Kitabı oku: «El lugar del testigo», sayfa 2

Yazı tipi:

¿Qué cuenta este libro?

Este libro va hilvanando su confianza en la versátil palabra del testigo, capítulo a capítulo.

«Darle palabras al horror» se abre con la pregunta «¿Por qué cuenta el testigo?». El testigo cuenta –en el doble sentido de relatar y de importarle a otros– porque su versión revela el núcleo duro del experimento que pone en cuestión el estatuto de lo humano6.

«Cuestionamientos a la palabra del testigo» comienza con «Giorgio Agamben: en torno a la imposibilidad del testimonio», donde planteo que una interpretación literal de su hipótesis sobre el imposible testimonio, basado en la figura del «musulmán» de los campos nazis, alienta en nuestra región a quienes bregan por la deslegitimación del relato de los sobrevivientes. Por eso confronto su idea del rol vicario del testigo (que hablaría «por delegación» o en nombre de otros que no sobrevivieron) originada en su lectura de lo dicho por Levi.

En «Beatriz Sarlo: debate sobre el discurso de la experiencia», siguiendo la invitación del subtítulo de su libro Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión (2007), confronto algunos planteos de la autora, para quien «el testimonio carece de legitimidad frente a investigaciones de disciplinas que, al establecer una mayor distancia con el ayer, favorecerían la reflexión en lugar de cristalizarla» (2000). Me rebelo contra dictámenes pronunciados desde un saber con mayúsculas que se erige en tribunal para descalificar otras miradas.

En «Un glosario sin definiciones» presento una serie de términos que conforman el vocabulario básico vinculado a esta escritura. Intento esbozar y repensar sentidos, no dar respuesta sino mantener abierto el debate.

«Uruguay, Chile y Argentina. El Plan Cóndor» –en consonancia con los sucesivos golpes de Estado que asolaron al Cono Sur– repasa momentos claves de la historia del siglo XX en la región, evocando cómo la violencia exterminadora se instaló en cada país. La lengua y los mitos constituyen y moldean la realidad: no se puede hablar de hecatombes humano-facturadas si se descartan la cultura y el lenguaje que las vuelven posibles. Por eso mismo presento una crónica de acontecimientos y de la forma en que se los nombra, sin la intención de ofrecer un panorama histórico. Intento acercarme al imaginario surgido a partir de ciertos hitos traumáticos, ya que esa trama habilitó el terrorismo estatal. Mi recuento no explica el por qué de ciertos fenómenos que nos exceden, apenas los sitúa en el poroso marco de una época.

En este capítulo, además, presento una selección de textos que contradicen el criterio, muy difundido, según el cual el testimonio desestima la labor artística porque su objetivo es la denuncia. En los títulos acá seleccionados se verifica que esta afirmación es algo que se dice sin prestarle mayor atención a relatos que denotan lo contrario. Pero sé que, ante mi insistencia, alguien podría preguntar: ¿por qué defender ciertos libros?, ¿acaso no se terminan imponendo por sí mismos? No lo creo. Una de las condiciones de posibilidad del testimonio es la existencia de un entorno que albergue su palabra.

El capítulo final, «La escritura y mi vida», cuenta cómo Una sola muerte numerosa, el relato de mi experiencia como detenida-desaparecida enlazado con el de muchos otros, me llevó a El arte de no olvidar: literatura testimonial en Chile, Argentina y Uruguay entre los 80 y los 90 y, finalmente, a El lugar del testigo. Escritura y memoria (Uruguay, Chile y Argentina).

En todos los capítulos resuena el mismo imperativo: hay tiempos en los que a la vida le urge contarse, donde experiencia y relato se necesitan más que nunca, donde se hacen eco. El nuestro es uno de ellos.

1 Jorge Rafael Videla fue jefe de la primera Junta Militar responsable del golpe del 24 de marzo de 1976; se lo sentenció en el Juicio a las Juntas en 1985; en 1990 se acogió al indulto declarado por el presidente Carlos Menem; en 2010 lo condenaron a cadena perpetua en cárcel común por crímenes de lesa humanidad; en 2012, a 50 años por la apropiación sistemática de hijos de desaparecidos. Murió en la cárcel en 2013.

2 En este ensayo uso ambas nomenclaturas: CCTyE (como se estila en la Argentina) y campo (témino que remite al nazismo y que vincula diversas metodologías de desaparición forzada que, a nivel simbólico, dejaron marcas similares).

