Kitabı oku: «Alicia en el país de la alegría», sayfa 7

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MALDITA GUERRA

Leer es estupendo. En mi casa todo el mundo lee. Yo leo todo lo que pillo, como ya sé leer... Bueno, sé leer, pero no sé leer tan bien, tan bien, como lee mi padre, que además de leer sabe explicar todo lo que lee como si se lo supiese de memoria. A mí me gusta, sobre todo, leer cuentos, pero también leo libros. Bueno, eso ya os lo he contado ¿no?

Me gustan todos los libros. Bueno, todos, no. No me gustan los libros de guerras, peleas y cosas así. Cuando dos se pelean no gana el que tiene razón, sino el que tiene más fuerza o más armas. Entonces, ¿por qué se pelea? Bastaría contar las armas que tiene cada uno y medir la fuerza. Así, sin pelear, se sabría quién es el vencedor. Se diría: de acuerdo, para ti la perra gorda. Y se acabó.

Mi padre lee todos los días cuando vuelve del trabajo. Y eso que viene muy cansado. Tan cansado como un perro, suele decir. Que debe de ser mucho, porque el Barri (el perro de Mari Puri) está siempre tumbado.

Mi padre ha leído casi todos los libros que tiene el boticario. Y eso que el boticario tiene muchos, muchos, pero que muchos libros. Yo lo sé porque un día fui a la botica. No es que yo quisiera ir a la botica, pero mi padre me dijo que fuese a la botica y fui. No estaba nadie enfermo, no. Mi padre me mandó a la botica para llevar un libro al boticario. A mí no me gustaba ir sola a la botica. Cuando era pequeña me asustaba el boticario. Había escuchado decir al padre de Mari Puri que el boticario era un hombre peligroso. No sabía por qué decía eso el padre de Mari Puri, ni por qué mi padre es amigo del boticario, si era un hombre peligroso. Pero claro, mi padre es amigo de todo el mundo.

De todas formas, cuando mi padre me pide que vaya a hacer algún recado, yo obedezco. Porque, además, mi padre no manda las cosas a gritos, como el padre de Mari Puri. Mi padre manda las cosas preguntando.

—Pitusina ¿quieres ir a la botica a hacer un recado a tu Mapa? —Esa pregunta me la hizo mi padre hace varios años, cuando era muy pequeña.

—Sí, Mapa, iré si tú quieres.

Mi padre me dio un libro y me pidió que se lo llevase al boticario. Aunque me daba miedo, fui pitando. Entré en la botica. Sobre las estanterías había una balanza y muchos frascos de cristal, llenos de medicinas. Nada más entrar, dejé el libro en el mostrador, sin decir nada, y me quedé quieta. Al sentir el ruido, el boticario miró hacia donde yo estaba, pero solo pudo ver el libro, mi mano y un poco de pelo del flequillo. El mostrador de la botica era muy alto y yo muy bajita. Agaché la cabeza y quise marcharme, pero no pude, sentí sus ojos acercándose.

—¡Garbancitooooo!, ¿dónde estáaaasaaasss? —dijo el boticario, asomando la cabeza por el mostrador—. Hombre, ¡Alicia!, ¿tú por aquí? ¿qué quieres?

—Mi padre me ha dicho que le dé este libro.

Y sin esperar contestación me fui hasta la puerta andando para atrás.

—No tan deprisa. Tengo algo para tu padre. Ven conmigo.

Aunque estaba aterrorizada, seguí sin rechistar. Entonces vi por primera vez la biblioteca del boticario, una habitación enorme. En el centro hay una mesa grande, las paredes están llenas de libros desde el suelo hasta el techo. Miré a todas partes con la boca abierta. Nunca había visto tantos libros juntos. Ni en el armario grande de la escuela, ese en el que la maestra guarda con llave los libros de lectura. A mí siempre me había parecido que la maestra guardaba en ese armario todos los libros del mundo. Pero pensé que no, que todos los libros del mundo estaban aquí, en la biblioteca del boticario.

El boticario subió a una escalera muy alta, con ruedas, y fue de acá para allá. Yo no dejaba de mirarlo. Seleccionó dos libros.

