Kitabı oku: «Alicia en el país de la alegría», sayfa 5

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A TAPAR LAS CALLES, QUE NO PASE NADIE

Ovejas, cabras, caballos, gitanos, feriantes, soldaos, toros bravos, ovejas... El mío es un pueblo de paso. La carretera está en medio, delante de mi casa, entre la iglesia y el cuartel de la Guardia Civil. Cada dos por tres hay novedades que obligan a los vecinos a meterse en sus casas y cerrar las puertas.

Cuando esto sucede, el alguacil da un pregón:

De orden de la autoridad, se hace saber, que mañana pasará una manada de toros bravos por la carretera, camino de Ávila. Se advierte a los vecinos del lugar que no deben salir de casa bajo ningún concepto, deben cerrar puertas, ventanas y corrales. Quien incumpla esta orden podrá ser sancionado con una multa de cien pesetas. He dicho.

La Guardia Civil vela para que se cumpla la orden. Recorre las calles antes de la hora prevista, obligando a la gente a cerrar puertas y ventanas. Los toros van a jugar a tapar las calles y puede ser muy peligroso. Por eso todo el mundo cumple la orden. Si alguien incumple lo que mandan los edictos, se arriesga a ser atropellado, a sufrir las consecuencias en su propia integridad física y monetaria.

Mi abuelo cuenta mil veces, siempre que pasan toros bravos por el pueblo, que, en una ocasión, cuando era pequeño, salió a la puerta de su casa para ver pasar los toros. Uno de ellos lo enfiló, lo persiguió, lo tiró al suelo y le clavó un cuerno en la pantorrilla. Desde entonces tiene una pequeña cojera que no le ha impedido nunca hacer su santa voluntad.

—Pero, abuelo, el toro podía haberlo matado.

—Yo me quedé quieto, sin moverme. El toro debió de pensar que ya estaba muerto y por eso me dejó. Luego, mi madre me ató un trapo de sábana a la pierna y cortó la hemorragia. El resto lo hizo el paso del tiempo, los bebedizos y las manos milagrosas de mi madre.

Si llegan los gitanos (vienen con el buen tiempo) se quedan cerca del río y solo suben al pueblo a vender cestos. Como los venden más baratos que el cestero, muchas mujeres se los compran y así ahorran unos reales que nunca vienen mal. También suben para comprar gallinas. Algunas personas, mal pensadas, dicen que vienen a robarlas. Por eso, la Guardia Civil, cuando ve a un gitano con una gallina lo detiene y lo lleva al cuartelillo. No lo sueltan hasta que se aclara el entuerto y se puede demostrar que la gallina no es robada. Dice mi padre que en una ocasión los mozos del pueblo robaron gallinas y les echaron la culpa a los gitanos.

Seguro que por eso a los gitanos no les gusta mucho la Guardia Civil. También será por eso que hay muchos chistes de gitanos y guardias civiles. A mi padre no le gustan esos chistes. Bueno, a él tampoco le gustan los chistes de mariquitas, jorobados, sorchis, etc. Siempre dice:

—El humor debe ser inteligente. A mí no me parece inteligente hacer burla de las personas diferentes.

No le gustan tampoco algunas cosas que se dicen sin pensar: esto lo saben hasta los negros; no se lo salta un gitano; es un trabajo de chinos. Mi padre opina que hay que decir lo que se piensa y pensar lo que se dice, para no ofender a nadie.

A mí tampoco me hacen gracia los chistes que cuenta una prima mía. Son chistes verdes, marrones y de todos los colores. Un día contó un chiste que me dio mucha pena: mamá, mamá, se ha muerto papá, y la madre contesta: qué susto, hijo, pensé que se había salido la leche. ¿Dónde está la gracia? Si yo encuentro a mi padre muerto, gritaría y mi madre también. Las dos nos pondríamos a llorar. A ninguna de las dos nos habría importado un pito que se saliese la leche. Mi prima dice que no me gustan esos chistes porque soy una sosa, que todo me lo tomo por la tremenda. Que reírse no hace mal a nadie. Ya lo sé, pero depende de qué te rías ¿no?

