Kitabı oku: «Bajo el oro líquido», sayfa 2
CAPÍTULO 4
Descubriendo la dura realidad
Las paredes de lo que parecía un pozo rezumaban cierta humedad por los recovecos que los ladrillos formaban. Algunas telas de araña se hallaban abigarradas en la cilíndrica pared de aquel viejo agujero, dando fe de la ausencia de agua en él durante demasiado tiempo. Y es que más de diez metros separaban a Lucía de la boca del mismo. La joven veleña respiraba angustia y ansiedad al despertar de aquel letargo en el que la habían sumido. Estaba claro que no estaba sola; los ladridos de varios perros le anunciaban la certeza de este hecho. Durante un instante la idea de que pudieran llegar hasta ella se apoderó de su coraje, pero el tiempo transcurrió y no fue así. Se trataba de perros de gran tamaño, por la fuerza y cierta ronquedad de sus ladridos, pero estaban, a buen seguro, fuera de la estancia que contenía el pozo donde ella se encontraba. La chica miró hacia arriba y reconoció la uralita del techo. Era el mismo material que había en la nave del padre de Pablo, aunque ella no conocía el nombre del mismo. El pozo estaba dentro de una casa de campo o nave, eso estaba claro. Fruto de la desesperación Lucía gritó:
—¡Pablo!
Debía de ser de día, pues por algún lugar de aquella casa de campo o nave penetraban los rayos del sol, que permitían a Lucía ver sus ropas algo sucias. Su blusa ya no parecía la misma y sus tejanos, algo polvorientos y mancillados de barro, se asemejaban más a un saco que a un vaquero. La joven introdujo su mano derecha y luego la izquierda en ambos bolsillos del pantalón, pero no encontró su teléfono móvil. A su alrededor no tenía nada más que piedra, suciedad y telas de araña. Así, cayó sentada por la desesperación y empezó a llorar hasta que sus ojos se cerraron, encontrando la respuesta del descanso forzado frente a la búsqueda de la dura realidad.
Seguramente habían pasado varias horas cuando el metálico ruido sobresaltó a Lucía, pues la luz del sol que entraba en aquel lugar era ya menos intensa y de un color más anaranjado que horas atrás. La chica se puso de pie y miró hacia la boca del pozo. Los ladridos de los perros eran más intensos si cabía, posiblemente porque alguien había abierto la puerta que comunicaba el interior de la nave con el exterior. Los pasos que se escuchaban hacían un ruido parsimonioso, acompañado de otros sonidos que la joven no podía adivinar. La joven no cesaba en su empeño de mirar hacia la parte superior del pozo y fue una sombra no demasiado oscura, por el efecto de la débil luz, lo que encontraron sus ojos. Sin lugar a dudas, se trataba de una figura masculina, por el contorno del cuerpo. Lucía no podía ver la cara de aquella persona, pero en sus rasgos pudo intuir una corta barba, una nariz no demasiado prominente y pelo corto. El sujeto quedó mirando a la joven sin decir palabra.
—¡Sácame de aquí! —gritó ella, pero del que parecía su captor no salió ni una sola palabra—. ¡Por favor! —volvió la chica a vociferar, esta vez acompañando su petición de un más que sonoro llanto que no hizo que aquel hombre se inmutara.
El individuo movió su cabeza de un lado a otro y después sus brazos, lanzando hacia el fondo del pozo dos objetos. Estos cayeron a plomo contra el terregoso suelo, haciendo diferentes sonidos. Luego su sombra se desvaneció, dejando aquella luz de la tarde de verano como única compañera de Lucía. Al principio esta no prestó atención a lo que el hombre había tirado, pero luego se agachó y pudo ver dos pardos objetos, por efecto del entorno donde se hallaban. Los tomó y vio que se trataba de una botella de agua de doscientos cincuenta mililitros, de la marca Aquabona, y de una lata de magro de cerdo de la marca Día. La botella había sido rellenada de agua, pues su etiqueta estaba despegada por uno de sus lados y el tapón había sido manipulado. La chica tenía bastante hambre, por lo que no fue remilgada. Bebió y comió, con cuidado de no cortarse con los bordes de la lata, hasta no dejar nada. Al parecer, aquel hombre pretendía mantenerla con vida por alguna razón que ella desconocía.
