste. A mí no me dejan ir, ni a la iglesia ni al cementerio. Me he quedado en casa de mi abuelo, con él y tía Adoración. A ella tampoco le gustan los entierros y tiene que cuidar de mi abuelo.
Me gustaría que mi tía me contase muchas cosas de Madrid, pero no se lo pregunto porque, según mi madre, de ese tema no se puede hablar con ella: se pone muy triste y hoy nos sobra la tristeza. Las cosas de la muerte son tristes y extrañas. A mí, además, me dan mucho miedo.
Mari Puri dice que ha escuchado decir a su madre que tía Federica come poco y está tan delgada que no pudo dar leche a su hijo. Por eso se murió.
Yo me he enfadado con Mari Puri. Es una mentirosa. Mi tía está delgada porque siempre ha sido delgada, es así. Mi primo ha muerto de repente, nadie tiene la culpa, ni mi tía ni nadie. Luego comienzo a pensar que a lo mejor era cierto. En casa de tía Federica nunca hay tanta comida como en mi casa o en casa de mi abuelo. Lo que no comprendo es por qué no nos la pide.
Tía Federica tiene huerta y gallinas, pero... ¿será suficiente comida? Tal vez no. Algo tengo que hacer.
Para mi primo Ángel, hoy se ha acabado el mundo. No podrá ir a la escuela, seguir creciendo, aprender a andar, a hablar, a reír, a escribir, a nada. No volveremos a verlo nunca. Ángel ha muerto como un ángel, pero no como uno de carne y hueso, sino como una estatua de ángel, muy parecida a la que hay en la Ermita de la Virgen del Rosario.
NO HAY DOS SIN TRES
Mi madre siempre dice que la muerte nunca viene sola, que le gusta venir acompañada. En este caso se ha cumplido. Unos meses después de morir mi primo, se murió doña Basilia. Ella no murió de repente, estuvo enferma mucho tiempo. Al principio seguía despachando fruta, siempre alegre. Luego dejó de despachar, aunque estaba allí, sentada en una mecedora de mimbre, con una manta sobre las piernas, viendo cómo despachaba su marido, el señor Andrés. Por último, se quedó en la cama y no la volvió a ver nadie, nunca más.
El señor Andrés, antes de que doña Basilia se pusiese enferma, iba a vender por los pueblos (lo mismo que mis tíos); pero después, cuando ella se puso enferma, se quedó en casa, despachando en la frutería. Dice mi madre que intentaba que nadie lo viese llorar y por eso seguía gastando bromas a todo el mundo.
Al final, los últimos dos o tres meses, don Andrés cerró la frutería y se pasaba día y noche al lado de la cama de su esposa. La gente comenzó a decir que los dos se estaban quedando en los huesos. Que no comían bien. No eran ni la sombra de lo que habían sido.
Un mal día, murió doña Basilia, llevaba enferma demasiado tiempo. Nadie supo decirme de qué enfermedad había muerto. Si fue una muerte blanca, negra o azul. Yo estaba muy intrigada, intrigadísima.
Tuve una idea, se la conté a Mari Loli y decidimos ponerla en marcha. Lo haríamos juntas y no diríamos nada a nadie.
El día del entierro, llevaron a la iglesia una caja de muerto con doña Basilia en su interior. Don Andrés no fue al entierro. Mi madre dijo que había enfermado de tristeza. Quería tanto a su mujer que no sabía vivir sin ella.
Yo no sé cómo se puede enfermar de tristeza, pero me lo imagino: debe de ser muy triste que se muera alguien al que quieres mucho. Lo comprendo. A mí me ha dado mucha pena perder a mi primo Ángel, pero me habría dado mucha más pena si se hubiese muerto mi madre o mi padre o mi hermana o mi hermano. Yo también podría enfermar de tristeza.
Todo el mundo comprendió que don Andrés no fuese al entierro. En su representación fueron sus hermanos (los de él) y sus hermanas (las de ella), estuvo allí todo el pueblo y muchas personas de los pueblos de alrededor, a los que él iba a vender, antes de que ella enfermase.