—Los libros, Alicia, son la mejor medicina —dijo muy serio.

Yo no sabía para dónde mirar. Mirase adónde mirase, todo eran libros.

—Toma, este es para tu padre y este para ti.

—¿Para mí?

—Sí, para ti. No me lo devuelvas hasta que lo hayas leído y comprendas lo que dice.

—Gracias, señor.

Era el momento de salir corriendo. Sentí a mis espaldas cómo me miraba y sonreía. Recuerdo que en ese momento dejé de tener miedo. El boticario no me pareció un hombre peligroso.

Llevé los libros apretados contra mi pecho. No dejé de correr hasta llegar a casa. Mi padre estaba allí. Él siempre está haciendo algo: a veces lee, otras escribe o dibuja, como en ese momento.

Mi padre es cantero y dibuja lo que las piedras guardan en su interior. Cuando hace esos dibujos es porque luego, en la cantera, sus dibujos serán de piedra. Me gusta mucho verlo dibujar con el lapicero grande y aplastado que tiene siempre la punta bien afilada. No necesita sacapuntas, afila los lapiceros con navaja. Tampoco necesita cuadernos, dibuja en el papel de envolver que le dan a mi madre en la tienda. Mi padre dice que los pliegos de papel de estraza son estupendos para dibujar. A veces, el tendero le da varios pliegos enteros, sin romper, sin arrugar ni nada, y mi padre se pone muy contento. Otras veces, cuando un papel está arrugado (porque ha sido un cucurucho con lentejas), mi madre, al llegar a casa, coloca rápidamente las lentejas en un bote y plancha el papel para dejarlo como nuevo. El papel de estraza es un tesoro para mi padre.

A veces deja de dibujar y se queda quieto, muy quieto, mirando fijamente algo invisible para mí. Cuando le pregunto no me responde. Mi madre dice que lo deje en paz, que está pensando. Cuando piensa se coloca el lápiz (que no sé por qué se llama de carpintero porque mi padre es cantero y también lo usa) detrás de la oreja y mira distraído hacia ninguna parte. Entonces, de forma mecánica, saca de su bolsillo un paquete de Celtas cortos y un librillo, saca un papel y lía un cigarrillo. Bueno, dos. Mi padre hace magia con el tabaco. De cada cigarro hace dos largos y estrechos. Realiza esta ceremonia a cámara lenta, concentrándose en el placer de saborear el proceso. Después, vuelve a quitarse el lapicero de la oreja y sigue dibujando, a mano alzada, líneas perfectas y difíciles figuras geométricas, salpicadas de letras y números. Mientras, el cigarrillo se consume entre sus labios. Mi padre puede sostener entre sus labios un cigarrillo totalmente convertido en ceniza. En ocasiones, las cenizas caen sobre el papel pero él, sin inmutarse, sopla de inmediato y la ceniza desaparece esparcida por toda la mesa.

Cuando ese día llegué a casa con los dos libros, esperé detrás de la puerta, observándolo hasta que terminó de dibujar. Estaba impaciente por hablar con él, pero me gusta tanto verlo liar cigarrillos y dibujar... Entré cuando estaba guardando sus dibujos en la caja metálica, de dulce de membrillo. Una caja parecida a mi caja de los secretos.

—¡Hombre, Pitusina! ¡Por fin estás de vuelta!

Corrí a su lado para darle besos y abrazos.

—¡Mapa!, ¡Mapa! El boticario es estupendo, tiene una habitación llena de libros. Me ha dado uno para ti y ¡otro para mí! Mira, mira, aquí están.

Puse los dos libros sobre la mesa.

—Alicia no seas maleducada. El boticario tiene nombre, se llama Andrés y tú debes llamarle don Andrés.

Mi padre no estaba enfadado, pero estaba serio. Él no se enfada nunca. Luego, más alegre, dijo:

—Vamos a ver esos libros, Pitusina.

Me tomó en brazos y me colocó sobre sus rodillas.

