Kitabı oku: «Bajo el oro líquido», sayfa 3
CAPÍTULO 8
Volviendo a los orígenes
Eduardo recorría de nuevo aquella autovía. Solo habían pasado cinco días desde el crimen de Velada. La A-5 le conduciría de nuevo a su localidad de origen. Algunos olivos se vislumbraban a ambos lados de la vía a medida que se alejaba más y más de Madrid, ese Madrid que bien le había acogido, pero en el que no se sentía cómodo del todo. Aunque él no lo supiera y hubiese querido llevar el cauce de su vida por otro camino, en su interior aún respiraba el espíritu de quien labra la tierra, de quien es el primero en la compleja cadena de montaje que es nuestra sociedad. Su padre había sido agricultor toda su vida, hasta que ese dichoso cáncer se lo llevara una tarde de primavera, hacía ahora nueve años. Aquel Mercedes blanco era uno de los pocos recuerdos que le quedaban de él. Mientras ese mítico automóvil dejaba atrás más y más toneladas de asfalto, el castillo que siempre hablaba de su paso por allí le observaba en silencio bajo el sol del verano. Sus torres, las cuales adornaban la enorme muralla, hacían que la edificación se volviera más imponente por momentos. Había llegado a Maqueda y pronto estaría fuera de la autovía, rumbo, ahora por carretera, a Los Navalmorales, a sus recuerdos, a su infancia. Solo su madre esperaba en casa ya y al no ser muy frecuentes las visitas cada una suscitaba en ella más ilusión y aportaba a su ser un ansia difícil de entender para quien no ha sido madre. La carretera daba paso a más y más pueblos. El río Tajo quedó al norte de Eduardo y de su vehículo. Los campos estaban ya repletos de olivos a ambos lados de la vía mientras un tímido humo comenzó a alzarse en el cielo de aquella calurosa tarde de verano. Su pueblo ante él, sus recuerdos, su casa. Habían pasado tantas y tantas semanas desde que cenó en Navidad en casa de su madre…
Sin duda, la Buena Moza se erigía, pero no solitaria. Y es que la torre de la iglesia de la localidad se hallaba rodeada de multitud de viviendas. Los tejados enrojecidos de las casas contrastaban con el techo pizarroso de la iglesia, la cual mostraba cuatro caras iguales y a la par distintas. Y allá al fondo, el edificio que otrora fuera casa de camineros, hacedores de destinos, una gran mole que parecía encalada en la distancia. Su maltrecha figura, corroída por los golpes del tiempo, miraba triste a la localidad que la acogía en sus entrañas. Mientras, Eduardo, que sin quererlo atravesaba ya las calles de su pueblo, se veía envuelto por la soledad que a esas horas de calor se respiraba por doquier. Calles y más calles vacías, pero que otrora lucieran el ambiente de un pueblo vivo. Parecía verse Eduardo jugando de niño, con sus amigos de la infancia, viendo gente de aquí para allá. Pero eso había pasado; tocaba el tiempo en el que tantos y tantos pueblos como el suyo esperaban una muerte que se iba prolongando más y más, haciendo muy doliente una agonía que no era más que la antesala de una muerte anunciada. Al fin su calle, estrecha y corta, en el barrio de Tierra de Toledo, y su casa, algo ostentosa en comparación con las viviendas que la rodeaban. Su padre tuvo la oportunidad de hacer un pequeño capital que invirtió con cabeza. Los grandes ventanales escoltados con rejas de forja fueron testigos de cómo el motor del viejo Mercedes, con el aire acondicionado ya reparado, se detenía junto a la puerta de su casa. La calle, una mezcla de cemento y canto rodado, sostenía los zapatos de piel del joven guardia civil cuando su madre salió a recibirle. Tras una bata de boatiné de color marrón, una mujer de unos setenta años y pelo blanco rizado salió a su encuentro. En realidad, ella había sentido el ruido del motor del coche. Sí, sentido era la palabra por aquí para hablar de escuchar u oír. Después de tantos años subida en él, ese sonido de motor era inequívoco, como también lo era la llegada de su hijo.
—¡Pero bueno! —exclamó ella.
—Hola, mamá. —Y un beso en la mejilla ni demasiado largo ni demasiado corto puso el punto de partida a su encuentro.
