Kitabı oku: «Contra la escuela. Autoridad, democratización y violencias en el escenario educativo chileno», sayfa 3

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11 Nos parece interesante destacar que la noción de «responsabilización» es asumida por diversas corrientes teóricas contemporáneas. Por ejemplo, y desde una perspectiva biopolítica, esta es considerada como el corolario lógico y necesario de las sociedades de gerenciamiento. Al respecto señala Grinberg: «en la lógica del gerenciamiento proponemos que la episteme del gobierno de la población se presenta en la forma del no relato, de relatos fragmentados que arrojan a la población a la gestión de sí en la no tan sui generis ética de la responsabilidad individual. La educación se presenta como espacio en el que estas lógicas se producen y reproducen; en el que los sujetos son llamados a hacerse y autohacerse» (Grinberg 2010, 202).

12 Al respecto sostiene Giroux: «En esta visión, la estructura profunda, el significado subyacente de la escolarización podrían revelarse a través del análisis de cómo las escuelas funcionan como agencias de reproducción social y cultural esto es, cómo legitiman la racionalidad capitalista y sostienen las prácticas sociales dominantes» (Giroux 1983).

13 Podríamos citar más trabajos de autores allegados a la «pedagogía crítica», como los de Michael Apple o de Peter Mclaren, que trabajan igualmente la noción de resistencia. Sin embargo, todos mantienen, para el objetivo que nos interesa, una estructura argumentativa similar.

Capítulo I Las relaciones de autoridad en la escuela14

Cuando la nostalgia nos fascina, nuestras posibilidades de obrar en el presente con eficacia se angostan. Nos sentimos atados cuando se idealizan el pasado y los personajes que lo habitaron. Entonces nuestro presente, y nosotros en él, parecemos figuras de reparto. Se paralizan así nuestras posibilidades de hacernos responsables hoy.

En todas partes hay nostálgicos […] cegados ante el hecho de que en cualquier crisis es más fácil padecer la desaparición de viejos órdenes que apreciar, aun críticamente, la emergencia de otros nuevos.

(Vasen 2008, 20)

El análisis de la autoridad pedagógica da cuenta de los nudos y tensiones que emergen del proceso de democratización social en curso. En efecto, el aumento progresivo de las demandas por una mayor igualdad, particularmente en las instituciones de socialización primarias –escuela y familia– ha erosionado los pilares tradicionales en los que se sustentaba la autoridad, fragilizando el lazo social que proporcionaba legitimidad y estabilidad a una estructura social jerarquizada y vertical.

La desinvestidura de la autoridad, sin embargo, se ha materializado sin un aparente reacople o sustitución de sus fuentes de legitimidad, originando un progresivo «vacío relacional». En concreto, las autoridades escolares reclaman constantemente, la mayoría de las veces con una manifiesta perplejidad, sobre la crisis de la autoridad, la anomia estudiantil y la imposibilidad de controlar a un grupo de jóvenes indispuestos frente a su mandato. ¿Significa esto el fin de la autoridad, particularmente en el escenario educativo?

Esta es la pregunta de fondo que motiva el desarrollo del siguiente capítulo. El objetivo principal es comprender los modos con que se generan, ejercen y legitiman las relaciones de autoridad dentro del espacio escolar. Nuestra propuesta al respecto es que en las últimas décadas se ha producido un proceso de declive institucional que merma la posibilidad de agenciar institucionalmente las relaciones de autoridad, provocando una relocalización de la legitimidad docente y una recomposición de las razones de la obediencia estudiantil. Dicho traslado supone una creciente subvaloración de la posición sistémica del profesor –o de su estatuto–, en contraste con el realce que se manifiesta en torno a su ‘oficio’, entendido como el conjunto de relaciones y acciones que el docente establece cotidianamente en el escenario escolar, particularmente frente a sus estudiantes. Tal desplazamiento ha generado, al mismo tiempo, un proceso de pluralización de las fuentes de legitimidad, revaloración de determinadas formas de ejercicio y delimitación de las razones para la subordinación a la autoridad escolar. En efecto, tanto los jóvenes como los educadores conciben múltiples motivaciones y establecen diversos criterios para valorar el «oficio» docente y, por ende, para instituir a la autoridad pedagógica.