En mi pueblo siempre que hay un entierro, va todo el mundo a la iglesia y al cementerio. Mi padre el primero, porque mi padre es de la Cofradía de la Santa Vera Cruz. Y todos los cofrades acompañan a los muertos con sus varas. Mi padre tiene la suya guardada en el armario grande de la sala de arriba, junto a las alcobas. Una vez la saqué, sin que nadie me viera, pero la guardé enseguida. Es de madera y tiene forma de lanza con una cruz en la punta.
Yo creo que a mi padre no le gusta mucho eso de llevar a la iglesia esa especie de lanza con cruz. Lo que sí le gusta es acompañar a los que se mueren, porque todos son amigos suyos. Mi padre se hizo socio de la cofradía porque se lo pidió mi madre, pero no le importa mucho porque así puede despedir a sus amistades, en primera fila.
Bueno, el caso es que llevaron a doña Basilia, dentro de una caja de muerto, a la iglesia. El cura dijo la misa, de espaldas a los feligreses, como siempre. Pero luego, después de decir Ite, missa est (que es lo que siempre dice para que sepamos que podemos salir de la iglesia porque la misa ha terminado), el cura, con su disfraz de decir misa cuando hay algún muerto, baja del altar y echa incienso a la caja donde está metida doña Basilia. Canta unos responsos (que yo no entiendo y creo que no entiende nadie, al menos de mi pueblo) y sale a la calle, detrás de la caja de muerto. Mi amiga Mari Puri dice que se llama féretro, pero a mí ese nombre no me gusta, por eso digo caja, como dice mi madre.
Cuando la muerta, los familiares, el cura y todo el pueblo salimos de la iglesia, comienza la procesión hasta el cementerio. En el camino, los hombres de la familia y los cofrades de la Santa Veracruz, se turnan (como hacen siempre) para llevar la caja con la mujer muerta dentro.
Durante el camino al cementerio, comienza un rumor que poco a poco va en aumento: la caja no pesa nada, es como si estuviese vacía.
Al llegar al cementerio salimos de dudas. El cura sigue cantando responsos y dice (de eso me acuerdo perfectamente) polvo eres y en polvo reverteres, que no comprendí, sobre todo eso de reverteres ¿qué quiere decir? Sin embargo, no pienso más en ello, porque en ese mismo momento se abre la caja.
Mari Loli y yo nos hemos metido entre las piernas de los adultos y estamos tumbadas en el suelo, con la cara pegando a la caja. Cuando la abren, para echar dentro un puñado de tierra, nosotras vemos a la mujer muerta. Tiene la cara verde y es solo piel y huesos. O sea, que doña Basilia ¡ha muerto de la muerte verde! ¿Por qué será? Tal vez haya comido mucha verdura y mucha fruta. Con razón dice mi hermano que lo verde es comida para animales.
Pero... ¡Dios mío! Mientras estamos mirando, la muerta abre los ojos. ¡Menudo susto! Dimos un grito y echamos a correr despavoridas. La puerta de la caja se cerró sin que nadie más pudiera verlo. El cura siguió rezando, mientras nosotras salimos del cementerio. Yo devuelvo todo lo que he comido en mi vida. Mari Loli se cae redonda al suelo. Varias personas adultas salen del cementerio detrás de nosotras. Una es mi madre. Me coge en brazos y dice:
—Ya verás cuando lleguemos a casa. Te voy a dar más palos que a una estera. ¿Es que tú no respetas ni a los muertos?
—¡Está viva! Ha abierto los ojos, no la pueden enterrar. ¡Está viva!
—No digas tonterías, doña Basilia está muerta. Y ahora vamos a casa. Ya verás cuando le diga a tu padre lo que has hecho.
—Digo la verdad, mami, ¡la muerta está viva! Mari Loli también lo ha visto. Doña Basilia ha muerto de la muerte verde, pero ha resucitado: ahora está viva. Hemos visto cómo abría los ojos. Es verdad, es verdad, es verdad, tienes que creerme.