Las explicaciones por la visita sorpresa que, por otro lado era gratificante para Rosa, su madre; la larga conversación que vendría después, mientras Eduardo dejaba su escaso equipaje, el cual traía en una pequeña bolsa de deportes, en su habitación; y, por supuesto, las comidas de mamá, algo que nunca se olvida y siempre se recuerda, sobre todo cuando uno está lejos y lleva tiempo fuera de casa. Todo estaba tal cual Eduardo lo recordaba: su cama parecía no haberse movido ni un milímetro del suelo, sus cosas, todo estaba igual. Por un momento le pareció tener de nuevo quince o dieciséis años, revivir la época en la que iba al instituto, cuando aún podía disfrutar de la presencia de su padre. Esa tarde era como un viaje organizado.
Su móvil pronto sonó y el mensaje de WhatsApp no era de Madrid: «Anda que vienes a tu pueblo y no dices nada». Era María, una amiga de la infancia, la que le hablaba.
«¿Y tú cómo sabes esa información, mariposa?». Así era como Eduardo, más correcto en su escritura, solía llamar a su amiga. Y es que lo suyo era mucho más que una amistad. Tiempo atrás, en los años de instituto, fueron pareja formal, pero eso había quedado ya muy atrás, y no solo en el tiempo. «Tu tía Carmen, ¿a que sí?», preguntó el joven navalmoraleño, conociendo ya el origen de la fuente.
«Ya sabes, le encanta estar pendiente de todo lo que pasa por su ventana, y tu viejo coche lo ha hecho. ¿Un cubata esta noche?», continuó diciéndole María.
La respuesta era obvia. Era para lo que había acudido a su pueblo, a descansar y desconectar de la rutina de la gran ciudad, y qué mejor manera de hacerlo que desinhibiéndose un poco. Esa noche una conocida terraza junto a la Buena Moza sería testigo del encuentro entre ambos. Dos besos, como protocolario saludo de nuestra cultura, pasaron a ser un profundo e intenso abrazo en la misma puerta de la iglesia, donde habían quedado. Las viejas y entregadas escaleras de mármol del templo fueron testigos de ello, de cómo dos almas alejadas en el espacio y el tiempo se encontraban.
La vida de María de ningún modo había sido fácil. Un cúmulo de capítulos que conformaban un gran tormento, así se podría definir. Por su aspecto (una chica delgada, con cierto atractivo, pelo moreno y ojeras, por poner un contrapunto a su breve descripción) se diría que era una chica normal, del montón, y no solo en lo físico, pero su interior albergaba muchos, demasiados, monstruos. Su padre, un borracho que pegaba a su madre, había sido el pilar que brilló por su ausencia durante su infancia. Su muerte por cirrosis solo había supuesto un alivio para todo el núcleo familiar. Su madre, víctima de malos tratos durante años, necesitaba acudir varias veces al mes al psicólogo en Talavera de la Reina. Crucificada a base de pastillas, ya nunca volvería a ser la mujer que un día fue. Su fortaleza, su coraje y su valor se habían volatilizado, desvanecidos simplemente. Su hermano era un delincuente de poca monta: robos en viviendas, tráfico de drogas a pequeña escala y violencia de género con su expareja (había tenido un buen maestro) eran los éxitos en su haber. Algo demasiado común cuando se crece en un ambiente poco estable. Ambos hermanos eran de la misma edad que Eduardo. Bueno, María era un año más pequeña. Con todo ello, en un arrebato de rabia y falsa autosuficiencia, María tuvo la osadía y el valor de escapar a Madrid tras la muerte de su padre, pero pocos fueron los meses que pudo soportar vivir con tan pocos recursos en una ciudad tan económicamente exigente. Eduardo supo de todo esto mucho tiempo después, por lo que no tuvo ocasión de prestarle ayuda. De allí volvió al pueblo, pero esta vez no lo hizo sola, sino embarazada de un niño al que poco después dio a luz. Ya se sabe cómo es la gente en los pueblos y en este caso la cosa no fue nada diferente. Las habladurías de los vecinos de la localidad dieron que hablar durante algún tiempo, pero todo eso había quedado ya atrás. Carlos, que así se llamaba el niño, como su tío, tenía ahora cinco años y era el principal motivo por el que María y también su madre seguían adelante.
