Kitabı oku: «El lugar del testigo», sayfa 3

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¿Cómo?

Si en nuestra lengua anida el horror, ¿cómo contarlo?

Según Levi, lo que el testigo quiere transmitir se presenta como algo «monstruoso pero nuevo, monstruosamente nuevo» (1996: 180)12, sensación que comparten, incluso, sobrevivientes de genocidios más recientes. La crueldad, una y otra vez, se presenta de manera inesperada y súbita; siempre supera los límites de lo imaginable. El intento sistemático de expropiación de la condición humana por medios técnicos, dice Kaufman, siempre toma a sus víctimas por sorpresa (2011: 237–251). Esa extrañeza que genera pone en cuestión la posibilidad de representar: parece imposible traducirla a un lenguaje que sea fiel a la memoria sin menoscabar su credibilidad. Quizá, arriesga Leonor Arfuch, el lenguaje sea justamente el dilema intrínseco del testimonio (2013: 90). ¿Cómo enlazar ese pasado atroz, que persiste en pesadillas, en flashbacks, en el inconsciente, con el presente de la narración? ¿Cómo traducir ese universo íntimo? ¿Cómo compartir eso que pertenece al lamentable bagaje de la humanidad con quienes, en su mayoría, prefieren ignorarlo?

A juicio de Semprún la solución es ahondar el artificio:

… una duda me asalta sobre la posibilidad de contar. No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Solo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio. Cosa que no tiene nada de excepcional: sucede con todas las grandes experiencias históricas. (2011: 140)

Levi, en cambio, declara que ha tratado de usar «el lenguaje mesurado y sobrio del testigo» (2002: 99). Una escritura literal, según él, garantiza la transparencia:

Escribí Si esto es un hombre esforzándome por explicarles a otros, y a mí mismo, los hechos en los cuales me vi inmerso, pero no con una intención literaria definida. Mi modelo (o si se prefiere, mi estilo) era el del «reporte semanal» usado normalmente en las fábricas: debe ser preciso, conciso, y escrito en un lenguaje comprensible para todos en la jerarquía industrial. (1996: 181)

¿Son divergentes las posiciones de Semprún y de Levi? No me parece. Ambos hacen uso de tropos y del lenguaje figurativo para construir un relato creíble basado en la memoria de la experiencia. Son modos de configurar la imposible memoria tramada en torno a lo inolvidable, dijo alguien. Ambos revelan los desplazamientos de sentido que la vida del campo impone al lenguaje, y la forma en que el lenguaje puede nombrar la nuda vida. Ambos muestran que el testimonio acompaña la experiencia e incluso la posibilita (Sneh, 2012).

Según Jacques Rancière (2011), no hay tema que deba asumir una forma determinada al explayarse. La multiplicidad de opciones estéticas que presentan los testimonios ratifican esta idea: para algunos autores el quiebre de lo humano se revela en una lengua herida, otros enuncian la devastación en una prosa cristalina. Por eso extiendo a los campos del Cono Sur el interés de Peris Blanes «en la relación de inespecificidad que la experiencia de la excepción mantiene con los modos de decirla» (2005: 20). Lo importante, mediante una u otra estrategia narrativa, es propugnar un lenguaje que se haga cargo del trauma histórico. La literatura es una arte-sanía, sostiene la crítica argentina Mirian Pino (2015), porque el arte de encontrar la palabra justa, sana; no solo a quien la dice sino al orden simbólico. El testigo se esfuerza en decir esa historia para que esa historia no nos siga diciendo.

Debido a que la historia narrada por el testimonio de los campos es tan real como inverosímil, estos relatos producen el efecto de una «droga dura», como dice Reati en el prólogo de Desaparecido. Memorias de un cautiverio (Club Atlético, Banco, Olimpo, Pozo de Quilmes y ESMA): «…mientras más se lee, más se siente la insatisfacción de no poder llegar al fondo de un misterio que apenas se vislumbra y se muestra siempre elusivo» (2011: 22). La misma insatisfacción obsesiona a quien intenta escribir su propia memoria.

