Kitabı oku: «Mundo mezquino», sayfa 7
De nuevo con la muerte: sigilosa huida
Ahora ya no se trata de «soga» comprada, sino de «hilo» encontrado. Y al personaje lo podríamos tematizar como antisuicida.
MUNDO MEZQUINO
La muerte trabaja todo el día, todos los días, a toda hora. Pero precisamente por eso hay momentos en los que se cansa y suelta su hilo, razón por la cual deja de ligar los estados de la vida con los de la muerte; o, más bien, de capturar a sus víctimas.
Historia de perfil. Seis viñetas a todo lo ancho, seis escenas. Vector de cohesión textual: izquierda→derecha.
El protagonista contempla un hilo extendido en el suelo frente a él. (Por su forma lo incita a seguir un itinerario deíctico hacia su origen).
Lo recoge e inicia su marcha hacia la derecha. (El hilo ya doblado en las manos del actor es una huella de la extensión de su desplazamiento como cuerpo-punto).
Lo coge con mayor energía (las ondulaciones del hilo en el suelo son índice de la fuerza motriz del actor). Va formando un ovillo en su mano derecha. El grosor del ovillo se convierte en una huella figurativa que da memoria (o profundidad) temporal al relato. A su vez, informa sobre la cantidad de espacio recorrido.
Nuestro personaje ha sido llevado por la curiosidad, la pasión del conocimiento. Como sabemos, esa palabra remite a cura, esto es, a los cuidados, a las cuitas. Ya no es un sujeto ocupado, sino pre-ocupado, aunque se le ve algo relajado. Empero, cuidadoso, avanza con el hilo entre las manos. Lo va recogiendo. Procura hacerlo bien. Queda como flotando una ambigüedad: ¿nuestro personaje es un curioso auténtico o solo está «curioseando» a raíz de una inesperada contingencia? ¿Está interesado en seguir el hilo o solo se está distrayendo? Dejamos la duda ahí y seguimos avanzando con él hacia la otra viñeta.
¡Sorpresa! El hilo está tenso. Quien lo coge del otro extremo es la muerte. El enunciatario tiene, en potencia, la competencia necesaria, entendida como memoria iconográfica, para reconocerla. El actor también. Reposa en una silla reclinada con su guadaña cruzada sobre su propio cuerpo. Túnica, capucha. Ese hilo tensado al máximo simboliza la intensidad alcanzada por la situación. Semisimbolismo:
vida : izquierda :: muerte : derecha
Nuestro personaje cambia de actitud. Su curiosidad ha sido colmada. Hace un esfuerzo –lengua afuera–, caminando casi en cuclillas, por deshacerse del ovillo. Lo acerca a los pies de la muerte y lo deja allí.
Huye caminando sigilosamente, dejando a la muerte en el horizonte. E invierte el semisimbolismo:
muerte : izquierda :: vida : derecha
Interpretación casi inmediata: la muerte lo había llamado, pero se quedó dormida. Situación que él aprovechó para rechazar la llamada y huir. La liberación del hilo equivale a la desconexión con la muerte.
Potencia metafórica: la muerte dormida olvida. La muerte despierta mata. Al haberse quedado dormida, el sueño de la muerte libra al personaje del sueño de su muerte.
En realidad, la reminiscencia potencial del laberinto indica que nuestro protagonista se mueve desde un horizonte hacia un centro, solo que en este caso, contrario al mito de Ariadna, su recorrido no lo lleva del mundo de las tinieblas hacia el de la luz, sino todo lo contrario. Tras la alegoría aquí actualizada, yace, potencial, el mito de la muerte como Parca que hila el tiempo o el destino. No obstante, nuestro personaje aprovecha un accidente o, más bien, una coincidencia: la de su convocatoria con la del cansancio y consecuente sueño de la muerte, para atravesar la muerte y seguir vivo.
Con un amor imposible
Por fin una soga termina en un cuello, pero veamos cómo.
MUNDO MEZQUINO
Lo que se llama el «imaginario», traducido a los modos de existencia semiótica, se suele expresar como competencia figurativa potencial en el saber del enunciatario. En efecto, las escenas tipo de las aventuras de amor en los «tiempos de los castillos», cuya ocurrencia, por antonomasia, sería el drama de Romeo y Julieta, encuentra aquí una actualización desopilante. El enunciatario tiene, pues, los elementos figurativos para reconocer la época y para leer este relato sobre el «fondo» de muchos otros (profundidad interdiscursiva).