Los escasos pasos desde la puerta de la iglesia hasta el bar de Jesús eran como caminar sobre rosas para María. Al lado del que fue su amor, su novio idílico en el instituto, todo era más liviano, mejor. Solo el parar para saludar a dos amigos, conocidos que hacía tiempo que no veían a Eduardo, detuvo ese tiempo sin palabras, sin decir nada, pero diciéndolo todo. Era viernes noche, así que la terraza estaba ciertamente poblada. Nada comparable a lo que Eduardo recordaba de niño: los locales hasta arriba de gente, los negocios abiertos y mucho más ambiente, pero era, al fin y al cabo, algo de lo que fue. La terraza estaba bien delimitada por una enorme verja de forja sustentada por una pared de ladrillo macizo y cemento. El color anaranjado de esta última no desentonaba con el del resto de viviendas colindantes. Se notaba fácilmente que el bar había sido ampliado en su parte externa. Los dos ya caminaban dentro del mismo, sobre baldosas color marrón. Una mesa y unas sillas vacías, mezcla de hierro e imitación a madera, les indicaron el lugar que quedaba libre. Las miradas de los paisanos se clavaban en ambos y se sucedían los cuchicheos, mucho más cuando Eduardo fue al baño, que estaba en el interior del bar, y ella se quedó sola. Un hijo del dueño se acercó a su mesa y, mientras Eduardo volvía del baño, le dijo:
—¿Tú qué quieres? —Era un joven delgado, con la piel algo pálida y bien vestido.
—Un tinto de verano —respondió ella—. Y Eduardo no sé.
El camarero respondió:
—No, él ya me lo ha dicho dentro.
Fue entonces cuando Eduardo llegó y quedaron los dos solos con su conversación.
—Tío, qué movida lo de Velada. ¿Te has enterado?
—¿Que si me he enterado? Estuve allí.
—¿En serio? —preguntó alarmada ella.
—Me mandaron el pasado domingo por la mañana.
—¿Pero estás llevándolo o qué? —quiso conocer ella.
—De momento no, pero nunca se sabe.
—¿Pero se sabe algo ya o qué?
—¡María! —exclamó él con cierto retintín.
—¡Joder, Edu, tío!
—No sabemos mucho. De todas formas, lo lleva Talavera. ¿Qué eres ahora, periodista?
—Parece mentira que ocurran esas cosas —terminó ella.
—¿Y Carlitos qué tal? —preguntó Eduardo para salir del tema.
Se trataba del hijo de María, por supuesto. Desde pequeño se veía que era un niño diferente, y es que el autismo da la cara desde temprana edad. De un niño diferente a un niño tímido y de ahí a un incomprendido. El colegio se le haría cuesta arriba, pero su madre y también su abuela estarían para lo que necesitara: medicamentos, tratamientos, viajes a Talavera de la Reina a especialistas… Lo que fuese.
—Está enorme. ¿Le has visto en las fotos del Face? —dijo María y Eduardo afirmó con un gesto.
—Se parece un montón a tu hermano. Son como dos gotas de agua, joder —contestó tras el gesto el navalmoraleño.
—Sí —dijo ella sin demasiada ilusión—. Los genes supongo.
La vida de Carlos no era precisamente algo de lo que María se jactase, pero menos le importaba reconocer la similitud de su hijo con su hermano. Al menos eso parecía.
—¿Y tu madre qué tal está? —preguntó el teniente.
—A ratos, ya sabes. Días buenos, días peores… En fin. Sabes que mi hermano no ayuda mucho a su bienestar.
—Por cierto, ¿dónde está? Porque ya salió de prisión.
Ahora María parecía mirar a todas las mesas en derredor, como si las palabras de Eduardo fuesen carnada para los oídos de los que escuchaban. Dijo en voz baja:
—Sí, hace dos meses que salió.
—¿Y qué hace ahora?
La curiosidad de Eduardo aumentaba para con alguien con el que ya no tenía mucho contacto, pero al que había estado muy unido en el pasado, en los años de instituto, antes de que cada cual tomase su camino, vías y sendas tan distintas y particulares las de los dos.