Cuando Semprún admite esta dificultad concluye que el problema radica en la necesidad que tienen los sobrevivientes de ser escuchados. También Paul Ricoeur describe al testigo como alguien que «pide ser creído». No se limita a decir «yo estaba allí», sino que añade: «creédme […] y si no me creéis, preguntad a algún otro» (2010: 212). La posibilidad del testimonio, entonces, descansaría en la confianza en la palabra del otro. El problema surge cuando este crédito se pone a prueba:

…la dificultad de escucha de los testimonios de los supervivientes de los campos de exterminio constituye quizás el más inquietante cuestionamiento de la tranquilizadora cohesión del supuesto mundo en común del sentido (2010: 215).

Para Semprún, la dificultad radica en que se trata de testimonios «extraordinarios», en el sentido de que exceden la capacidad de comprensión «ordinaria». Incluso al sobreviviente le resulta difícil creerlo: esa memoria le empieza a parecer, a medida que retoma su vida «normal», un sueño o una alucinación, como indicara Hanna Arendt. Tal vez por eso, a la hora de escribir, el testigo teme serle infiel a la densidad de la experiencia. ¿Cómo hablar de algo tan paradójico como la propia muerte? Para contar este «viaje» algunos testimonios optan por una suerte de juicio imaginario contra el poder desaparecedor, otros por el registro de la micropolítica del terror. El problema no radica tanto en estas estrategias –aunque algunas sean más efectivas que otras– sino en cuándo las sociedades están listas para escuchar y reflexionar.

¿Quién?

El único que puede testimoniar es el testigo, que habla con los desaparecidos (en su memoria afectiva), por ellos (en su comunicación con los otros), y de ellos (sobre todo del último tramo de sus vidas). Al ser oído y/o leído, su experiencia propia y colectiva cobra forma. El problema en el que insisto es que al portador de esta memoria –visto como depositario de la información indispensable para condenar a los responsables del exterminio– se lo acepta en los tribunales pero sigue ocupando un lugar incómodo en la sociedad: el manto de sospecha que lo rodea sigue vigente. Habría que preguntarse qué es lo que ciertos sectores ven y proyectan en su figura para que esta marginalización se siga sosteniendo en el tiempo.

[El testigo] adquiere esa condición de extranjero, alguien a quien nos vemos forzados a admitir, a recibir, a darle hospitalidad, pero también alguien que soporta nuestro no querer saber inconfesable.

Un Hermes, un mensajero, […] que recorre el camino mitológico en dirección inversa, señal nocturna que guía nuestros difuntos hasta nosotros, que ha cruzado la frontera y que no pierde su condición de extranjero (extraneus), que está fuera de su casa y que […] «no forma parte de la familia». (Jinkis, 2011: 110–111)

Tanto el extranjero como el sobreviviente son lo ajeno, lo Otro. Para Derrida, no hay sino hospitalidad frente al extraño, pero en nuestras tierras ese prójimo no es bienvenido13, y esta reticencia coarta la expresión de una voz que requiere una escucha hospitalaria para manifestarse, una escucha que pregunte: «¿Cómo habla el que habitó el abismo y retornó a la minucia cotidiana? ¿Cómo habla el sobreviviente si con él sobrevive el exterminio?» (Sneh, 2012: 321). La dificultad a la que aludimos reside, justamente, en que «con el sobreviviente sobrevive el exterminio»: ¿cómo vincularse a eso?

Al tomar la palabra, el ex detenido-desaparecido objeta el lenguaje que el campo le impuso y que incorporó: en este sentido es un acto de resistencia (relatar desde la subjetividad deconstruye el idioma del horror, lo pone en evidencia, lo desafía, lo deshace). A lo largo de su narración el testigo no se presenta como un ser despojado de nombre, olvidado de su rostro, que en el umbral de la muerte debe decir «sí, señor» para refrendar que el poder ganó su guerra, como resume Calveiro. Por el contrario, el acto de testimoniar reescribe esa herida en sus propios términos. La saga rememorada, al mismo tiempo, levanta un puente entre presente y pasado y es un intento del testigo de volver a habitar el mundo del que fue expulsado. Pero ese mundo no es un todo: es un cuerpo social con fisuras y quiebres que también debe reformular el lenguaje en el que habla y es hablado, por eso es que esta lectura le incumbe.