CAPÍTULO 5
Nada es casual
A unos metros de Paula, Eduardo examinaba aquella zona. No les había costado mucho cruzar el cordón de la Guardia Civil; sus placas se habían abierto paso fácilmente. Los trajes blancos que vestían para no contaminar la escena del crimen contrastaban con los uniformes de los agentes que custodiaban el lugar. Por otro lado, eran los últimos en llegar, por lo que todo había sido suficientemente inspeccionado. La cinta de plástico verdiblanca apenas se movía por el escaso viento mientras les observaba a unos metros. No había nada, nada que pudiera servirles a ambos, ni colillas ni restos de tela. Ni siquiera fluidos que no pertenecieran a las jóvenes víctimas. Tampoco había huellas en la hierba ni en el camino. Solamente fueron halladas las del ciudadano que dio la voz de alarma. Su búsqueda, con cierta determinación, era en este sentido infructuosa. Llevaban ya casi una hora husmeando por el lugar del crimen. La cara de Paula lo decía todo. La palabra fracaso no entraba en el vocabulario de ninguno de los dos. Habían sido entrenados para eso, para el éxito, pero su arduo trabajo de campo no daba frutos. Mientras Paula, en silencio y ante la mirada de los dos guardias civiles que custodiaban la escena del crimen, se quitaba uno de sus guantes de látex, Eduardo levantó la cabeza y quiso mirar más allá, fuera de ese espacio donde todo se había centrado, la escena del crimen, pero donde seguramente, pensó Eduardo, no todo había sucedido. Caminó sin el mismo cuidado que lo hiciera cuando llegó al lugar de los hechos y se agachó para salir de aquel cordón que por momentos empezaba a asfixiar su mente.
En la lejanía, a unos quinientos metros, multitud de curiosos se agolpaban buscando la novedad, la noticia, la exclusiva, el ser el primero en saber y enterarse, pero también, en muchos casos, el morbo que siempre aporta lo inusual, lo que se aleja de la pura cotidianeidad y te sumerge en un mundo obscuro y lleno de interrogantes. Eduardo se desplazó hacia el camino que daba acceso al lugar de los hechos. Se trataba de una pista forestal de lo más corriente. Su objetivo era centrarse en las huellas de los neumáticos, las más recientes. Probablemente esa mañana numerosos coches habían pasado por allí. A los vehículos de la Guardia Civil había que sumar el que trajo al juez, el de la persona que halló todo y los de los curiosos que se aventuraron hasta la zona antes de que llegase la Benemérita. Sin duda, era complicado saber, en el caso de que un vehículo trajese al asesino o asesina, cuáles eran las ruedas que con poco éxito, pues el firme del camino estaba seco por la época del año, lo o la habían traído. Paula, que había salido de la concentración que este trabajo le proporcionaba, observaba a su compañero. Eduardo iba de un lado para otro mientras el calor de la tarde empezaba ya a hacer mella y las primeras gotas de sudor caían al arenoso y seco suelo. Las ruedas del Nissan Pathfinder de la Guardia Civil fueron el primer objetivo del joven toledano. Su cámara Canon último modelo, cortesía del cuerpo al que pertenecía, hacía el resto del trabajo.
—¿Cuántas unidades de patrulla han venido a la zona? — preguntó Eduardo, frunciendo un poco el ceño al esperar la respuesta de su compañero.
—Tenemos otras dos unidades, mi teniente.
—Necesitaríamos verlas y tomar fotografías de las ruedas —añadió el teniente de la UCO como aclaración.
Paula, que ya estaba junto a Eduardo, dijo:
—¿Crees que…? —preguntó dejando en el aire algo que solo ellos entendieron.
—Puede ser que consigamos algo así —añadió el joven—. Al fin y al cabo puede que la intuición del capitán al mandarnos aquí no sea solo eso, intuición.