—Siempre le gustaron los animales —contestó María—, así que tiene una rehala. De perros de caza, ya sabes. Bueno, además hace algunas chapuzas de albañilería.
—Sabía que estaba aquí, ¿no?
—Sí, pero tenía que reunirse con un propietario de una finca en Los Navalucillos, preparando la próxima temporada. Luego cenarán, se emborracharán… Ya sabes.
Eduardo asintió con la cabeza. Los años de distanciamiento no alimentaban su entusiasmo a nada más. Tras una larga conversación de cosas del pasado, que parecían haber ocurrido hacía poco para ambos, Eduardo le pidió el teléfono de su hermano a María. «Probablemente, en los próximos días le llamaré», pensó.
Eran las dos de la madrugada cuando ambos salieron del bar y se marcharon a casa. María había tomado algún tinto más de la cuenta. Sus pasos ya no eran los mismos que cuando llegó al bar. Eduardo se dio cuenta y la tomó de la cintura con levedad. Sus dedos aún permanecían sin rozar su blusa, como queriéndole decir que solo quería protegerla. Pero María no era consciente de esto, ni mucho menos, y su mente, que ya estaba en un viaje años atrás, no buscaba ningún pensamiento más.
El corto viaje en coche hasta su casa constituyó un breve mareo para ella. Las luces amarillas de las modernas farolas que habían instalado en su calle revoloteaban dentro de su testa, confundiéndola aún más. Cuando el coche de Eduardo se detuvo, este no tuvo tiempo de reacción: literalmente, María saltó sobre él. Sus bocas entraron en contacto y era ahora Eduardo el que estaba confundido. En ningún caso esperaba un fin de noche así, pero tampoco le importó aquello, no cuando volvió a arrancar su vehículo para dirigirse a un lugar apartado. «Un camino a las afueras del pueblo será suficiente», pensó. Como una pareja de veinteañeros, como si hubiesen vuelto diez años atrás en el tiempo, así se dirigieron hacia donde las luces se separan de la oscuridad y se perdieron en la noche.
María no podía creer lo que pasaba. Aquel chico por el que siempre sintió más que amistad estaba ahora besando sus labios mientras su mano se deslizaba por debajo de su ropa hacia su cintura. Ella solo podía agarrarse a sus hombros y dejarse llevar. De nuevo las ventanas del automóvil estaban bajadas, como sucediera en aquel Ford de Velada días atrás. Quizá no fue como ella había soñado, pero fue, y sin darse cuenta Eduardo estaba dentro de ella. Ese chico que tan joven se había marchado de su pueblo a vivir una vida de aventura que había desembocado en una carrera de éxito para, finalmente, crear un ambiente sentimental un tanto desarreglado. Por eso, por un instante le pareció estar con una de esas chicas de Madrid, una de esas que conoces una noche en una discoteca y a la mañana siguiente está en tu cama como si la conocieras de toda la vida. Pero no, María no era de esas chicas. María significaba mucho más para él. Era amiga, era compañera, era el rincón en el que sabía que se podía refugiar en cualquier momento. Siempre que quisiera iba a estar, aunque él nunca quiso recalar en esa casa de seguridad.
—No puedo, tía —le dijo.
—¿Qué? ¿De qué vas?
—Verás…
—¡No, verás no! ¡Me calientas y ahora esto! —interrumpió ella—. Llévame a casa ya, joder.
Eduardo se la quedó mirando durante un breve instante para después colocarse la camiseta blanca que llevaba puesta y recomponer su postura en el asiento para disponerse a conducir. Verdaderamente, era difícil explicar a su amiga que no quería tratarla como a una de esas chicas, que ella era algo más y que si no tenía intenciones de nada más que sexo lo mejor era no continuar. Pero ¿cómo hacerlo cuando ella estaba tan…, sí, enamorada de él? Aunque había pasado mucho tiempo,él veía eso en sus ojos; veía cómo le miraba, escuchaba su respiración acelerada y sobre todo lo sentía. Era complicado de explicar, sin duda, para ella, pero también para él.
