Kitabı oku: «Contra la escuela. Autoridad, democratización y violencias en el escenario educativo chileno», sayfa 5

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3. Los ejercicios de autoridad y la construcción de nuevas legitimidades

Los estudiantes son uno de los principales actores escolares. Al hablar de actor no sólo nos referimos a un grupo etario delimitado, con características socioculturales comunes y diferenciadas de otras agrupaciones que se desenvuelven en el mismo escenario, sino, y principalmente, a la capacidad de un conglomerado de generar un discurso propio y convergente que permite la producción de un imaginario colectivo compartido. En efecto, los estudiantes entrevistados comparten una narrativa y un cúmulo de interpretaciones que nos posibilitan hablar de un mundo intersubjetivo y de una identidad diferenciada de aquella que construyen los otros estamentos institucionales. Es por ello que, en la medida que esta imaginería no es un simple reflejo o una mera repetición de la subjetividad de los adultos o las autoridades, las interpretaciones y narrativas de los estudiantes se tornan indispensables para comprender los procedimientos mediantes los cuales se instituye a la autoridad pedagógica actual.

A. La clasificación de las autoridades escolares

De acuerdo a los análisis que tienden a encumbrar al «conflicto» como una de las principales expresiones de la interacción entre los distintos estamentos de la institución educativa, los estudiantes evaluarían a los profesores y a las autoridades institucionales bajo un criterio unánime y categóricamente negativo (Willis 2017). En la práctica, los jóvenes chilenos tipificarían a los docentes como «autoritarios, burócratas, desconfiados, sin vocación y desmotivados» (Llaña 1999).

El escenario escolar y las relaciones humanas, en este contexto, se caracterizarían por una opacidad asfixiante cuya dinámica central estaría dada por la búsqueda de imponer un poder que niega la legítima diversidad del «otro». En este sentido, el estudiante se concebiría como un sujeto constantemente amenazado en su particularidad sociocultural debido a la pretensión homogeneizadora de la «máquina» escolar. En el otro extremo, y en concordancia con esta autorrepresentación estudiantil, las autoridades serían las responsables de erradicar las expresiones de diversidad e imponer autoritariamente el mandato institucional.

Este sombrío panorama sobre las relaciones de autoridad en la escuela no es, precisamente, el que dibujaron nuestros entrevistados. En efecto, antes que una sentencia categórica, un juicio taxativo o una visión unívoca respecto de las autoridades escolares, particularmente de los profesores, nuestros actores revelaron una realidad integrada por múltiples matices. Las apreciaciones globales –«todos los profesores son…», «todas las autoridades son…»– no fueron esgrimidas por ningún estudiante y, en su lugar, emergieron distintas clasificaciones. El discurso estudiantil, por tanto, genera un imaginario capaz de distinguir, de diferenciar, de establecer criterios demarcatorios que inhiben el establecimiento de generalizaciones monolíticas en torno a las relaciones de autoridad en la escuela.

En este sentido, la primera unidad de clasificación tiene un carácter binómico y su criterio de demarcación es el par estricto/«buena onda» o pesado/simpático. El establecimiento de esta diferenciación primaria desmiente por sí misma la pretendida uniformidad o valoración categóricamente negativa que se le ha achacado al estudiantado. De esta manera lo explica Fernando (4º)29:

habían profes buena onda que hacían las clases entretenidas igual y, bueno, uno los respetaba porque ellos se hacían respetar igual. Pero había algunos profes que no, que les gusta tratar mal a los alumnos. No sé si tratar mal, sino que ser estricto, y con esos profes uno no tiene mucha relación.

Añade Camila (4º): «Los profesores, algunos diferentes, no sé poh, simpáticos, agradables, te enseñaban bien, y otros por tanto, no tan simpáticos, medios pesados los viejos». La demarcación binómica es explicitada reiteradamente en la gran mayoría de los relatos recabados y representa el soporte mediante el cual los estudiantes calibran, en una primera instancia, las relaciones con los adultos que ejercen un puesto de autoridad en la institución escolar.

