Kitabı oku: «Mundo mezquino», sayfa 9
Dos sufridos artistas
Examinamos la duratividad de un retorno, de una entrada a casa pasionalmente marcada por una rara mezcla de timidez y de desvergüenza:
MUNDO MEZQUINO
En la lógica de la acción, leyendo desde el final, sabemos que se trata de un timbalista de orquesta que admira a Richard Wagner y que se dispone a ensayar con su instrumento, pues saca unas partituras de su maleta14. Eso explica, sin duda, el repudio que causa entre sus vecinos, a pesar de comportarse cortésmente con ellos. Los vecinos pueden haber sido, al principio, observadores de buena voluntad, pero ya no lo son y han pasado al acto. El «estilo de vida» de este músico ha chocado con la «política de convivencia vecinal». Seguro llegó como «camaleón» al vecindario del edificio, pareciendo una persona común y corriente; ese debe haber sido su proyecto ante sus vecinos como «seres normales». Pero, al fracasar como camaleón, el destino lo convierte en odiado «oso». Recordemos la taxonomía de Landowski (2007), donde…
[…] el esnob y el dandy tienen en común eso que resulta eminentemente «humano» y que consiste en vivir en función del otro. Mientras que, en el caso del oso y del camaleón, el ser precede al parecer y rige las modalidades de su gestión, en el esnob y en el dandy la instauración de la forma del parecer precede al ser y lo constituye. (p. 60)
Nuestro timbalista no está dispuesto a renunciar a su ser ni a vivir en función de los requerimientos de sus vecinos y, como vemos, esa perseverancia le cuesta caro, pero está dispuesto a soportar el repudio. En este caso, de algún modo, la práctica musical del ensayo entraña una coincidencia del espacio de vivienda y del espacio laboral. Se integran en el mismo territorio.
En la lógica de la cognición, una serie de «marcas» sembradas en el recorrido figurativo del músico informan al espectador del odio que le tienen los vecinos. Hagamos su itinerario deíctico como punto que se desplaza. En la primera viñeta: acercándose a su edificio, saluda levantando su sombrero a un vecino rechoncho, adulto, que lo mira con cara de enojo (primer marcaje). En la segunda viñeta: mientras el vecino se aleja por el horizonte, él, con resquemor, pone su llave en la cerradura de la doble puerta de vidrio del edificio. En la tercera viñeta: ya ha abierto la puerta cuando una maceta cae a su costado y se destroza contra el piso de la entrada (segundo marcaje). En la cuarta viñeta: se dispone a subir, temeroso, al ascensor observando la maceta destrozada en el exterior del edificio. En la quinta viñeta: en un pasadizo de su piso en el edificio saluda levantando su sombrero a una vecina que le retira la mirada (tercer marcaje) mientras su perro le ladra agresivamente (cuarto marcaje). En la sexta viñeta: al llegar a la puerta de su departamento, la encuentra luciendo una gran mancha como de pintura arrojada (quinto marcaje). Ya hemos descrito la última viñeta, única transversal, panorámica.
En la lógica de la pasión, acto tras acto, vamos encontrando las trazas figurativas y sensibles de un territorio hostil, significante de la absoluta falta de identificación que tienen los vecinos con la práctica musical que desarrolla en el edificio que comparte con ellos; y, por lo tanto, del repudio orientado pragmáticamente a deshacerse de él. La activación de esas trazas indica la perseverancia de los vecinos para lograr ese propósito y la contra-perseverancia del músico para mantenerse en su lugar.
El territorio del músico solo se actualiza como forma de vida sobre el fondo de su propia negatividad constitutiva, por contraste con el «edificio» como espacio administrativo y político representante de la forma de vida a la que aspiran los vecinos. La forma de vida del músico es coherente desde las acciones inherentes a su práctica, pero afronta una circunstancia interactiva de incongruencia, pues no comparte la axiología de los vecinos en lo que respecta a la contradicción entre la presencia del sonido del timbal y su ausencia. Estos no adhieren a la euforia de esa presencia (asociada, por lo demás, a la catarsis del músico), sino a la de su ausencia (asociada al ambiente más apacible que desean). Lo contrario ocurre con nuestro persistente artista que parece no ser consciente de la molestia que causa y, contra todas las agresiones de que es objeto, mantiene sus buenas formas asumiendo una estrategia de no-violencia. Veamos una anécdota protagonizada por su colega escultor:
MUNDO MEZQUINO
De nuevo el problema de la convivencia; esta vez un solo vecino, que representa a los «seres normales», se siente intensamente molestado por el trabajo de un escultor.