El testigo existe porque la catástrofe representada por la separación de identidad y nombre, o el quiebre que se propone la tortura para silenciar y destrozar el lenguaje –en la famosa descripción de Elaine Scarry (1985)– raramente logran su objetivo, que es la anulación del estatuto de lo humano. Y si fracasa es porque la mayoría de los detenidos, aun despojados de sus señas de identidad y de sus lazos sociales, no devienen ni bultos ni objetos. Seguir existiendo como humanos es su lucha. En este horizonte tienen logros y caídas, son héroes y antihéroes, recuerdan el «afuera» o su identidad anterior se desdibuja. Alternan entre estos polos mientras realizan crueles aprendizajes e inventan infinitas estrategias para enfrentar la situación límite más radical. De modo que la imagen más atinada para referirnos a los secuestrados en campos de esta región no es la de muertos en vida. Se trata de vivos habitando la muerte, arrojados a ella, alojados en ella.

Cuando dejan la muerte atrás, estos testigos de los peores abusos necesitan compartir sus memorias, pero «el resto» no siempre quiere oírlas. Levi recuerda a un guardia alemán que desalentaba a los prisioneros con este anuncio: aunque sobrevivan y quieran contar lo vivido, nadie les creerá. Eso no fue así, a la larga se les creyó, aunque haya rebrotes de negacionismo. Más aún, en los países acá estudiados del Cono Sur se conoce, se acepta y se juzga (con mayor o menor empeño) el plan sistemático de exterminio de los más recientes terrorismos de Estado. Sin embargo no muchos lectores se interesan en «los detalles»: no quieren sufrir, vicariamente, situaciones traumáticas y además, eso «ya se sabe». Se sabe que hubo campos, se sabe que hubo crímenes. ¿Para qué volver sobre lo mismo? No se entiende, todavía, que el testimonio desnuda los mecanismos de poder que se reproducen, hasta hoy, fuera del campo.

Por último, el «quién» nos remite a aquellos sobrevivientes que callan: no todos quieren contar lo vivido, y en estos casos también se presentan conflictos. Hay periodistas o aspirantes a antropólogos guiados por una curiosidad impúdica, que intentan extraerle su testimonio incluso a quien no está listo para darlo, y lo hacen por medios que reproducen la violencia del interrogatorio. La novela Casa chilena, de Roberto Brodsky, presenta esta situación:

Las imágenes se agolpan en tu cabeza. Toda la distancia que has intentado mantener entre esos hechos y tus emociones, de pronto se quiebra. Ya no hay diferencia, el tiempo se ha condensado […] La amargura te inunda, como si una mano experta desarmara el reloj que organiza los intervalos. Haces un gesto desesperado en dirección a la cámara para que el gordo corte la grabación y la tortura acabe de una vez […] Julia que no parece reparar en tu estado y te presiona, con auténtica pasión documental, mientras tú te cubres, te tapas, ido y con las palabras ahogadas en el pecho. Quedas mudo y desprovisto. (2015: 57–58)

Si el «quién» del testimonio es quien está dispuesto, quien necesita, quien busca donarlo y, por otro lado, quien le da cabida, se trata de un «entre» ambos.

¿Dónde?

¿Dónde radica el horror que el testigo rememora? En la zona gris.

En el campo se producen intercambios cotidianos y de convivencia entre víctimas y victimarios; las aguas no se separan con la nitidez que impone la puerta de la celda de una cárcel. Agamben habla de «una gris e incesante alquimia en la que el bien y el mal y, junto a ellos, todos los metales de la ética tradicional alcanzan su punto de fusión» (2000: 20). Para Levi ahí se encuentra «el verdadero horror del campo». A modo de ejemplo, presenta una escena que se reitera en nuestros centros de detención: un partido de fútbol entre detenidos y torturadores. Lo curioso, tanto en la experiencia europea como en la latinoamericana, es la naturalidad que asume lo siniestro (teniendo en cuenta que, tras ese instante en que el juego parece igualar a verdugos y víctimas, los detenidos son y serán torturados y asesinados):

…muestran sus preferencias, apuestan, aplauden, animan a los jugadores, como si en lugar de a las puertas del infierno, el partido se estuviera celebrando en el campo de un pueblo (Levi, 1989: 40).