Sin embargo, y a pesar de que esta operación no se realiza de manera tan transversal como la división binómica, varios estudiantes dan un paso más en los criterios demarcatorios. Algunos, refiriéndose específicamente a la autoridad, llegan a postular la existencia de varios «grados» o «niveles» representados por distintos grupos de profesores. Al respecto, señala Beatriz (4º):

hay profesores que tienen como más una amistad con los alumnos, que llegado el día... ellos también tienen ese nivel de autoridad, ellos les dicen algo y los alumnos los van a acatar porque ellos se llevan bien. En cuanto a lo otro, que también como que tienen su grado pero después se llevan, ya no pasó, entonces ya no le importa. Como casi si ‘yo ya estudié’, ‘yo ya hice lo que tenía que hacer, ustedes salen perdiendo al final’. Y después están los otros más autoritarios que son como más con las amenazas. Y siempre los alumnos terminan en inspectoría, terminan expulsados. Son entre los distintos tipos de profesores

Más adelante la misma alumna agrega:

hay algunos (profesores) que son mayormente autoritarios. Son, por cosas pequeñas, ya empiezan a tomar decisiones muy alteradas. Y los otros son, su nivel de autoridad es justo y necesario. Yo creo que hay otros que no tienen ningún nivel de autoridad.

Como se puede colegir de las narraciones anteriores, para los estudiantes no existe una experiencia única de la autoridad escolar; mucho menos, por tanto, una experiencia exclusivamente negativa. Antes que eso, la autoridad escolar es evaluada a partir de criterios demarcatorios que permiten agrupar, en un primer momento, a las autoridades «buena onda», valoradas positivamente, de aquellas estrictas o «pesadas» en quienes recae una sentencia crítica.

Sobre este criterio básico y transversal puede operar una nueva clasificación que adquiere mayor complejidad, pues se realiza a partir del aquilatamiento del «tonelaje» o «grado» de autoridad. Bajo esta perspectiva existirían tres tipos de autoridades; a saber, aquellas que presentan un grado excesivo («autoritarias»), aquellas cuyo grado es el óptimo o justo (lo que vendría a corresponder a una «autoridad en sí») y aquellas caracterizadas por poseer un grado inferior al mínimo indispensable («no tienen autoridad»)30.

De esta manera, en las narrativas escolares las relaciones de autoridad son caracterizadas de manera múltiple y heterogénea. El juicio estudiantil, en consecuencia, es un juicio matizado, que no impugna –como tampoco reconoce– en un mismo acto, y de manera contundente, a todo tipo de autoridad institucional, sino que produce categorías de valoración que operan como el tamiz mediante el cual se conceptúa a cada una de estas de manera individual.

Esta primera conclusión, que desdeña la interpretación de la autoridad como una «máquina» de imposiciones y que sostiene la existencia de autoridades reconocidas por los estudiantes, supone la entrada al juego de un nuevo tópico: el de la legitimidad. En efecto, la perspectiva a la que nos arribó el discurso estudiantil abre un espectro de análisis escasamente visitado por la interpretación impositiva de la autoridad. Lógicamente, esta podía esquivar la problemática en la medida que toda autoridad impuesta quedaría, en principio, eximida de generar las condiciones de su legitimidad. Sin embargo, y como lo hemos reiterado, nuestros testimonios revelan que no todas las autoridades son impuestas y que no toda obediencia proviene de la coacción. Por esta razón, se torna imperioso inquirir en las razones de la obediencia o, si se prefiere, en el contenido específico de la legitimidad.