Cuatro escenas, todas en una noche de luna, junto a la torre de un castillo, avaladas en su continuidad por la acción de un solo personaje: el enamorado, ataviado con las figuras de época, cuchillo, soga, vestimenta, pelo largo; por lo visto, desea visitar a su amada (o quizá raptarla).
Primero la atrae silbando una melodía: la música, gracias a la convención gráfica, «se ve» en el aire moviéndose en su trayectoria; prefigura el trayecto de la cuerda.
fuente : abajo :: blanco : arriba
Luego, supuestamente enterado de la presencia de su cómplice, arroja la cuerda hacia arriba.
Después, el espectador lo «acompaña» en su ascenso. Es captado en pleno acto de ascender apoyando los pies en la pared, la cuerda tensada. El rostro de alegría, de satisfacción, de esperanza.
Final: cambia el modo de eficiencia. Todo lo anterior se basaba en el «llegar a». El sujeto, dotado de las modalidades necesarias: enamorado, motivado a actuar, aparentemente apto, emprende un recorrido de acción que lo lleva a unirse a la amada. Todo parece seguir su cauce performativo. En las tres primeras escenas prima, pues, la implicación «Si la ama, entonces, hace lo necesario para unirse con ella». Pero sobreviene lo inesperado: el anclaje de la soga resultó siendo el cuello mismo de la amada; el poder hacer, entendido como habilidad en el manejo de la soga, no era tal. La amada aparece con los brazos colgando fuera de la ventana y la cabeza boca abajo, lengua afuera, ojos cerrados… asfixiada. Nuestro personaje, tensando aún más la cuerda, la contempla asustado, demudado. Concesión: «Aunque la amaba, la mató». La instancia de la enunciación se burla así de las aventuras de amor. Esas historias, remanentes en nuestro potencial imaginario, suelen ser muchas veces auténticas tragedias. En este caso, subsiste un componente «trágico», pero mezclado con la torpeza «cómica». La irrupción de la muerte, en estas condiciones, deviene irrisoria, ridícula.
CAPÍTULO IICentros y horizontes |
¿Remedio al miedo?1
MUNDO MEZQUINO
La historieta es un «texto» planario, bidimensional, lineal. En este caso, ordenado en cuatro viñetas mediante el canon sintagmático lingüístico:
izquierda : arriba :: derecha : arriba :: izquierda : abajo :: derecha : abajo
Quino relata una breve historia en la que presenta escenas relativas a las «situaciones de la vida» de un personaje. En conjunto, esas escenas producen el efecto de su «autoextrañamiento del mundo» paralelo a un «incremento de su miedo».
En cuanto fenómeno de superficie, la cohesión depende enteramente de la gramática del texto. Está avalada, entonces, por una sintagmática de cortes secos en la que no caben fundidos ni encadenados; y, además, por las anáforas y por las catáforas en cuya virtud, desde cualquier punto del texto, se puede hacer referencia a todos los demás puntos del mismo texto. Así, por ejemplo, gracias a la gramática de la historieta, no leemos en el tenso hombre que maneja el automóvil de la primera viñeta a un hombre bicéfalo o bifacial; leemos, más bien, el movimiento giratorio de una sola cabeza o rostro.
También se sobrentiende, aunque la enunciación haya dejado de lado la convención del globo (o balloon), que quien «dice» lo que leemos en la parte superior de las viñetas es el actor dibujado y localizado como protagonista, que se constituye así como narrador-actor. Asimismo, en la primera viñeta reconocemos un espacio representado que engloba al de la segunda. En esta última, un espacio que engloba al de la tercera viñeta; y, por último, en el de la tercera, uno que engloba al de la cuarta viñeta. Esas sucesivas relaciones hacen de este texto un remedo de «caja china». El caso es que cada viñeta guarda «en memoria» las que le preceden. A su vez, cuatro marcas temporales rigen la lectura de cada viñeta y, a partir del desembrague de la primera, se organiza una sintagmática que tiene forma de embrague: [un día…, luego…, después…, ahora]. Es posible desentrañar, de izquierda a derecha, la catáfora hacia [ahora] en donde concluye el relato; y, de derecha a izquierda, la anáfora hacia [un día] en que se inicia.
