Kitabı oku: «Mundo mezquino», sayfa 5

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Con el futuro: fe que fue

La práctica del humor gráfico suele producir textos breves en los que se concentra intensidad afectiva, correlativa a un preciso despliegue cognitivo. En este caso, la eficacia tragicómica reside, en mucha medida, en la presentación de un potente semisimbolismo espacio-temporal articulado retóricamente mediante una alegoría que incorpora oposiciones figurativas, temáticas y, en especial, pasionales. Ese semisimbolismo, ya en términos narrativos, se sustenta en una secuencia tripartita, al modo de una pieza clásica, pero invertida. Todas aquellas relaciones y operaciones dan forma a una parodia de la desesperanza: en la fase central, emerge en el protagonista una intempestiva impronta de fe, de tono alegre; escoltada (o estrujada), antes, por su dramática desorientación y, después, por la cruda decepción causada por tristes andantes. Sin duda, una metáfora existencial de la fallida donación de sentido que angustia al hombre de nuestro tiempo al contemplar la explotación y la robotización de sus semejantes (en la que, seguro, él se presiente a sí mismo).

MUNDO MEZQUINO


Ese presente central, fugitivo y fugaz, aprisionado entre pasado y futuro, que los místicos cristianos llaman nunc fluens, hace de todo ser viviente un pasajero o, en nuestra metáfora, un caminante. De ahí el sentido del letrero como inscripción y demarcación que escinde el presente intemporal (nunc stans) en pasado y futuro. La alegoría del humorista gráfico, hegemónica en Occidente, hace del tiempo un movimiento que, por mediación del «presente fugitivo», va desde el pasado «al futuro». Nuestra semiosfera demarca un territorio eterno y nos excluye de él. El pasado parece algo que está detrás del personaje observador y que este puede mirar retrospectivamente. Y, como leemos de izquierda a derecha, también está a su izquierda. Imaginamos que la memoria pone su mira en un pasado como si este estuviera detrás de nuestro presente. El pasado limita el presente, se opone a él desde atrás, desde la izquierda, desde fuera. Y al otro lado del presente caminante, pasajero, aparece el futuro como una locación segura a la que el personaje mira prospectivamente. Límite delantero del presente, al frente, a la derecha8. Se configura, pues, una alegoría.

Greimas y Courtés (1991) definen la alegoría como «la relación de semejanza entre los elementos discretos de las isotopías figurativa y temática puestas en paralelo» (p. 19). Recordemos que isotopía es un término metalingüístico que hace referencia a los lugares o a las líneas de coherencia de un discurso dado. Esos lugares son concretos («la imagen de un camino») y abstractos («la vida como tránsito del pasado al futuro»). Este relato, al estar vertebrado por la metáfora del «camino de la vida», asemeja la isotopía concreta, superficial, figurativa, con la isotopía abstracta, profunda, temática. Ese marco alegórico, sugestivo, alusivo, proporciona un razonamiento al análisis. Así, el camino, percibido curvo, ancho, desde la posición de observación instalada frente al «cerca centro», deja dos «estrechas y extremas lejanías». En términos «topográficos», no es una superficie plana, atraviesa pliegues, lomas, dunas análogas a «picos y caídas», a «subidas y bajadas», que permiten fluctuar entre la isotopía «física» y la «emocional». Ahí, en el «cerca centro», un letrero grande, en forma de flecha dirigida de izquierda a derecha, ubicado en el centro del campo, a mitad de camino indica «Al futuro». La cohesión textual exhibe así su armadura semisimbólica:

izquierda : pasado :: centro : presente :: derecha : futuro

Resuena la aseveración de Ortega y Gasset (2007a): «[…] nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. […]. No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es una actividad que se ejecuta hacia adelante, y el presente o el pasado se descubre después, en relación con ese futuro. La vida es futurición, es lo que aún no es» (p. 213).