Agamben piensa que, aunque el partido parezca

una breve pausa de humanidad en medio de un horror infinito […] para los testigos […] este momento de normalidad es el verdadero horror del campo […] Representa la cifra perfecta y eterna de la zona gris […].[E]sa convivencia con el horror no les compete solo a las víctimas, […] es la vergüenza compartida de quienes, sin haber estado ahí, asistimos, no se sabe cómo, a aquel partido, que se repite […] en todas las formas de normalidad cotidiana. Si no logramos comprender este partido, si no logramos que termine, no habrá nunca esperanza. (2000: 25)

Lo que quiero hacer notar en estas páginas es que muchos de los jugadores (los vencidos de antemano) no solo comprendían entonces ese partido, sino que dedicaron su vida a contradecirlo, a contraponerle otra mirada.

¿A quién?

Según Ricardo Forster (2000), el receptor del testimonio espera una forma discursiva marcada por las estrategias a las que lo han acostumbrado los medios: que el testigo lo muestre todo, lo exponga todo, si es posible con una pizca de melodrama. Y eso es lo contrario de lo que el sobreviviente puede hacer (a menudo, incluso, su relato puede sonar distante y hasta desprovisto de emoción).

El conflicto entre testimonialista y audiencia se produce porque la hipótesis del pacto de verdad entre autor y lector –que se aplica al testimonio a partir de la teoría de Philipe Lejeune14– desconoce que no hay narración histórica que no interprete. El testimonio se basa en la memoria, y la memoria no es copia fiel, surge del presente y está contaminada por él. Pero sobre todo, en palabras de Rita Segato, hay que tener en cuenta que usamos el lenguaje de modo relacional: «Pensar que la gente busca informar con lo que dice es una falacia», dice en una de las tantas entrevistas en las que expone su pensamiento. El testimonio también es marcadamente relacional: no existe sin escucha, el «otro» atento es quien lo posibilita. Al sobreviviente que cuenta su historia le importa ser creído porque habla de un sufrimiento colectivo que se ignora o se evita enfrentar. Al contar su experiencia, insisto, busca reestablecer el vínculo con una sociedad de la que fue aislado y a la que aspira volver, por lo que le urge nombrar el daño. Le importa que lo que rememora sea admitido como real, aunque solo pueda ofrecer retazos de memorias olvidadizas. El tipo de relato que surge, con sus faltas de concordancia, sus grietas y agujeros, es un modo de recordar (Jinkis, 2011:90), un modo que se completa con el reconocimiento que depara la escucha. Solo una deposición judicial puede aspirar al artificio de la exactitud. La exigencia de precisión revela simplemente que el paradigma punitivo, el de la escena judicial, es el que modela las expectativas de una audiencia entrenada por los medios masivos de no comunicación.

Para concluir hay que puntualizar, como lo hace Jinkis, que

el primer sentido del testimonio es el de afirmar el acontecimiento […] El testigo es pues aquel personaje insalubre que rompe el silencio, es decir, que no solo ha sobrevivido al exterminio físico sino al exterminio de la palabra. (2011: 105)

Para el psicoanalista argentino este «salvataje de la palabra» lo realiza el testigo en sociedades donde las matanzas fueron acompañadas, junto a su negación sistemática, por la destrucción de archivos y documentos. Un borramiento de este calibre genera «una secuencia de acontecimientos de toda índole en cuya serie se pueden incluir los relatos testimoniales (no solo judiciales)…» (2011:80). El testimonio, en tanto efecto a largo plazo del exterminio, es parte de la serie, aunque la aspiración de la escritura testimonial que presento es salirse de ella, refutar sus lógicas, desafiarlas.

7 Citado por Feierstein en su estudio preliminar «Sobre la resistencia al silenciamiento y la deslegitimación de la voz del testigo» al libro Testimonio en Resistencia, de Philippe Mesnard (2011: 31).