En suma, de la primera a la cuarta viñeta hay sucesivas conexiones argumentativas, progresiones temáticas, repetición y diferencia de figuras, que convergen en el logro de la cohesión textual. A lo largo de la historieta, la enunciación opera predominantemente en clave icónica merced al reconocimiento de los comportamientos «congelados» de esos «cuerpos vivientes» que aparecen como «figuras en acción». Esa enunciación icónica, que integra una dimensión somática, gestual, soporta, pues, el estrato figurativo más superficial del relato; el cual va acompañado de su dimensión narrativa, sobrellevada básicamente por el orden sintagmático de palabras impresas y leídas.
Una misma instancia de enunciación controla la perspectiva del texto y la del discurso. La cohesión organiza el texto de la historieta en viñetas, y recurre a procedimientos que ponen cada segmento bajo la dependencia de otros segmentos. De ahí que la cohesión del texto, al establecer una guía de lectura (que apoya a la memoria que toda lectura demanda), ayuda a descubrir su coherencia discursiva.
El discurso, proceso de significación, acto y producto de una enunciación particular y concretamente realizada, se articula desde un cuerpo sensible que toma posición «frente al texto», cual substrato fenomenológico, moviéndose por sus vectores y siguiendo determinada orientación. En nuestro caso, [Yo], humorista, digo [yo] escribiendo, haciendo que [usted] lea; y dibujando, haciendo que [usted] vea (a [ellos]). Esa enunciación particular y concreta, de imágenes y de palabras, hace que el humorista y su lector «se encuentren» en ese cuerpo sensible, lo reconozcan como cuerpo propio y pongan en la mira un campo de presencias organizado desde un observador y un informador, en este caso sincronizados.
A partir de la toma de posición del cuerpo propio se despliegan dos diagramas posicionales: (i) el espectador, actante fuente de la orientación discursiva, pone en la mira un actante blanco, a saber, la observación/actuación del protagonista; la marca «yo» opera como actante de control que conecta a ese espectador enunciatario con el protagonista en cuanto narrador; (ii) el protagonista, a su vez, deviene actante fuente de una «nerviosa» observación que apunta a un blanco incierto que, según «dice», le causa miedo; en consecuencia, actúa interponiendo actantes de control (en un escenario suburbano, su auto; en uno barrial, su tímido desplazamiento; en uno «hogareño», una puerta con múltiples candados; y, en uno corporal, su propia camisa. Esas figuras dan cuenta de un pretendido control mediante sucesivos «escondites»).
Entre el desembrague a los cuerpos «dibujados» en interacción y el correlativo embrague a sus respectivas instancias de observación y de narración, la enunciación articula un relato que, como totalidad, se basa en el punto de vista del personaje central: un agobiado «ciudadano» asiste a una suerte de «película», de «piel del mundo», que despliega «amenazantemente» sus sucesivas escenas frente a él. Este observador enuncivo, narrador actor, puesto en discurso (al que llamaremos, «a secas», protagonista), se opone al observador que lo observa observar y actuar, esto es, al espectador enunciativo, presupuesto por el discurso y obtenido por embrague. Así, en cuanto enunciatarios espectadores, observamos la observación actuación del protagonista, miramos su mirada y sus gestos, lo vemos ver y «hacer». Participamos, pues, con [él], del mismo espectáculo, aunque [él] lo vive «desde adentro» y [nosotros] «desde afuera».
Cuatro escenas predicativas son el correlato de esa perspectiva: el protagonista manejando su carro «cápsula» y el espectador situado en plano medio frente a él (v. 1); caminando desconfiado por su barrio y el espectador en leve picado (v. 2); cerrando la puerta de su casa y el espectador detrás de él, dentro de la casa, única vez en la que observa por detrás del protagonista (v. 3); y asomándose por la abertura de su camisa, bajo su corbata (v. 4). Desde esas posiciones, en acto, percibe «nervioso» su entorno, concentra casi toda la atención del observador embragado como espectador, orienta el discurso a partir de su identificación con el «yo» de la lectura. En consecuencia, dicho actante, repetido en todas las viñetas y apuntalado por el «yo», concentra la mayor intensidad de contenido y, obvio, la menor extensidad, pues aparece como unidad constante, frente a la diversidad variable de los actantes que aparecen y desaparecen en los horizontes de su campo. Estos últimos, focos de atención secundaria trabajados por valencias inversas a la del protagonista, van delimitando el dominio de presencia, su horizonte estratégico. Pero, con su estilo humorístico, la enunciación bloquea e impide, mediante la risa, el paso del padecer del personaje a un posible compadecer del enunciatario2.