Parangón o parodia. El texto, tal cual nuestra vida, se topa de frente con el futuro como territorio hacia el que se está caminando. ¿Quién enuncia: «Al futuro»? ¿Quién es ese destinador que ordena la dirección del tiempo para los destinatarios-sujeto? ¿No sería la vida misma como la orden de seguir el único orden posible transitando por su camino? El esquema metafórico del «camino de la vida» pone el acento en ese carácter futurizo del hombre destacado en distintas ocasiones por Ortega y Gasset y por Marías. Así como una superficie húmeda puede ser resbaladiza, pues bien, el hombre es ese ser que, por sus condiciones de existencia, deviene futurizo. En consecuencia, todos nacimos (límite inicial) y estamos condenados a muerte (límite final); entre ambos límites se eslabona un curso temporal orientado y regido por el deber ser.

Así como el nacimiento es la condición de no tener pasado, la muerte es la de no tener futuro. Nacimiento y muerte son uno en el momento presente. Coincidentia oppositorum. Pero el hombre de hoy solo acepta la vida como duratividad vista desde el aspecto incoativo del nacimiento y rechaza incluir el aspecto terminativo de la muerte, aquello que se teme por encima de todas las cosas. De ahí que exacerba lo por venir. Rechazar la muerte es lo mismo que negarse a vivir sin futuro. La exigencia de futuro se acoge al régimen temporal de la promesa. El hombre concreta ese régimen en el compromiso de ni siquiera olfatear la muerte o hablar de ella en este momento presente. El miedo a la muerte, ora sutil, ora manifiesto, le impulsa a programar, a proyectar, a planear; en suma, a tener en cuenta el mañana «poniendo flechas en el camino». Le hace buscar un futuro, apuntar hacia él, anhelarlo, procurar alcanzarlo, caminar hacia él. Genera en su cuerpo propio una intensa sensación de tiempo: exige, crea, vive tiempo y más tiempo. Al ser esa la posesión más preciada, el apuntamiento al futuro es el objetivo central, como se ve en las tres viñetas. Cada momento es vivido de paso, en la espera, en la insatisfacción. El nunc stans, presente intemporal, se reduce al nunc fluens, presente fugitivo, pasajero, ese que dura pocos segundos9. Esperamos que cada momento pase a continuarse en un momento futuro. Así, precipitándose en un futuro persistentemente imaginado, el sujeto cree evitar la muerte10.

Una vez más, cohesión textual y coherencia discursiva se presuponen semióticamente. Así, por su presencia constante en las tres viñetas de la composición, ese letrero «Al futuro» es el elemento de continuidad más contundente. Siguiendo la mirada del observador espectador embragado por la escena, tenemos discursivamente el «espacio izquierdo del tiempo pasado». Completan el correlato semisimbólico «el espacio central del tiempo presente»; y, finalmente, «el espacio derecho del tiempo futuro». Esa organización permanece inmutable en las tres viñetas horizontales que componen la historia narrada, pero, además, se complementa con una oposición que le da todo su sentido a la tensión o intencionalidad puesta en discurso: el «espacio pasado» luce despejado, ligero; el «espacio futuro» es «pesado», presenta «nubarrones». Entre ambos: en el «espacio del presente» destaca, como forma iconográfica de la expresión, un personaje cuyo cuerpo contraído, decrépito, cabizbajo, arqueado hacia delante, brazos hacia atrás, manifiesta una hexis que se completa con su manera «nerviosa» de caminar levantando algo de polvo, con su mirada entre asustada y temerosa; rasgos de la forma de la expresión que, en conjunto, revelan en él un estado pasional de desaliento, en cuanto forma del contenido. Como la mirada temerosa está dirigida al futuro, el protagonista se encuentra desorientado en el «camino de la vida»; como las líneas cinéticas insuflan duración al proceso narrado, son significantes de un pre-ocupado caminar sobre sí mismo, enredado itinerario deíctico del cual el relato guarda memoria.