Las fotografías continuaron durante casi dos horas, hasta que el sol empezó a mostrar los primeros signos de debilidad con el avance de la tarde. Casi veinte rodadas de las que a los ojos de los guardias civiles parecían recientes fueron tomadas. El trabajo de análisis vendría después, pero era un buen comienzo tener treinta tipos de rodadas de los vehículos que pudieron pasar horas atrás por allí. La cámara de Eduardo había quedado junto a su pecho, colgada de su fuerte y moreno cuello. Mientras se pasaba la mano por la sudada frente, observó como una de las rodadas, que había sido semiborrada por otras posteriores, se salía del camino a unos trescientos o cuatrocientos metros de la escena del crimen. Era algo extraño. Bien pudiera ser que el ocupante de aquel automóvil quisiera parar lejos de la escena del crimen para luego bajarse y observar cuando la Guardia Civil de la zona montó el cordón. Pero para Eduardo siempre cabía una posibilidad más, un trazo más en el lienzo que se dibujaba ya en su mente. Esa huella ya la tenía fotografiada, pero lo que realmente le interesaba ahora era seguir los pasos de la misma. Y así, salió de la pista forestal calle del Bosque y anduvo por una vereda por la que un automóvil habría avanzado encontrando cierta dificultad. Las huellas de las ruedas parecían pelearse con la tierra y la poca vegetación del camino. Sin duda, en esa parte solo ese automóvil había estado. No había ningún resto más de rodadas allí. A simple vista se trataba de una rueda con cierta anchura.
—Ciento setenta y cinco —dijo el teniente refiriéndose a la anchura de la rueda—. Probablemente no se dirigió a pie por el camino. Fue campo a través —continuó.
El dibujo no era rectilíneo como el de los vehículos que suelen circular por asfalto. Se trataba de un coche que probablemente estaba destinado a este tipo de superficies, a la tierra. Estas eran las reflexiones de Eduardo cuando Paula le interrumpió como una alarma. Aquella voz aguda saltaba de un lado para otro en su pabellón auditivo:
—Teniente, teniente, Eduardo.
La alférez Colado señalaba al suelo, a unos metros de los pies de Eduardo. Se trataba de una colilla marca Ducados. El objeto en cuestión no estaba en mal estado a causa del sol, mantenía su color blanco, con lo cual no había que sumar mucho para saber que llevaba allí poco tiempo. Si en realidad, como Eduardo pensaba, aquellas marcas podían ser las del coche del asesino, ¿podría esa colilla contener su ADN? Eran reflexiones, de momento solo eso, pero era lo poco que tenían para presentarle a su capitán al día siguiente en Madrid.
CAPÍTULO 6
Los primeros pasos
—Pasen. —Fue así como el capitán de la UCO hizo caso a los golpes en la puerta de su despacho.
Los dos guardias civiles que horas antes habían realizado el trabajo de campo en Velada ahora estaban ante su superior para rendirle cuentas de lo visto, de lo investigado.
—Ahora mismo se está realizando la autopsia al cuerpo del chico en el anatómico de Toledo. Estamos a la espera de recibir los resultados que hemos pedido a los compañeros allí —les explicó el capitán sin antes haber atendido a saludos. Sus dos subordinados le miraban con cierta seriedad—. ¿Y bien? —les preguntó.
Paula, que había sido la encargada de elaborar el informe la noche anterior, entregó una carpeta de cartulina verde con el símbolo de la Guardia Civil a su capitán. Este no perdió ni un segundo y comenzó a leerlo con atención. Parte de su corta papada se contoneaba al hacerlo, creando un movimiento provisto de cierto hipnotismo, al que los dos jóvenes no prestaron atención. El capitán Julio Rodríguez, de cincuenta y nueve años, era un guardia civil de una dilatada experiencia. Había estado al mando en multitud de casos con exitosos resultados. Su aspecto, una gran calva que coronaba un cuerpo algo abandonado al ejercicio físico, era fruto de los años de despacho que tenía a sus espaldas. No había sido así en sus años tempranos, cuando ingresó en el cuerpo, pero eso ahora quedaba lejos, muy lejos. Un flexo de color gris iluminaba aquellos folios que contenía la carpeta que el capitán estudiaba. Durante más de dos minutos leyó todo con atención. Luego apagó el flexo y habló:
—Vaya, parece que no tenemos mucho. ¿Han pedido que presenten los vehículos a todos los propietarios de las fincas cercanas? —les preguntó.