Cuando era pequeña, pero también ahora, me gusta sentarme sobre las rodillas de mi padre. Cada día, cuando llega de trabajar, lo estoy esperando. Y aunque llegue cansado, lo primero que hace es llamarme preguntando.

—¿Vamos a ver, qué ha hecho hoy mi Pitusina?

Yo corro a su encuentro, me cuelgo de su cuello y lo lleno de besos. Después, se sienta y palmea sus rodillas. Es la señal que estoy esperando, su forma de decirme que puedo sentarme allí. En sus rodillas soy una reina. A mi madre no le gusta. Siempre me regaña:

—Alicia, ¿no ves que tu padre viene cansado del trabajo? Déjalo descansar.

Yo me hago la sorda y mi padre contesta por mí:

—No te preocupes, mujer, dejaré de tenerla en brazos cuando se case, desde ese día la tendrá que coger su marido.

Mi padre ha colocado los dos libros sobre la mesa, el suyo lo guarda enseguida en el cajón y mira el mío.

—¡Vaya! Un libro estupendo, Pitusina, un libro maravilloso...

—Don Andrés dice que no se lo devuelva hasta que lo haya leído y lo entienda.

—¿Eso te ha dicho? Entonces el libro estará mucho tiempo en nuestra casa ¿no, Pitusina? —dijo muy serio.

—¡Eso no es verdad! —protesté—. Comenzaré a leerlo mañana mismo.

Mi padre sonrió, me dio un beso y dijo:

—Así me gusta, Pitusina. Pero, ¿por qué dejar para mañana lo que puedes hacer hoy? Leer es un gran regalo. Si Andrés te ha prestado su libro como un regalo, yo te regalaré el secreto de la lectura, para que aprendas a leer. ¿Sabes lo que pone aquí?

Recuerdo que miré las palabras que me señalaba con el dedo, pero no supe contestar. Él me atrajo hacia su pecho y dijo:

—Aquí pone: Alicia en el país de las maravillas.

Eso sucedió antes de comenzar la escuela de las niñas pequeñas. Gracias a ese libro, aprendí a leer muy pronto. Ahora estoy en la escuela de las mayores. Aquí hacemos dictados, cuentas, lecturas, problemas, historia y religión. Por las tardes costura, pero también leemos. Bueno, sobre todo, leen las niñas mayores. Yo estoy en la escuela de las mayores pero aún soy pequeña. No tengo la enciclopedia grande, tengo que leer lo que leen las niñas pequeñas. Aprendo más que en la otra escuela donde solo aprendía a juntar letras: la eme con la o: mo; la eme con a: ma, y esas tonterías que me sabía de memoria antes de entrar en la escuela. También otras más difíciles para las niñas que no sabían leer: mi mamá me mima, mi mamá me ama, yo amo a mi mamá. O lecturas más complicadas, pero no tanto.

Aquí, en la escuela de las mayores, las pequeñas como yo tenemos que repasar las cartillas que hemos aprendido en la escuela de las niñas pequeñas. Luego empezaremos a leer en libros de lectura. Dice la maestra que a mí no se me da mal, pero que tengo que poner más atención porque no me fijo lo suficiente y a veces digo cosas que no pone en el libro, me las invento.

El que lee bien es mi padre. Él sabe leer mejor que la maestra. Cuando lee un cuento para mí, me parece que lo estoy viviendo. Quiero aprender a leer tan bien como lee mi padre.

Mañana, cuando llegue a la escuela, le diré a la maestra que quiero leer en libros de verdad, pues ya sé leer todas las lecturas de niñas pequeñas y quiero leer las lecturas de niñas mayores. Le diré que cuando lo consiga leeré todos los libros del armario grande, el que tiene cerrado con llave. Si quiere, me quedaré por las tardes a leer. Estoy deseando entrar en su país de las maravillas. Sé leer el libro, pero aún no comprendo muy bien su significado.

Hoy, después de la escuela, Mari Puri y yo hemos ido con Mari Tere a su casa. Sus padres no están y tiene que cuidar a su abuelo. No es difícil, solo hay que darle la merienda (la come solo), además, su madre la ha dejado preparada. Hay que darle agua cuando lo pida. Si le pasa algo tiene que llamar a la vecina porque ella sabe lo que hay que hacer.