El esquema de la búsqueda representa el «sentido de la vida» a partir de la carencia de un objeto de valor. Es el esquema canónico de la forma de narrar dominante en nuestra semiosfera. En consecuencia, en el relato canónico, el sujeto adquiere o no la competencia, es decir, califica (o no) el ser de su hacer con aptitudes cognitivas y prácticas; crea así (o no) las condiciones o medios para alcanzar sus fines, para hacerlos ser. El conocimiento adquirido por el sujeto aparece como cuestión instrumental, de programa, de método. Pero resulta que, en la primera viñeta, el drama de nuestro personaje convoca de nuevo a Ortega y Gasset (2007b): «El hombre busca una orientación radical en su situación. Pero esto supone que la situación del hombre –esto es, su vida– consiste en una radical desorientación» (p. 26). Ha perdido de vista sus fines y, en consecuencia, sus medios ya no median para nada.

Desorientado, pre-ocupado, des-alentado, nuestro personaje, símbolo del hombre arrojado sin más a la existencia, luce atrapado en un aberrante rumbo sinuoso que va y viene. Basta con seguir la inscripción de las líneas huella, sus vueltas y vaivenes. Su revuelto itinerario deíctico. Representa, pues, al sujeto temeroso, que no sabe adónde ir; en suma, descalificado para asumir y sostener una «vía recta». Sabemos que esta se opone mitológicamente a los «caminos tortuosos». En efecto, la vía regia, o recta, es la ruta directa que suprime la posibilidad de extravío y, por ende, de retraso (Chevalier y Gheerbrant, 2003, p. 1065).

No obstante, en la segunda viñeta, el observador espectador capta una súbita transformación de la hexis corporal del protagonista: se ha detenido, ha virado a su derecha (izquierda del observador implícito), aparece excitado, expandido, brazos extendidos lateralmente, postura erguida, mirada retrospectiva, sonrisa optimista, ojos bien abiertos. Como si sus músculos, en cuanto haces sensorio-motores, hubieran recuperado tonicidad y elasticidad. El código semiológico de los globos humo, significante de los pensamientos de los actores, típico del lenguaje de la caricatura, es un elemento clave de la cohesión textual y de la generación de coherencia; representa la cavidad en la que se forman las escenas diegéticas mediante las cuales el actor narra su propia vida mientras la vive. En términos exteroceptivos, el observador espectador ha captado la escena del «camino de la vida», aproximadamente como la hemos venido describiendo, sobre todo en torno a la gesticulación somática del actante central. Ahora bien, en términos interoceptivos, el globo humo de la segunda viñeta instala otro actante cognitivo que, en cuanto informador, se complementa con ese observador espectador: se trata del testigo lector del «pensamiento» del protagonista. La mirada del protagonista es retrospectiva porque subsiste su pre-ocupación por proseguir hacia el futuro: como observador asistente, ve venir un grupo de personas alineadas como en batallón, la mancha se acerca por la izquierda del espectador y por la derecha del actor asistente. Este último exclama: «¡Jóvenes! ¡Esa fe que los impulsa siempre hacia adelante me ayudará a continuar!».

Ese enunciado subraya el desaliento, pero también la espera fiduciaria: el personaje necesita ayudantes que le otorguen el poder necesario para continuar, persistir, perseverar, en el camino de la vida. Es un sujeto débil, en déficit modal de competencia: no poder continuar. Es decir, a punto de rendirse ante una fuerza contra-persistente, contra-perseverante. Expresa su necesidad de ayuda y se pone a creer en el advenimiento de esa ayuda. Exclama: «¡Jóvenes!». Por contraste, ya lo hemos encontrado desde el inicio de la historia en el centro del «camino de la vida»; su perfil etario correspondería entonces al de un adulto. Hombre maduro, hasta ahí desalentado, mira con optimismo a quienes reconoce como menores y, por tanto, con más energía, con más fuerza e ilusión. Luego de reconocer la posición (vienen desde atrás) y la dirección (vienen hacia él), enfatiza el impulso que les da «siempre», figura de continuidad, «Esa fe». Impulso constante «hacia adelante», es decir, hacia el territorio del futuro, separado del territorio del presente en la lógica del nunc fluens. Queda claro que él está perdiendo ese medio de impulso que es la fe y que confía en que otros se lo van a devolver. Ha perdido la foria hacia delante, y confía en que otros se la darán. Las «edades de la vida» son definidas por esos cuerpos en devenir: por un lado, el cuerpo singular del «héroe adulto»; por otro lado, los cuerpos plurales de los posibles ayudantes jóvenes. Uno capta, los otros son captados.