3 Al gobierno que, entre 2003 y 2015, asumiera los derechos humanos como política estatal, le ha sucedido otro cuyo interés es exactamente opuesto en este y otros sentidos. Si bien los juicios –impulsados por el esfuerzo de sobrevivientes y activistas que colaboran con la búsqueda de pruebas e información para colaborar con las fiscalías– no cesan, el cambio institucional afecta las causas, demorándolas. Este hecho evidencia que ninguna lucha legal se sostiene sin cambio cultural. Un cambio que, si bien no alcanzó para garantizar la continuidad del Estado protector, se manifiesta, hoy en día, en una lucha que amplía sus reclamos. Un ejemplo paradigmático es el paro y movilización de mujeres bajo la consigna “Ni una menos”, primer estallido del movimiento feminista que, al decir del periodista Horacio Verbitsky, «representa el nacimiento de un fenómeno como el [de] las rondas de las Madres» (Página 12, 23/10/2016). En Chile, el movimiento de mujeres irrumpe con idéntica fuerza.

4 En el caso uruguayo la lucha legal quedó rezagada en relación a la resistencia civil: «Tras 45 años del golpe de Estado que dio inicio a la dictadura cívico-militar en Uruguay, el 27 de junio de 1973, cientos de causas judiciales e investigaciones están "estancadas", ya que no ha habido una "voluntad política de avanzar en la verdad", aseguró la ex fiscal Mirtha Guianze. […] "Creo que se avanzó poco. En realidad, en lo que se ha avanzado es en el reconocimiento desde la sociedad civil", sostuvo».El Universal, 27/6/18. En línea: <http://www.eluniversal.com/internacional/13548/causas–judiciales–sin–avances–tras–45–anos–del–golpe–de–estado–en–uruguay>.

5 Título de Fernando Reati: Nombrar lo innombrable. Violencia política y novela argentina: 1975–1985 (2013).

6 En este y otros capítulos se reelaboran y expanden ideas que figuran en el artículo de mi autoría: «El testimonio de los sobrevivientes: figuración, creación y resistencia» (2016).

Darle palabras al horror

Y no intentamos […] sino dar palabras a un horror que está y que sigue estando en el aire. Hablar es intentar una sintonía con eso. ¿Cómo hacerlo?

Perla Sneh

El testigo cuenta

El testigo cuenta –en el doble sentido de relatar y de importarle a otro– porque su versión revela el núcleo duro del experimento que pone en cuestión el estatuto de lo humano.

El testigo cuenta porque su memoria res-guarda escenas que revelan cómo el poder puede invadir y ocupar al sujeto y a la comunidad.

El testigo cuenta cómo se sostiene la insospechada capacidad para la resistencia en las situaciones límite y tras ellas.

El testigo cuenta cómo vivían los hoy llamados desaparecidos, el modo en que habitaban ese sitio inhabitable donde transcurrió su último tramo existencial.

El testigo que cuenta nos revela mujeres y hombres resilientes y frágiles que, al darle cuerpo a su experiencia, reformulan las secuelas del horror y dejan de ser sus víctimas. Al contarlo con su tono y modulaciones, el testigo decide el cómo. Cada opción tiene sus límites y sus riesgos, ninguna es satisfactoria.

Quien opta por un estilo condensado y poético corre el riesgo de reducir la complejidad de lo real. Quien recurre al ensayo corre el riesgo de explicar demasiado y cerrar sentidos, no dejándole al lector un espacio de elaboración propia (Mesnard, 2011).

Frente a un terreno tan delicado lo más sabio es aceptar, como dice Levi, que «lo han hecho lo mejor que han podido, no habrían podido dejar de hacerlo y lo seguirán haciendo»7.

Quien sobrevive no deviene testigo de una vez para siempre, sino que se va construyendo a medida que se dan las condiciones para nombrar lo vivido. Su relato va cambiando: la distancia entre la víctima que fue y el testigo que es aumenta a medida que la cartografía del terror se va develando y se abren espacios para la escucha. Entonces surge la posibilidad de despertar memorias, reinterpretar conductas, recapacitar sobre regiones silenciadas hasta ese momento. La constante rememoración da con nuevas lecturas. Es el caso de la violencia sexual y de género, denunciada desde el comienzo por las mujeres pero solo declarada recientemente crimen de lesa humanidad (en la Argentina), cuando las testigos relanzaron el tema con mayor énfasis (habilitadas por el nuevo despertar feminista y la transformación de los juicios en lugares donde el relato centrado en la subjetividad empezó a tener cabida).