Mari Tere propone que juguemos a las familias. Mari Puri y ella serán el padre y la madre. Su abuelo y yo seremos el abuelo y la abuela. Digo que sí, porque me gusta hablar con su abuelo. Estuvo en la Guerra de Cuba y cuenta historias increíbles.

En este juego, la cama del padre y de la madre está debajo de la mesa camilla. Allí las dos amigas juegan a hacer lo que hacen los padres y las madres cuando están en la cama. O sea: cuchi-cuchi. Luego, hacen como que duermen, se levantan, desayunan, y esas cosas. El padre (que casi siempre es Mari Tere) se va al trabajo (que está en el corral) y la madre (que es Mari Puri) se queda en casa, barriendo, 129

limpiando, preparando la comida. Después de comer se echan la siesta y vuelven a hacer lo que hacen los padres y las madres en la cama. Luego, el marido se va al bar y la mujer plancha. Y así, sucesivamente. Lo sé porque yo he jugado mucho a ese juego. Tengo que hacer de madre porque Mari Tere siempre se pide hacer de padre.

No jugamos nunca a este juego con niños. Otras niñas sí, con niños mayores porque a los niños de nuestra edad no les gusta jugar con niñas, dicen que son juegos muy aburridos.

Por si no sabéis cómo se hace cuchi-cuchi os lo voy a contar. Si lo hacen un niño y una niña, el niño se pone encima de la niña y frota su pilila sobre la raja de la niña. Yo una vez vi a un niño y una niña haciéndolo. Al verme me agarraron y no me soltaron hasta que no les enseñé la raja. Luego me hicieron jurar que no se lo diría a nadie, porque si yo decía lo suyo, ellos dirían lo mío. Menos mal que no me obligaron a jugar a cuchi-cuchi con ese niño, que no me gusta nada. Creo que no me importaría jugar a las familias con Sergio, pero... nunca me lo ha pedido y me da vergüenza pedírselo yo.

Cuando son dos niñas las que juegan es diferente, pero igual de fácil: la niña que hace de padre se pone encima de la niña que hace de madre, las dos con las bragas quitadas, claro. La que hace de madre se queda quieta, y la que hace de padre se mueve. Dice Mari Tere que a ella le da mucho gustirrinín; pero yo, la verdad, no le veo la gracia. Será porque el gustirrinín solo te da si haces de padre. A mí no me gusta hacer de padre, pero voy a probar algún día a ver qué pasa.

Hoy hago de abuela, y el abuelo de Mari Tere hace de mi marido. Como los abuelos no tienen que hacer cuchi-cuchi no me importa hacer de abuela. Los dos nos quedamos allí, en la salita, hablando. Como no hay nadie en casa podemos hablar libremente. A la madre de Mari Tere no le gusta que él me cuente cosas de Cuba. Dice que son tonterías y las debe olvidar. Pero a él le gusta mucho contarlas y a mí escucharle. Por eso, aprovechamos cuando voy a su casa y no está su hija.

A veces me cuenta lo guapas que son las mujeres cubanas, lo cariñosas, lo ardientes en el amor. Yo creo que quiere decir que con ellas hacía cuchi-cuchi y muchas otras cosas. Dice que tienen la piel morena y suave como el culo de un niño. Que saben besar y hacer feliz a un hombre. Cuando las describe le brillan los ojos. Me cuenta cómo las conquistaba y qué hacía para conseguir llevarlas al catre.

Hoy está triste y no quiere contarme aventuras amorosas, sino por qué murieron tantos soldados españoles en esa guerra.

—¿Qué pasó? A mí puede contármelo, no lo voy a contar por ahí.

—Entonces cierra la puerta, para que no nos escuche nadie y presta mucha atención.

Me contó algo terrible, tan terrible que solo de escucharlo me entraban ganas de llorar y devolver. Se me revolvieron las tripas.