—Sí, mi capitán —contestó Eduardo—. Hemos ido más allá, a los propietarios de las fincas en cinco kilómetros a la redonda. Esperaremos a que la Guardia Civil de Talavera realice diligencias con las instrucciones que le hemos dado y con las copias de las fotografías.
El capitán frotó los dedos de su mano derecha mientras con su mano izquierda depositaba el papel sobre su mesa.
—Buen trabajo —añadió mirando a Eduardo y tras una pausa continuó—. De momento continúen con el caso de los falsificadores de billetes, pero si las cosas nos indican que esto no es un hecho aislado se incorporarán a la investigación con el resto de la UCO y la Guardia Civil de la zona. El otro caso lo puede llevar cualquier otro.
—¿Un asesino en serie? —preguntó extrañada Paula.
—No es muy común en nuestro país, pero nunca hay que descartar nada.
En ese momento la puerta volvió a sonar y, sin pedir permiso, un agente de la UCO abrió la misma, haciendo ver a los presentes que solo era cortesía y que el capitán de la UCO no podía esperar a recibir aquella noticia.
—Mi capitán —dijo el agente—, ya están los informes de Toledo.
Con la mano, el capitán hizo un gesto y el agente pasó a su despacho y se los entregó. Después, y sin decir nada, se retiró. De nuevo la lectura vino acompañada de la luz tenue y amarillenta del flexo. Cierta tensión más que controlada se respiraba en el aire. Cuando el capitán terminó, entregó el informe a sus compañeros. Paula, que fue la que lo tomó, leyó en voz alta la parte donde se narraba lo más interesante:
—Se estima que el sujeto falleció entre la una y las tres de la madrugada del domingo 7 de julio de 2019. Causa de la muerte: varios traumatismos graves, al menos seis, causados con un objeto contundente de aluminio, por los restos de metal en la cabeza hallados. Posiblemente se trate de un bate de béisbol o similar. Apenas hay señales de defensa, por lo que es muy probable que el sujeto se encontrase en una posición poco favorable para defenderse, decúbito supino.
—¿Qué hay de la prueba de ADN de la colilla, capitán? — añadió Eduardo.
—Estamos esperando a que nos la envíen del laboratorio. No arrojará demasiadas soluciones sobre la mesa, pero al menos podremos saber el sexo y la raza del posible asesino, amén de poder comparar los datos con los de los propietarios de las fincas adyacentes —concluyó de esta forma el capitán Rodríguez.
No era demasiado con lo que comenzaban, era más bien poco. No obstante, eran los primeros pasos para abordar este caso. Durante los siguientes días los propietarios de las fincas presentaron todos los automóviles y se cotejaron las rodadas con sus vehículos. También se les extrajo una muestra de saliva para conocer los distintos genotipos de todos y cada uno de ellos. Ninguno opuso resistencia alguna a este último requerimiento de la Guardia Civil de Talavera de la Reina. Eduardo y Paula continuaron trabajando en aquella ciudad que no cesaba en su bullir, un Madrid que ofrecía tanto trabajo a la UCO que por unos días las cabezas de los dos guardias civiles separaron su mente de aquel caso, quizá pensando que se trataría solo de un hecho aislado y que la Guardia Civil de la zona, junto con un equipo de la UCO allí desplazado, solventaría el caso con éxito. Las pruebas de ADN y las rodadas contrastadas fueron el objeto de los informes que llegaron a Salinas del Rosío, 33: un varón caucásico era el propietario del genoma que contenía la colilla, pero este no se correspondía con ninguno de los propietarios de las fincas. En el fondo eso era lo adecuado, a su manera, ya que bien cierto era que no tenían un sospechoso concreto, pero tenían, al fin y al cabo, el ADN de un posible asesino que podría ser de la zona o no, pero que ya estaba un poco más cerca de los investigadores. En cuanto a las rodadas de los automóviles, no todos los vehículos de los propietarios de las fincas habían circulado por la zona pocas horas después del crimen. Era lógico, ya que muchos de los coches eran turismos que los dueños tenían destinados a otros fines.