En el relato puesto en discurso no es difícil captar cuatro estados de cosas con sus correlativos estados de ánimo, el [miedo-de-salir]. De algún modo, «la teoría no accede más que a los objetos que se le parecen» (Zilberberg, 2016, p. 38). De ahí que percibamos cierta relación icónica entre las estaciones anímicas de esta historieta y la matriz tensiva destacada por este autor a propósito de la estructura de los paradigmas (Zilberberg, 2015, pp. 113-117).
Por lo demás, la historieta en cuestión deviene parangón de la teoría del discurso como campo de presencia con su centro, sus horizontes y su profundidad. A ese campo entran y de ese campo salen magnitudes semióticas concretas, de acuerdo con un modo de eficiencia que gestiona la tensión entre el progresivo llegar a y el abrupto sobrevenir. Si esas magnitudes permanecen fuera del campo, están virtualizadas; si están dentro de él, se las considera actualizadas a la espera de ser realizadas. Además, cuando la praxis enunciativa recoge y guarda en memoria las trazas de los discursos, a estas se las considera potencializadas. La realización del recorrido del discurso, en la medida en que pasa por cada escena, la actualiza al «entrar» en ella y la potencializa al «salir» de ella.
Nuestro personaje llega a un incremento superlativo de su [miedo-de-salir], entonces [entra], pero siente también a [alguien-entrar], a punto de sobrevenir y de desalojarlo de sí mismo. Esa tensión no se resuelve. El discurso culmina en un aspecto imperfectivo. Incluso ese alguien es fácilmente identificable con el espectador.
«Yo», narrador actor desembragado en el enunciado verbal, centro de referencia constante del campo posicional, denominador común de los cuatro estados relatados en las viñetas, se identifica con el ícono corporal marcado con un terno negro en el centro visual del mencionado campo; la vestimenta de los otros actantes no está marcada. Esta identificación por acentuación cromática se instaura, pues, como núcleo visual del relato.
La temporalización, como vimos, sigue una secuencia que comienza, como los cuentos convencionales, con [un día], continúa con [luego], sigue con [después] y culmina con [ahora]. En paralelo, [un día] coincide, ya en términos de espacialización, con el horizonte extraño y extenso, «dilatado», del campo [allá: mi ciudad]; [luego] coincide con el horizonte exterior y menos extenso, abierto, [allí: mi barrio]; [después] coincide con un horizonte interior e intenso, cerrado, [ahí: mi casa] y [ahora] coincide con un centro íntimo y más intenso, hermético [aquí: mi carne]. En los tres primeros estados, [entonces: allende], reconocemos el relato del actante en la predicación «tuve miedo de salir»; en el último estado [ahora: aquende], la predicación se convierte en «tengo miedo de salir». Como efecto totalizador, tenemos el «ensimismamiento» conducido por el paroxístico miedo ya no solo a un mundo «amenazante», sino también a sí mismo, lo que lleva al personaje a «hundirse» en su propia carne. Ese embrague del cuerpo en la carne recuerda la figura potencial de la tortuga, que retrae dentro de su caparazón cabeza y extremidades.
La profundidad, como distancia sensible entre centro y horizonte, entraña dos direcciones: la progresiva, del centro a los horizontes; y la regresiva, de los horizontes al centro. Dice Fontanille (2001): «La profundidad progresiva es, pues, una profundidad cognitiva, a propósito de la cual el actante, centro del discurso, puede predicar, medir, evaluar. La profundidad regresiva, que toma la primera en retroceso, es, en cambio, una profundidad emocional» (p. 89).