—En Cuba murieron más de cincuenta mil españoles, pero no murieron en la guerra, no, los mató el clima y la falta de ropa adecuada para ese clima; los mataron las enfermedades: paludismo, fiebre amarilla, disentería. Yo mismo estuve muy enfermo, me iba por la pata abajo, no podía comer ni beber porque todo lo que comía o bebía lo expulsaba por arriba y por abajo. Tenía fiebre y deliraba. Estuve tan enfermo que si no llega a ser por mi novia cubana, que me llevó a su casa, me cuidó con medicinas de allí, me dio de comer y de beber, no estaríamos aquí: ni yo, ni mi hija, ni mi nieta.

—No hace falta que me cuente más —dije yo, que me estaba poniendo enferma solo de escucharlo—. Ya me lo seguirá contando otro día.

Pero él no me escuchaba, era como si ya no estuviese a mi lado, como si estuviese allí, en Cuba otra vez, como si viese lo que vio y sufriese lo mismo que sufrió. Siguió hablando y hablando y hablando, con lágrimas en los ojos.

—Las enfermedades mataron al noventa por ciento de los soldados; más, mucho más, que las armas del enemigo.

—¿Se casó usted con esa novia? —dije yo, queriendo cambiar de tema— ¿Cómo se llamaba? La debió de querer mucho ¿no?

—No, hija, no, qué va. Prometí que me casaría con ella si me curaba, es verdad. Pero no pude. Mientras me curaba a mí, enfermó ella. Murió el día que yo estaba totalmente curado. Lloré mucho, hasta que no me quedaron lágrimas en los ojos. Luego tuve que enterrarla y seguir adelante. Ese mismo día vinieron a por mí, me metieron en un barco y volví a entrar en la maldita guerra. Teníamos pocos barcos. El almirante Castro Méndez Núñez dijo: más vale honra sin barcos, que barcos sin honra. Allí perdimos barcos, soldados y honra. Eso no lo dicen en los libros.

El abuelo de Mari Tere sigue hablando, susurrando, llorando y repitiendo: maldita guerra, maldita guerra. Hasta que se queda profundamente dormido. A mí se me escapan las lágrimas. Acabo de comprender por qué su hija no quiere que el abuelo hable de la maldita Guerra de Cuba.

UNA CASITA DE MUÑECAS

Yo no sé por qué, pero cuando alguien de mi familia está enfermo, lo primero que hay que hacer es ir a casa del Churli; mejor dicho, de don Fermín (Churli es su mote), el contratista para el que trabaja mi padre. Luego se puede avisar al médico. Por lo visto es fundamental. Yo no entiendo el porqué. Me parecería normal que avisásemos al Churli si está enfermo mi padre, para que sepa que no puede ir a trabajar. Mi madre también se lo dice a la maestra cuando yo estoy en la cama y no puedo ir a la escuela. Lo que no comprendo es por qué tenemos que decírselo cuando la enferma es mi madre, mi hermana, mi hermano o yo. ¿Y al Churli qué más le da? Mi padre trabaja para él, pero nosotras no. Claro que no puedo decir nada. Según mi madre, en esto: ver, oír y callar.

—A ti eso no te importa —dice mi madre—, hay que hacerlo así y se hace así, sin rechistar ¿comprendes? Y si no lo comprendes da lo mismo, se hace y santaspascuas.

Mi amiga Mari Loli (su padre trabaja con el mío) me contó que una mujer de nuestro pueblo se puso muy malita al dar a luz. No pudieron encontrar al Churli, ni al médico, y cuando los encontraron fue demasiado tarde: murieron ella y el hijo que esperaba. Su marido no volvió a ser persona (mi amiga lo sabe porque vive cerca de su casa), yo no sé si es que se convirtió en un animal o qué. El caso es que el marido de la mujer muerta no sale, ni habla, ni siente, ni padece (esto lo dice todo el pueblo) desde que murieron su mujer y su hijo. Se pasa el día dando vueltas por la casa. Mi amiga, que lo ha visto, dice que da miedo y pena al mismo tiempo. Yo no lo he visto nunca, pero también me da pena.

Y mira tú por donde, justo hoy, día de Reyes, se ha puesto enferma mi hermana. Mi madre me ha enviado a decírselo a don Fermín y después tengo que ir a llamar a don Damián, el médico.

