Kitabı oku: «Mundo mezquino», sayfa 6
Con la soga al cuello
Abordemos ahora a alguien aparentemente decidido a salir del camino. Renunciar a un objeto, en términos sintácticos, es un programa reflexivo de privación (así como apropiarse de un objeto es un programa reflexivo de adquisición). La reflexión no se refiere aquí a un «pensamiento», sino al hecho, gramatical si se quiere, de que el sujeto operador y el sujeto de estado son el mismo actor. Lo reflexivo se opone así a lo transitivo, que se da cuando esos roles actanciales están asumidos en el discurso por diferentes actores. En la pertinencia económica a la que se refieren esos programas, la función-junción constituye los objetos pragmáticos gracias a una relación de exterioridad con los sujetos. Empero, al pasar a la interioridad de la pertinencia existencial, la experiencia-vivencia no separa esos términos (y, por lo tanto, ya no son términos); en consecuencia, no hay manera de objetivar entidades semióticas tales como «vida» y «muerte». En el caso de «quitarse la vida», podemos seguir pensando formalmente en una transformación, en un cambio de estado, pero, en sentido estricto, habría experiencia del estado inicial, mas no del final. Porque «quitarse la vida» es quitarse uno mismo con vida y todo. Ya lo decía Camus (1973): «En realidad, no hay una experiencia de la muerte. En el sentido propio, no es experimentado sino lo que ha sido vivido y hecho consciente. Aquí lo más que puede hacerse es hablar de la muerte ajena» (p. 25). Esa sólida constatación nos conduce, pues, al espectáculo del otro que decide pasar de estar vivo a estar muerto. Espectáculo que es convertido en narración. Y, de acuerdo con el filósofo argelino:
No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder. (p. 13)
En una perspectiva semiótica, el suicidio supone una desvalorización de la vida tal como la vive el sujeto-fuente, cuyo objeto-blanco pasa a ser el acto mismo de privarse de ella y de desaparecer como sujeto. Esa desvalorización se da, ora por comparación con un valor que se estima superior, ora por hastío de la vida misma. Sea como fuere, en el primer caso, la vida es usada como medio para predicar contra algo. En efecto, hay un valor-fin respecto al cual la propia vida se convierte en valor-medio para protestar, por ejemplo, contra un régimen político; o, como sucede en nuestros días, para realizar escrupulosamente un atentado terrorista. Pero aquí no tratamos acerca de eso, sino acerca del absurdo, del vacío existencial, de la insignificancia.
El latín absurdum significa «por sordera». Una primera interpretación reenvía a lo enunciado por personas que no escuchan a la razón, esto es, que se aferran a lo irracional. Pero una segunda interpretación, más rica, remite a una visión del mundo que tiene su origen en la sordera misma; es decir, a una observación de acciones privadas del lenguaje sonoro (o de sus relevos escritos como en los globos del humor gráfico. No es casual que esta historieta y la siguiente sean mudas). La falta de sonido resta radicalmente sentido a esas acciones; como cuando se apaga el sonido de la televisión y se mantiene solo la imagen visual. Se sigue viendo el afán de los actores, pero resulta imposible determinar con certeza el sentido de sus acciones. El efecto suele ser cómico. La sordera problematiza. Pero también invita a la burla de uno mismo en los demás y en uno mismo. Por eso los sordos, sumidos en un «contra-mundo» grotesco, tienden a ser desconfiados y recelosos. Grotesco proviene del italiano grottesca, término que remite a unas extrañas pinturas impresas en las paredes de las grutas. En el itinerario que va del mundo exterior iluminado por la luz solar al mundo interior oscuro de la gruta, el observador se encuentra de súbito con unas imágenes desconcertantemente raras. Si se aumenta la intensidad de la experiencia, el mundo exterior pierde, aun cuando sea por un momento, su connotación de realidad15. Se hace inane. Casi ausente.