8 Lenta biografía, novela de Sergio Chejfec donde la rememoración de un pasado atroz se transmite a través del silencio.

9 Agamben critica que este término le otorgue al exterminio el privilegio de la mística: «en el 386 de nuestra era Juan Crisóstomo afirmó que Dios es incomprensible, indecible, inenarrable e ininscriptible, y que afirmarlo es la mejor forma de adorarlo y glorificarlo. Decir que el horror es indecible o incomprensible es adorarle como a un dios, contribuir a su gloria, usar eufemismos…» (2000: 32).

10 Expresión que tomo de Estrin en Literatura rusa (2013: 125).

11 El movimiento de vecinos de Buenos Aires, Barrios X Memoria y Justicia interviene en el paisaje urbano colocando baldosas con los nombres de los desaparecidos (a quienes identifica como militantes populares) en el sitio en que vivieron, trabajaron, estudiaron o donde fueron secuestrados.

12 Todas las traducciones de libros publicados en inglés son mías.

13 En la entrevista a Derrida en Staccato, programa televisivo de France Culturel, 19/12/1997, el filósofo indica:

«Cuando digo “heme aquí” soy responsable ante el otro, el “heme aquí” significa que ya soy presa del otro («presa» es una expresión de Lévinas). Se trata de una relación de tensión; esta hospitalidad es cualquier cosa menos fácil y serena. Soy presa del otro, rehén del otro, y la ética ha de fundarse en esa estructura de rehén» (publicado en Derrida, J. ¡Palabra!…Edición digital de Derrida en castellano).

14 Ver capítulo «Un glosario sin definiciones», sección «Verdad».

Cuestionamientos
a la palabra del testigo
Giorgio Agamben:
en torno a la imposibilidad del testimonio

Si bien el filósofo italiano elabora conceptos claves para la comprensión de los dispositivos del campo, su lectura de ciertas afirmaciones de Levi lo lleva a poner en duda la posibilidad del testimonio. En nuestro medio, estos párrafos de Agambien se usan como martillo para aplastar al testigo.

La reflexión parte de este texto:

Hay [una] laguna, en todo testimonio: los testigos, por definición, son quienes han sobrevivido y todos han disfrutado, pues, en alguna medida, de un privilegio […] El destino del prisionero común no lo ha contado nadie porque, para él, no era materialmente posible sobrevivir […] El prisionero común también ha sido descripto por mí, cuando hablo de «musulmanes» pero los musulmanes no han hablado. (Levi, 1998, en Agamben 2000: 33)

El testigo habla por delegación en nombre de los que no pueden dar testimonio porque no están. Y habla tanto por los muertos como por los «musulmanes» –muertos en vida antes de morir15.

Levi continúa:

[l]a demolición terminada, la obra cumplida, no hay nadie que la haya contado, como no hay nadie que haya vuelto para contar su muerte. Los hundidos, aunque hubiesen tenido papel y pluma, no hubieran escrito su testimonio, porque su verdadera muerte había empezado ya antes de la muerte corporal. […] Nosotros hablamos por ellos, por delegación. (Idem)

La idea de delegación está ligada al pudor que acarrea la sobrevivencia, erigida sobre pilas de muertos. Es un gesto de respeto por los hundidos: el testigo se coloca en segundo lugar, como vocero. Agamben da un paso más y nos invita a persistir en esa laguna que pone en tela de juicio el sentido del testimonio y, por ende, la identidad y credibilidad de los testigos: «el testimonio contiene, en su centro mismo, algo intestimoniable, que destruye la autoridad de los supervivientes. Los seudotestigos […] testimonian de un testimonio que falta» (subrayado mío, 2000: 34).

El pensamiento de Agamben se despliega desarrollado en corolarios que manifiestan otro énfasis, como por ejemplo: «la lengua, si es que pretende testimoniar debe ceder su lugar a una no lengua, mostrar la imposibilidad de testimoniar» (2000: 39). Pero me importa centrarme en el efecto que la lectura de esta reflexión tiene en nuestro medio.

Ante todo, la metodología de tortura y exterminio en los campos del Cono Sur no producía «musulmanes»: el esfuerzo por transformar a los detenidos en bultos no culminaba en su transformación en muertos en vida, porque el tipo de trato propinado a los secuestrados era distinto (rara vez se los hacía trabajar, no se los mataba de hambre aunque escaseara el alimento, no se los hacinaba como en las barracas de los campos nazis, etc.).