B. Legitimidad y razones de la obediencia

La legitimidad, como revisamos en la propuesta weberiana, es un aspecto medular en tanto representa el soporte primario sobre el que se asienta la obediencia voluntaria. Es precisamente ella la que permite «idealmente» delimitar el espacio correspondiente a la autoridad de aquel que ocupa la «dominación», el «poder» y la «fuerza». Sin embargo, el análisis de la autoridad no se agota en la cuestión de la legitimidad. Es igualmente necesario reconocer los modos de ejercicio de la misma, pues, tal como lo señala Araujo, estos determinan, en reiteradas oportunidades, las razones concretas de la obediencia así como la eficiencia del mando (Araujo 2016). En la práctica, la legitimidad de la autoridad, el ejercicio del mando y las razones de la obediencia se presentan imbricados en una trama compleja de la que nos haremos cargo al finalizar este acápite.

De acuerdo al relato de los estudiantes entrevistados, la obediencia hacia los profesores emana fundamentalmente de tres fuentes31: la implicación empático-afectiva, el compromiso con el aprendizaje y el poder discrecional en la gestión de la convivencia y la interacción pedagógica. Estas, a su vez, no son raíces o manifestaciones «puras» en la construcción de la legitimidad y de la obediencia pedagógica. Por el contrario, las modalidades para la obtención de una obediencia voluntaria tienden a mixturarse y yuxtaponerse, configurando relaciones múltiples y heterogéneas donde prevalece o se acentúa alguno de aquellos criterios o rasgos.

De esta manera, cuando hablamos de tres fuentes de la legitimidad o razones de la obediencia nos referimos, fundamentalmente, a la predominancia de una de ellas antes que a su presencia exclusiva. Dicha predominancia, al mismo tiempo, puede mutar, dependiendo del contexto y los momentos en que es ejercida y/o demandada. En efecto, para los estudiantes no existe una adscripción única, incuestionable y a perpetuidad de un agente escolar con alguna de dichas fuentes. En este sentido, y es fundamental explicitarlo para evitar generar una imagen inmovilista y petrificada de la legitimidad y de las relaciones de autoridad, un mismo agente escolar puede fundar su legitimidad o ejercer su autoridad con un criterio para determinadas situaciones y modificarlo cuando el momento o el contexto varía32.

De esta manera, la autoridad en el contexto escolar no posee un contenido único ni está nucleada a partir de un sedimento apriorísticamente definido, esencial e inmutable. Antes bien, para su configuración se puede apelar a una serie de elementos cuyo acceso o posesión puede provenir de diversas modalidades y transitando variados caminos33.

Implicación empático-afectiva

Este es, sin lugar a dudas, el principal expediente mediante el cual los profesores erigen su autoridad frente a los estudiantes. En efecto, estos últimos, al momento de evocar las características de un buen profesor y las razones por las cuales se le obedece, recurren a la imagen de la cercanía afectiva y la capacidad empática del profesor. Al respecto, Ricardo (3º) nos comenta que el mejor profesor es el «que te escucha, te comprende y te ayuda harto. Te enseña, te escucha y los problemas que tenís, y mientras hace eso, te va enseñando». Del mismo modo, Carlos (2º) señala que el buen docente es aquel que «es comprensivo, amigable, le gusta compartir. Cuando tiene que ser pesado lo es, pero es un buen profesor».

La afectividad y la cercanía empática se alzan como la principal herramienta generadora de vínculos entre alumnos y profesores. Es por ello que los estudiantes exaltan y reconocen a los profesores que demuestran una genuina compenetración con las diversas problemáticas que les afectan. Al respecto, Carlos (2º) responde de la siguiente manera cuando se le pregunta cómo los profesores obtienen la obediencia de sus estudiantes:

Yo creo que siendo así como buena onda, hablando con los alumnos, cosas así, como enseñándoles. Porque hay algunos que llegan, son como los jóvenes, llegan, pasan materia, y llegan nomás. En cambio los que se dedican a conversar, tiran la talla con los alumnos, esos son los que se ganan el respeto.