Durante los siguientes días la Guardia Civil de Talavera de la Reina se dedicó a interrogar a todos los propietarios, en total quince, y a comparar las rodadas de todos sus automóviles con las de las fotografías del archivo de la UCO que Eduardo consiguió y que se mandaron desde Madrid a la provincia de Toledo. Los resultados que arrojaría esta investigación no serían muy concluyentes: de los quince propietarios de las fincas y terrenos colindantes, doce habían circulado por el camino del Bosque la noche y la mañana anteriores al crimen. El resto de rodadas que se fotografiaron pertenecía a otros automóviles, posiblemente vecinos de la localidad toledana y algún curioso que se acercara al lugar antes de que la Guardia Civil acordonara la zona y cortara el paso. En cuanto a las huellas que condujeron al ADN que contenía la colilla, tampoco pertenecían a ninguno de los dueños de las fincas. Naturalmente, la Guardia Civil pensó que podían pertenecer a algún vecino de Velada, en el mejor de los casos, pero solo era una posibilidad en la que pensar para facilitar las cosas.
CAPÍTULO 7
Tácticas mafiosas
Una de las máximas de los cuerpos y fuerzas de seguridad de todo el mundo es pensar siempre que en el caso de un asesinato el culpable está cerca, muy cerca, de la víctima. Siempre hablando a nivel social, claro. Eso mismo es lo que estaba haciendo la Guardia Civil en Talavera de la Reina, que, tras haber interrogado a varios familiares de los dos jóvenes, se disponía a hacer lo propio con el que tiempo atrás fue novio de la desaparecida.
Los comentarios que hiciera David en las redes sociales días atrás hacían ahora que estuviera realmente arrepentido. Su cabeza ya no podía más. Rememoraba todos los recuerdos: las tardes con Lucía, las salidas al cine a Talavera de la Reina y todo lo que compartieron juntos. Todo ello parecía desmoronarse de repente y el amor que aún sentía por ella se tornaba inexistente ante las preguntas que, como dardos, los guardias civiles le lanzaban.
Desde el principio las sospechas habían recaído en su persona a causa de aquellas palabras por haberle dejado y por acercarse al otro chico. «¿Con Pablo? ¡Joder, Lucía, ya te vale!», le había dicho la primera vez que supo de ello, pero ese «¡muérete, hija de la gran puta! ¡Si no lo haces tú, te mataré yo!» sencillamente, al menos a corto plazo, le había condenado. Unas palabras que mancillaban todo lo vivido, todo lo pasado, y que daban al público la diana en la que centrar sus focos y, sobre todo, su ira.
No habían sido fáciles los días en el pueblo para él: las miradas de la gente, los comentarios que llegaban a sus oídos y los de sus familiares y sobre todo los mensajes en el WhatsApp, en Instagram y en el Messenger. Verdaderamente, eran hirientes y en ningún caso respetaban la presunción de inocencia que toda persona tiene. En el caso de la Guardia Civil de Talavera de la Reina, los dos días que habían pasado desde la muerte de Pablo y la desaparición de Lucía eran una losa que cada vez pesaba más. Los carteles de la chica por buena parte de la ciudad y los pueblos aledaños, especialmente Velada, y la opinión pública de los medios, que martilleaba constantemente a los oyentes (que no eran pocos), hicieron que el capitán de Talavera de la Reina forzara un poco la situación y tensara los hilos. Por supuesto, David era el que más papeletas tenía. Solo faltaba analizar sus movimientos horas antes y después del crimen por su celular. Las antenas de telefonía pueden ser el mayor enemigo de los delincuentes cuando llevan un teléfono último modelo encima.
—No nos lo pongas más difícil. Sabemos que eres tú —le persuadía uno de los dos guardias civiles que le interrogaban.