En efecto, la predicación verbal, paralela a la de la imagen icónica, presupone, en la primera viñeta, «haber salido», pero también «haberse medido», «haber evaluado» las implicancias de esa salida y «haber iniciado el retroceso»; o, más bien, la «entrada» correlativa. En términos de Landowski (2009), podemos decir que el juego de la (des)programación y del (des)ajuste ha sido suficiente y que el personaje ya no está dispuesto a llevar su aventura «más allá», esto es, a «salir» más y correr un riesgo mayor. El movimiento de retorno implica, pues, un prudente (re)ajuste y un proceso de «entrada» acompañado por una decisión de (re)programación destinada a reducir sus riesgos al máximo y a incrementar su seguridad3.
En la primera viñeta, el sintagma elemental es «abrir lo abierto»; el protagonista salía al mundo, pero afectado por cierto temor. Esta escena coincide con la extrema progresión, el protagonista ha llegado a sus límites, ya no puede, concesivamente, «abrir más lo abierto»4; ha partido de un centro de referencia conocido y, en algún momento, se ha sobresaltado ante una misteriosa presencia «ausente» que ha afectado su cuerpo haciéndole sentir que se ha alejado «temerariamente».
En la segunda viñeta, el sintagma elemental, implicativo, es «cerrar lo abierto», pues el horizonte anterior, por efecto del miedo que va in crescendo, se reduce: ya no salía al mundo, salía solo a su barrio. El paso mismo a la segunda viñeta presupone que, ya desde la escena anterior, el personaje había comenzado a imaginar un «escenario de miedo» y que inició el movimiento regresivo desde los horizontes hacia el centro. Había dado forma, pues, desde el principio, a un imaginario pasional entendido como escenario que provoca sufrimiento mediante simulacros de agresiones dictados por su sentimiento de debilidad. Retomaremos esta cuestión. El caso es que una presencia ausente, amenazante e invisible invade su campo desde los horizontes.
En la tercera viñeta, el sintagma elemental, implicativo, «cerrar más lo abierto», marca una ruptura con toda «socialidad»; el aumento del miedo hace que los horizontes anteriores se reduzcan más aún. Se sobrentiende que esa presencia presente en su cuerpo le hace presentir, con más y más intensidad, una inminente invasión o agresión, hasta llegar primero al encierro en su casa, acompañado por el espectador, y, finalmente, al encierro en sí mismo de la cuarta viñeta.
En efecto, en la cuarta viñeta, el sintagma concesivo «cerrar lo ya cerrado» indica que el protagonista ha devenido «tortuga»: embragado en la dimensión [mí-carne], tiene miedo de salir de sí, es incapaz de desembragar. Su experiencia ya no puede acceder a la existencia.
Si bien hemos denominado, en bloque, el estado de ánimo del personaje central con el lexema miedo, que atestigua un creciente «sentimiento de peligro», cabe señalar que, interpretando configuraciones de gestos, actitudes y escenarios, reconocemos, simultánea con la regresiva concentración espacial del campo, una ascendencia de la intensidad de ese [miedo] concomitante con una descendencia de la intensidad de la aventura. La vocación de aventura, ya átona, es debilitada y luego anulada; en simultáneo, el miedo, ya tónico, se va fortaleciendo y luego es supremo.
Pero ¿se trata de miedo? Considerando la dinámica de angostamiento progresivo del dispositivo espacial, así como la aparente indeterminación de la amenaza, ¿no sería acaso más pertinente leerlo como angustia? Esta polémica acotación, si bien relevante, no altera nuestra postura de uso descriptivo del lexema miedo y, por ende, de respeto a la historia tal como es construida por el enunciador. Más bien, abre paso a una cuestión hermenéutica que, en su hipotética solución, está más próxima a la mezcla que a la selección5. En efecto, la interpretación no tiene por qué optar excluyendo (o miedo, o angustia), sino que debe asumir, más bien, cierta ambivalencia semántica típica de la participación (algo de miedo y algo –menos– de angustia)6. La escena práctica puesta en relato, enunciva, óntica, «miedo de salir» o «miedo a salir», empero, se trasladaría a la escena interpretativa presupuesta por el relato, enunciativa, ontológica, angustia del sujeto de la enunciación, quien no encuentra el qué del miedo. En cuanto actor, tiene miedo. Empero, en cuanto narrador, se angustia y angustia al lector.