En ese trance, nuestro protagonista ha jugado con un tempo ralentizado, síntoma de la debilitación de su impulso, de la disminución de su fuerza para continuar y, correlativamente, del aumento de una fuerza que lo lleva a discontinuar: se ha detenido y demorado en el camino, no ha tenido la resolución ni la perseverancia para seguir adelante, ha dado vueltas sobre sí mismo; ahora se dispone a esperar la llegada de los jóvenes que lo sacarán de esa detención temerosa, que le darán la fuerza y el aliento para persistir en el «camino de la vida». Ha optado por aplicar cierta rigidez al movimiento continuo e irrepetible de la vida, con vistas a acoger a ese posible refuerzo de su fuerza para continuar.

Nótese que súbitamente su enunciación expresa fe en la fe de ellos. Una forma de meta-fe11. Unamuno (1966), inspirado en Ibsen («La vida y la fe han de fundirse»), enfatiza la relación entre fe y continuidad. Pregunta ¿qué cosa es la fe? Y responde: creer lo que no vimos. Para, de inmediato, proseguir con su inquietud:

¿Creer lo que no vimos? ¡Creer lo que no vimos, no!, sino crear lo que no vemos. Crear lo que no vemos, sí, crearlo y vivirlo, y consumirlo, y volverlo a crear y consumirlo de nuevo viviéndolo otra vez, para otra vez crearlo… y así; en incesante tormento vital. Esto es fe viva, porque la vida es continua creación y consunción continua y, por tanto, muerte incesante. ¿Crees acaso que vivirás si a cada momento no murieses? (p. 261)12

Nuestro personaje, vitalmente atormentado, está, pues, en un momento de intenso desfallecimiento, casi consumido por la disminución de la fe, incapaz de continuar transitando por la vida… y, acicateado por una presencia inesperada, se pone a crear sobre la base de lo que quiere ver y, por ende, de lo que cree ver. Crea, pues, las condiciones de posibilidad de una espera simple caracterizada por un querer estar conjunto con la fe para continuar; y de una espera fiduciaria caracterizada por un creer que esos jóvenes deben conjuntarlo con la fe para continuar. Para perseverar en su ser. Aunque un análisis más riguroso de la situación mostraría una espera metafiduciaria: creer en la fe de esos jóvenes quienes, gracias a ella, creen que deben conjuntarlo con la fe para continuar. De nuevo con Unamuno (1966), en su ensayo «El sentimiento trágico de la vida», suponemos que lo que queda a nuestro personaje es una pizca de amor, en cuanto…

[…] el amor espera siempre. […] Y si es la fe la sustancia de la esperanza, esta es, a su vez, la forma de la fe. La fe antes de darnos esperanza es una fe informe, vaga, caótica, potencial, no es sino la posibilidad de creer. Mas hay que creer en algo, y se cree en lo que se espera, se cree en la esperanza. Se recuerda el pasado, se conoce el presente, solo se cree en el porvenir. Creer lo que no vimos es creer lo que veremos. La fe es, pues, lo repito, fe en la esperanza; creemos lo que esperamos. (p. 909)