En la práctica, la transformación a la que aludimos implica el reposicionamiento del sujeto dentro del escenario educativo y como fuente del saber pedagógico. Desdibujando el «juego» de roles característico de la interacción pedagógica «tradicional» –que presuponía la preeminencia de la «función» por sobre la experiencia de los «sujetos» –, las condiciones actuales de escolarización impulsan la instauración de un nuevo soporte relacional basado en la capacidad individual y las herramientas personales para establecer vínculos y asimetrías legitimadas por el resto de la comunidad educativa.

En términos expositivos el capítulo se divide en cinco grandes acápites. En el primero revisamos las propuestas de los principales referentes teóricos que se han ocupado de indagar en la problemática de la autoridad dentro de las ciencias sociales. Con esto pretendemos dilucidar la especificidad de esta noción, deslindándola de otras que comúnmente se le asocian, como la de poder, fuerza o dominación. En un segundo momento analizaremos el tratamiento que ha efectuado la sociología de la educación en torno a las relaciones de autoridad escolar, identificando las transformaciones en las matrices teóricas que se han ocupado de su estudio y revisando la literatura nacional que existe al respecto. En las siguientes dos secciones exponemos los resultados empíricos obtenidos en nuestro estudio de caso, analizando las fuentes de legitimidad que actualmente reconocen los diversos actores educativos –estudiantes, profesores y directivos– para construir las relaciones de autoridad escolar. Finalmente, exponemos una visión panorámica de las mismas en el contexto de la escuela actual, verificando las hipótesis de base que soportan nuestro análisis.

1. ¿Qué es la autoridad?

El debate en torno a la noción de autoridad se ha llevado a cabo bajo el telón histórico del siglo XX. Este, a decir de Hobsbawm, se ha erigido como el periodo más violento y destructivo de la historia debido a la proliferación de las «guerras de religiones seculares», es decir, la pugna entre proyectos políticos e ideológicos globales –liberalismo, marxismo y nazi-fascismo– que reclamaron una legitimidad total, sin concesiones de ningún tipo hacia sus rivales (Hobsbawm 1998). En la práctica, dicha pugna fomentó el desarrollo de tecnologías aplicadas a la destrucción masiva, posibilitó el surgimiento de los regímenes totalitarios y se expresó encarnizadamente en las guerras mundiales. Todas ellas, experiencias que afectaron profundamente la conciencia de la humanidad. No es de extrañar, por tanto, que en este contexto de expansión del «poder total» se impulsara el debate en torno a la noción de autoridad15.

Sin embargo, y a pesar del interés suscitado, esta discusión ha oscilado entre el alegato permanente en torno a la crisis de la autoridad y, en sus antípodas, la crítica enconada contra los excesos del autoritarismo (Araujo 2016). De esta manera, autoritarismo y crisis de autoridad se han instalado como parte constitutiva del sentido común en este debate. La hegemonización de la discusión en estos dos núcleos problemáticos ha eclipsado la reflexión sobre la especificidad de las relaciones de autoridad, las fuentes de su legitimidad y las formas que adopta su ejercicio. Al respecto sostiene Cueva:

Por lo menos desde la segunda posguerra del siglo XX, buena parte del discurso político, de las movilizaciones contestatarias y hasta de las críticas a la vida cotidiana, se ha orientado contra el autoritarismo. De manera simultánea, distintos autores […] han hecho notar que en el mundo moderno se ha perdido toda noción de lo que es la autoridad […] detrás de esta contradicción priva una buena dosis de confusión. (Cueva 2007, 244)16.

Se torna necesario, asumiendo este diagnóstico, superar la paradoja presente en los discursos que oscilan pendularmente entre la crítica al exceso y la crítica al déficit de autoridad, deslindando el contenido conceptual de esta noción y estableciendo las diferencias con otras categorías, como las de poder y dominación (Esteve 1977).