Pero, parafraseando a Camus, la costumbre de vivir es mucho más antigua que la de pensar o que la de hacer caso a esa escuálida diosa de las luces llamada «razón». El curso de vida, absorto en esas raras huellas inscritas en la pared apenas perceptibles, en esas extrañas figuras, fisuras en el afecto por la luz solar, se precipita cada día un poco más hacia la gruta-muerte, y el cuerpo propio va a la delantera. En el suicidio, además de «sordera», hay una operación de tempo, en concreto, de aceleración dirigida al oscuro abismo.
Aunque lo absurdo en abstracto no imponga necesariamente la muerte; la vivencia de lo absurdo, entendida como fenómeno de la conciencia, es otra cosa. Y, en ese sentido, el afilado y afinado humor de Camus (1973) toca el lugar exacto: «Nunca vi a nadie morir por el argumento ontológico» (p. 13). El tema central es si, para un actante, vale o no vale la pena vivir la vida. Un asunto tímico y axiológico, esto es, de valencias, de valores, de forias positivas y negativas. De ahí que el planteamiento de Camus (1973) sea semiótico: el sentido de la vida es la pregunta más apremiante. Y por eso «se pasó la vida» esbozando posibles respuestas, ninguna definitiva. Respecto al suicidio asevera que «un acto como este se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra. El hombre mismo lo ignora» (p. 14). Ese silencio del corazón se siente en los dos retratos que presentamos a continuación; en ellos el protagonista es «el hombre común y corriente». Camus habla de un hombre «minado», como si hubiese un gusano en su corazón. En el lenguaje semiótico de la interacción, podríamos generalizar y postular una crisis de identidad seguida de un desajuste incontrolable, de una incapacidad para hacer sentido, de una imposibilidad de reajuste y, luego, si las fuerzas dieran, de reprogramación. Asintiendo al sinsentido, al absurdo, el desesperado se elimina. Al matarse enuncia16. Camus (1973), recordando el melodrama, afirma que suicidarse…
[…] es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se comprende esta. […] Es solamente confesar que eso «no merece la pena». Vivir, naturalmente, nunca es fácil. Uno sigue haciendo los gestos que ordena la existencia por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir de modo voluntario supone que se ha reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter irrisorio de esa costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento. (pp. 15-16)
Llegamos al punto: el carácter irrisorio de esa práctica extensa en el tiempo, repetitiva, persistente, colectiva, que es la costumbre, la cual agita el cuerpo-cavidad hasta el cansancio supremo. Uno, aturdido, deja de ser actor y se convierte en cuerpo-punto observador, toma distancia, se siente extraño y extrañado, exiliado irremediablemente. Se sale de sí mismo. Una vez que se ha salido de sí hacia lo otro, convierte su inveterada costumbre de vivir en objeto de risa, antes de proceder a exterminarse. «Tal divorcio entre el hombre y su vida, entre el actor y su decoración, es propiamente el sentimiento de lo absurdo» (Camus, 1973, pp. 15-16). Y Quino sabe «pintar» ese divorcio con decoraciones mudas y abigarradas como las pinturas desconcertantemente raras de la gruta arriba referida. Sabe salirse del que se sale de sí y poner ahí a un espectador. Sabe hacer más irrisorio aquello que ha sido desencadenado por lo irrisorio que la carne misma de la caricatura esconde. En sus «cuadros», se presupone esa íntima vivencia de absurdo que embarga al protagonista y que, más allá de oscuridades y de contradicciones inexpresables, rige su curso existencial de virtual suicida.