Me tiro al suelo y me pongo a patalear. Mi madre no sabe qué hacer conmigo. Antes de que pueda volver a tocarme, me levanto y salgo corriendo. Quiero ir directamente a mi escondite: un lugar secreto que tengo en el corral de mi abuelo. Pero cuando llego allí, tía Adoración me detiene.
—Alicia ¿qué pasa? ¿Adónde vas tan deprisa? ¿Por qué lloras?
—Doña Basilia está viva, la he visto abrir los ojos. Está viva y nadie me cree.
—No digas esas cosas, Alicia, que con esas cosas no se bromea.
—Pero si es verdad, tía, es verdad. Yo la he visto abrir los ojos cuando el cura levantó la tapa de la caja y echó tierra dentro.
—¿Pero cómo se te ocurre hacer algo así? ¿Dónde estabas tú para ver a la muerta?
—Mari Loli y yo queríamos saber de qué muerte había muerto doña Basilia. Y cuando se abrió la caja lo supe, ella tiene la cara verde y está tan delgada como un fideo. Doña Basilia ha muerto de la muerte verde. No pienso comer verdura en mi vida. Luego, un poco antes de cerrar la tapa, abrió los ojos y nos miró.
Justo cuando mi tía está punto de decir algo, llega mi madre, corriendo.
—Alicia dice la verdad. Han vuelto a abrir la caja y todo el mundo ha podido ver que doña Basilia tenía los ojos abiertos.
—Entonces está viva, te lo dije, está viva, la iban a enterrar viva.
Me acordé de esas historias que se cuentan por la noche, al calor de la lumbre, cuando los niños nos hemos ido a la cama. Historias que yo siempre escucho porque me gusta saber lo que dicen las personas mayores cuando piensan que no les escuchamos las personas pequeñas. Recordé una historia en la que enterraron a un hombre y luego descubrieron que estaba vivo. El pobre estuvo arañando la caja hasta que murió de verdad. A mí me hubiese gustado preguntar para saber algo más pero, claro, no fue posible, cuando escucho detrás de las puertas me quedo con las ganas de saber más cosas, pero no puedo preguntar porque no tengo permiso para estar allí escuchando. Si hubiese podido preguntar habría preguntado: ¿cómo supieron que lo habían enterrado vivo?, ¿volvieron a abrir la caja?, ¿escucharon ruidos extraños en el cementerio? Tuve suerte, alguien preguntó por mí. Lo supieron porque cuando no compras un nicho a perpetuidad te entierran en uno de temporada (por ejemplo: diez años) y cuando pasa ese tiempo, te desentierran y los huesos (que es lo único que queda, a no ser que esté incorrupto el muerto: como el brazo de Santa Teresa que sacan en procesión el día de la Santa) los echan en el osario. Mi madre dice que es un espacio parecido al limbo. Bueno, pues al abrir la caja para sacar los huesos, vieron que estaba toda arañada.
Me había quedado tan obnubilada pensando estas cosas, que no supe si estaba allí o en otro lugar. Cuando volví en mí, mi madre me estaba zarandeando, incluso me dio una torta. Entonces reaccioné.
—Mami, mami, ¡has dicho que doña Basilia está viva! ¿No se ha muerto de la muerte verde? ¿Volverá a engordar? Porque está tan delgada que parece otra persona.
—¡Cállate y escucha! Loro, que eres un loro. Doña Basilia está muerta. Le han vuelto a cerrar los ojos y la han enterrado.
—Pero, entonces, ¿por qué ha abierto los ojos?
—A veces pasan esas cosas. Hay muertos bien muertos que al moverlos, sin querer, abren los ojos. Eso es porque han tardado mucho en cerrárselos después de muerta. Además, es una buena señal, no es nada malo.
—¿Una buena señal? ¿Por qué es una buena señal?
—Porque sí. Y ya basta de tonterías. Y ahora, nos vamos a casa, pero tú no te libras de una buena reprimenda. ¿No sabes que las niñas pequeñas, como tú, no deben ir al cementerio? Seguro que ha sido idea tuya, ¿a que sí? Ya verás cuando se entere la madre de Mari Loli. Menos mal que se ha recuperado enseguida del mareo.