Uno de los trabajos pioneros al respecto fue el realizado por Max Weber. Desde su publicación a comienzos del siglo XX, la propuesta weberiana sobre la autoridad es probablemente la de mayor difusión a nivel académico. El autor parte diferenciando los conceptos de poder (Macht) y dominio (Herrschaft). La autoridad, en esta diferenciación, corresponde a la Herrschaft17 entendida como «la probabilidad de que, en un grupo determinado de personas, determinadas órdenes, o todas las órdenes, encuentren obediencia» (Weber 2007, 59). La obediencia, como se colige, representa uno de los puntos medulares de la propuesta de Weber. Sin embargo, y esta es la principal diferencia con el macht, ella no se obtiene mediante la coacción o la fuerza sino por la creencia en su legitimidad. Es, por tanto, un tipo de obediencia voluntaria. De esta manera, legitimidad y obediencia voluntaria constituyen el fundamento de toda autoridad.

Por otra parte, el autor señala que el tipo de legitimidad sobre el que descansa la obediencia voluntaria es precisamente el que permite diferenciar los distintos modos con que se expresa la autoridad. Al respecto, Weber distingue tres tipos puros o ideales de autoridad. La primera figura posee una legitimidad de índole racional, es decir, «se basa en la creencia en la legalidad del ordenamiento establecido y del derecho a dar órdenes por parte de quienes tengan la competencia […] según ese ordenamiento» (Weber 2007, 65). Dicha legitimidad racional permite la institución de una autoridad legal. Un segundo tipo de legitimidad es la proveniente de la tradición. La autoridad tradicional, por tanto, «se basa en la creencia usual en el carácter sagrado de tradiciones existentes desde siempre y en la legitimidad de los competentes para ejercer la autoridad en virtud de esas tradiciones» (Weber 2007, 65). El último tipo reconocido por Weber corresponde a la autoridad carismática, es decir, aquella cuya legitimidad «se basa en la entrega extraordinaria a la santidad, heroísmo o ejemplaridad de una persona y del ordenamiento creado o revelado por esta persona» (Weber 2007, 65).

Tras describir los tipos de autoridad, el autor establece un pronóstico en torno a su evolución histórica. Así, al analizar los procesos de modernización de las sociedades occidentales, Weber auguró la progresiva expansión del tipo de autoridad legal-racional. Una de las principales características de este tipo de autoridad es su impersonalidad, pues la obediencia voluntaria se concede a alguien cuya posición en el ordenamiento legal –su rol sistémico– lo faculta para dar órdenes, independientemente de sus cualidades personales. Este tipo de relación de autoridad, por lo tanto, opera bajo el supuesto de que es el ordenamiento mismo el que goza y transmite la legitimidad a sus agentes.

Tras la propuesta weberiana, la legitimidad y la obediencia se tornaron en características o requisitos constitutivos de la autoridad. Así, desde la filosofía, Alexandre Kojève sostuvo que la autoridad es un tipo de relación social caracterizada por «la posibilidad que tiene un agente de actuar sobre los demás (o sobre otro), sin que esos otros reaccionen contra él, siendo totalmente capaces de hacerlo» (Kojéve 2006, 36). En este caso la legitimidad opera inicialmente de manera inversa. Es decir, antes que producir obediencia, esta inhibe las potenciales reacciones frente a la «decisión» u «orden» de la autoridad, presuponiendo que dicha reacción constituye una posibilidad efectiva. Por lo mismo, cuando la obediencia se funda en fenómenos que impiden la posibilidad de reacción, como el uso de la fuerza, la autoridad se diluye, dando paso a otro tipo de relación social (de poder o de dominación)18. A su vez, la posibilidad fáctica de la desobediencia implicaría que no existe una relación de autoridad inalterable o imperecedera. Esta siempre se encuentra «amenazada» y en riesgo de disolución. Por esto, concluye el autor, «en cada momento la posibilidad voluntariamente reprimida de la reacción puede actualizarse y así anular la Autoridad» (Kojève 2006, 40).