Y en relación al momento de la muerte, es cierto que el testigo no puede hablar de eso, pero tampoco lo podrían haber hecho los detenidos que eran arrojados dormidos al mar. A los detenidos-desaparecidos se les escamoteó, en su mayor parte, ese instante final: los que fueron lanzados desde aviones ni siquiera pudieron «vivir» la propia muerte o «atravesarla», ya que eran arrojados desde la altura tras una inyección que los sedaba y adormecía, en los «vuelos de la muerte». Ellos tampoco fueron testigos de su propio fin. No obstante, este no es el eje de la discusión porque la tortura principal es, «[o]bviamente, el ser desterrado de la existencia humana» (Kertész, 2002: 53).

Nos sumamos al criterio del sobreviviente austríaco Jean Améry16 cuando admite que no hay otra que la frágil voz del testigo, capaz de dar testimonio de esa vida y de la convivencia con la muerte.

Puedo proceder solo de mi propia situación, la situación de un recluso que pasó hambre, pero no murió de hambre, que fue golpeado, pero no totalmente destruido, que tuvo heridas, pero no mortales, que entonces objetivamente aún poseía el substrato sobre el cual, en principio, el espíritu humano puede pararse y resistir. Pero que siempre se paró en piernas débiles, y pasó malamente la prueba, esa es la entera y triste verdad. (1990: 9)

Améry también se refiere al «musulmán»:

El así llamado musulmán, como el lenguaje del campo llamó al prisionero que se estaba abandonando y era abandonado por sus camaradas […] [e]ra un cadáver escalofriante, un manojo de funciones físicas en sus últimas convulsiones. Aunque sea difícil hacerlo, tenemos que excluirlo de nuestras consideraciones. (1990: 9, mi traducción)

Tenemos que excluirlo de nuestras consideraciones porque no queremos relatar la muerte en vida (en cuyo caso el «musulmán», incluso en su muda existencia, sería nuestro testigo privilegiado). Lo que cuenta para nosotros, dice, es relatar la vida en la muerte, por eso también el testigo es el sobreviviente.

Decía que la figura del «musulmán» no existió en los campos sudamericanos debido a que el sistema de reclusión y asesinato era otro. El dispositivo exterminador, en este caso, generaba mujeres y hombres cuya identidad corría peligro, ante todo porque la mayor parte de los desaparecidos eran militantes políticos, y quien en el interrogatorio «daba nombres» podía llegar a «quebrarse»: su identidad podía trastabillar por la culpa que genera haber flaqueado y denunciado a otros. El sometimiento del secuestrado a vejaciones por tiempo ilimitado, el hecho de que su cuerpo estuviera a disposición de quienes podían decidir sobre su vida y su muerte, lograba a menudo doblegarlo –lo que no equivale a afirmar que, si el detenido «cantaba» una vez, no pudiera resistir otras torturas–. Había caídas y recuperaciones temporarias. A algunos secuestrados los doblegaba el «tratamiento», a otros no, a otros a veces, pero todos estaban sujetos a él. Y en cada uno de estos casos el detenido pasaba por lo peor. Es decir que cualquier sobreviviente puede asumir una voz plural, hablar en nombre de los otros: aunque cada experiencia sea distinta, la metodología es una.

Agamben también hace hincapié en la «increíble tendencia de la situación límite a convertirse en hábito […] Auschwitz es precisamente el lugar […] en que la situación extrema se convierte en el paradigma de lo cotidiano. Pero es esta tendencia paradójica a convertirse en su contrario lo que hace de verdad interesante la situación límite» (subrayado mío, 2000:50). Lo que le interesa a Agamben es centrarse en las paradojas, que son constitutivas y nos sacan de las oposiciones binarias. Pero si, además, recurrimos a la experiencia de los detenidos, se visualizan matices que la lectura rápida del pensamiento filosófico destierra.