No es tanto que el personaje espere porque cree, sino más bien cree porque, sumido en la incertidumbre, espera algo que lo reoriente. Esa espera esquematiza, da forma de adhesión a su fe. En suma, la convierte en confianza depositada en esas personas que se acercan a su centro y que parecen asegurarle sentido. La espera metafiduciaria se configura así como contrato imaginario. Los «jóvenes» que vienen por el horizonte no se encuentran involucrados en dicho contrato, ya que su modalización deóntica es producto de la «imaginación» del protagonista, quien construye el simulacro de un objetivo imaginario que proyecta fuera de sí, sin ningún fundamento intersubjetivo… pero que determina eficazmente su comportamiento intersubjetivo como tal. Por lo tanto, la relación fiduciaria se establece unidireccionalmente entre el sujeto y el simulacro que ha construido, no entre el sujeto y una relación intersubjetiva concreta (Greimas, 1989, p. 261). El motor de esa construcción es la espera en cuanto deseo. El caso es que la situación no da mucho margen de paciencia ni al observador asistente en relación con esos informadores ni al observador espectador con respecto a esa relación. En efecto, ante los ojos del espectador, todo sucede muy rápido.

La transformación pasional deceptiva de la tercera viñeta altera la disposición optimista del contrato imaginario y de su simulacro. Ese sobresalto que hizo «despertar» al protagonista en la segunda viñeta literalmente «se desinfla». Sobreviene la desilusión: la meta-fe es, ahora, algo que mata (la) fe. En el lapso de la elipsis, el grupo ya sobrepasó al protagonista y «marcha» hacia la derecha; este, entre resignado y sorprendido, de nuevo con gesto tendiente a la decrepitud, contempla su marcha en esa dirección: arqueados hacia delante, cabizbajos, todos con la huella de la planta de un zapato inscrita en la espalda inferior, con un golpe hundido en sus carnes, los supuestos «jóvenes» caminan hacia el oscuro futuro. El personaje debe soportar un malestar producto del choque modal entre su disposición pasional optimista y el crudo paso del acontecimiento de los marchantes pateados por alguien. Su pasión, modalizada por el querer ser conjunto con la ayuda para continuar, se estrella con el saber que no va a ser conjunto con esa esperada ayuda para continuar. Esa superposición, entendida como incompatibilidad modal, inscribe en su cuerpo las marcas de la sorpresa, que de seguro se convertirá en contrariedad, en desagrado. La no atribución del poder para continuar no solo deja insatisfecho al protagonista, reiteremos que este vive también un malestar provocado por el robótico comportamiento de un sujeto colectivo de hacer que él esperaba autónomo y que resultó brutalmente heterónomo, es decir, no conforme con la espera que él había convertido en esperanza. Ese imaginario comportamiento autónomo, que a sus ojos estaba modalizado por un deber hacer, no tuvo lugar, y el creer del protagonista se revela inmediatamente como injustificado. Como errada creación. La decepción resultante y su consecuente frustración dan lugar a una crisis de confianza, tanto porque el sujeto colectivo ha defraudado la confianza puesta en él cuanto porque el protagonista puede acusarse a sí mismo de haber errado al depositar su confianza, esto es, de torpe ingenuidad13. Como el relato es imperfecto, queda suspendida la reacción del protagonista. Se supone que este solo debe tragar el amargo sabor de su flagrante credulidad.

Las tres viñetas sugieren una cadencia clásica, pero invertida: andante, allegro, andante14. El primer andante, individual, reflexivo, ensimismado. El allegro, modalizado veridictoriamente por parecer del ser y consolidado por el contrato imaginario. Y el segundo andante, colectivo, transitivo, desesperanzado, modalizado por ser del ser. Por lo que es realmente.