CAPÍTULO 9
Tomándole gusto a la indecencia
La segunda vez siempre es diferente a la primera. ¿O es la primera diferente a todas las demás? Desde luego, en lo que se refiere a matar o secuestrar, esa regla sí se iba a cumplir, al menos esta vez. Los días de verano seguían su curso y ese final de tarde hacía gala de tan altas temperaturas en el centro de la península como sus predecesores. El nuevo asesino, de aspecto esbelto y gran talle, estaba acechando a su siguiente víctima. Esta vez otro pueblo, otra localidad, pero idéntico o similar resultado era el que él esperaba. Así lo necesitaba.
Un camino o pista forestal a las afueras de la localidad toledana de Malpica de Tajo había sido el lugar escogido. Durante dos días había vigilado este lugar. Sabía de las salidas deportivas de una joven de apenas diecisiete años de edad. Aquel hombre de aspecto corpulento, del que brevemente hablé, había sacado su coche todoterreno de la carretera al llegar a la localidad, justo al sur del Tajo, oliendo su perfume de ovas y percibiendo su aire enrarecido. El camino elegido estaba flanqueado por terrenos de siembra destinados al maíz a un lado y por tierras baldías plagadas de matorrales al otro. Durante los dos días anteriores la joven había salido a correr por esa senda que, sin ella saberlo, tenía muchas papeletas para convertirse en su aciago lugar.
Aquel rudo hombre se dispuso con su automóvil parado en uno de los márgenes del camino, un pañuelo en la cara y el gato elevador junto a una de las ruedas. Miró el reloj, un Casio sucio y con la esfera poco cuidada. Eran las ocho y media de la tarde, se estaba retrasando. ¿O ese día había descansado? ¿Tal vez cambiado de ruta? La intranquilidad empezaba a hacer mella en su pobre espíritu. Miró al horizonte. De nuevo un castillo se erigía solitario sobre las lejanas viviendas de la localidad toledana. Y es que esta construcción no quedaba eclipsada por la de Maqueda. Un enorme coloso que miraba tras su muralla con desazón al río, que otrora sirviera de foso natural a los defensores del mismo. Pero el ruido lejano de pasos hizo que el sujeto volviera de inmediato a su plan. Quizá hoy el ritmo de carrera fuera más lento. Se puso de rodillas al lado del vehículo y, frotando una de sus manos en los bajos, la utilizó después para mancillar su rostro con el seco aceite. Es posible que su depravada mente razonara que con ello conseguiría hacer creer a la joven su necesidad de ayuda, o tal vez utilizara esta artimaña para camuflar su rostro. En cualquier caso, mientras continuaba agachado con las rodillas en tierra, los pasos de la carrera de la joven se hacían más evidentes y audibles. Miró de reojo; era una joven de cabellos rubios, largos y algo ondulados. Su pelo estaba recogido para tal fin, el de correr al aire libre. Cuando estuvo a unos diez metros, el rudo hombre se puso en pie. La chica, que iba escuchando música en unos auriculares, paró el ritmo de su marcha y se quitó del oído uno de ellos.
—Perdona. ¡Oye! —le dijo. Ella se detuvo en seco y le miró preocupada—. Perdona por el pañuelo, pero es para que no me caiga aceite cuando me agacho bajo el coche. ¿Me podrías ayudar? —le exhortó sin demasiado ánimo de que sus deseos se cumplieran. Más bien sonó a sugerencia.
—Sí. —Fue un solo monosílabo el que la infeliz dejó salir de su boca.
—Mira —añadió él mientras ella se acercaba del todo al vehículo—, tienes que poner el pie aquí para que el coche no se baje cuando me meta debajo. El gato es viejo y a veces falla, pero si pisas aquí no hay nada que temer.
—Vale, sin problema —contestó la dispuesta y poco cauta chica.
El gato estaba viejo, sí, pero en perfecto estado de funcionamiento. Además, su funcionamiento no era ese, el que el sujeto decía. No obstante, la joven ilusa se dispuso a pisar donde el hombre le decía. El gato estaba ya elevando el coche, próximo a la rueda trasera izquierda, y de pie y sin moverse la todavía niña hizo lo ordenado.
—Espera —volvió él a hablar—. Necesito la llave inglesa.