En la primera viñeta, hay un escenario suburbano desolado, inhóspito, compuesto por varias figuras que trazan un horizonte de máxima extensidad: en ese horizonte, más aquí, un perro muerto a la vera del camino, con las patas estiradas cual cruces de cementerio, sobre el que revolotean unas moscas, una aguja hipodérmica; ahí, un excusado abandonado, unos tétricos árboles deshojados sobre uno de los cuales se posa una especie de cuervo espectral, una sombra humana sigilosa tras uno de esos árboles; allí, unos postes desalineados y con los cables colgando, al fondo del camino, una chimenea fabril bota humo que se mezcla con las nubes y el sol, unos edificios; en fin, por praxis enunciativa, aparece como un escenario sórdido, sucio, nublado y truculento en medio del cual el ciudadano /chofer/ maneja su auto que se asemeja por arriba a un boceto de «cápsula espacial»: sus «caras» indican que está alterado y que se siente desamparado. No obstante, mientras modera su [no miedo] se inicia el [miedo] con sus primeras trazas de /temor/.
En la segunda viñeta, el ciudadano deviene /peatón/ «común y corriente» caminando por una esquina. En horizonte, segundo plano, una señora camina con su perrito y es saludada por un guardia sobre el que vuela una mariposa, y, junto a él, un señor, en apariencia adulto, camina tranquilo apoyando su bastón. El dibujo, mediante trazos que actualizan unas cosas y virtualizan otras, construye una mirada selectiva, metonímica, pues una sombrilla de una boutique y la parte delantera de un auto de lujo representarían una zona entre «comercial» y «residencial». Ese horizonte, si bien en conjunto /átono/, por detrás del protagonista, realiza un espectáculo de «buenas maneras», de «prácticas cordiales». En primer plano, el protagonista va por la vereda llevando su maleta (figura que lo tematizaría como /trabajador/); mira de reojo a una pareja underground, punk, estrambótica, de aspecto marginal. El hombre, corpulento, tiene tatuaje, collar, lentes ahumados, una lata de bebida en su mano derecha, escupe al suelo, la línea cinética capta ese instante; la mujer es rechoncha, lleva sostén, falda corta, medias de malla, tiene la pierna doblada contra la pared, usa botas, tiene piercing en la oreja, ojos pintarrajeados, tatuaje en el hombro, peluca encrespada, fuma, parece haber arrojado una lata al suelo, también hay allí una botella. El escupitajo casi al paso del personaje y las huellas de prácticas marginales en los objetos reseñados indican, por contraposición con lo anterior, un espacio de «malas maneras». Incluso en la parte alta de la pared se lee algo como: «Woil7 cazzo & the fucking shell of your sister». Un grafiti de pandillas, sin duda, agresivo, soez. Se puede interpretar que el protagonista se ha acercado más a un posible escenario de amenaza. Disminuye, pues, su [no miedo] y aumenta su [miedo], su estado es de /inquietud/. Esa viñeta despliega, en conjunto, una estructura semisimbólica:
delante : «malas maneras» : tónico :: detrás : «buenas maneras» : átono
En la tercera viñeta, ya hay un «paso al acto», un pivote pasional. Sumido en un estado de /aprensión/ ante el sentimiento de la presencia amenazante, el protagonista adopta un comportamiento «raro»: busca superar ese estado encerrándose en su casa, deviene /habitante/. El [no miedo] se ha reducido y el [miedo] se ha amplificado. La puerta de la casa luce una serie de dispositivos figurativos de seguridad: candado, martillo, trancas, llaves, panel de botones, alarma. Ya no cabe mezcla alguna, ni en lo común, ni en lo universal. Por el contrario, ese «enrarecimiento» va a culminar, como veremos de inmediato, en una reclusión exclusiva y excluyente.
En efecto, la cuarta viñeta presupone que el «corajudo» proyecto de cerrar la casa ha fracasado, pues esa presencia ausente ya ha ingresado. El personaje no ha superado su /aprensión/, la ha convertido en certeza, se ha vuelto tan miedoso que, mediante una pirueta emocional, ha metido su cabeza en su pecho: los ojos bien abiertos, los dedos que entreabren la camisa como si se tratase de unas cortinas; en suma, el gesto total por el que el centro se ha metido al centro de sí mismo, al corazón, sede de un paroxístico pálpito paranoico. Culmina un recorrido afectivo que expresa el evento pasional de «tener miedo de sí mismo», la inminencia de la total alienación, de la invasión absoluta de su intimidad y de la desaparición del sí mismo engullido por otro desconocido. Los dispositivos anteriores no lo tranquilizaron. La posible [aventura] se ha extenuado y el [miedo] se ha saturado. Su estado es, ahora, de /susto/ con tendencia al /terror/, al /pavor/, al /pánico/8.