Quienes también vienen de vez en cuando por el pueblo son los sorchis, sobre todo los que están pasando el campamento antes de ir al cuartel. Ponen sus tiendas en la plaza y se convierten en una atracción de feria durante dos o tres semanas.

Este año han venido en primavera, cuando las mozas se quitan el abrigo y las medias, las casas se abren de par en par y las solanas son lugar de tertulia. En ellas las niñas, jóvenes casaderas, mujeres casadas y viudas, hablan, ríen, cuentan cuentos y cortan más de un traje a quien no está presente, pasa sin pararse o es protagonista de alguna historia amorosa, divertida, poco clara... Todo ello, mezclado con habladurías de la gente y la imaginación, despierta a la primavera.

Pero, estos días, en las solanas, las mujeres les cortan trajes de cuerpo entero a los sorchis, les ofrecen sonrisas de tapadillo y se ríen cuando los ven pasar.

Mi bar es de color verde, está repleto de uniformes, saludos militares y órdenes. Sobre todo hoy, que ha entrado un militar de alta graduación. Al verlo, todos los soldados dejan de beber, se ponen firmes, dan un pie contra otro (con un sonido marcial), levantan el brazo, lo colocan en ángulo recto y, con la punta del dedo anular de la mano derecha estirada, se tocan la frente. Es un saludo militar.

—Debe de ser un pez gordo —le ha dicho a mi padre uno de los pocos hombres del pueblo que a esas horas están en el bar—; por lo menos es capitán.

—Más —ha dicho otro parroquiano que acaba de regresar de la mili—; lleva tres estrellas de ocho puntas en línea recta, es coronel.

Todo el mundo se queda en silencio. Noto que mi padre está nervioso, le tiemblan las manos y tiene gotas de sudor en la frente. El coronel se acerca a la barra del bar y dice:

—Descansen.

Los soldados se relajan, pero no vuelven a beber. Algunos abandonan el bar, otros hablan muy bajito entre ellos. El coronel mira a mi padre y dice:

—O sea, que es verdad, me lo habían dicho y no lo podía creer. Mira tú por dónde voy a encontrarme a Juan, el mejor cantero que conozco, disfrazado de tabernero.

Mi padre mira al militar, lo observa y dice:

—¿Quiere tomar algo?

—No, gracias, estoy de servicio. Solo he venido a saludarte. Alguien me dijo que este bar era tuyo y ya veo que te van bien las cosas. Me alegro, porque a pesar de todo, eres un hombre trabajador. Lo que no comprendo es por qué has cambiado los punteros por los vasos y la piedra por el vino. Siempre pensé que lo tuyo era la cantería.

—Y lo es. Soy cantero. La taberna no es nuestra, la tenemos alquilada. Pero con tres hijos hacemos lo que podemos.

—Bien, muy bien. El trabajo dignifica al hombre. Y... ¿dónde tienes la cantera? Me gustaría ir a verte allí, quiero que me hagas un trabajito y...

—Bueno, la cantera tampoco es mía, trabajo para un contratista, él es el que me dice lo que quiere que haga.

—Ya comprendo. Hablaré con él y luego iré a verte. Seguro que podrás hacer lo que quiero que hagas. Sabré recompensarte por ello. ¿Quién es el contratista?

—Se llama Fermín y vive justo ahí enfrente, subiendo la carretera de la estación.

—¡Coño! El Churli. Menuda sorpresa. Hablaré con él y mañana iremos los dos a la cantera. ¡Qué casualidad! Mira tú por donde voy a matar dos pájaros de un tiro.

Ahora la que estoy nerviosa soy yo. Sobre todo porque cuando dice la palabra “matar” tiene una mano en la cintura, justo encima de la funda donde guarda una pistola. Mi madre, en ese momento, sale de la cocina y me llama:

—Alicia, ven aquí ahora mismo.

—¡Vaya, Juan! Esa es tu mujer, ¿no? No ha cambiado nada. Solo la vi una vez. Recuerdo haber pensado: ¡qué suerte tiene este desgraciao!