Notemos que en el pensamiento enunciado (parecer allegro) había un embrague: «me ayudará». Esa operación, propia del régimen de la experiencia, ponía la presencia del protagonista en un centro de intensidad sensible muy tónico. Pero el grupo que aparece y desaparece por los horizontes marca la relación existencial intersubjetiva con una valencia átona de estéril inmediatez. Hacia el horizonte del futuro, esa intensidad se debilita hasta casi desaparecer. Al final, esos andantes con los que no puede ni comunicarse figuran como autómatas, como máquinas programadas y desechadas, listas para ser «pateadas al futuro», a la muerte; en suma, figuran como no sujetos.

El protagonista, en la medida en que articula cierta identidad modal, deviene sujeto. Al inicio, camina preocupado y desalentado, actante heterónomo: debe ir por el «camino de la vida», a pesar de sus vaivenes; sabe hacerlo, pero se ha puesto a creer que ya no puede (incluso está a punto de desencaminarse). Merced al cambio de su disposición afectiva a raíz de la aparición de los marchantes, despliega una anticipación, imagina que ellos van a reforzar su poder y hasta su querer; esto es, le van a restituir cierta autonomía para perseverar. Espera y los espera. Se ilusiona (lo que produce un efecto de extensión temporal a raíz del despliegue de su enunciado-pensamiento y de la elipsis que separa la segunda y la tercera escena). Pero es el abrupto sobrevenir de la última escena el que derrumba (o «desrumba») todo y da a entender que el protagonista no logra cambiar de identidad.

El silencio de la viñeta final restituye el régimen de la existencia; la comprobada disjunción con las condiciones de competencia que le hubiesen permitido superar el desaliento sume al protagonista en el riesgo de no poder continuar por el «camino de la vida», esto es, de devenir inexistente. Ahora que la esperanza ha sido fatalmente decepcionada y el grupo robótico se ha perdido en la irrelevancia, las relaciones actanciales quedan marcadas por una fatal mediación; en efecto, todo parece estar bajo el control de la instancia actancial del destinador trascendente, cuyo delegado debe ser ese sujeto de poder, quien trata a patadas a los hombres arrojándolos como máquinas inservibles al futuro. Esa huella marcada en las espaldas tiene dos lecturas: la de la patada, pero también la de la pisotada. Ambas valen hermenéuticamente como guiños enunciativos, pues redundan sobre la condición de explotados, esclavizados, heterónomos, de esos hombres lanzados al oscuro futuro en masa como autómatas homogeneizados, estandarizados y desechables. Seres a los que la vida misma ha tratado mal y que, golpeados, van hacia el futuro.

Por cierto, la metáfora se deja extender a lo que sería un ansia frustrada de rejuvenecimiento. El protagonista aspiraba a un contagio estésico, fisonómico. De ahí que el breve episodio de los marchantes, de la juventud a la vera, lo sumergió en una ilusión de higiene moral. Pero solo se trató de un breve aligeramiento, de un proyecto de alegría, entre dos pesadumbres, entre dos gravedades terminales y terminantes.

El protagonista comenzó distendiendo su tiempo, retardando su marcha, mejor dicho, tratando como discontinuo el proceso temporalizado de su curso de vida. En efecto, había llegado a un límite, a un umbral, más allá del cual no se atrevía a avanzar. Así, captaba el tiempo en el intervalo entre ese desplazamiento sinusoidal de avances y retrocesos que estaba a punto de sacarlo del camino y la aparición de los marchantes siguiendo el ritmo constante de un batallón militar en el horizonte del pasado al presente. Ese súbito cambio de dirección y de orientación implicaba un vuelco eufórico de la perspectiva fiduciaria. Cada forma de vida, por definición, está potencialmente en confrontación con otras: en este caso, el personaje central encarna a la forma de vida debilitada, deprimida, casi detenida, a punto de paralizarse en la «estación» del presente por la intervención de un obstáculo emocional que la hace contra-perseverar; la cual entra en contacto con otra forma de vida mítica, imaginaria, representada por los marchantes que aparentemente están en pleno vigor perseverante. Símbolos de continuidad. Luego, el tiempo será captado como el intervalo entre la ilusión y la decepción del protagonista: los marchantes, en constante tempo acelerado por oposición al ralentí casi detenido del protagonista, siguiendo un régimen transicional, van marcando el paso del pasado al futuro sin detenerse en el presente; en consecuencia, lo sobrepasan y se convierten en informadores de infortunada explotación que lo redirigen y reorientan, en un vuelco disfórico de la perspectiva fiduciaria, a su situación inicial, pero empeorada. Recordemos que en la primera viñeta el protagonista estaba por «salirse del camino de la vida»; ahora, ese redoblado desaliento en el que ha caído lo podría llevar de nuevo a esa situación, al borde del camino o a salirse del camino.