Es verdad, ni me había vuelto a acordar de Mari Loli. Me alegra saber que está bien. Mi madre no dijo nada de que yo hubiese devuelto. Por lo visto a mi madre le da lo mismo lo que me pase a mí.
Estaba deseando hablar con mi padre, contarle cómo me sentía, el miedo que había pasado. Nunca olvidaré los ojos de doña Basilia, ¿es que mi madre no podía comprender eso?
Mi padre dijo lo mismo que me había dicho mi madre, que yo no tenía permiso para estar allí, que soy una desobediente, que eso de la muerte verde era una tontería y que las verduras y las frutas son muy buenas para la salud: no matan a nadie.
Tía Adoración me había dicho la verdad: llevo varias noches sin poder dormir bien. Cuando se apaga la luz veo los ojos de doña Basilia por todas partes. En las paredes hay sombras extrañas y por el techo también.
Todo empeora cuando llega Semana Santa, comienzan a tocar a muerto las campanas, a sonar las carracas, a tapar las imágenes de la iglesia con tela morada, a hablar de la muerte de Jesucristo, a hacer velas al Santísimo por el día y por la noche.
Estos días a nadie le importa lo que me pase a mí. Ni siquiera a mi padre que está muy atareado en el trabajo y en el bar. Además, han venido al pueblo los misioneros y tanto hombres como mujeres se pasan más tiempo en la iglesia que en casa. Incluso mi padre acude a los discursos, para hombres, que son por la mañana bien temprano. Luego, en el bar, todos hablan de lo duros que son esos sermones, de lo bien que hablan los misioneros, de las insinuaciones a la bebida y el trabajo. Mi padre no dice nada.
Un día, en uno de ellos, dedicado a las mujeres, una hermana de mi padre salió de la iglesia llorando. Lloraba porque el misionero ha arremetido contra las viudas que se vuelven a casar y contra los matrimonios que se hicieron en otra época, que tienen hijos y su matrimonio es ilegal, viven juntos de manera pecaminosa. Tienen que casarse de nuevo porque esas personas viven en pecado mortal. ¡Madre mía! Esto no hay quién lo comprenda.
Mi padre dice que es una barbaridad. Quiere ir a hablar con el misionero que lo ha dicho para cantarle las cuarenta (eso es lo que dijo), pero mi madre no quiere que vaya.
—Te meterás en problemas y empeorarás las cosas —dice mi madre—. Tú, menos que nadie, puedes hacer algo así.
Mi padre se pone triste, entra en el bar y se toma una copa. A mí eso me parece muy raro, porque aunque tenemos bar y mi padre puede beber todo lo que quiera, no bebe nunca. Hubiese querido hablar con él, preguntarle el porqué de todo esto, contarle lo que me pasa a mí. Pero este no es el mejor momento para hablar con mi padre. Tengo que esperar.
Cuando termina Semana Santa, dos meses después de morir doña Basilia, se muere don Andrés, el frutero. Mari Loli y yo nos quedamos en casa, jugando a las muñecas. Con ellas hacemos un entierro muy particular, uniendo en el mismo hoyo a doña Basilia y a don Andrés.
Mi primo Ángel ha muerto de la muerte blanca, doña Basilia de la muerte verde, algunos tienen enfermedades raras y seguro que mueren de la muerte roja. ¿De qué muerte habrá muerto don Andrés?
Está claro, la muerte es de todos los colores, por lo menos en mi pueblo. Por eso, Mari Loli y yo decidimos que don Andrés ha muerto de la muerte azul: la de los príncipes. Como dijo mi madre, murió de pena. Yo creo que murió de amor. Ha muerto de pena amorosa. Quería tanto, tanto a su esposa, que no podía vivir sin ella. Los dos eran jóvenes, no tenían hijos y, según mi madre, murieron en la flor de la vida. Yo creo que murieron en la fruta de la vida. Eran fruteros, no floristeros.