Hasta la tercera viñeta, el modo de eficiencia era el «llegar a», regido por un tempo lento, típico del ejercicio de prevenir, de cuidarse y de protegerse, que pone en la mira el valor de la seguridad: «aparentemente no pasaba nada», nadie había atacado al protagonista, nadie lo había agredido; hay hasta ahí una modificación progresiva, casi insensible, del contenido del campo de presencia, en la que reconocemos el estilo juntivo de la esperada y necesaria implicación: «el personaje se esconde porque siente crecer un peligro»; pero en la cuarta viñeta algo vivaz, de tempo rápido, ha sobrevenido y ha captado al personaje, quien franquea el umbral de la esfera transitiva del «yo puedo» y entra a la intransitiva del «yo no puedo» (Zilberberg, 2016, p. 24). En efecto, un «evento» inesperado, sorpresivo, asombroso, irreconocible, «sobreviene», toma cuerpo, posee al cuerpo; merced a una vivencia muy intensa, convierte a este en capullo o en caparazón habitado por un ser que, paralizado de miedo, solo mueve los ojos. Una magnitud virtualizada, una ausencia, se hace brusca, brutalmente presente y es reconocida por inducción merced al comportamiento del actante. De ese modo, se impone el estilo juntivo de la inesperada y sorprendente concesión: «aunque nadie lo ataca, el protagonista se aterroriza»… y eso causa risa. El estilo humorístico de la puesta en escena desvía el sentido del trágico padecimiento del personaje hacia una praxis enunciativa irrisoria, cómica.
Esta analítica destaca, pues, como dimensión regente, una sintaxis intensiva de la ascendencia (aumento) del [miedo-de-salir]; y, como dimensión regida, una sintaxis extensiva: enrarecimiento, aislamiento y exclusión extrema de un actante que, por autoselección, abandona lo común, lo universal y no se mezcla con nadie. En efecto, no se le conocen «próximos» que formen una familia; no obstante, en la segunda viñeta, la figura de la «maleta» deviene índice de «socialización», bien que nuestro personaje sea /vendedor/ o simplemente /empleado/, estaría inmerso, mínimo, en relaciones de proximidad sin solidaridad. Sea como fuere, esa inferencia a partir de la «maleta» queda debilitada, como en un horizonte lejano. Más lejos aún, hasta sería posible que nuestro personaje forme parte de alguna corporación que teja vínculos de proximidad y solidaridad, pero, al no ofrecer ningún índice textual, esa posibilidad queda virtualizada. Más bien, se observa que «todos los demás» aparecen en la primera viñeta como «distintos y distantes», metidos en sus casas o edificios, sin emitir señales de hostilidad (hasta la sombra sigilosa más parece evasiva que invasiva); incluso en la segunda viñeta el sujeto que lanza el escupitajo ni se da por enterado de la presencia del protagonista. Son, pues, las sucesivas reacciones del personaje, merced al incremento de su /miedo/, las que convierten a «los demás» en extraños que, aunque no hacen nada, rezuman /hostilidad/, que aunque sean distantes invaden su campo.
En suma, un sujeto del /padecer/ ocupa la escena, está solo entre la multitud y puebla su soledad no con otros, sino consigo mismo: más que /hostilidad/ efectiva o real, de lo que se trata aquí es del /sentirse hostilizado/ por algo o alguien ausente, «no dibujado». El sufrimiento del mencionado sujeto no proviene, pues, de manifestaciones concretas, sino del resquemor, del presentimiento. La dimensión modal del discurso da lugar, pues, a una significación independiente de lo que pasa efectivamente en la dimensión narrativa. Abre un imaginario pasional que obedece a otras reglas: el enunciado «Tengo miedo», que guarda en memoria a los sucesivos «Tuve miedo», pone al actante a «soñar despierto»; este se figura escenarios de agresión dictados por su debilidad y anulación frente al mundo. Se deduce un /creer que crea/ esos escenarios, un fuerte y supremo «sentimiento de peligro» frente a un «inminente ataque» no realizado, pero vivido intensamente como real.