El Churli vive en la casa más grande del pueblo, con doña Conchita, su mujer (una señora muy simpática), y Glorita, su hija, que es de mi edad pero no va a la escuela, va a un colegio particular en Ávila. Todos los días la lleva su padre en coche. El Churli tiene que ir a Ávila porque allí están sus negocios más importantes. Eso lo dice mi padre.

Subo corriendo, llamo a la puerta y me abre la tía Satur, una mujer del pueblo que limpia y hace la comida para la familia del Churli. Luego sale doña Conchita y me dice que puedo pasar al salón. Me ofrece una bandeja llena de dulces de Navidad.

—Come algo, Alicia, ¿has probado las glorias? Anda come una, ya verás qué rica.

Yo no sé qué hacer. No he comido nunca una gloria. Ni siquiera sé cómo son. La palabra gloria se la he oído decir a mi madre, a veces, cuando, después de trajinar por la casa se sienta al brasero y dice: aquí se está en la gloria. Debe de ser como estar en el cielo.

—¿Es que no quieres una gloria? —insiste— Anda, toma, cómetela, están riquísimas.

Me ofrece en la mano una especie de bombón grande, envuelto en papel plata. Al desenvolverlo, se cae al suelo un polvo blanco.

—No te preocupes —dice— luego lo limpia Satur, que para eso está.

No es un bombón, es blanco y blando. Lo pruebo y me quedo sorprendida. Está riquísimo, sabe a mazapán pero no es mazapán. A lo mejor se llama gloria porque le han puesto el nombre de su hija, pero me da vergüenza preguntarlo. Doña Conchita no deja de mirarme mientras yo me como la gloria, sin abrir la boca, como me ha dicho mi madre que hay que comer, sobre todo en las casas de la gente elegante. El papel me lo guardo en el bolsillo.

—Dame el papel, si quieres, lo tiramos a la basura.

No contesto, el papel lo quiero guardar en mi caja de los recuerdos, para no olvidar su sabor.

A Glorita le han echado los Reyes una casa de muñecas enorme. Al verla me he quedado muda, no me lo puedo creer.

—¿Te gusta? ¿Quieres jugar conmigo?

Estoy deseando decir que sí, pero digo que no, tengo que ir a buscar al médico, mi hermana está enferma y ya estoy perdiendo mucho tiempo.

La madre de Gloria me pregunta:

—¿Qué quieres, Alicia? No has dicho ni una palabra desde que has llegado.

—Mi hermana Rosario está enferma y dice mi madre que se lo diga al Chur..., perdón, a don Fermín.

—No te preocupes, Alicia, ya sé que todo el mundo llama a mi marido el Churli.

—Lo siento, se me escapó. Mis padres se enfadan cuando llamo a la gente por el mote.

—Y, dime, ¿qué le pasa a tu hermana? ¿Es algo grave?

—No lo sé, solo sé que tiene fiebre, que tengo que decírselo a don Fermín y luego ir corriendo a llamar al médico.

—Yo se lo digo a Fermín, no te preocupes.

—Pero mi madre me ha dicho que se lo diga yo, que es muy importante.

—Pues mira, díselo, ahí lo tienes.

El Churli está recién levantado de la cama. Va despeinado y en pijama: ¡con lo tarde que es! Tiene una pinta terrible, parece un loco. Comprendo de golpe por qué dice mi madre, algunas veces: “pobre doña Conchita, lo que tiene que aguantar con este impresentable, que anda todas las noches de borrachera en borrachera, no le dará vergüenza”. Lo de la borrachera sé por qué lo dice. Muchas veces lo he visto en el bar que hay en mi casa; incluso algunas veces, doña Conchita viene a buscarlo y le quita las llaves del coche. Tiene miedo de que él conduzca bebido y tenga un accidente. Lo que no comprendía era eso de “impresentable” pero ahora lo he comprendido. ¡Menudas pintas!

—Tú eres Alicia, la hija de Juan ¿no?