Mi padre no contesta. Mi madre mira al militar, mira a mi padre. Me agarra de la mano y dice:

—Vamos, Alicia, ven conmigo. ¿Cuántas veces tengo que decirte que, cuando hay soldados en el bar no puedes andar por aquí? ¿Cómo tengo que hablar para que lo entiendas? ¿Me lo quieres decir?

Mi madre me empuja escaleras arriba y las dos subimos al desván. Lo último que escuchamos decir a ese coronel que, por lo visto, conoce a mi madre y a mi padre, es esto:

—¡Vaya! Ya veo que tienes una mujer de armas tomar. Así me gustan a mí las hembras: con raza.

En el desván, mi madre me mira con cariño, me acaricia el pelo y la cara, me da un beso y me abraza con fuerza, tanta que casi no puedo respirar. Noto que está nerviosa y a punto de llorar. ¿Qué pasa? ¿Por qué mis padres se ponen nerviosos al ver a ese coronel? ¿De qué lo conocen?

Mi madre y yo permanecemos así, abrazadas, un buen rato. Luego, escuchamos a mi padre que desde la escalera dice:

—María, baja, que se han ido todos.

Mi madre no baja. Se asoma a la puerta del desván y desde allí contesta:

—Entonces, Juan, cierra el bar y sube, que quiero hablar contigo.

Mi padre obedece a mi madre. Sube y los dos se meten en su alcoba. Yo voy detrás de ellos. Pero mi madre dice:

—Anda, Alicia, hija, por favor, ve a casa de tu abuelo y dile a tu hermana, que venga.

No, yo no quiero ir a buscar a mi hermana; quiero escuchar su conversación. Pero... no puedo desobedecer a mi madre, tengo que hacer lo que ella me ha pedido. Si hasta me lo ha pedido ¡por favor!

Sin embargo, protesto con todas mis fuerzas, con coraje, dando gritos:

—Siempre igual, yo nunca puedo enterarme de nada. Me decís que soy pequeña, que no entiendo. Seré pequeña, pero no soy tonta y quiero saber lo que pasa. ¿Por qué estáis tan nerviosos? ¿De qué conocéis a ese coronel que dice cosas tan raras?

Mi padre levanta la mano, está a punto de darme una bofetada (nunca me ha dado ninguna), yo me encojo, asustada, con los puños juntos bajo la barbilla, pero lo miro, lo sigo mirando. Si me pega que me pegue.

No me pega. En el último segundo cambia de opinión. Mi madre le acaricia la mano con la que me iba a pegar. Yo sigo allí, sin moverme, sin decir nada.

—Es verdad, Alicia —dice mi padre—, eres una niña pequeña, desobediente y muy mal educada. Tu madre te ha dicho que vayas a buscar a tu hermana y eso es justo lo que tienes que hacer.

Obedezco, no puedo hacer otra cosa. Por el camino no dejo de pensar en lo que ha pasado. ¿De qué conocerán mis padres a ese coronel? De la mili no puede ser, porque mi padre no ha hecho la mili.

Mi hermana no está en casa de mi abuelo. Lo sabía, el recado era una excusa para alejarme de mi casa mientras ellos hablan. Vuelvo a casa. Mi padre está de nuevo en el bar y mi madre sigue arriba. El bar está abierto pero no hay nadie. Mi padre me llama.

—Alicia, hija, ven a darme un beso. Tú sabes que te quiero mucho, más que a nadie.

No contesto, agacho la cabeza, me acerco y le doy un beso pequeño.

—No, así no, yo quiero un beso de verdad. Tú sabes que nunca te he pegado y nunca te pegaré. Olvida lo que ha pasado antes. ¿Has encontrado a tu hermana?

—No, mi hermana no estaba allá abajo.

—Debe de estar en la estación. Sube a buscarla, tu madre tiene una sorpresa para las dos. Pero antes quiero mi beso.

Me acerco y le doy muchos besos, porque sé que cuantos más doy más me quedan. Él me acaricia el pelo, sonríe y dice:

—No cambies nunca, Pitusina, nunca.

—Y la sorpresa ¿cuál es la sorpresa?

—Os la dirá tu madre a tu hermana y a ti. Ve a buscarla.