MUNDO MEZQUINO
El espectador observa la escena desde un punto ubicado en altura. Esa posición le permite explorar y recorrer con cierta exhaustividad el ajetreado ambiente de un supermercado típico, presencia de fondo poblada por perfiles tenues de diversos personajes en actitudes relacionadas con la práctica de comprar bienes. Respecto a ese complejo informador, la mirada despliega una estrategia acumulativa que dispone en series los aspectos de la situación. De arriba abajo: fluorescentes en el techo, vigas, cámara de vigilancia17, letreros de señalética, nombres de productos que no se llegan a leer, flechas, estanterías, cajas, pomos, botellas, envases, herramientas, letreros de numeración de las cajas registradoras, figuras de objetos de consumo, carritos, clientes… En suma, el carácter serial del supermercado como ambiente de fondo deriva, pues, en una captación que, mediante un barrido perceptivo, se acomoda a una estrategia acumulativa. Las figuras en plural, actual o potencial, indican ese barrido a través de un enredo de los posibles itinerarios deícticos de un consumidor.
Pues bien, sobre ese fondo, horizonte de campo, destaca por enfoque del observador espectador, frente a la cajera situada al extremo derecho de la macroviñeta, la figura de un sujeto desgarbado, mal afeitado, sombrero, peluquilla posterior, ropa desgastada, que ha puesto dos productos, una soga gruesa ya anudada para el cuello y un banquito, sobre la plataforma negra que lo separa de la cajera, la cual lee atenta la etiqueta del precio de la soga mientras digita su caja con el índice derecho. Ese extraño comprador es el único personaje marcado por la acentuación cromática del trazo. El negro, ese paradójico color no color, ocupa de manera concentrada y precisa el dominio del sujeto en trance de comprar la soga y el banquito. Un condicionamiento potencial de la semiosfera ha congelado esas dos figuras juntas como símbolo del que va a cometer suicidio. Su co-presencia convoca el acto de quitarse la vida. Incluso el negro intenso y extenso de la plataforma giratoria de la cajera sugiere figuralmente un ataúd cubierto por ese no color.
Ese fondo mercantil, maquinaria de consumo organizada, en pleno funcionamiento, donde sujetos engranajes adquieren objetos para perseverar en la vida, por la modulación tenue del trazo y el predominio del blanco, color de colores, ocupa de manera difusa y vaga el dominio del entorno. Constituye el término no marcado de una oposición privativa. El término literalmente «marcado» por la acentuación del trazo que hemos mencionado, por el detalle icónico, por las notorias tramas: textura de la ropa, cuellos de la camisa levantados, diseño de la corbata, corresponde al virtual suicida, actual programador del suicidio. Pasar del fondo en horizonte a la figura central supone un cambio de intensidad perceptiva del observador y, en consecuencia, una focalización que selecciona a este personaje como parangón (u oveja negra) al que cabe prestar atención. Ese cambio de intensidad perceptiva coincide, pues, con una estrategia electiva. Lo chocante es el grosor de la soga contrastado con su delgadísimo cuello (otro contraste: la señora gorda que está tras él no tiene cuello).
El virtual suicida recurre al supermercado para actualizarse como tal, esto es, para pasar de querer suicidarse a saber y poder hacerlo. La mayoría de clientes van a comprar productos para vivir; él va a comprar productos para morir, tiene capacidad económica para realizar el intercambio y lo está haciendo. Lo tragicómico reside en la «naturalidad» con que transcurre esa interacción programada entre él, la cajera y quienes hacen cola tras él. A nadie le llama la atención ni le importa en lo más mínimo lo que ese desdichado vaya a hacer con su vida. Forma parte de aquellos a quienes la vida misma, tal como la vive, pisotea o trata a patadas. De aquellos que por acción propia o ajena han caído en las redes de la exclusión y la marginalidad; o, también, simplemente, de aquellos que han caído en el sinsentido. Interpretación abierta. Ahora bien, esta escena, a nivel enunciativo, demanda cooperación del enunciatario, pues un banquito y una soga pueden ser, también, objetos que sirvan para vivir. Sucede que esa fuerte codificación ya cristalizada por praxis enunciativa en la competencia iconográfica del enunciatario, que ya hemos mencionado, le hace generar coherencia de esa y solo de esa manera. Otros discursos potenciales concurren a consolidar ese hacer interpretativo.