—Sí, he venido a decirle que mi hermana Rosario está enferma; y como ya se lo he dicho, me voy.

—Espera un poco, mujer, quédate a jugar con Glorita un rato, que yo tengo que hacer una llamada y hasta que no haga esa llamada no puedes avisar al médico.

No comprendo nada, pero tengo que quedarme a esperar. Miro la casa de muñecas de Gloria y, al mismo tiempo, estoy atenta a lo que hace el Churli.

La casa del Churli es una de las pocas en las que hay teléfono. No hace mucho que tenemos teléfono en mi pueblo. Todo el mundo que quiera (siempre que pague lo que cuesta la conferencia) puede ir a la centralita telefónica que está en casa de los Pichardos (menudo mote, no sé por qué se lo pusieron, pero me lo imagino) y llamar por teléfono a donde quiera llamar.

Mi madre dice que esa centralita tenía que haber estado en nuestra casa, que mi padre y mi hermana hicieron el examen y fueron los que sacaron la nota más alta. No se la concedieron porque no pudieron reunir todos los papeles que les pidieron. Por lo visto, los Pichardos nos denunciaron y como ellos tienen un familiar en Ávila que es militar... Por eso está en su casa.

Dice mi hermana que, como el padre de familia es un poco borrachín, va contando por el pueblo todo lo que escucha al teléfono. Lo que se cuenta por teléfono no debería saberlo nada más que las personas que están hablando y nadie más, menos aún el que atiende la centralita. Es como si el cura fuese contando por ahí los pecados que confiesa todo el mundo. Pero, mira tú por donde, eso no se puede denunciar.

Tener la centralita habría sido una oportunidad para mi padre (que no tendría que ir a trabajar en la piedra y podría estar más tiempo en casa) y para mi hermana, que conseguiría un buen trabajo.

Ella no pudo estudiar porque, cuando yo nací, mi madre tenía que ir conmigo de médicos y ella tuvo que ayudar en casa. Bueno, de todas formas, aunque no ha podido estudiar por mi culpa, sabe muchas cosas y ha aprendido a coser y a bordar.

Un día en las pozas, alguien dijo: no se hizo la miel para la boca del asno. Yo no lo comprendí, no sé si quiso decir que mi padre era un asno, o que el asno era el Pichardo padre, que según todo el mundo sabe, es más bruto que un arao. Pero, por si acaso, mi madre dijo, sin decir a quién se refería: el que asno nace, asno se queda, y se terminó la conversación.

Mientras espero hago algo que no hay que hacer: escucho lo que dice el Churli.

—Tienes que darlo de alta ahora mismo. Sea como sea. Su hija está enferma —esa es mi hermana— y por lo visto no puede esperar. No importa, mañana se registra con fecha de hoy, yo me encargo, tú haz los papeles.

Luego el Churli, cuelga el teléfono y dice:

—Todo arreglado. Llamo a don Damián y así tú puedes seguir jugando con Glorita.

—Gracias, don Fermín, pero mi madre me ha dicho que tengo que ir yo, en persona, a llamar al médico.

—Bueno, puedes ir si quieres, pero yo lo voy a llamar de todas formas. No pongas esa cara, mujer, que tu hermana se va a curar. Seguro que no tiene importancia. Dile a tu madre que cuando esté curada me lo diga.

No contesto. Miro una vez más la casa que le han echado los reyes a Glorita y pienso que prefiero no tener esa casa y que mi padre sea mi padre y no el Churli. Luego, salgo disparada de aquel lugar grande y cerrado, donde huele a algo que no me gusta.

En un minuto estoy en casa del médico. Me abre su hija, que es de la edad de mi hermana. Toda la familia está desayunando. Se ve que tampoco han madrugado. Entro y, tras decir buenos días, le digo a don Damián lo que mi madre me ha dicho que diga:

—Mi hermana está enferma, tiene mucha fiebre. Mi madre quiere que usted vaya a verla urgentemente. Por favor.

—Lo sé, me ha llamado don Fermín, estoy preparado, me voy contigo, solo tengo que coger el maletín.