De acuerdo al imaginario estudiantil, en consecuencia, no basta con el simple cumplimiento formal de la labor docente para ser reconocido como una autoridad pedagógica. La dictación de la clase, por tanto, antigua forma legitimada que dotaba al profesor de un status que transmitía de manera instantánea la autoridad requerida para ejercer el mando, no es ya la instancia fundamental para generar relaciones de subordinación consentida. En las condiciones actuales, los alumnos exigen que el profesor se implique e involucre personal y emotivamente con ellos, los acompañe en sus inquietudes y solidarice con sus problemas, estableciendo un genuino «vínculo afectivo» (Zamora y Zerón 2010, 11).

Por su parte, la vinculación afectiva puede provenir y manifestarse de diversas maneras y en distintos niveles. La forma más básica de ejercer esta modalidad es mediante la generación de un clima de confianza. Para ello es indispensable que el profesor sepa escuchar y simpatizar con el grupo de estudiantes. El procedimiento primario que permite configurar dicho clima es la concesión de tiempos para la conversación informal y la generación de espacios para «tirar la talla». Al respecto Camila (4º) sostiene que los buenos profesores son los que «siempre te han apoyado, siempre han estado contigo, también, tiran la talla. Si no todo es serio en la sala de clases, si tiene que haber emociones, reírse».

Las expresiones de afectividad y de compenetración, como la risa, demuestran el establecimiento de un espacio mínimo de confianza y de distensión que funciona como plataforma de vinculación entre estudiantes y profesores. Sin embargo, sobre ella puede asentarse una relación más fuerte cuyo desarrollo permite aumentar el «grado» de la autoridad. Ello dependerá del nivel de involucramiento personal del docente con el desarrollo integral de sus alumnos. En efecto, aquellos profesores que presentan una mayor preocupación y que realizan acciones concretas que demuestran su compromiso con los estudiantes adquieren una mayor validez relacional. Estos profesores son, en palabras de los estudiantes, los que «se la juegan». Es ilustrativa la imagen que nos presenta Yerco (2º) al momento de explicarnos por qué obedecía a determinado profesor:

Porque cuando, digamos, yo iba mal en su ramo, él me decía, pucha, me tiraba arriba, me decía ´tú soy inteligente, te la podís´ me decía, ´haz las tareas, si yo te las puedo recibir´, ´estudia´, me decía cuando estaba ahí. Me veía afuera, me salía a buscarme, cuando no me veía en la sala me salía a buscarme, me llevaba a la sala y me pasaba las tareas po. Encuentro que era un buen acto de él po, porque él no nos retaba, nos decía, siempre me decía que estudiara po, que yo no era tonto, que podía po.

La legitimidad basada en la implicación empático-afectiva, por tanto, supone un alto grado de involucramiento y preocupación del profesor por la trayectoria de sus estudiantes, así como un reconocimiento de estos hacia la autoridad escolar, reconocimiento que aumenta a medida que es más profundo el compromiso personal del docente.

La apertura de la escuela hacia las emociones, la risa y la cercanía afectiva

-actitudes desatendidas desde una perspectiva academicista de la escolarización– es uno de los principales desafíos para la construcción de la autoridad pedagógica contemporánea, más aún cuando los estudiantes la demandan cada vez con mayor ímpetu. Dicha exigencia, de hecho, progresivamente se instala como un prerrequisito para el establecimiento de cualquier relación dentro del escenario educativo. Edgar (4º) lo demuestra al concluir, respecto de la relación con sus profesores, que «eso es lo que me gusta, me gusta la cercanía. No me gusta ver como un robot parado».

Ahora bien, para comprender adecuadamente la forma en que opera este tipo de legitimidad es necesario anotar dos observaciones. La primera de ellas concierne a las causas por las cuales los estudiantes están dispuestos a obedecer a este tipo de profesores, y la segunda se refiere a las manifestaciones prácticas o, si se prefiere, al tipo de obediencia obtenida mediante este expediente.