En la primera viñeta, el espectador observa de perfil a un hombre en pijama, metido en su cama, recostado, con gafas, leyendo apacible un periódico. En la segunda viñeta, la lámpara sobre la cabecera de la cama vibra mientras caen del techo unas esquirlas. En la tercera viñeta, el espectador acompaña al hombre en su travesía, se ha puesto su bata y sus chancletas, permanece con las gafas, mientras, con gesto de molestia, está terminando de subir una escalera que conduce a un pasadizo: a la izquierda, al fondo, una puerta entreabierta deja ver pedazos de piedra en el suelo. En la cuarta viñeta, el hombre termina de abrir la puerta con la mano izquierda y sorprende al escultor que horada la piedra martillándola con un cincel, esculpe la estatua bastante avanzada de un herrero trabajando que, a su vez, «golpea» con un martillo una barra puesta contra un yunque. Recurrencia icónica: un escultor martilla la estatua de un herrero que martilla. Reflexividad afirmativa del oficio de tallar. La boca desmesuradamente abierta, negra, del vecino destaca en su gesto de molestia; se nota que está regañando al escultor por la bulla. En la quinta viñeta, los dedos índices del vecino, acentuados con trazos cinéticos, son los protagonistas: con el izquierdo apuntando hacia ella el vecino se refiere a la obra, con el derecho apuntando hacia el piso se refiere a la contigüidad de su habitación. En la sexta viñeta, le muestra la hora señalándole el reloj que lleva puesto en su muñeca izquierda. Siempre ha estado con la boca muy abierta, índice del volumen con el que amonesta al escultor. La contigüidad espacial y la inoportunidad temporal de la ocupación del escultor quedan de manifiesto en las rudas y raudas expresiones del vecino. En la sétima viñeta, el espectador ha bajado antes, como si viviera con el vecino o como si fuese otro vecino del piso inferior. Desde abajo, ve bajar al hombre la escalera; en horizonte, arriba, al borde de la escalera, el escultor, tal como en las tres últimas escenas, pasivo, atento, contempla los gestos de su vecino que sigue renegando dirigiendo el índice izquierdo doblado hacia su propia cabeza como diciendo «¿a quién se le ocurre hacer eso?». Los trazos cinéticos promueven esa interpretación. En la octava viñeta, el espectador regresa con el vecino a su habitación, se ha calmado, está metido en la cama leyendo el periódico: se repite la primera escena. La novena viñeta, de no ser por la acentuación de los gestos de sorpresa del vecino, es hermana de la segunda. Y la décima viñeta, hermana de la cuarta, de no ser porque esta vez el gesto del vecino ya no es de enfado gritón, sino de desconcertada expectación: el escultor talla con martillo y cincel la estatua de una mujer durmiendo plácidamente.
El trabajo del escultor configura, en términos sensibles, una presencia exteroceptiva tónica, intensa, que vibra hasta en la carne del vecino, cuyo humilde proyecto práctico se circunscribe a la lectura silenciosa, previa al sueño, presencia interoceptiva átona, debilitada. Sea como fuere, la imperfección nace del exceso de presencia de aquella, que, confrontada con esta, da lugar, desde la perspectiva del espectador que acompaña al vecino descansando en su habitación, a una plenitud angustiosa de lo «demasiado lleno». Cuando el vecino, acompañado del espectador, se ve obligado a suspender su práctica, el ruido del escultor continúa, lo que alimenta su rabia con ingredientes de asombro, de sorpresa; y, en la escena final, de estupefacción. El escultor se ha mostrado manso cuando fue reprendido; no dio la contra, no se rebeló ni discutió; pero está tan metido en su mundo que cree que porque talla a alguien que no hace ruido, él no hace ruido.