En Quino (2015), encontramos la misma metáfora, pero con un vector vertical de cohesión y con un dedo índice que señala «al futuro» (p. 47; véase la historieta en el anexo 5). Primera viñeta: muda, un anciano con bastón, gafas, terno oscuro, se acerca a un portero de edificio sentado frente a un pequeño escritorio. Segunda viñeta: «Disculpe, joven, ¿este país tiene salida al futuro?». Tercera viñeta: el portero señala con el dedo izquierdo hacia arriba: «Por supuesto. Para tercera edad piso 14. Al salir del ascensor, enfrente verá la puerta». Cuarta viñeta: el anciano señalando con su mano derecha a la derecha del espectador responde: «Ah, ¿y no estará cerrada, no?». En la quinta, el portero ratifica: «¡Noooo… con picaporte nomás, vaya tranquilo, abuelo!». En la sexta, muda, el espectador ve al anciano, en el piso 14, caminando entre el ascensor, del que ya salió, hacia la puerta. En la sétima, el espectador, desde fuera del edificio a la altura del mencionado piso, observa la puerta abierta que da al vacío; a través de la ventana, las puertas del ascensor. Las gafas del anciano enganchadas al borde del piso son signo de su fatal caída. Al ser equivalente el país a una edificación, pasamos de la metáfora horizontal del camino a la metáfora vertical del edificio social. El protagonista también apunta al futuro. El enunciado congelado «salida al futuro» se interpreta temáticamente como «país viable»; la preocupación expresada por el anciano de que la puerta esté cerrada corresponde a la preocupación de que el país no sea viable. Pero, en la isotopía figurativa, la «salida» literalmente se refiere al escape del edificio desde el piso 14 y, por lo tanto, a la «muerte». En términos etarios, ya no se trata de un adulto, sino de un anciano, pero ahora establece una relación real, no imaginaria, con un gatekeeper al que llama «joven», pues también lo ve como «joven», quien viste una indumentaria reglamentada, símbolo distintivo del territorio que custodia, que señala un estatus, un calco del territorio (indicaciones de movimiento espacial), una orden implícita en la referencia al picaporte («abra la puerta y salga») y una persuasión («vaya tranquilo»). De algún modo, es un delegado del poder que administra la justicia vital en contigüidad con la puerta. Encarna al emisario de la racionalidad demográfica que regula la esperanza de vida. La imagen final de la puerta abierta, topos del pasaje y de la sanción social, responde precisamente a la figura del vano, del vacío, del punto ciego que funda el poder. La puerta cerrada guardaba el secreto de lo que estaba detrás (supuesto por la vigilancia preliminar del portero); el anciano va hacia ella pensando en la viabilidad del país. Su descubrimiento del secreto es su inmediata desaparición: atraviesa la puerta para morir. Se puede inferir, entonces, que el país, al menos para los «abuelos», va al vacío, que no es viable. Ese secreto, una vez descubierto, realiza el decreto que envía a los ancianos que «esperan un futuro» a la discontinuidad radical, esto es, a la muerte. Se supone que hay una racionalidad: a menos edad, pisos más bajos y más probabilidad de continuar viviendo. Sea como fuere, el futuro, en este edificio social, promete un evento traumático.

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703 s. 139 illüstrasyon
ISBN:
9789972454134
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