Durante el interrogatorio, los empujones, collejas y pequeños golpes de todo tipo habían sido comunes por parte de uno de los guardias civiles. En cuanto a la sala en la que todo tenía lugar, era simple, sencilla: un enorme espejo por el que solo se podía ver desde el otro lado coronaba uno de los flancos. El mobiliario de madera y plástico, producto de la mezcla moderna de materiales, daba el justo confort a interrogadores e interrogado. Las blancas paredes eran el único punto inmaculado de aquel lugar, pues aquellos agentes tenían la encomienda de sacar del joven todo lo que pudieran, incluso usando una técnica de desgaste difícil de soportar para cualquiera.
—Fuiste detrás de ellos con el coche de tu padre. Sabías de sobra a donde iban —le dijo el otro guardia civil.
Los llantos del joven veleño de poco le servían. La luz de aquel flexo parecía llevar horas pegada a su cara. De haber salido de súbito a la calle, donde aún se disfrutaba de la medianoche veraniega de la ciudad, a sus pupilas les hubiera costado adaptarse a la poca luz tan de golpe. El tiempo ya no era para él un factor que tener en cuenta; tres, cuatro, cinco horas allí metido escuchando la misma cantinela.
—¡No tienen nada y quieren que me coma el marrón! — salió de su boca al fin.
Uno de los guardias civiles, en un acto que revelaba la pérdida de su paciencia, le tomó de la pechera de su polo verde, el cual era el único atisbo de esperanza en el joven de veinte años.
—¡Mira, chaval, no me toques los cojones!
—Tranquilo, Luis —le dijo el otro guardia civil, intentando posicionarse como poli bueno—. Deja al chico. Le cuesta entrar en razón, solo es eso, ¿verdad? —Se dirigió a David con una mirada que caminaba en la frontera de la mentira y la complicidad. Venga —continuó, sonando algo convincente—. Cogiste el todoterreno de tu padre y fuiste hasta allí. Tenemos las rodadas del coche. Coinciden con el de tu padre y él no pudo ser: tiene la pierna rota. Y tu madre no sabe conducir. Además, no tienes hermanos. Solo falta tu confesión.
Entre sollozos el chico dijo:
—¡Cogí el coche para ir a ver si estaban allí! —Y bajando el tono de la voz dijo de nuevo—: Pero no estaban.
—¿Y a qué hora fue eso? —le preguntó el agente más político.
—No recuerdo bien, pero sobre las once de la noche.
El guardia civil que le inspiraba más confianza le dijo:
—¿Llevabas el teléfono contigo?
El chico seguía sollozando, aunque menos ahora. Se había desahogado, al fin y al cabo.
—Sí —contestó.
—Lo vamos a comprobar con tu móvil. ¿Te das cuenta de lo que podemos hacer si nos lo proponemos? Incluso interrogarte durante horas. Si nos vuelves a mentir tendrás que dar explicaciones al juez por ello —advirtió el guardia que había hecho el amago de agresión al chico. Al tiempo que le hablaba, sus ojos desafiantes buscaban sin éxito la mirada gacha del veleño—.¡Muy bien, chaval! Y para eso, solo cuatro horas y media —agregó el mismo agente.
El guardia civil dio un fuerte golpe en la mesa y los dos agentes se marcharon de aquella sala de interrogatorios, la cual a simple vista se veía que había sido reformada hacía poco. El joven se quedó mirando el cristal que quedaba en uno de los flancos de la estancia. Sabía de sobra que más miradas le observaban a través de él.
Fuera de aquella sala, lejos del oído de aquel joven con el polo arrugado, los agentes hablaron durante largo rato. No solo ellos, sino también su capitán.
—Parece que dice la verdad —le dijo uno de los guardias civiles a su capitán.
—Sí —coincidió el capitán—, lo más probable es que tomara el coche de su padre, se acercara por celos y volviera al pueblo. Su móvil dirá si miente, además del cotejo de ADN con el del cigarrillo encontrado. Aunque es un chico corpulento, no le veo capaz de eso. De todas formas, que esté localizable —terminó ordenando tajante a sus dos hombres.