Al final de cuentas, los objetos son los protagonistas. La soga, en cuanto interfaz, está destinada a hundirse en la envoltura-carne de su cuello y a detener la moción íntima de su respiración. El banquito espera las suelas de sus zapatos o las plantas de sus pies: no es otra cosa que el trampolín desde el cual saltará al vacío de la muerte.
MUNDO MEZQUINO
La siguiente historieta podría tratar del mismo actor, pero ya en trance de pasar de la actualización a la realización. Del querer, saber y poder suicidarse… a suicidarse. En pleno ambiente de la sala comedor de su casa ha instalado ya la soga que pende del techo. Quien debe ser su esposa, sentada en un sillón dándole la espalda, hace labores de costura en la pequeña sala, frente al televisor. En realidad, hace un tapete. Es una obsesa de los tapetes. Todos los objetos del ambiente –incluidas las patas de los muebles– están puestos sobre uno, a excepción de un carrete de hilo en el suelo. Hay variedad de objetos figura; el lector, mediante un barrido, puede captarlos y nombrarlos. Pero en todos hay tapetes: los respaldares y brazos de los sillones están cubiertos. En las repisas, todos los objetos descansan sobre ellos, también en el televisor, en las mesas, en los muebles, en el piso. Hasta el gato, bajo el televisor, duerme sobre uno. El espectador, de nuevo, está instalado a cierta altura en virtud de la cual puede construir una escena de conjunto y enfocar el punto de la tragicomedia: el inminente suicida ha colocado el banquito sobre un tapete y está colocando, a su vez, sobre el banquito… un tapete. Agobiado por ese exceso de orden cuyo símbolo son los tapetes, entendidos como instrucciones de poner cada cosa en su sitio, se dispone a cometer un pulcro suicidio. Luce un rostro algo compungido, como resignado. Tiene la «carta para el juez» en el bolsillo derecho del pantalón y se dispone a ahorcarse. La mujer ni se da por enterada.
Contraponemos esa cuidada pulcritud al sucio descuido de un suicida, realizado en Quino (2015, p. 39; véase la historieta en el anexo 7). Cuatro viñetas: la mujer llega tranquila a la puerta de su departamento. La abre, mira hacia lo alto con los ojos muy abiertos, hay una silla volcada en el piso. Se acerca a la silla y la mira horrorizada jalándose los pelos con la mano izquierda y mordiéndose la derecha. Señalando las huellas de zapatos en la silla, llama la atención al suicida, quien, en terno, cuelga de la supuesta soga: el espectador no ve la cabeza del suicida, pero sí ve la famosa «carta al juez» aún en su mano izquierda. En la axiología de la protagonista, la limpieza material del objeto tiene más valor que la ausencia de vida del sujeto: su supuesto marido. Regaña al finado por haber ensuciado el tapiz de la silla. La sombra del cadáver se proyecta sobre su rostro.
No parece un hogar de clase indigente, sino más bien de clase media, por lo que la hipótesis del sinsentido cobra fuerza. Tanto en el retrato anterior como en este entendemos, vía Fontanille (1995), a Ionesco (pero cambiemos sus «sillas» y «rinocerontes» por nuestros «tapetes»). El célebre dramaturgo muestra que también un tapete puede materializar una angustia, no quiere decir que el tapete represente o encarne la angustia; el tapete…
[…] es angustiante en cuanto tal, se trata de una angustia que emana de la materia. Eso equivale a decir que estamos lejos del universo semiótico, y hundidos ahora en la materia de la expresión, de donde emergen los primeros estados de alma: en el «campo de presencia», donde se baña el cuerpo del sujeto, un accidente material provoca una reacción propioceptiva que Ionesco denomina «angustia». […] Se trataría de una materia fantasmizada, es decir, de un cierto tratamiento sustancial (y no formal) de los objetos del mundo natural con vistas a convertirlos en estados de alma (obsesivos, inquietantes, etc.). (pp. 154-155)
La proliferación de las cualidades sensibles «brutas» en las figuras de la expresión instala una angustia indecible y sin salida. En este caso, el discurso es la vida misma del inminente suicida. Ese exceso de presencia de los tapetes expresa ausencia espiritual. El mundo oscila: de pronto estorba, se hace demasiado pesado; de pronto se hace demasiado ligero, evanescente. Esa presencia material excesiva de los objetos, ya no solo de los tapetes, impide que se vuelvan significantes para los significados interiores. Valen solo para ellos mismos, no están «por otra cosa». Bloquean la circulación del valor en el discurso. Se resisten al sentido, lo opacan.