Mientras para Weber la legitimidad funciona como catalizadora de la obediencia voluntaria y para Kojève como inhibidora de una reacción frente a los mandatos de la autoridad, desde el campo de la hermenéutica Gadamer sostiene que esta emerge de un acto de reconocimiento. En esta propuesta la autoridad se instituye en el momento en que «se reconoce que el otro está por encima de uno en juicio y perspectiva y que en consecuencia su juicio es preferente o tiene primacía respecto al propio» (Gadamer 1977, 347) Con esta definición, Gadamer erige al conocimiento como el único fundamento legítimo de la autoridad, distanciándose de las propuestas anteriores, donde se apelaba a diversos tipos ideales y a diferentes legitimidades. Sin embargo, el autor mantiene el sustrato de la propuesta weberiana, pues la autoridad sigue emergiendo de un acto de voluntariedad, que excluye constitutivamente la posibilidad de la fuerza o la coacción como mecanismo fundante de la obediencia.

Los autores hasta aquí tratados han preservado como elemento de análisis transversal una noción de autoridad cuya médula estaría constituida por la legitimidad. Esta representaría el soporte instituyente de la obediencia voluntaria19. Sin embargo, es necesario, para incluir a todo el espectro analítico que se ha ocupado de analizar el tópico de la autoridad, presentar las visiones que contrastan con los presupuestos hegemónicos anteriormente mencionados. En esta ribera se inscribe el registro de uno de los fundadores de la Escuela de Frankfurt y propulsor de la «teoría crítica».

El tratamiento que Horkheimer realiza sobre la noción de autoridad parte de un diagnóstico histórico categórico: «la coacción, en su forma desnuda, no basta ya en modo alguno para explicar por qué las clases dominadas han soportado el yugo tanto tiempo» (Horkheimer 2011, 163). Para el autor, las relaciones de dominación no podrían explicarse exclusivamente como el resultado de la violencia «pura» ejercida por las clases dominantes. Por ello Horkheimer pretende indagar en los aspectos culturales que permiten la interiorización de la dominación en los individuos y las sociedades.

Sería, precisamente, en esta tarea de «inoculación» de formas coactivas que la noción de autoridad tendría un carácter central. En otras palabras, la autoridad sería una forma cultural mediante la cual se interiorizaría el principio de coacción, arrancando la obediencia de los dominados a través de una aparente e ilusoria voluntariedad. En consecuencia, la función final de la autoridad sería la reproducción de la estructura de clases y la consecuente perpetuación de la dominación. Sin embargo, y a pesar de su naturaleza instrumental, la valoración de la autoridad no sería unívoca, pues, si bien esta representaría un soporte del aparato cultural para la interiorización de la dominación, también poseería la potencialidad de adquirir un carácter «progresista», es decir, de promover el cambio social. En el fondo, es el contexto histórico específico y el impulso o la represión que la autoridad realiza sobre el despliegue de las fuerzas productivas el que determinaría el carácter opresivo o progresivo de la misma20.

Asumiendo la posibilidad de establecer una valoración diversa sobre la autoridad, Horkheimer sostiene que en el siglo XX esta se habría transformado en el argumento mediante el cual se encubre la «necesidad económica». En otras palabras, el modo de producción e intercambio basado en el libre juego de la oferta y la demanda impondría sus propias lógicas a la dinámica social. En este contexto, trabajadores y empresarios podrían representar el papel de sujetos autónomos que deciden libremente el establecimiento de una relación de autoridad, entendida como una «dependencia afirmada». Sin embargo esa posibilidad sería una mera ilusión. El aparato cultural reforzaría esta quimera al instalar y naturalizar la noción de libertad en las relaciones contractuales. Mas dicha propaganda y su interiorización no socavarían las bases económicas sobre las que se asienta la autoridad.

En el fondo, la «voluntariedad» sobre la que descansaría la autoridad sería una utopía que desconoce la realidad objetiva o infraestructural de las relaciones sociales. La interdependencia económica intrínseca del modo de producción capitalista sería el principal mecanismo que determinaría el carácter de dichas relaciones. En este contexto, la autoridad es una forma de travestir con ropajes de libertad lo que en realidad constituye una necesidad mutua –entre el proletario y el burgués, el trabajo y el capital–. Es por ello que Horkheimer sentencia: «las autoridades no habían sido derrocadas, se escondían simplemente tras el poder anónimo de la necesidad económica o, como suele decirse, bajo el lenguaje de los hechos» (Horkheimer 2011, 195).