Ante esa confrontación de prácticas desacomodadas, aplicable también a la historieta anterior, la reacción de este vecino no es como la de aquellos. Ellos buscaban simplemente aburrir al timbalista para que se largue. Este señor no. Su estrategia para acomodar las prácticas consiste en manipular al escultor, en reprogramarlo para que deje de hacer ruido a esa hora y en ese lugar. El escultor parece haber comprendido... pero está loco, cree que porque esculpe a alguien durmiendo va a dejar dormir a su vecino. Cree que el que hacía ruido era el herrero, no él. Cree en un misterioso contagio del descanso de la modelo al descanso del vecino. En suma, cree que su obra es más real que él15. La recurrencia icónica llevada al paroxismo: esta vez ya no es reflexiva (tallador talla a herrero que talla), sino transitiva (tallador talla a modelo que duerme para que otro duerma).
El territorio del escultor solo se actualiza como forma de vida sobre el fondo de su propia negatividad constitutiva, por contraste con el «vecino», señor-todo-el-mundo representante de una vida «normal». Cabe reiterar lo ya dicho con ocasión de la historieta del músico: la forma de vida del escultor es coherente desde la inherencia misma de su práctica, pero afronta una circunstancia interactiva de incongruencia, pues no comparte la axiología del vecino en lo que respecta a la contradicción entre la presencia del ruido tan intenso que desgaja paredes y techo… y su ausencia. El vecino no se adhiere a la euforia de esa presencia (asociada, por lo demás, a la catarsis del escultor), sino a la de su ausencia (asociada al deseo de un ambiente más apacible). Lo contrario ocurre con nuestro persistente artista que parece no ser consciente de la molestia que causa y, contra todas las agresiones de que es objeto, mantiene sus buenas formas y sigue trabajando, esta vez, sin molestar con el ruido que, según él, hacía su primer modelo. Por lo tanto, sigue desplazando y superando el límite de su territorio, esta vez con una modelo que, supone, no molesta.
Dos baños entrañables
El «cuarto de baño» tiene valor emblemático; aparece muchas veces como espacio de salvación, como cámara íntima, blanca, que convoca un valor eufórico, monástico si se quiere, «uno con sus cosas y punto»; de inmediato, «práctica de limpieza con agua»; pero también «práctica de defecación», «expulsión de su propia suciedad», asociadas ambas al ethos íntimo, pero también a los «gajes de lo social». Ámbito del personaje que está a solas consigo mismo, la situación «ir al baño» convoca a su limpieza, a su brillo, pero también a sus «apariencias», a sus «juegos de máscaras», a su práctica de ocultar y de desfogar mierdas, miedos, venenos, desechos, de liberar represiones, de regular violencias contenidas y de operar con juegos de conformidad analógica entre dos ejes categoriales: /contracción vs. expansión/ y /mezquindad vs. generosidad/.
MUNDO MEZQUINO
Una mujer, joven aún, al menos por la escasa vestimenta (minifalda, polo apretado de pequeñas mangas y escote, zapatos de taco), corre apresurada hacia la puerta del baño de mujeres: por el rostro, se la ve algo angustiada; la postura corporal, mientras tanto, delata velocidad. Esta historieta pone en acción un juego de puertas que es, también, un juego liminal que separa y une territorios en tensión. Desde la perspectiva del espectador, el vector (←) enuncia su inminente ingreso al mencionado baño.
La segunda viñeta informa que la mujer ha cruzado ya la puerta de vaivén que separa el baño del exterior y la portezuela de la cámara del inodoro: ha cerrado esta última, se le ve poniéndole pestillo mientras apoya su rodilla derecha y su mano izquierda contra la superficie de la misma. Dentro de ese habitáculo sufre una pasmosa transfiguración: puesta frente a la posición del espectador, estira las cuatro extremidades, mira hacia el techo, se ha jalado los cabellos de tal manera que se ha arrancado dos mechones, uno en cada mano, su rostro revienta, se le ve la boca abierta, los dientes inmensos como dos pequeños pianos curvos, sus pezones casi se traslucen, pega un alarido que contiene un enunciado en el que seis palabras aparecen tachadas configurando el simulacro de una operación de autocensura del propio enunciador. No obstante, el enunciatario puede entrever con esfuerzo lo tachado y generar así la coherencia del enunciado (he puesto una t entre paréntesis luego de cada una de las seis palabras tachadas, que a duras penas pueden leerse; en consecuencia, permanece cierta probabilidad de error): «¡Hola! ¡¡Me cago(t) en mi nombre!! ¡¡Y estoy aquí para que se vayan todos a la reputísima(t) madre que los reparió(t), hijos de puta(t)!! ¿Con qué putos(t) problemas van a seguir hoy rompiéndome los cojones(t)?». A su derecha está el inodoro abierto: el espacio de la defecación y deposición de excrementos del metabolismo digestivo coincide con el de la expulsión de los excrementos del «metabolismo laboral». En términos más crudos y contundentes, está con la «mierda revuelta» y ha corrido al inodoro como si se tratase de una indigestión estomacal cuando de lo que se trata es de una «indigestión afectiva». El recurso a las tachaduras es ocasión para distinguir la dimensión del relato, en la que n actores actúan entre ellos, de la dimensión del discurso, en la que solo hay dos actantes en liza: enunciador y enunciatario. Pues bien, las tachaduras son coherentes en esta última dimensión, porque están puestas ahí, precisamente ahí, por el enunciador para el enunciatario, no para los actores de la historieta. En ese sentido, se entiende que las tachaduras dicen sin decir, esto es, hacen el simulacro de ocultar algo a la mirada del enunciatario, pero, a la vez, de dejarlo ver.
En la cuarta viñeta, ya salió al espacio liminal del baño, entre el estrecho ámbito íntimo, secreto, de la cámara del inodoro y el espacio laboral exterior. Se peina frente al amplio espejo de los lavabos, tras ella las tres cámaras de los inodoros. En la quinta viñeta sale caminando tranquila del baño y en la última ha retornado a su puesto de trabajo: es una recepcionista que trabaja en la mesa de informes de una empresa (pública o privada, quién sabe). Arribamos así, por primera vez en la historieta, justo cuando esta termina, a un espacio de intercambio social.
Enuncia con suavidad sus palabras, las entona cantando con dulzura (cuatro signos de notas musicales ligadas y dos signos de corazones intercalados así lo sugieren): «¡Hola! Mi nombre es Sandra y estoy aquí para servirle. ¿Puedo ayudarlo a resolver algún problema?».
En la presentación de este libro, remitimos a Deleuze y Guattari (2015), quienes relacionan inextricablemente significancia y «superficie de inscripción», pared blanca sobre la que la praxis enunciativa inscribe sus signos y sus redundancias. Asimismo, vinculan de modo inseparable subjetivación y agujero negro. El rostro de la recepcionista, como sistema pared blanca-agujero negro, no es una envoltura exterior al personaje: la forma de su enunciado quedaría indeterminada si el cliente, eventual oyente, no guiase sus opciones por el «bello rostro» y por su entonación cantarina, no en una lengua en general, sino en una lengua cuyos rasgos significantes se ajustan a esos rasgos de rostridad específicos que el lector puede ver en este preciso momento: agujeros negros de la amplia boca sonriente mostrando dientes y ojos fijos en los ojos del cliente en quien impacta en ese momento su mirada. Su rostro defiende una zona demarcada institucionalmente por la línea de la «cola que se respeta», defiende una zona en la que son frecuentes las quejas y las confrontaciones, hasta las actitudes violentas. Delimita un campo que neutraliza del saque las expresiones y conexiones de clientes críticos, rebeldes a los modos de gestión y de atención dominantes. De igual modo, la forma de la subjetividad: la eficiencia y optimización de su catarsis o el dispositivo imaginario pasional quedarían absolutamente vacíos si su rostro no constituyese un espacio de resonancia, de musicalidad, que selecciona el estilo estratégico de trato al cliente, adecuándolo previamente a una realidad dominante. La recepcionista pone en forma su rostro: repite, redunda en términos de significancia, de frecuencia, de resonancia o de intersubjetividad. El significante rebota en su pared-rostro sonriente-cantante, que, a su vez, labra el agujero negro que necesita su subjetividad para manifestar y hacer resonar, en la relación intersubjetiva con cada cliente, su conciencia de rol y su defensa apasionada de un territorio.
En esta última viñeta, vale la pena que el lector se detenga a captar una serie de detalles que la descripción nunca va a recuperar cabalmente. Siga, como espectador, la dirección (→): ella, sentada en una silla alta apoyada en un escritorio cúbico en cuya cara lateral derecha aparece una gran letra i encerrada en una circunferencia bajo la cual se lee: «8:30 a 20:30». Es, entonces, probable que esta mujer trabaje doce horas diarias atendiendo clientes, lo que explicaría en mucha medida su demanda de periódicas catarsis como la que el espectador acaba de ver. Otra lectura podría sugerir que comparte ese horario con alguna compañera. Sea como fuere, por lo que se ve, es un trabajo muy arduo e intenso: los integrantes de la cola llevan expedientes en sus manos; en ese momento ella atiende el reclamo de un adulto formal, con gafas, que saca varios papeles de una maleta; un poco detrás, hay una línea que demarca en el piso el espacio en el que comienza la cola de clientes: la primera una gran señorona casi sin cuello, el segundo un sujeto de evidente mal humor que ve la hora en su reloj, el tercero ¿cómo describirlo? Un extraño personaje con cabeza de tapir… luego otra mujer y perfiles en horizonte que sugieren una extensión bastante larga de la fila de espera de atención. Cada uno de los vectores-mirada cuenta; y cuenta una historia, los rostros, gestos y posturas son muy elocuentes: la mirada hacia arriba de la mujer rechoncha que encabeza la cola convoca la tensión paciencia/impaciencia; la del sujeto que observa su reloj, la presión del tiempo que siente «perdido»; la mirada hacia adelante del «tapir» rompe con la tensión, pues se le ve tranquilo, igual que la mujer que le sigue. En la práctica de «atención al cliente», la «máquina abstracta de rostridad» constituye una unidad: un rostro elemental en relación biunívoca con otro. Esa práctica entre la recepcionista y el cliente opera, pues, una y otra vez, con una máquina de cuatro ojos equivalente a rostros elementales unidos de dos en dos. Los rostros concretos individuados, como los de la recepcionista y los de cada cliente, se producen y transforman en torno a esas unidades (o, más bien, combinaciones de unidades). De ahí que, en una perspectiva eminentemente relacional, «más que poseer un rostro, nos introducimos en él» (Deleuze y Guattari, 2015, p. 182). Añadiría: y nos introducimos, cual pelotas por agujeros, a los rostros de los demás. De ahí que la máquina abstracta de rostridad responda selectivamente, opte de acuerdo con agenciamientos específicos de poder: frente a un rostro concreto, la máquina juzga si pasa o no pasa, si se ajusta o no se ajusta, según las unidades que acabamos de presentar. Juega con la relación binaria [sí/no]. Absorbe o rechaza. La recepcionista, incorporada al engranaje de esa maquinaria, manifiesta una sumisión afectada, demasiado educada para ser honesta. Ella es, simplemente, el rostro de un aparato de poder que decide si, en primera instancia, cada cliente-expediente [pasa/no pasa]; [es atendido/no es atendido]; en cuanto tal, oficia de pantalla protectora o de agujero negro ordenador. Produce rostros que trazan arborescencias y dicotomías que nutren la semiosis [significancia/subjetivación]. La máquina de rostridad no es un anexo de esa semiosis. Es, más bien, conexa a ella, la condiciona (Deleuze y Guattari, 2015, p. 184)16.
El recorrido de la protagonista articula, pues, (i) un espacio exterior, público, laboral; (ii) un espacio interior, público restringido: solo para damas, de higiene personal; (iii) un espacio íntimo, habitáculo para orinar y defecar (al que solo «ingresa» el espectador). Respecto a este último, nuestra protagonista se comporta como portera que guarda un secreto. En el segundo, se comporta como un actante liminal: no se identifica ni con la animalizada grosera y soez del habitáculo ni con la dulce y amable servidora. En el primero, simplemente se tiene que poner la máscara social de la servidora integrante del personal de la empresa o entidad, portadora de las directivas que la subordinan. El duro trabajo de dar la cara es, por lo visto, agobiante y desgastante. Seguro debe cargar con malas vibras que la obligan a correr al baño a desfogar, a deshacerse de todas esas heces interactivas que la torturan.
El examen de los dos enunciados permite colegir que su hipócrita tarea está totalmente automatizada, al extremo de que su enunciado es un guion que repite una y otra vez a cada uno de esos clientes que le llevan algún problema. De ahí que el enunciado íntimo, ese que «obliga» al enunciador a autocensurarse, esté como calcado sobre ese guion que debe recitar continuamente ante el público. Ese guion social parece lo que no es, se conforma como engaño. El espacio público se configura así, para ella, como un escenario de hipocresía sostenida: debe canturrear, hacerse la amable, la dulce. Debe, pues, decir (o hacer parecer) lo que no es. O, más bien, lo que no siente. Debe hacer creer que siente lo que no siente.
Ese guion social estereotipado, congelado, automatizado, corresponde al «espacio exterior de su exterioridad» de la última viñeta, pero también de la que antecede a la primera. Relato circular, responde a la figura práctica del hábito, de la actitud de ir y venir de lo exterior a lo íntimo y de lo íntimo a lo exterior; «manía» que la distingue en el universo de todas sus pares, reconocidas socialmente en el rol temático de recepcionista, con sus predicados convencionales. La historieta se inicia en la tensión de cruce de las puertas que llevan a la protagonista, sucesivamente, a un «espacio interior para su interioridad» (sobrentendido por elipsis) y a un «espacio íntimo para su intimidad», en el que el único «compañero» es un inodoro. De la primera a la segunda viñeta ha traspuesto directamente el umbral del primer al tercer espacio. Viene portando algo del primer espacio, de ese ámbito de fingimiento en el que no dice a los demás lo que es, en el que, con su juego de máscara, no les hace parecer lo que es, lo que siente. Segunda viñeta: en el trance de guardar el secreto que porta, cierra la portezuela del habitáculo, se encierra en ese su espacio escatológico que deviene-inodoro. Ahí sí dice lo que es y lo que le parece, lo que siente; lanza a los cuatro vientos su verdad como una energía expulsada por cada una de sus extremidades, se convierte en una especie de araña que arroja fuera de sí por sus patas y cabeza esa porquería. Su boca también deviene-ano, tanto así que las tachaduras del enunciado grafema aparecen como bosta reventada contra la pared blanca, transparente, de la página. Se caga en su propio nombre, ella no es su nombre, ella es otra. En el sitio al que todo-el-mundo va a cagar ella dice que se caga en su propio nombre. Lo convierte, como a todo lo que toca, en un inodoro. No va a cagar heces físicas, sino semióticas. De ahí que el habitáculo mismo deviene-inodoro discursivo. No está para servir a nadie; está para que todos esos personajes, clientes, quejosos, reclamantes, se vayan a la reputísima madre que los reparió. El prefijo re-, repetido, es un constituyente de intensidad afectiva elevado exponencialmente por los signos de exclamación. No es, pues, tampoco, una servidora; y ellos no son sus clientes, son unos «hijos de puta», y sus problemas son también «putos» que «siguen», persisten, perseveran en romperle «los cojones». Los «putos problemas» quedan feminizados frente a la violenta apropiación de la figura genital masculina, blanco de toda la molestia.
«Sandra» gestiona las energías de su mí-carne y acoge los estímulos que emanan de otra(s)-carne(s). Pero no solo opera un hundimiento en la cámara del baño, también se ajusta tímicamente al haz sensorio-motor de sus clientes, constituidos, en una perspectiva social, como «cola». Se ve constreñida a adaptar mimética e icónicamente su «tono» corporal a la presión del clima emocional de la «cola» como totalidad y de cada miembro de la «cola». En buena cuenta, como envoltura e interfaz, «Sandra» debe, a la vez, contenerse a sí misma y detener al otro.
Recogiendo la circularidad del relato, diremos que «Sandra» es un soporte sólido de la unidad del mí cuando acaba de salir del baño, esto es, cuando su descarga de energía negativa es reciente. El baño mismo es una envoltura sólida que la ayuda a asegurar su cohesión carnal y a no dispersarse. En ese momento, tanto su cuerpo como el baño y la cámara son envolturas que cumplen una función de para-excitación, en cuanto filtros que disminuyen los efectos negativos de los estímulos exteriores. Pero la continuidad de su trabajo en su pequeña oficina de «atención al cliente», envoltura social más desembragada y exterior, va debilitando ese soporte y haciéndolo más frágil, a medida que se va recargando de energía negativa. Dando la vuelta al círculo, deberá embragar, esto es, regresar al baño para descargar esa energía negativa. Atenúa, pues, la tensión y se dispone a volver a acumularla. La distensión cumplida en el baño niega la energía negativa y afirma la positiva; desintoxica a «Sandra» de todos esos indeseables y, a su vez, la prepara para volver a intoxicarse haciéndoles creer en lo que ella no cree, asqueándose quizá de sí misma. En términos axiológicos, el circuito puede ser leído como polarización tímica merced a la cual cobra forma una vida de intercambio continuo entre el placer de la descarga de energía negativa y el sufrimiento, e incluso el dolor, de su recarga.
Una lectura paradigmática indica que el baño como envoltura embragada deviene territorio eufórico:
[descarga de energía (-)/recarga de energía (+)];
y su oficina de «atención al cliente», desembragada, territorio disfórico:
[recarga de energía (-)/descarga de energía (+)].
Los primeros términos están acentuados, en consecuencia; la lectura sintagmática prioriza el recorrido [descarga de energía (-) → recarga de energía (-)]. En ese recorrido, el primer estado hace la vida soportable, el segundo la hace insoportable. Ese vaivén ocasiona que cada uno de los estados proyecte, como sus respectivas «sombras», los procesos y signos inversos, no acentuados. La lectura privilegia, pues, la conexión de estímulos disfóricos exteriores e interiores realizada por la envoltura a lo largo de ese continuo recorrido «de ida y vuelta», en el que no cesa de recibir la inscripción de huellas desagradables. Las huellas agradables, si existen, no están enunciadas. Ese hábito de «desfogar en el baño» solo parece limpiar momentáneamente la memoria de la envoltura, puesto que no hay olvido posible de las capas de interacciones desagradables acumuladas en profundidad. Constituyen su vida laboral.
Finalmente, la huella disfórica permanece sensible sobre la envoltura del cuerpo-actante autodenominado «Sandra». Es lo único que acentúa del conjunto de sus interacciones habituales con los otros cuerpos-actantes, al menos en su espacio laboral (el enunciatario no conoce otro).
En la cámara del inodoro ocurre un ritual de desidentificación, de vaciamiento. Ya vacía, liberada del yugo, vuelve al espacio liminal del espejo; ahí se contempla a sí misma, es una iniciada: ni otra, ni servidora. Se peina. Se calma. Y vuelve al yugo caminando firme y segura, vuelve a llenarse de mierda, a estreñirse hasta la próxima diarrea. Eterno retorno de lo mismo:
incontenencia insoportable→desfogue→calma→contenencia→máximo de saturación→incontenencia insoportable
A fuerza de repetición, ese círculo vicioso se «naturaliza», se hace costumbre, se automatiza. Hasta desdramatiza sus efectos y afectos, de ahí lo tragicómico. La contenencia del rol tiene sus límites de tolerancia, mientras la máquina de la identidad ídem carga, atosiga, envenena, asfixia, presiona hasta que emerge esa actitud empeñada en repetir el holocausto instantáneo del repudiado rol. El círculo no es tan vicioso, también tiene su dosis de virtuoso, pues ese ritual escatológico de la identidad ipse, ese insistente y persistente habitus, es, al final de cuentas, solo una estrategia terapéutica para perseverar en una vida invivible. Loa a la concesión: aunque invivible, vivible.
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