En contraste con este lento y trabajoso proceso de darle palabras al horror, el uso de nociones que parecen abarcarlo todo, que dan la impresión de tarea cumplida, que «cierran» el caso, son las más difundidas. El testimonio, en cambio, «abre», persiste en cuestionar definiciones que, en su reiteración, se dan por «verdaderas», es decir, cristalizan. Ni banalidad ni fábrica, sino una combinación más evanescente. Para descifrar sus múltiples claves se requiere atravesar la lenta biografía de la atrocidad8.

Biografía nos remite a bios, vida. La vida no se puede narrar per se, pero al ser narrada cobra vida: es ese relato. Escribir es poner algo a salvo de la muerte, dijo alguien, y lo que se salva, cuenta. Al contar, la palabra del testigo pone en vilo nociones que la teoría esgrime como verdades, como cuando asume que esta experiencia es inenarrable9. Nada es inenarrable (mutatis mutandis, nada es totalmente narrable). Invivible, refutó Jorge Semprún. Inadmisible, dice Jorge Montealegre.

Hay que contar con el testigo para que no se nos olvide de qué estamos hablando.

¿Cuándo?

[Hay] temporalidades de la memoria que se resisten al dócil ordenamiento de las cronologías (Leonor Arfuch, 2013: 84).

La pulsión de testimoniar nace en la encrucijada entre el ansia de volver y el miedo a revivir, y de esta tensión surge el tiempo del relato, el cuándo. Llegado el momento algunos sobrevivientes sienten el impulso de rememorar su paso por el campo, de traducirlo a partir del presente. En este proceso el testigo irá atisbando el lenguaje, se irá asomando al impacto, creará la atmósfera en la que se irá sumergiendo la palabra. A Semprún le llevó cincuenta años trasmutar su Buchenwald en texto. El tiempo que tardó en dilucidar el conflicto entre La escritura o la vida lo hace reflexionar en estos términos:

… Primo Levi y Robert Antelme, por ejemplo, dos de los grandes escritores de la deportación, han dicho […], con frases diferentes pero con la misma fuerza, que la escritura les devolvió a la vida después de la experiencia de los campos. Primo Levi lo dice textualmente: escribir era volver a la vida. Para mí era todo lo contrario; […] cuando yo intenté escribir algo al volver del campo de Buchenwald (a los 22 años) […] no volvía a la vida, al contrario, permanecía en la memoria de la muerte, totalmente. Porque claro, para recordar todo aquello tenía que revivir todo aquello […]. Tuve la impresión o la certeza, a veces, de que escribir me conduciría al suicidio, ni más ni menos […], entonces decidí, decidí optar por la vida. (2008: 45-46)

Es decir que el testimonio es una cuenta pendiente que se enfrenta cuando se puede.

¿Por qué?

Levi describe cómo, tras su retorno del campo, le contaba su calvario a cualquier persona que tuviera la mala suerte de sentarse a su lado en cualquier medio de transporte. Sentía un impulso incontrolable de compartir su reciente viaje al infierno con quien fuera (Thompson, 2007). Una experiencia límite de tal envergadura necesita transformarse en historia escuchada, sobre todo cuando se materializa como secreto a voces. Esta sensación se reitera en distintas geografías donde la literatura –exigida por la historia– se transforma en «reservorio de lo real»10. La dramatización más certera de esta pulsión la ofrece la poeta Anna Ajmátova, quien, con su famoso «Puedo» (Réquiem), sintetizó una urgencia que es mandato y desafío, y que nunca termina de saciarse: un «habitual no dar en el tono, como en el amor, como en la muerte» (Tsvietáieva). Tratándose de «un mundo alcanzado a golpes de alfiler» (Estrin, 2013: 167) que se deshace y se vuelve a recuperar, el relato se intenta una y otra vez.

Los campos son el lugar donde los detenidos-desaparecidos pasaron sus últimos momentos, donde los hoy ausentes vivieron y convivieron, resistieron o fueron doblegados por los embates de un régimen encargado de «arruinarlos» (transformarlos en ruinas). Los sobrevivientes conocemos íntimamente las formas de existencia que ahí se tramaron y, en este sentido, podemos hablar por los desaparecidos (por delegación) pero también con y de ellos: de los vínculos, las angustias, los modos en que se producía la adaptación o la fuga ­­–metafórica o literal– del universo concentracionario. La existencia del testimonio también pone en cuestión la hipótesis sobre la tortura como anulación del lenguaje y del sujeto. Si bien este dispositivo de poder lo busca, su logro es precario. No pretendo para nada minimizar el horror, digo apenas que estos relatos son la contrapartida de dicha anulación. Si hay testimonio la cosificación fracasa.