Entonces, la proliferación exteroceptiva y el vacío interoceptivo se excluyen mutuamente. Como si el cuerpo propio ya no pudiese jugar rol mediador alguno para la semiosis. En realidad, los dos rasgos de cuantificación: la proliferación como exceso de aumento y la rarefacción como exceso de disminución son solidarias e inversamente proporcionales, lo que no deshace totalmente la semiosis, más bien introduce en ella un marcado desequilibrio. Los «tapetes» son el símbolo de todo aquello que prolifera como orden y vacía de sentido a la vida haciéndola insignificante. Y su mujer es una máquina de proliferación. En el retrato anterior, el supermercado es otra máquina de proliferación de objetos, un universo atestado de materia y vacío de presencia (de ahí los trazos tenues y los perfiles blanqueados); exceso que reúne lo insuficiente, que da concreción a la soledad antiespiritual.
El sentimiento «pequeño burgués» del vacío de la existencia es llenado por el consumo obsesivo de bienes materiales, y luego por el orden compulsivo. El sentimiento de estar invadido por el universo de consumo es compensado por un cierto desprendimiento irónico y crítico que conduce a una insignificancia irrisoria, a un vacío.
El esquema sintáctico del absurdo parece a primera vista un círculo vicioso en el que toda tentativa de salir de una fase de rarefacción instaura una fase de proliferación, y recíprocamente. El absurdo es un sintagma sin fin, en la medida en que la sintaxis subyacente no es sino un equilibrio de báscula entre dos desequilibrios cuantitativos. (Fontanille, 1995, p. 165)
Evanescencia del fondo horizonte, pesadez de la configuración centro. En el retrato anterior, desde la perspectiva del protagonista comprador, la ausencia del fondo horizonte se intensifica por sí misma: para él la ausencia «exteroceptiva» se confunde con la ausencia «interoceptiva», lo que hace del supermercado un mundo «estupefaciente» (ausencia ausentificada que hunde al virtual suicida en la pura contingencia de lo inútil, de lo insensato). Pero desde la perspectiva del supermercado y de la mujer, en el segundo retrato, como máquinas de proliferación de objetos, la presencia «exteroceptiva» no deja ningún lugar a la presencia «interoceptiva»; el mundo adquiere una dinámica de «opresión-depresión», se convierte en una prisión de materia (presencia presentificada, fatal, que fija todo en una determinación absoluta). El universo del absurdo condiciona decisivamente la voluntad de suicidio:
Ya no hay espera porque todo es posible y todo puede «advenir»; ya no hay nostalgia porque toda presentificación se transforma en pesadilla material y hace «revenir» a la necesidad. En suma, el absurdo es un régimen semiótico donde los simulacros son totalmente ineficaces, donde la presencia y la ausencia no pueden sino redoblarse a sí mismas. (Fontanille, 1995, p. 170)
Ahora bien, el primer retrato puede considerarse casi terminado, casi perfecto. En pocas palabras, la compra-venta está casi consumada. Pero el segundo retrato es imperfecto, no terminado. Muchos relatos, que provienen también de fuertes lazos intertextuales conocidos por praxis enunciativa, presentan la cómica figura del «suicida frustrado».