Respecto de lo primero, sostenemos que la jerarquía o la asimetría relacional, prerrequisito de toda relación de autoridad, es aceptada por los estudiantes en tanto conciben que ella emana de una genuina preocupación del docente por su formación y crecimiento. En este sentido, el estudiante comprende la relación con el profesor como una especie de complicidad cuyo objetivo es lograr su «verdadero» desarrollo. Convencido de esto, el joven reconoce en el adulto su mayor experiencia, académica y vital, y le confiere una preeminencia a sus puntos de vista. Es necesario explicitar que para el estudiante se trata precisamente de ello, un punto de vista mejor posicionado y no una verdad incuestionable. Es por ello que los mandatos específicos del profesor son asumidos como un consejo antes que como una orden, y que la asimetría relacional sea concedida en una lógica de reciprocidad formativa antes que desde la instalación de un paternalismo o asistencialismo pedagógico.

La obediencia, por tanto, proviene del reconocimiento (Gadamer 1977) y se vivencia como una «retribución» por el compromiso y la preocupación demostrada o como la respuesta de reciprocidad ante la relación de complicidad mutua. En otras palabras, los estudiantes obedecen voluntariamente, pues perciben que el profesor actúa motivado exclusivamente por buenas intenciones y busca permanentemente el bienestar de sus alumnos. Si efectivamente se materializa este acto de reconocimiento, los estudiantes conceden una preeminencia a la opinión del docente, quien, debido a la amplitud de su experiencia, puede decidir con mayor propiedad los caminos adecuados para arribar a dicha meta.

Sin embargo, el mentado reconocimiento no es un acto o un proceso simple, como podría parecer si reducimos la cuestión a un par de discursos de «buena crianza» por parte del profesor. Lejos de ello, para el imaginario estudiantil este tipo de legitimidad exige dos requisitos al docente: la sinceridad en el compromiso y la coherencia con los actos. En efecto, las denuncias de dobles discursos y de inconsecuencias fácticas son innumerables. Así, en palabras de Camila (4º), no son pocos los profesores que «contigo muestran una cara y después como que con sus colegas te tiran como pa´ abajo». Las declaraciones, por tanto, no bastan para acceder completamente a este tipo de legitimidad: ellas deben estar acompañadas por intenciones genuinas y actos concretos. Los profesores, para «ganarse» o aumentar su grado de autoridad, deben demostrar que «se la juegan».

Respecto de la segunda cuestión, el tipo de obediencia concedido, los estudiantes mantienen una estricta coherencia con las premisas de la exigencia relacional que estipulan. De este modo, si ellos pretenden que el profesor se involucre subjetivamente en las problemáticas que deben afrontar, entonces la obediencia tendrá un carácter eminentemente personal. En el fondo, se obedece a una persona específica no por su estatuto o adscripción a un estamento que oficialmente tiene la facultad de mando, sino por las cualidades personales que impregnan el ejercicio de dicha posición. En otras palabras, si la obediencia se vivencia como retribución o reciprocidad es por la relación intersubjetiva creada y no por una normatividad externa, sea esta explícita o consuetudinariamente formulada. Es una persona singular la depositaria de la confianza, la que le permite tomar decisiones posteriormente acatadas.

Esta particularidad del tipo de implicación empático-afectiva lleva aparejada una consecuencia fundamental para los modos en que se manifiesta la obediencia voluntaria. Ésta tiende a expresarse de manera indiferenciada en términos espacio-temporales, es decir, se traslada a todos los ámbitos en que se despliega la relación misma, razón por la cual el profesor adquiere un mando que sobrepasa los límites del horario y la sala de clases. La autoridad, en este caso, se transforma en un recurso inmanente de la persona que la ostenta. Sin embargo, y este es el «riesgo» fundamental de dicho tipo de obediencia, cuando la confianza del estudiante en el docente se ve mermada –generalmente por constatar las incoherencias antes reseñadas– este último pierde instantánea y definitivamente la autoridad conferida y, en vista de lo que los estudiantes viven como una «traición», pasa a formar parte de la pléyade de profesores «malos». Si la autoridad personalizada exige una entrega sincera y completa, la pérdida de la misma supone una profunda desafección que igualmente se expresa sin diferenciar momentos ni espacios.

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