El testimonio de los sobrevivientes, además, permite que el campo cobre visibilidad como un lugar poblado de mujeres y de hombres enfrentando situaciones que, aunque enloquecedoras e increíbles, son trágicamente reales. El desaparecido, en estos relatos, no es solo un ser despojado de nombre al que tratan como a un objeto, sino alguien que se comunica y lucha por sobrevivir, por entender, por evadirse. Los secuestrados sienten y piensan, recuerdan a los suyos o se esfuerzan por evitarlo, colaboran o no, tienen la mente en blanco o inventan formas de sobrellevar ese atroz limbo clandestino. Estos sujetos no devienen, en los testimonios, los entes que el poder intenta crear sino humanos atrapados en un sistema de exterminio.

Prestar atención a lo dicho por los «testigos directos» es indispensable porque, como piensa Mesnard:

Si la violencia que atentó contra el lenguaje al atentar contra la humanidad misma del hombre no permanece en el exterior del lenguaje, si este puede acogerla, es posible restablecer el vínculo entre los muertos y los vivos. De lo contrario, los muertos seguirán poblando el afuera para siempre. […] Ésa es la tarea del testimonio, eso es lo que nos enseña y lo que las generaciones futuras deben mantener. Nuestra tarea futura. Por eso, más que transmitir contenidos, se trata de transmitir cierta calidad de silencio. Allí se encuentran el testimonio y la literatura… (subrayado mío, 2011: 438–39)

La fuerza del testimonio, una vez más, no proviene de «satisfacciones referenciales» sino de «cierta calidad del silencio» que requiere, para ser percibida, una particular disposición del lector.

Es obvio que, al escribir o hablar sobre el secuestro y la vida en cautiverio, los testigos invocan una existencia atravesada por la muerte, por sesiones de tortura, por abusos sexuales. Pero además de la humillación sufrida, evocan un extraño habitat donde estar vivo deviene una tarea, como explica Víctor Frankl. El psiquiatra y sobreviviente de la Shoá observó que, donde el sufrimiento es moneda corriente, se vive «[un estado] de tensión junto con la constante necesidad de concentrarse en la tarea de estar vivos» (1986: 38). Esa labor se manifiesta en solidaridades, en las más variadas formas de comunicación, de fingimiento (en relación a los torturadores), en fugas momentáneas por vía del humor o del afecto, en fugas literales y en la lucha por sostener eso que unos llaman dignidad, otros identidad, otros resistencia. Y también hay derrotas, pero solo al seguirlas de cerca se capta la tragedia.

El secuestrado a veces se pierde y claudica, o busca consuelos insospechados, como en esta escena contada por una sobreviviente de la ESMA:

Otra cosa que me pasó y que nunca pude explicarme fue que en un momento se me soltó una mano y le pedí al torturador que me diera la suya. Él estaba hablando, gritando, preguntando qué era esto, lo otro, lo de más allá. Yo lo interrumpí: «¿Me das la mano?». Y él: «¿Para qué?». Y yo: «Nada, lo necesito». ¡Y me la dio! Recuerdo que le tomé la mano, se la apreté, la solté, le dije: «Gracias», volvió a atarme y todo continuó. ¿Cómo se explica? (Ese Infierno, 2001: 76)

Calveiro se refiere a estos momentos como «extrañas combinaciones de formas de obediencia y formas de rebelión. Nada quedó blanco o negro; todo alcanzó raras tonalidades, a veces incomprensibles» (2004: 159). En esta curiosa región, que Levi llama la «zona gris», la tortura sin tregua y la desorientación ante los nuevos códigos, contradictorios e ininteligibles, logra a veces su objetivo. Pero en este desamparo se sigue intentando que el plan destructor no arrase. Rescato esta potencia no por recurrir al facilismo de «lo positivo», sino porque ni siquiera esta situación de sometimiento radical es absoluta: hay victorias y derrotas, derrotas y victorias. Indicar las victorias no significa transformar a los secuestrados en héroes y admitir las caídas no implica decretarlos traidores. El sometimiento genera su contrapartida, que se expresa «en formas de resistir, incluyendo las flaquezas, miedos, gestos solidarios, dudas, cuestionamientos políticos, en su esperanza» (Pastoriza, citado por Forcinito, 2012: 97).