La propuesta de Horkheimer, como puede apreciarse, se distancia de la estela intelectual que hemos revisado. Al respecto, sostenemos que una de las falencias de su análisis es la indiferenciación conceptual. En efecto, Horkheimer tiende a subsumir a la autoridad dentro de las relaciones de dominación. La autoridad, bajo estos presupuestos, es asumida como un poder disimulado, asociable al Macht weberiano, basado en la coacción interiorizada. La asimetría relacional, por lo tanto y en la medida que escapa a la conciencia de los hombres debido a la ignorancia de la «necesidad económica», no provendría de un acto libre de voluntad, sino de una operación de engaño o encubrimiento ideológico. Esta situación implicaría que la autoridad, siguiendo a los autores reunidos bajo el alero de la propuesta weberiana, se tornaría constitutivamente ilegítima y, por lo tanto, inexistente.

A pesar de ello, es importante destacar que Horkheimer es el único autor que integra las condiciones materiales como un aspecto prioritario e ineludible para el análisis de la autoridad y de los procesos que permiten su emergencia y reproducción. En este sentido, la autoridad no sería un fenómeno «ensimismado» ni autónomo respecto de las realidades concretas que la reclaman, permiten u obstaculizan. Por lo tanto, su estudio requiere de la vinculación contextual entre los modos o tipos en que se expresa la autoridad, la materialidad que la soporta y los escenarios en que se despliega.

Del mismo modo, consideramos relevante el pensar la autoridad como una relación susceptible de ser enjuiciada positiva y negativamente, dependiendo de los procesos sociales que esta desencadena. En tal sentido, los autores tratados anteriormente parecieran coincidir tácitamente en valorar la autoridad desde una perspectiva unívocamente «positiva». Esto, pues el hecho de ser voluntaria y de soportarse en una legitimidad compartida implicaría, a priori, el establecimiento de relaciones «virtuosas», beneficiosas y/o colectivamente satisfactorias. Ante esta perspectiva, la posición de Horkheimer representa una advertencia respecto a la necesidad de contextualizar las relaciones de autoridad para, desde allí, juzgar su carácter progresivo o inhibitorio.

En esta misma estela crítica se presenta la propuesta de Araujo, la cual tiene la virtud de teorizar este fenómeno a partir del estudio empírico de la realidad chilena en específico, verificando los límites de las teorías «noroccidentales» revisadas anteriormente y diseñadas para explicar las relaciones de autoridad en el contexto de los países desarrollados del primer mundo. En este sentido, esta teoría profundiza en la particularidad de la autoridad en el contexto nacional y regional.

La autora comienza reconociendo que la relación de autoridad debe ser considerada en su doble dimensión: como investidura de poder y, al mismo tiempo, como modo de ejercicio concreto. Así, Araujo se distancia de las teorizaciones revisadas anteriormente

–las que enfatizaban la cuestión de la legitimidad y la investidura de poder– y pone el acento en el problema del ejercicio del mando.

Su propuesta es que, en las sociedades latinoamericanas en general y chilena en particular, el nudo central en torno al fenómeno de la autoridad estaría dado por la búsqueda de un ejercicio eficiente del mando antes que por la institución de alguna legitimidad. En palabras de la autora: «Lejos de un modelo de autoridad que encuentra su eje central en la legitimidad y en la obediencia conciliada, como lo ha propuesto la teorización noroccidental, de lo que se trata aquí es de la construcción de una perspectiva teórica, en lo que concierne a la autoridad, que pone el acento en la cuestión del mando eficiente y, por tanto, en su ejercicio concreto» (Araujo 2016, 26).

Con estos presupuestos Araujo sostiene que la autoridad en Chile opera bajo el fantasma del «miedo a los subordinados». En la práctica, la eficiencia de la autoridad se materializa mediante un ejercicio autoritario del mando que, si bien es criticado desde una perspectiva normativa, es reconocido como la principal cuando no la única herramienta capaz de producir efectivamente la obediencia. El autoritarismo, por tanto y como modo característico de ejercicio de la autoridad, se nutre de un miedo consuetudinario a no ser acatado por los subordinados, a la vez que permite efectivamente el consentimiento de los mismos. Es este doble movimiento el que proporciona la fuerza y explica la extensión del ejercicio autoritario del mando en las relaciones sociales a nivel nacional y regional (Araujo 2016).

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