Subo corriendo a la estación. Entro en la casa del jefe (su hermana es la que da clases de bordado a las chicas del pueblo), subo arriba (que es donde tienen el taller) y allí junto a otras chicas está mi hermana, bordando. Hablan de los soldaos, dicen que hay algunos muy simpáticos y muy guapos. Se ríen.

—¡Vamos, Rosario!, que madre quiere que vayamos ahora, tiene una sorpresa para nosotras.

—¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa?

—No lo sé, si lo supiese no sería sorpresa.

Todas las chicas se ríen. Mi hermana recoge su labor y me acompaña. Todo el camino vamos hablando de la sorpresa.

—Seguro que quieren que vayamos las dos a la fiesta de Cebreros.

—¿De verdad? ¿Y las clases de bordado?

—No creo que pase nada si dejas de bordar tres o cuatro días. Con lo bien que bordas, seguro que tú lo recuperas enseguida.

—Ya, pero yo no sé si me quiero ir ahora a ningún sitio.

Yo también quiero quedarme aquí, en casa, con mis padres. Me da miedo lo que le ha dicho ese coronel a mi padre. Mi hermana no quiere irse ahora por los sorchis, seguro. Todas las chicas están revueltas por eso. Pero en Cebreros se lo pasará mejor en el baile.

Nada más llegar a casa salimos de dudas.

—Vuestra madre está arriba, quiere hablar con vosotras.

Subimos y la vemos, está en la sala, revolviendo cajones, sacando ropa. No parece muy contenta, pero sonríe al vernos llegar.

—¿Ya estáis aquí?

No comprendo por qué mi madre siempre pregunta que si estamos aquí, cuando nos tiene delante. Me dan ganas de contestar: no estamos aquí, seguimos en la estación. Pero no digo nada, me callo.

—Bueno, pues os tengo que dar una sorpresa: nos vamos las tres a las fiestas de Cebreros, ¿qué os parece?

—¿Las tres? ¿Y padre? ¿Él se va a quedar solo en casa?

—Tu padre no puede dejar de trabajar.

—¿Y el bar? ¿Quién atenderá el bar cuando él esté trabajando?

—No pasará nada por cerrar dos o tres días el bar.

—Pero... si ahora con los sorchis hay mucha gente en el bar —dice mi hermana—. ¿Es que le pasa algo a nuestra familia de allí?

—No, no les pasa nada. Vamos a las fiestas, eso es todo. ¿No quieres que vayamos? ¿Me has estado dando la lata casi un mes porque querías ir a las fiestas de Cebreros y ahora que digo que sí, tú no quieres? No te comprendo. ¿A qué vienen tantas preguntas?

—Sí, madre, sí que quiero ir.

—Y tú, Alicia, ¿quieres ir o tienes alguna pregunta de las tuyas?

Yo tengo muchas preguntas que hacer, pero no las hago, no quiero que mi madre se enfade. Por alguna razón tenemos que ir a las fiestas de Cebreros.

—Sí, mami, yo quiero que vayamos. ¡Menuda sorpresa!

—Bueno, pues si queréis ir, tenemos que prepararlo todo, porque nos vamos mañana por la mañana temprano. Hay mercado en Ávila y vuestro tío vendrá al mercado. Si nos vamos pronto, él nos llevará y podremos comer allí. Las fiestas comienzan por la noche.

Con el lío de los preparativos del viaje, casi me olvidé del coronel. Pero esta noche, cuando mi padre ha venido a darme las buenas noches y a preguntarme qué he aprendido en el día de hoy, he contestado:

—He aprendido que, aunque mi padre no ha ido a la mili, conoce a un Coronel. Lo que no sé es por qué lo conoce.

—Tu padre y tu madre conocen a ese coronel porque fue testigo de nuestra boda y porque hice un trabajo de cantería en su casa.

—Y ahora quiere que hagas otro trabajo ¿a que sí?

—Pero qué lista eres, Pitusina. Las tres lo vais a pasar muy bien en esas fiestas.

—Y tú ¿por qué no vienes con nosotras?

—Yo tengo que trabajar, ya lo sabes. Además, seguro que tengo que hacer algún trabajo de piedra para el coronel, tú misma lo has dicho.