En todo el tiempo no se había bajado el pañuelo, el cual cubría casi todo su rostro hasta los ojos. El hombre fue al maletero y lo abrió mientras Laura, que así se llamaba la joven, esperaba, tonta de ella. Él regresó con la llave inglesa y caminando lentamente se puso a su espalda. La confianza de hacer todo con esa tranquilidad hizo que la chica no sospechara en ningún momento de lo que se le venía encima. Incluso cuando la llave impactó contra su cráneo, en la parte superior del mismo, no fue capaz de interpretar lo que ocurría. Simplemente se sumió en un forzado sueño. El pozo, junto con aquellos ruidosos perros, la esperaba. Solo unas gotas de sangre quedaron en el lugar. Unas gotas, pues la entrada de la joven en el maletero fue tan fugaz que no dio tiempo a nada más. Ni siquiera el aire, inexistente a esas horas y en esa estación del año, fue testigo.
La conducción de aquel todoterreno, con ya muchos años y siempre embarrado, fue de lo más anodina; los vehículos que venían de frente por aquella enorme recta, camino de su nave y de su oculto pozo, eran no mucho más que sombras, fantasmas que apenas despertaban cambio alguno en los sentimientos de aquel hombre.
«Raña» lo llaman los lugareños, pues son grandes llanos con tierra roja que miles de años atrás estuvo en las alturas, en los toledanos montes. Así, sin ningún gesto en su faz y con una chica recién secuestrada en el maletero del coche, se alejó sin remisión del lugar del delito.
***
Un suelo mal encementado fue lo primero que Laura vio. Despertó atada de pies y manos y con un trapo en la boca. Su captor la llevaba sobre la espalda y lo primero a lo que atendió fue a intentar forcejear y evadirse físicamente de aquella situación. Pero era inútil; la fuerza muy superior del robusto hombre no dejaba dudas al respecto de quién era el dominador de la situación, amén de las ataduras que la privaban del movimiento. Laura escuchaba una jauría de perros ladrando fuera de aquella nave en la que acababa de entrar a la fuerza. Gemía tras el trapo que tenía puesto en su boca. Miraba de un lado a otro. Las paredes de ladrillo eran antiguas; las telas de araña entre los entresijos de las mismas daban fe de ello, como también las numerosas grietas entre briquetas y los desperfectos en las mismas. Algunas ventanas de gran tamaño (enrejadas, por supuesto) acompañaban la escena. En el techo, no menos sucias y vestidas con telas de araña, unas luces fluorescentes permitirían ver a horas intempestivas. Finalmente, el pozo, ese lugar que simbolizaba el fracaso, no menos ahora que su vida se dirigía hacia él sin saber si moriría o saldría airosa de lo desconocido.
—Hola, ayuda… Hola.
Una tímida voz femenina. Era Lucía, la chica de Velada, que sin saberlo esperaba a su compañera. El fornido hombre arrojó a su víctima al suelo como si de un saco de patatas se tratase. Un gemido, un leve dolor, nada más. Después, y desoyendo la voz de Lucía, que desde abajo preguntaba y afirmaba sin cesar, ató una nueva cuerda, que no era nueva, a la cintura de la joven y después a una estrecha viga de hierro algo oxidada y que hacía de soporte. Poco a poco fue descendiendo al pozo a la joven, que se retorcía dentro de sus ligaduras. Su recién estrenada compañera sería la encargada de desatarla. Durante varios segundos las figuras de los tres coincidieron en el espacio. Fue en ese momento cuando las mentes de las dos chicas empezaron a comprender vagamente parte del plan responsable de unirlas en tan nefasto destino. Lucía, en un alarde de egoísmo justificado, trató de escalar por la parte de la cuerda que quedaba por encima de Laura, pateándola así. Pero fue en vano.
—¿Qué coño haces? —se pronunció la voz del hombre.
Lucía, que había quedado sentada en el seco suelo de arena del pozo, comenzó a llorar y a gritar.
—¡Hijo de puta! ¡Eres un hijo de puta! ¡Sácanos de aquí, cabrón!
—Desátala y quítale la mordaza —imperó el captor.
Lucía dudó de hacer caso a sus órdenes, desafiándole así por un instante, pero luego pensó en la otra joven y obedeció por ella. Cuando el cepo salió de la boca de Laura esta también lloró y, sin saber quién era su compañera, la abrazó. Al fin y al cabo ambas compartían distinto origen, pero el mismo destino.
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