Lo cotidiano es, para los enclaustrados, ese universo concentracionario que se presenta como total y sin salida, al que tienen que adaptarse para sobrevivir aunque su lógica arbitraria sorprenda una y otra vez. Pero esto no equivale a que los detenidos naturalicen dicha lógica, que la acepten acríticamente (excepto en el caso de quienes son vencidos por la técnica de sometimiento)17. Se trata de una cotidianidad en constante fricción, que se abre paso con su potente crueldad pero no termina de normalizarse.

Finalmente, el no poder dar testimonio de la muerte no representa una limitación crucial, ya que ese no era el peor destino en los centros clandestinos y podía representar, incluso, una salvación del «calvario». Víctor Basterra, sobreviviente de la ESMA, dice: «Era una forma de liberación la muerte, uno quería que algo se produzca en definitiva, y ahí todo se producía en la incertidumbre». El problema, más bien, era la dificultad de matarse.

Calveiro […] se refiere al acto suicida como la decisión que enfurecía a los desaparecedores y que tenía las consecuencias más crueles, porque significaba un ejercicio prohibido de la voluntad… (Sarlo, 2005: 117).

De hecho, los torturadores usaban la expresión «se nos fue» para designar a alguien que se les había muerto durante la tortura. Sin embargo, decidir la propia muerte era una de las cosas que estaba vedada para el desaparecido, que descubría entonces no ya la dificultad de vivir sino la de morir. Morir no era fácil dentro de un campo. (Idem, 2005: 118)

Según Jinkis, la muerte es «el capital crítico y humanizador que acompaña la angustia ante ese final (in)esperado». Este capital se disuelve cuando la muerte pasa a ser un hecho más, no porque carezca de importancia sino porque la convivencia con ella anularía la angustia ante el final que nos hace quienes somos. Y sin embargo los días en que había traslados en los campos, aunque no se supiera con certeza que los seleccionados eran condenados a muerte, el sentimiento de desamparo y la sospecha ante la muerte no anunciada dejaba su marca. No había hábito en esa cotidianidad. Estas son las connotaciones que se van decantando en la lectura de los testimonios, las gamas que hace falta detectar para entender.

El sobreviviente-testigo habla dey de los desaparecidos, o puede incluso hablar con ellos; no habla por ellos más que en un sentido ético (no en lugar de, sino en nombre de). Como dice Jinkis, sostener que el testigo verdadero es el que desapareció y no volvió o el que fue reducido a una condición subhumana y no puede entonces testimoniar es, simplemente, desoírlo, ausentarlo, exiliarlo (2011: 110). Si, en cambio, queremos acogerlo, nos corresponde tener presente que, a través de la tortura constante que ejerce la cotidianidad del campo, el detenido sufre un giro radical en relación a su forma de vincularse con la muerte.

En estos campos, tanto los detenidos-desaparecidos forzados al trabajo esclavo por largos años como los «liberados» tras breves estadías sufrimos el mismo «procesamiento». Por eso sostengo que todo sobreviviente es testigo de la nuda vida y de la resistencia. La«vida desnuda», en ese territorio donde la muerte anónima anda suelta, no olvida que es vida humana. Llamo resistencia a los gestos solidarios, los contactos con los otros detenidos, el humor, las estrategias de sobrevivencia compartidas y la huida18. Creer que los detenidos se transformaron en víctimas absolutas y, en cuanto a los supervivientes, que «por algo será que se salvaron», es ceder a la continuación del genocidio por otros medios, un eslabón más de la serie exterminadora (Jinkis, 2011: 80).

La historia, como siempre, desenmascara las generalizaciones con ejemplos concretos. En la ESMA las detenidas consiguieron que se les dejara asistir a sus compañeras en el momento del parto; Víctor Basterra fue capaz de sacar de ese campo decenas de fotografías de quienes ahí estuvieron secuestrados e imágenes de los lugares donde se los arrumbaba y torturaba. No se trata de excepciones: muchas historias aún no estudiadas (y otras tantas no contadas) sobre la resistencia de los cautivos desdicen ciertos rumores sobre su arrasamiento generalizado y/o activa colaboración con los verdugos. Si bien los extremos existieron, no constituyen el rasgo distintivo de la conducta de los secuestrados. De una u otra manera lo cierto es que, como dice Mario Villani: «ni el peor colaborador es equivalente a dos represores» (2011: 135).

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