La voluntad de testimoniar es un intento de liberarse de esta zona gris que no da respiro.

Si la lectura de los testimonios nos muestra matices que no podemos conocer sin recurrir a esos relatos, retomo el interrogante: ¿Por qué será que se denosta al testigo como alguien que intenta «imponer su verdad por haberla vivido»? (Sarlo, 2002: 36). Se dice que es hora de dejar hablar a los sociólogos a los historiadores, capaces de tratar este asunto con mayor distancia teórica, como si no hubiera otra comprensión posible. Sin embargo el escritor húngaro Kertész, testigo de Auschwitz y Buchenwald, observó que «el superviviente tenía que saber sobrevivir, o sea, debía comprender aquello a lo que sobrevivía» (2002: 36). Y por eso, agrega, del testigo nace la posibilidad de sustanciar la conmoción de esas vivencias y, a partir de ahí, tornarlas experiencias, transformarlas en saber, para finalmente «convertir ese saber en contenido [de la propia] vida en el porvenir» (2002: 37).

A este proceso se le agrega otro nivel de complejidad, como puntualiza Ana Forcinito:

No todo testimonio pretende documentar únicamente los crímenes […] En muchas instancias, el testimionio viene a dar cuenta de las dificultades de testimoniar y de las relaciones entre el testigo, como narrador, y lo narrado. […] Es el testimonio y la literatura testimonial lo que permite explorar no solo la memoria, sino también las trazas de sus lagunas y las incertidumbres y los silencios que las acompañan. (Forcinito, 2012: 134)

Los testimonios así descriptos incitan al lector a considerar sus propios olvidos y oclusiones; revela las marcas indelebles que dejó este acontecimiento, muestra por qué el crimen de lesa humanidad sigue siendo presente, pone en escena los siniestros vínculos por los que circula el poder. Los saberes que estas obras transmiten, en suma, no son solo reparadores para el testigo sino también para la sociedad sobreviviente.

Ya Giorgio Agamben mostró, en Lo que queda de Auschwitz (2000), que el campo se sitúa dentro del espacio jurídico de un Estado y al mismo tiempo fuera de él. Adentro la existencia se trata como materia sin forma humana, como nuda vida; y afuera el campo lo permea todo, incluso quienes viven ajenos a lo que sucede son víctimas potenciales. El terror como peligro anunciado con un lenguaje que muestra y a la vez niega, como amenaza latente, genera pasividad, una aceptación que la literatura testimonial desafía.

En la Argentina se va despejando el aura fantasmal que irradia la palabra desaparecido. Los desaparecidos no son solo fotos en blanco y negro en pancartas y banderas, nombres en baldosas11 o el «Presente» que ratifica, en cada conmemoración, que los ausentes no son tales aunque hayan intentado expulsarlos de la condición humana. Mientras Jorge Rafael Videla pronunciaba su siniestra definición muchos cautivos seguían vivos, lidiando con la reclusión y la tortura. El secuestrado se volvió desaparecido porque se inventó una dimensión inexistente entre el ser y el no ser para encubrir el crimen. Aunque nos hayamos apropiado del término en tanto herramienta de justicia, sus resonancias deben repensarse. Y son los testimonios los primeros encargados de hacerlo, para que la sociedad encare y asimile lo que le pasó y le pasa.

Esta escritura nos sitúa en el núcleo de lo inolvidable. Invoca los lugares donde el horror les mostró su rostro a los expulsados, sin atenuantes. Vuelve audibles sus gemidos, visibles sus rincones y enunciables sus paradojas, dilemas y encrucijadas, no de modo transparente sino por las fisuras de una memoria vulnerable. Se asemeja a la imagen con que Paul Celan simbolizara su poesía: un mensaje que, tras el naufragio, se tira al mar en una botella. ¿Quién será el destinatario? «¿Un lector futuro, un lector por lo pronto inaccesible, lejano, que quizás aún no ha nacido?» (Sneh, 2012: 204). ¿O el orden simbólico mismo?

₺454,86
Türler ve etiketler
Yaş sınırı:
0+
Hacim:
411 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9789560012234
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip