Kitabı oku: «Mundo mezquino», sayfa 8

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El fenómeno del imaginario pasional nos lleva a insistir en la polémica hermenéutica abierta líneas arriba, pues se siente que queda flotando una semántica de la «angustia». En efecto, no reconocemos a nadie que amenace al protagonista y, además, el espacio se ha estrechado o angostado al máximo. Pero sucede que la «angustia», vértigo ante el abismo de la nada/todo, desazón ante el sinsentido, declina ante el apogeo amenazante de salir de sí, cuyo correlato es una sensación de «miedo» paroxístico, de fragilidad, de insignificancia. Expresado concesivamente: «Un dispositivo para la angustia, no obstante, conducta de miedo». En términos de profundidad, un «real» miedo paranoide se dibuja sobre el fondo de una «aparente» angustia existencial.

Cuando concluye un análisis semiótico, uno se pregunta si los objetos analizados –llámeseles textos, discursos, relatos, prácticas, estrategias– no son sino pretextos. En esta ocasión, pretextos para abordar una situación límite: el lenguaje y el cuerpo han cesado, han sido captados, secuestrados por (el tenso temblar de) la carne. Cesa con ellos la elaboración de contenidos de significación. La mira ha sido reducida a cero, al puro pálpito. Solo queda, «nuda y muda», la carne sufriente, expresión «pura y dura», sin más contenido que el conteniente temblando. Toda la energía se hace carne a costa de consumir/consumar el cuerpo de la semiosis. La existencia ha quedado anulada por la experiencia.

¿Nos hemos deslizado, acaso, impensadamente, del análisis de un texto a una hermenéutica de la paranoia? ¿Quién de nosotros no sube apurado la ventanilla de su automóvil cuando está en una zona urbana densa, tensa o con fama de ser más o menos peligrosa? ¿Quién, ante fenómenos como la delincuencia común, el terrorismo urbano y, ahora, los sicarios, no empieza a dejar de salir a la calle, a retraerse en su casa y hasta en sí mismo? ¿Las grandes ciudades no se están convirtiendo acaso, paso a paso, en espacios hostiles cada vez más inseguros por una u otra razón?

A veces, sencillamente, por un déficit de urbanidad. Un retrato-relato (Caretas, 17 de enero de 2013; véase la historieta en el anexo 8) es revelador: el espectador observa un cruce de avenidas que, en una ciudad, configura cuatro esquinas. Abajo derecha, siete sujetos, desde diferentes lados, en un microparque rodeado de arbustos lineales y regulares, saludan circunspectos sacándose sus sombreros a la estatua de un personaje, que también se levanta el sombrero, homenajeado en un monumento al centro, en cuya placa se lee: «La Dirección Nacional de Urbanidad a su Fundador». Esa escena, más cercana al espectador, contrasta con una serie de microescenas que diseminan el relato en múltiples enfoques concomitantes: en la misma esquina (i) un sujeto prende su cigarro mientras arroja la cajetilla doblada en la vereda; (ii) más arriba, un automóvil estacionado junto a un aviso en la vereda que prohíbe estacionar; (iii) un poco más arriba un automóvil dobla a la derecha junto a un aviso en la vereda que prohíbe doblar a la derecha, se dispone a atropellar a una anciana que cruza la pista mientras un peatón mira asombrado al chofer. Arriba derecha, un sujeto sale de un automóvil y golpea con la puerta a un peatón. Arriba izquierda, (iv) un camión arroja mucho humo por el tubo de escape envolviendo a un peatón, en la parte posterior de ese mismo camión un sujeto arroja sobre la cabeza del mencionado peatón la cáscara de una fruta que está pelando; mientras una mujer sacude una alfombra por una ventana situada casi encima de él; (v) un operario hace un hueco en la vereda y arroja barro negro a la cabeza de un niño que va de la mano de una mujer mayor. Izquierda abajo, un sujeto parado en la esquina pone una radio a todo volumen. El contrapunto con la escena más cercana configura una ironía barroca: los saludos atentos al paladín de la urbanidad, más el enunciado del monumento, son afirmados, pero no asumidos. A su vez, esas prácticas infractoras, no afirmadas pero asumidas, saturan el campo de presencia e imponen la antiurbanidad.

Zilberberg, al advertir que, por recursividad, un aumento aumenta un aumento, recuerda la descripción que Fontanier hace de la hipérbole en Les figures du discours (1968):

[La hipérbole] aumenta o disminuye las cosas con exceso, y las presenta bien por encima, bien por debajo de lo que ellas son, con vistas no a engañar, sino para llegar a la verdad misma y fijar, por lo que tiene de increíble, lo que conviene realmente creer. (Como se citó en Zilberberg, 2015, p. 36; y en Zilberberg, 2016, p. 75)9

En ese sentido, la hipérbole que fabrica Quino hacer reír, pero no engaña; muy por el contrario, presenta la cruda y dura verdad del drama que acosa al ciudadano de la gran urbe. La conducta de nuestro personaje puede parecer increíble; sin embargo, no es tan descabellado creer que, fatalmente, un sujeto de esas características va dejando día a día su impronta en nuestro cuerpo, y, en cualquier momento, algún fantasma de por ahí desajusta nuestro ritmo cardiaco, destiempla nuestros nervios, nos envuelve en nefastos presentimientos. En suma, nos hunde en el miedo a la libertad10.

Triciclista ecológico

No es difícil, luego de este análisis, hacer nuestra la hipótesis de Fontanille (2015): el territorio sería constitutivo de las formas de vida. Dominio delimitado, en «devenir», marcado, arrastrado por un proceso de transformación en curso, contrasta con otras organizaciones espaciales, sociales y culturales durablemente instituidas, o ya fijadas. En una perspectiva semiótica, tal como sucede con una forma de vida, un territorio es captado como una «configuración emergente que destaca sobre el fondo de otras formas de vida estabilizadas e instituidas» (Fontanille, 2015, p. 227)11. En este último caso, sería una configuración que emerge comprimiéndose, pues el fondo de esas otras formas de vida la presiona contra sí misma. No hay que soslayar la dimensión dinámica del territorio y su propensión a sobrepasar sus límites «hacia dentro», como ese sujeto que llega a tener miedo de salir de sí mismo, pero también «hacia fuera», como lo hacen quienes se preparan para salir de sí mismos. En todo caso, los sujetos se comportan como territorios.

El territorio, como vemos, es, ante todo, el acto de territorializar.

Acto que afecta a los medios y a los ritmos, que los «territorializa» […]. Incluye en sí mismo un medio exterior, un medio interior, un medio intermediario y un medio anexionado. Hay una zona interior de domicilio o de abrigo, una zona exterior de dominio, límites o membranas más o menos retráctiles, zonas intermediarias o incluso neutralizadas, reservas o anexos energéticos. […] hay territorio desde el momento en que las componentes de los medios dejan de ser direccionales para devenir dimensionales, cuando dejan de ser funcionales para devenir expresivas. Hay territorio desde el momento en que hay expresividad de ritmo. La emergencia de materias de expresión (cualidades) es la que va a definir el territorio. (Deleuze y Guattari, 2015, pp. 321-322)

Así como el actante se encierra en sí mismo al extremo de hacer de su propio cuerpo un horizonte, desde el centro de su miedosa mí-carne; así también puede haber un actante antitético del anterior, que se las ingenia para abrir nuevos horizontes en un audaz movimiento progresivo de liberación piloteado por sucesivos desembragues. Gracias a su acción, entramado de actos, incluye un hogar interior e intermediario, pues también es medio de transporte y va anexando campo o ciudad. Se aventura del abrigado domicilio hacia el dominio de una zona exterior, que puede ser plácida o agresiva. En ese último caso, la aprensión deviene dinámica más o menos retráctil, y el cuerpo, sea subjetivo u objetivo, reserva de energía para resistir presiones y tensiones, o instrumento de despliegue de la misma. Los objetos expresan así fuerzas anímicas ritmadas.

MUNDO MEZQUINO


La «negra» ciudad de madrugada, envoltura desembragada: edificios amontonados como enormes cubos, innumerables ventanas estandarizadas como si se tratase de oscuros nichos. A la derecha de la viñeta, una pequeña casa con techo a dos aguas (antena, chimenea, timbre), que rompe arquitectónicamente el contexto descrito, aparece más cerca del espectador; en consecuencia, articula el centro del campo de presencia, en la relación misma con el protagonista que se asoma por la ventana mirando el sol en horizonte, que también asoma muy «cerca» de una chimenea que bota humo. La «fachada» de la casita consta tan solo de una puerta y una ventana. A su costado derecho hay otra ventana, pero, dato importante, el espectador, en términos de altura, solo ve un poco más de la mitad de la casita, no ve su supuesto cimiento en el suelo.

En la segunda escena el espectador-punto «ha entrado» a la casita; al ser su desplazamiento regresivo crea, en términos de profundidad, por selección, un nuevo centro del campo de presencia, ubicado del lado de la implícita ventana lateral. Observa al habitante de la casita, descalzo, en ropa interior, cerrando la ventana con la mano derecha y adoptando una gesticulación de agotamiento. La cama tras él, destendida, «dice» que se acaba de levantar. La acción elidida en el paso a la tercera viñeta «dice» que el protagonista ya se ha puesto buzo y zapatillas, pues termina de subir el cierre de la casaca; a la izquierda se ve la cabecera de la cama. En la cuarta viñeta, el espectador ha «girado» hacia el lado de la «fachada» y ve caminar al protagonista hacia una bicicleta estacionaria instalada «mirando» a la ventana lateral. Ese original artefacto luce dos platos encadenados por sus respectivos engranajes: uno delantero en cuyo eje están los pedales y otro posterior, más grande, cuya correa está tensada y orientada hacia un orificio rectangular en el suelo de madera. Las tres siguientes viñetas expanden y describen el esforzado proceso de pedaleo: las líneas cinéticas en torno a la envoltura corporal dan cuenta de las vibraciones de su movimiento y de la espiración por la boca. En la octava viñeta, ha terminado su ejercicio y camina agotado, arqueado, hacia el otro lado de la casa. En la novena viñeta, el espectador vuelve a colocarse cerca de donde está la bicicleta: el protagonista se ha quitado el buzo y las zapatillas, los ha colgado en la cabecera de la cama y se ha puesto una trusa de pelotitas oscuras. En la décima viñeta, se dispone a abrir la puerta de la casita, la cama en horizonte.

Última viñeta, igual a la primera, rectangular de extremo a extremo. En la pertinencia textual relativa a la diagramación, el enunciador ha trabajado solo con separaciones horizontales, razón por la cual de la segunda a la décima viñeta no hay líneas verticales de separación entre las viñetas cuadradas, lo que refuerza el efecto de continuidad de la acción narrada. En conjunto, tenemos el «efecto sándwich», pero, ya en términos semánticos, esa diagramación sostiene una oposición axiológica que niega la abigarrada oscuridad de la ciudad, espacio cerrado, sucio, asfixiante de la primera viñeta, y afirma la despejada luminosidad de la campiña, espacio abierto, limpio, oxigenado de la última viñeta. Esos sucesivos vectores axiológicos de negación y de afirmación están representados por lo ocurrido entre la segunda y décima viñeta.

Ahora, al final, el espectador, en compañía del protagonista, «ha salido» de la casita a la campiña, pero, moviéndose en una profundidad progresiva, se ha distanciado más y tiene una visión panorámica que lo modaliza con el saber algo que no esperaba. En horizonte, a su izquierda, la ciudad y sus trazas de polución, puntos negros en el aire, que se confunden con la grama de las lomas; arriba, la circunferencia del sol parece girar, pues sus rayos dibujan una dinámica espiral. Abajo, subiendo y bajando lomas, el espectador puede ver el camino que sale de la ciudad, con dos árboles a su vera; luego, a nuestro protagonista semidesnudo mirando el sol, saludándolo, abriendo los brazos para recibir su energía luminosa y vitamínica; siguiendo a la derecha, en lo alto de la duna, detenida, la sorprendente casita-triciclo y, terminando el travelling, dos árboles más, uno en horizonte y otro más próximo al centro (que tiende hacia la derecha). Lo que por dentro parecía una bicicleta estacionaria era por fuera un dinámico triciclo, merced a cuya dinámica se había reterritorializado «con casa y todo» dejando atrás la disfórica ciudad. Desembraga así sobre la oscura envoltura que, desterritorializada, «viene de la noche», una envoltura natural que, cumplida la reterritorialización, lo conecta con valores eufóricos que «van hacia el día». Ese travelling, gracias a la deformación coherente del campo de presencia, «dibuja» el recorrido axiológico de la viñeta: al extremo izquierdo del espectador, el conglomerado de la ciudad; a la derecha, el «árbol de la vida».

La casita-triciclo, en cuanto figura objeto, es un emblema que condensa la épica forma de vida de ese héroe deportivo y ecológico: le exige mantener un estado corporal óptimo para poder manejarla. En efecto, se sobrentiende que la práctica de mover ese original artefacto exige a su usuario otras prácticas previas de acondicionamiento que configuran una vida sana, entre las que destaca el descanso requerido, cuyo emblema es la cama, incluida en la cavidad de ese objeto en cuanto cuerpo. Se trata, además, por oposición a cualquier vehículo motorizado con gasolina o petróleo, de un medio de locomoción que no poluciona la atmósfera.

Dos catarsis

En la siguiente secuencia, los gestos, polivalentes, enuncian en dimensiones más o menos engastadas, estrategias de confrontación. Como huellas de inscripción, los gestos producen deformaciones con sentido. Como huellas diegéticas, son representaciones entretejidas que cuentan historias más o menos agitadas. Como huellas deícticas, trazan pistas para que la lectura se desplace por ellas. Como huellas motrices, producen efectos que remiten a las vivencias íntimas de los actores.

MUNDO MEZQUINO


Este personaje sale todas las mañanas de su hogar, centro íntimo: se levanta de su cama, se dirige al baño a realizar su higiene diaria (actualmente está en pleno afeitado). Después, como ejercicio cotidiano, similar a una rutina de gimnasio, adquiere la competencia para superar sus límites propios. Dentro de su casa aún, recoge de un pequeño aparador un ómnibus de juguete. Mientras se pone el saco empieza a patearlo. Esa acción se expande en tres viñetas que mueven también la posición del espectador «envolviendo» ese entrenamiento. Luego vuelve a colocar el juguete en el aparador. Con esa conducta, supuestamente ritualizada, se ha dado ánimo, fuerza. Preparándose para rechazar los obstáculos a través de sus símbolos icónicos, ha rescatado singularmente condiciones «dinámicas» para superar sus límites. Esa catarsis de patear a su antojo el simbólico juguete, de dominarlo a su gusto, lo sensibiliza. Le permite dar forma a un dispositivo pasional en el que se imagina corajudo, temerario, agresivo, en suma, dominante. No es el límite de su casa con la ciudad el que define el territorio del personaje, sino más bien su capacidad, su competencia para desplazar y para superar ese límite, franqueado cuando salga de su casa, y luego, para desplazar y superar sucesivos límites en diversos horizontes de la ciudad. Se apresta a realizar un movimiento de profundidad progresiva armado simbólicamente con un sentimiento de superioridad. Leyendo desde el final, vemos que ha experimentado una transformación pasional.

El territorio, concebido en devenir dentro de un encajonamiento de escalas múltiples, se manifiesta al comparar el tamaño del microbús de juguete con los microbuses «reales» en la calle, o el espacio familiar de las siete primeras viñetas y el espacio urbano de la última. La última viñeta es emblemática: el espectador toma posición frente al cruce de una avenida en una ciudad, observa los carros que parecen estar detenidos frente a un semáforo o un policía. Es una avenida de tres carriles: en la primera línea, en los carriles laterales dos ómnibus grandes cuyos choferes miran, uno con molestia y el otro con cierta sorpresa a nuestro «héroe», que ha colocado su pequeño auto en el carril central. El primer chofer de ómnibus es ignorado por nuestro chofer, quien, colocado en el carril del medio saca totalmente la cabeza por la ventana para resistir y desafiar la presión-mirada del segundo chofer de ómnibus12. Detrás del pequeño carro de nuestro «héroe» hay un carro más grande, pero detrás de ese, aparece otro de esos inmensos ómnibus. «La calle es una jungla de cemento y de fieras salvajes, cómo no», dice Héctor Lavoe en la canción «Juanito Alimaña». La atmósfera emocional generada en la interacción de rostros y actitudes es tensa y densa. Pero el ciudadano, entrenado merced a su singular catarsis, muestra confianza en sí mismo.

Si bien la historia es imperfecta, no terminada, sugiere una resolución no negativa (no necesariamente positiva). Esa tensa densidad emocional da pie a una moralización con memoria: el ciudadano que se atreve a manejar su pequeño automóvil en la ciudad se parece a un pequeño David que enfrenta a colosales Goliat. La moralización se identifica con esos valientes ciudadanos que deben prepararse todos los días para entrar en «combate» y que para ello recurren al ethos corporal del ejercicio de dominio simbólico del adversario con vistas a dar firmeza a su propia carne. El personaje pasa de su propio simulacro «dominador» a la realidad urbana en la que, por volumen, deviene dominado. Se lanza hacia una interacción verdaderamente arriesgada en la que puede ser «cerrado» y aplastado por esos monstruos. Con el simulacro ha elaborado contenidos eufóricos cual enano agigantándose pasionalmente. La mira ha sido puesta en el blanco de los potenciales peligros y ha jugado a controlarlos. Esa experiencia simulada otorga, pues, al «héroe», un sentimiento de seguridad, aunque tenga todas las de perder. La risa hace chispa en la concesión misma. Pasemos ahora de esta historia de control a una de descontrol.

MUNDO MEZQUINO


Asistimos aquí a otra dinámica de travesía desde los límites exteriores característicos del espacio laboral, público a final de cuentas, hasta los límites internos del espacio privado, pasando por la calle como espacio intermedio. En consecuencia, un movimiento regresivo en términos de profundidad. Un conjunto de situaciones alimentan la circunstancia infeliz del actante: del saque asistimos como espectadores a un golpe de intensidad, el jefe grita al protagonista mientras arroja sobre él las páginas de un proyecto que le ha presentado. Por el cuadro estadístico en la pared, tras el jefe, parece que a la empresa no le va bien. Al salir de su oficina, ya para retirarse, maleta en mano, rasga su saco en el gancho superior del rodillo de su máquina de escribir (objeto «arqueológico» para las generaciones de hoy). Ya en la calle, se percata de que su automóvil ha sido chocado en la parte delantera. Al llegar a su edificio, encuentra que el ascensor no funciona y debe subir dieciocho pisos hasta su apartamento. Así como nuestro anterior personaje hacía un ejercicio de catarsis previa para enfrentar el tráfico de la ciudad, ahora nuestro personaje recurre a una catarsis a posteriori para desfogar las huellas que ha dejado en él esa mala jornada. Llega a su departamento y se encuentra cara a cara con un cuadro de La Gioconda; es incapaz de identificarse con su sutil sonrisa, por lo que toma el cuadro y lo arroja por la ventana. La novena y última viñeta, transversal, muestra a un grupo de ciudadanos sorprendidos y asustados por la súbita caída del cuadro a la vía pública: las líneas cinéticas dibujan la fuerza de la gravedad con la que cae y la rotura de una esquina del mismo.

La aparición de (una reproducción de) La Gioconda en este contexto, chivo expiatorio del recorrido de frustraciones del sujeto, que además «mira» al espectador, funciona como poderoso guiño de complicidad dirigido al enunciatario. Es, literalmente, la cara «simbólica» del territorio privado. Invita al espectador a compartir una distancia irrisoria en la relación con el incontenible «desfogue» del personaje. El golpe del cuadro contra el pavimento culmina una sintagmática «física» agobiante: concentra la fuerza del conflicto contenido. El territorio conjuga los recursos materiales del antihéroe con propiedades espaciales (dieciocho pisos en escalera), figurativas y económicas (saco roto y automóvil dañado) e institucionales (clima laboral desastroso, pésima relación con su jefe), con propiedades inmateriales (representadas por el valor estético de una obra pictórica paradigmática) que contribuyen a cargar el imaginario pasional del personaje determinando su existencia y su comportamiento13.

La Gioconda, con su inmediata referencia a Leonardo, al Renacimiento, al humanismo, deviene algo así como una autorreferencia identitaria del personaje, emblema impreso en su territorio entendido como expresión figurativa de su forma de vida, de su ilustrada visión del mundo y de sus valores estéticos. Pero la historia pasional de la cólera convierte eso en una prótesis insoportable: él creía que su proyecto podía contar con la aprobación de su jefe, esperaba encontrar su carro y el ascensor en buen estado. Ha ocurrido todo lo contrario y experimenta rabia e ira, intensas emociones que catalizan una severa crisis de identidad. En su carne se ha hundido un sabor amargo que ya no puede reprimir y debe descargar en ese símbolo ahora ajeno, «distante y distinto». Recordando a Greimas (1989), diremos que tanto la espera simple (relación del sujeto con objetos de valor) como la espera fiduciaria (relaciones modales del sujeto con otros sujetos) han sido decepcionadas. Esas contrariedades, esperas sin final feliz, han acumulado tensión. Él se creía digno de estar conjunto con esos objetos de valor y creía, además, que otros sujetos debían ponerlo en conjunción. Ofendido ante ese saberse disjunto, ya no espera nada, pierde la calma, se sume en un potente desagrado consigo mismo, en un malestar intenso, excesivo, intolerable. Lo que da forma al sintagma de la cólera:

frustracióndescontentoagresividad

Como se ve, el «descontento» figura como pivote pasional. Han convergido la carencia objetual (saco, auto, ascensor) y la carencia fiduciaria (crisis de confianza en su trabajo, en los dos sentidos: desconfianza de su superior en él y desconfianza de él en la empresa). El carácter intenso, violento, del descontento da pie a una reacción inmediata:

El poder-hacer, exacerbado, domina completamente al sujeto, y pasa al hacer antes de que esté definitivamente dominado por un programa de acción, no siendo capaz de utilizar más que los elementos dispersos susceptibles de basar este programa, reunidos bajo la rúbrica de la agresividad orientada (afirmación de sí y destrucción del otro). El programa narrativo de la cólera aparece así como un programa sincopado. (Greimas, 1989, p. 280)

El sobresalto sería, quizá, la mejor expresión somática de esa síncopa. Descontrolado, perturbado por la pasión, desprogramado, desajustado, el sujeto, en su impotencia, se queda en el gesto de «destruir simbólicamente» al otro actante que domina nefastamente su territorio. En términos figurativos y sensibles, el control sobre su territorio ha sido deslegitimado por su agresividad: ha renegado de su identidad cultural y de su pertenencia simbólica. Atenta contra sí mismo. Moraleja: «Quien se pica pierde».

En la primera historia, el miedo hunde al personaje en su propia carne, lo obliga a «entrar» hasta el núcleo de sí mismo. En la segunda tenemos la antítesis: se trata del personaje esforzado que, conduciendo un original artefacto móvil, logra «salir»; luego, en la tercera del que se prepara corajudamente para «salir» a pesar de las difíciles condiciones que, por su pequeñez, enfrenta. En la cuarta, encontramos a un actor rabioso que «entra» para sacar algo fuera de sí de modo exabrupto.

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