—Pero termina de desayunar, hombre, termina de desayunar —dice doña Eloísa, su esposa—, seguro que no hace falta que corras tanto.

—Si la hermana de Alicia tiene mucha fiebre, es importante que nos vayamos ya. Hay que bajar esa fiebre.

Me gusta que el médico no siga desayunando, me gusta que diga que se viene conmigo. Estoy segura de que ayudará a mi hermana.

Don Damián es un hombre bueno (eso dice mi madre) y un buen médico (eso dice mi padre), desde ahora lo diré yo también. Prefiere venir conmigo para ver a mi hermana que seguir desayunando, y eso que en la mesa del desayuno hay cosas muy, pero que muy ricas para desayunar.

—Alicia, ¿quieres una magdalena? —dice doña Eloísa—, las he hecho yo, con una receta que me dio tu madre.

—Gracias, doña Eloísa, pero no tengo hambre, acabo de desayunar.

—¿Y qué has desayunado?

—Sopas de leche con pan, me gustan mucho. Hoy también he comido una magdalena parecida a estas, y un mazapán. Además, doña Conchita me ha dado una gloria. Ya no tengo más hambre.

—Bueno, entonces no insisto, porque no quiero que tú también te pongas enferma. Pero, mira, llévate unos bombones para después de comer.

—Gracias, pero dice mi madre que no debo comer tantos dulces: no es bueno para los dientes.

—Ya veo que eres una niña muy bien educada.

Me quedo con las ganas de coger los bombones y comerme la magdalena que me ofrece doña Eloísa, pero estoy preocupada, quiero que don Damián salga con su maletín y podamos irnos de una vez. Tarda más de lo que esperaba, pero al fin sale, se ha peinado y se ha puesto una chaqueta.

—¡Vamos!

Es la palabra que estoy esperando. Salimos de su casa mientras doña Eloísa sigue hablando. No presto atención, voy delante, abriendo camino hacia mi casa.

Mi madre está a la puerta, esperando. Cuando nos ve llegar entra en casa. Detrás entramos nosotros. Mi madre dice que yo tengo que quedarme abajo, con mi hermano. Me siento en la silla y me pongo a pensar. Estoy preocupada, tengo miedo de que a mi hermana le pase algo grave.

Mi hermano, como siempre, comienza a burlarse de mí, a decirme tonterías, a imitar los gestos que hago, a repetir las palabras que digo. De todas formas, este juego me gusta más que el de la mano negra. Me hace rabiar pero no me asusta. Mi padre llega enseguida, con castañas para asar en la estufa. Además, trae higos y nueces para hacer turrón del pobre. A mí me gusta y es muy fácil de hacer: se abre el higo, se mete dentro la nuez (sin cáscara, claro), se coloca en el gozne de la puerta de la cocina (que es la mejor) se abre y se cierra para aplastarlo y ya está hecho el turrón.

Don Damián y mi madre tardan bastante en bajar (o eso me parece a mí), pero por fin bajan:

—Tiene peritonitis aguda. Hay que operar. Le he puesto una inyección para bajar la fiebre y ahora llamaré al hospital para que envíen una ambulancia.

Mi madre se pone a llorar y mi padre la consuela. El médico les da unos papeles para entregarlos en el hospital y los tranquiliza.

—Si tarda la ambulancia —dice— hay que poner otra inyección. Yo avisaré al practicante, voy a verlo ahora.

Me ofrezco voluntaria para ir a la farmacia, pero mi madre dice que no, que es mejor que vaya mi hermano, que yo no sé hacer los recados sin entretenerme por el camino. Está enfadada conmigo, se nota a la legua.

Dejamos de asar castañas y hacer turrón. El horno no está para bollos.

—Le ha subido mucho la fiebre —dice mi madre con tristeza—, tiene casi cuarenta. Y tú, Alicia, has tardado mucho en traer al médico.

Agacho la cabeza, no sé qué contestar.

—Bueno, mujer, no te preocupes —dice mi padre—, ya has oído a don Damián, enviarán una ambulancia, irá al hospital y allí la operarán. Todo va a salir bien. Es una operación muy sencilla. En unos días estará como nueva.

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