—¿Y si te mata?

—No digas tonterías, hija, ¿por qué me va a matar?

—Él lo ha dicho. Dijo que iba a matar dos pájaros de un tiro.

—Esa es una expresión como otra cualquiera. No hay que tomársela al pie de la letra. ¿Estabas preocupada por mí?

—Sí, ese militar me da un poco de miedo.

Mi padre me besa, me acaricia el pelo, me abraza. El sonido de su corazón es la mejor música que conozco.

Las fiestas de Cebreros son muy divertidas. Yo no voy a los toros, ni a los encierros, ni a cosas así, pero me gusta montar en los caballitos, en la noria, comprar almendras garrapiñadas y participar en todos los juegos en los que me deja mi madre y quiere mi prima.

Un día, mi madre se empeña en que vayamos las tres a ver a la Virgen de Valsordo, que es la patrona de Cebreros y vive a más de dos kilómetros del pueblo. Pide la llave a la señora que cuida la ermita. Como nos la da nada más pedirla, mi madre le agradece que se fíe de nosotros. Ella contesta que deja la llave a todo el mundo que la pide, nadie puede robar en la ermita. Cuando alguien lo ha intentado, ha sido detenido de inmediato. La propia Virgen protege la ermita.

La santera nos cuenta muchas historias increíbles. El nombre de la Virgen viene de que un pastor sordo pastoreaba su rebaño en el valle cuando se le apareció la Virgen varias veces. No sé si la Virgen habló con el pastor, la santera no nos dijo nada de eso. Lo que sí nos dijo fue que el pastor recuperó el oído, por eso insistió mucho para que se levantase una ermita a la Virgen en el lugar de las apariciones. Hasta que por fin se construyó.

La Virgen es morena, con pelo largo, muy guapa, parece una novia. Está en el altar mayor de la ermita, como en mi pueblo. Tiene muchos nombres: Nuestra Señora de las Virtudes, de las Victorias, de las Batallas, de los Toros. Eso sí que me pareció curioso. Fuimos a verla andando, claro. Como si fuese el mes de mayo, cuando los cebrereños suben en romería. Allí, mi madre reza un rosario y le pide a la Virgen para que mi padre siempre esté con nosotras. A eso me apunté yo enseguida.

En Cebreros hay muchas bodegas. Mi madre conoce a los dueños de una de las más importantes, que es la que suministra vino a nuestro bar. Un día nos han invitado a comer a su casa. Es una casa muy grande y muy bonita. Deben de ser ricos porque tienen muchas cosas. También hemos ido con Benitín (que es hijo del dueño) y su amigo Adolfito (hijo de un taxista) a ver las viñas. Los dos son guapos y simpáticos. Pero mi hermana dice que son unos creídos. A mí me gustan, pero yo, según mi hermana, no entiendo. Ya entenderás de chicos cuando seas mayor, dijo. Ella no sabe que ya entiendo ahora, que me gusta Sergio. Pero no se lo digo.

Mi hermana tiene muchos pretendientes. Uno de ellos ha venido con los músicos a rondarle a casa de mis tíos, por la noche, pero ella se ha hecho la dura y no ha salido a la puerta para agradecer la ronda. Yo me he asomado a la ventana, pero mi hermana ni eso.

El primer día de la fiesta tuve que ir con las mayores, pero luego me dejaron ir con la hermana de la mejor amiga de mi prima, que es casi de mi edad. Con ella me lo he pasado muy bien: bailando, jugando, hablando. A ella también le gusta leer. Aunque es un poco mayor que yo, no importa porque yo soy más alta que ella. Me ha dicho que vive en Madrid, lo mismo que Sergio, pero no lo conoce. Claro, como Madrid es tan grande...

En total: que lo hemos pasado de rechupete en las fiestas de Cebreros.

Hoy regresamos a casa. Mi padre nos espera como agua de mayo, y eso que estamos en agosto. Me gusta mucho volver a verlo, pero me gusta mucho más ver que del campamento de los sorchis no quede ni el apuntador.

Los pájaros siguen volando, no están muertos. ¡Bien!

¡MISTERIOS MISTERIOSOS!

Hay algunas personas de mi pueblo que, aunque han estudiado, trabajan en el campo. No pueden ejercer porque sus títulos ya no valen. No sé por qué. También hay un señor que lleva más de diez años viviendo en mi pueblo porque no puede vivir en el suyo. Dice mi amiga Mari Loli, que es la que más sabe de estas cosas, que vive aquí porque está desterrado. Eso quiere decir que lo han echado de su tierra. Ni Mari Loli ni yo sabemos por qué. Son misterios misteriosos que todo el mundo sabe que existen y nadie quiere descubrir. Yo los he apuntado en mi cuaderno de cosas que tengo que saber cuando crezca. Las personas mayores no quieren explicar algo a las pequeñas, siempre dicen que ya lo entenderemos más adelante, cuando seamos como ellas. Pero yo creo que las personas mayores tampoco comprenden y si comprenden no quieren comprender que comprenden; y esto también es un misterio. ¿Lo resolveré algún día? Espero que sí. Por lo menos lo intentaré.

El señor desterrado, que trabaja en las tierras de mi pueblo porque no puede trabajar en las tierras del suyo, tiene que pasar todos los días por el cuartel, ¿para qué? Nadie lo sabe, es otro misterio. Pero el misterio más misterioso es que el pobre hombre no pueda ir al baile, ni al bar, ni hablar con las chicas, ni reunirse con más de tres personas a la vez. Solo puede trabajar. Lo mismo les pasa a los emigrantes españoles en Alemania, los llaman gastarbeiters que significa invitados a trabajar. ¿Eso quiere decir que solo pueden trabajar, lo mismo que el hombre desterrado? Pues menuda invitación. Yo creo que estos son los misterios más terribles que he escrito hasta ahora en mi cuaderno de misterios por resolver.

Cuando viene alguien a visitar al hombre desterrado, ese alguien tiene que ir antes a hablar con el sargento, dejar allí su documentación y luego, cuando se marcha, ir a recogerla. Dice mi amiga Mari Puri que algunas personas sí, pero otras no pueden visitar al hombre desterrado. Mari Tere dice que a nosotras esas cosas no deberían quitarnos el sueño. Pero claro, aunque no me quiten el sueño, ninguna de las cuatro encontramos explicaciones y a mí me gusta encontrar explicaciones a todas las cosas que pasan en el pueblo. Como no siempre es posible, las apunto.

Sergio me ha contado otro misterio que he apuntado en mi cuaderno. Dice que en los alrededores de Madrid hay guerra de guerrillas. Es como el juego Declaro la guerra a, pero de verdad. Hay guerrilleros por los montes y bajan a las ciudades y a los pueblos. No me lo puedo creer, pero escucho con mucha atención. Sergio cuenta las cosas tan bien que, aunque sean verdad, parecen cuentos.

Dice que el día 29 de junio de 1955, en Madrid, por la noche, bajaron los del monte para hacer guerra de guerrillas. Hubo un atentado del que solo se enteraron algunas personas que vivían cerca y los soldados que estaban en sus literas, en un cuartel junto al Ministerio de Asuntos Exteriores y al chalet residencia del embajador alemán en España. Dice también que a su abuelo (que es militar en la reserva) le dijeron que los soldados vigilaron la zona toda la noche y hasta bien entrada la mañana. También dicen que una hija del embajador alemán, llamada Lucía, ofreció caramelos a los soldados mientras ellos buscaban a los responsables del atentado, y que la madre de la niña les ofreció café caliente y pan.

Esos soldados no encontraron a los guerrilleros. Pero nadie sabe si otros soldados los encontraron o no. Porque si los encuentran los matan o los meten en la cárcel y no se entera nadie. Son secretos militares.

Sergio también dice que ni en la prensa de ese día ni de los días posteriores se dijo nada. Lo que sí se dijo es que el Jefe del Estado (que es el señor de bigote que está en la foto que hay en la escuela, al que la maestra, el Catón y la enciclopedia, llaman Generalísimo) estaba en Almadén visitando la zona minera. Apareció en la portada de ABC el día del atentado.

Las historias que cuenta Sergio son muy misteriosas, yo no soy capaz de imaginar que estén sucediendo de verdad. Por eso se lo pregunto:

—¡Menuda historia! Pero dime, ¿eso que cuentas ha sucedido de verdad o te lo estás inventando tú?

Sergio se enfada mucho y dice:

—Tú, Alicia, vives en el país de las maravillas, por eso no te enteras de la misa la media. No sé para qué te cuento nada. Eres una cría. Cuando seas mayor tal vez te enteres de algo.

No he podido contestar. Él me mira con cara triste, mejor dicho, seria, muy seria, se levanta y se va sin despedirse. Yo me quedo pensando, sin comprender nada de nada y más sola que la una. Sergio tiene razón: soy muy pequeña. Quiero ser mayor para poder comprender estos misterios, saber lo que pasa y si lo que él dice es cierto. Quiero descifrar lo que hay detrás de lo que él llama guerra de guerrillas. Porque en España no hay guerra y Madrid es España. Aquí vivimos en paz, donde hay guerra es en otros países, pero aquí no. Eso lo dicen la maestra y el cura, que siempre dan gracias a Dios por los años de paz y de victoria.

Mi cuaderno de las cosas que no entiendo y quiero entender cuando sea mayor, tiene cada vez más hojas escritas. Hoy he escrito tres misterios más:

1.- ¿Por qué los médicos, maestros y profesores que han estudiado no pueden trabajar en su profesión y tienen que mendigar, trabajar en el campo (aunque no sean camperos) o poner una librería para descambiar?

2.- ¿Por qué algunas personas están desterradas de sus tierras y tienen que venir a las nuestras pero solo pueden trabajar?

3.- ¿Por qué, si en España vivimos en paz, en Madrid hay guerras de guerrillas? ¿Qué son las guerras de guerrillas? ¿Habrá guerra de guerrillas en otras ciudades de España? ¿Habrá guerra de guerrilla en Ávila? A lo mejor el coronel que vino el otro día a nuestro bar es el jefe de las guerras de guerrillas. No lo sé, espero saberlo todo cuando sea mayor.

—¿Qué haces, Pitusina? ¿Qué estás escribiendo?

Mi padre me mira, mira el cuaderno y me vuelve a mirar. Yo cierro el cuaderno, lo guardo en mi caja de los secretos y la escondo detrás de mí.

—Nada, Mapa, nada, cosas mías. Cosas de niñas pequeñas que las personas mayores no podéis comprender.

—¡Vaya! Conque esas tenemos ¡eh! ¿Cosas de niñas pequeñas? Deberías saber que yo he sido pequeño antes de ser mayor.

—Ya, pero no has sido niña pequeña y no lo podrás ser nunca. Sin embargo, yo seré algún día niña mayor.

—Por supuesto, tú tampoco podrás ser niño mayor nunca.

—O sí, nunca se sabe —como tú dices— lo que me tendrá reservado el futuro.

—Muy bien, muy bien. Tú ganas. Ya sabes que puedes contarme lo que quieras, cuando quieras.

—Lo sé, pero tengo derecho a tener mis propios secretos ¿no?

—¡Ay, Pitusina! ¡Cómo me gustaría verte por un agujerito cuando tengas los mismos años que tengo yo ahora!

—Me verás, Mapa. Seré maestra y escritora, ganaré mucho dinero, tú y mami viviréis conmigo. No quiero otra cosa.

A mi padre le brillan los ojos, en ellos asoma una lágrima. Titubea y dice:

—Me gusta que seas amiga de Sergio. ¿Sabías que su padre y yo también fuimos amigos?

—¿Por qué dices fuimos? ¿Ya no lo sois? ¿Es que está muerto?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque no viene al pueblo. Yo no le he visto nunca. ¿Dónde está?

—Eso es mejor que te lo cuente tu amigo. Si no te ha dicho nada sus razones tendrá. Debes aprender a respetar los silencios de otras personas.

—Y tú también.

Mi padre sonríe, me guiña un ojo y sale del desván. Yo apunto en mi libreta: ¿Dónde está el padre de Sergio? ¿Está vivo o está muerto? Si está vivo ¿por qué nunca viene con ellos al pueblo? Si está muerto ¿cuándo murió y por qué?

En la escuela de las niñas pequeñas el aburrimiento ha llegado a ser insoportable. Al principio me gustaba ir a cuidar al niño de la maestra, leer sus cuentos, imaginar que la suya es mi casa, que estoy casada con Sergio y el hijo de la maestra es nuestro hijo. Cuando refunfuña, hablo con él como si pudiese entenderme, para que no arranque a llorar. Cuando hablo me mira, tal vez piense que estoy loca.

Me aburre ir todos los días a cuidar al hijo de la maestra. Además, su marido me da un poco de miedo. Entra sin hacer ruido y cuando me doy cuenta está allí, delante de nosotros, mirándome con una sonrisa rara.

Hoy me ha levantado las faldas y me ha dado un azote en el culo, diciendo:

—Eres una niña muy guapa ¿lo sabías? Vas a volver locos a los hombres cuando seas un poco mayor.

Nunca me han dado un azote mis padres ¿por qué me lo tiene que dar él? No me gusta nada cómo habla, cómo me mira, cómo abre los ojos y se chupa el labio de abajo con la lengua. Salgo corriendo.

Salgo de la casa de la maestra, pero no voy a la escuela como otras veces. Tampoco iré a casa. Lo que quiero es pensar qué puedo decirle a la maestra para no ir a cuidar a su hijo nunca más.

Ando distraída, pensando, y me doy de bruces con el juez de paz. Un señor muy pacífico que vale para arreglarlo todo: riñas entre vecinos, problemas de lindes, cercas, sembrados; peleas entre mujeres, peleas entre hombres, herencias, donaciones, trifulcas, todo, todo o casi todo lo arregla sin despeinarse. Prefiere que quienes tienen un problema se pongan de acuerdo hablando. Si no es posible, multa al culpable. A veces se la pone a los dos, y aquí paz y después gloria. Los que han reñido se van a sus casas y hasta la próxima vez.

Dice mi madre que el juez de paz es un hombre bueno, que no visita los bares (quiere decir que no se emborracha, porque visitarlos sí que los visita, yo lo he visto en mi bar alguna vez), es serio, trabajador y todo el mundo lo respeta. Claro, no me imagino a un juez de paz borracho, pegando a su mujer o riñendo con el vecino por cualquier tontería.

El juez de paz se para, me saluda, mira al reloj y dice:

—Eres Alicia ¿no?, la hija pequeña de Juan y María.

—Sí, señor. Servidora se llama Alicia.

—Y dime, Alicia, ¿qué haces por aquí a estas horas? ¿No tendrías que estar en la escuela?

Estoy nerviosa, no sé qué decir. Tal vez debería contarle lo que ha pasado en casa de la maestra, que he sentido mucho miedo y he salido pitando de allí. No, eso no. Para eso tendría que contarle que la maestra me manda todos los días a cuidar a su hijo y que su marido... No, eso no.

—No contestas, tiemblas y estás triste. ¿Qué pasa, Alicia? A mí me puedes contar lo que quieras, sin miedo.

—Es que, desde hace casi dos meses, la maestra me envía todos los días a su casa a cuidar a su hijo. Como ha vuelto su marido ya no me necesita y...

—¿Te ha asustado el marido de la maestra? ¿Por qué no has vuelto a la escuela? ¿Por qué no te has ido a casa?

Lo del marido de la maestra no se lo puedo decir. Es muy difícil contar una sensación. Pero... tengo que decirle lo otro.

—Es que necesitaba pensar cómo decirle a la maestra que no quiero volver a su casa. Ya he aprendido a cuidar a su hijo, ahora que aprenda otra niña. Yo quiero aprender otras cosas. Por favor, señor Juez, no se lo diga a la maestra: me puede castigar.

—A ti no te va a castigar nadie, Alicia, de eso me encargo yo. Tú no tienes culpa de nada. Ahora los dos vamos a tu casa.

—¡Por favor! ¡Por favor! No se lo diga a mis padres, que se van a enfadar conmigo.

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