Kitabı oku: «Contra la escuela. Autoridad, democratización y violencias en el escenario educativo chileno», sayfa 4
Directrices generales para el análisis de la autoridad
Las propuestas revisadas nos proporcionan los insumos teóricos necesarios para el tratamiento de la autoridad pedagógica en específico. Al respecto, creemos indispensable fijar ciertos criterios que, dilucidados a partir de dichas propuestas, deben guiar conceptual y analíticamente el presente capítulo.
En primer lugar, entenderemos la autoridad como un tipo de relación social específica caracterizada por el establecimiento de una asimetría relacional libremente consentida. El libre consentimiento puede emanar de la existencia de una legitimidad particular y compartida que instituye a una persona concreta en una figura de mando –como lo proponen las teorías «noroccidentales»–, de un ejercicio de mando eficiente que permite el advenimiento de la subordinación –como lo postula Araujo– o de una mixtura entre ambas modalidades.
La comprensión de la autoridad como un tipo específico de relación social, a su vez, nos impele a reconocer que esta contiene siempre una historicidad inherente, es decir, se ciñe a ciertas coordenadas espacio-temporales. La autoridad, en consecuencia, no emerge ni se reproduce de la misma manera en todas las sociedades y en todos los tiempos, sino que posee un carácter constitutivamente situado. Así, las formas que esta adopta dependen de los modos específicos en que se establecen las relaciones sociales en una colectividad determinada. Es por ello que, tal como lo explicitan Weber y Kojève, la autoridad se materializa en diversos tipos o figuras. Por otra parte, la historicidad de la autoridad impele, siguiendo a Araujo, a la revisión de sus modos concretos de ejercicio así como al reconocimiento de las condiciones contextuales y materiales que influyen estructuralmente en su emergencia y despliegue, tal como lo advierte Horkheimer. Las condiciones de producción y ejercicio de la autoridad, por tanto, deben ser consideradas en todo estudio empírico de la misma.
Finalmente, dicha historicidad determina que las fuentes de legitimidad de la autoridad, elemento tan preciado en la teoría weberiana, dependan de las características particulares de la sociedad en que esta surge. La legitimidad, en consecuencia, no puede ser entendida como un elemento fijo, «natural» o «apriorísticamente» delimitado, sino que es un soporte cuyo contenido específico se torna mutable. Por lo mismo, rechazamos las posturas «esencialistas» de la autoridad y, en su lugar, sostenemos que esta puede transformarse constantemente y acudir a los más variados expedientes para su constitución.
2. El debate sobre la autoridad pedagógica
Como señalamos anteriormente, la autoridad no es un ente «sustancial», petrificado e inmodificable, sino, por el contrario, un tipo de relación social histórica susceptible a la transformación. Es por ello que, sin pretender establecer un recorrido exhaustivo, presentaremos dos tradiciones sociológicas que representan distintos «momentos» en el análisis y comprensión de la autoridad pedagógica como tipo de relación social específica.
La primera de ellas es ilustrativa de las maneras como se comprendió y estudió la autoridad pedagógica durante gran parte del siglo XX. La segunda constituye un intento por desentrañar las mutaciones que se han producido respecto de este molde «clásico» y las nuevas características que emergen en la autoridad pedagógica contemporánea. La revisión de estas dos «escuelas» nos permitirá evidenciar los elementos de continuidad y cambio presentes en el análisis de la autoridad pedagógica. Asimismo, su contrastación servirá para encuadrar los estudios empíricos específicos desarrollados en Chile sobre este tópico.
A. La perspectiva de la sociología «tradicional»21
Para comprender las características centrales de la autoridad pedagógica moderna hemos elegido a dos sociólogos que, por la trascendencia de su obra y la antinomia de sus tesis, nos permitirán dilucidar los elementos de continuidad y perseverancia histórica. En el fondo, pretendemos reconocer el sustrato común sobre el que se sostuvo el análisis de la autoridad pedagógica durante gran parte del siglo XX.
En Educación como socialización, Durkheim sostiene que la autoridad pedagógica proviene del ascendiente moral del maestro sobre el estudiante. El profesor, en tanto mandatario del acervo de conocimientos de una sociedad determinada, se erige en su representante para las futuras generaciones. En este contexto, la única condición para la producción de la autoridad pedagógica es la voluntad y la convicción del maestro respecto de la enorme responsabilidad social y la «grandeza de la tarea» a la que debe responder. Precisamente por su calidad de mandatario de la gran persona moral de la sociedad es que Durkheim asimila la figura del profesor a la del sacerdote. Al respecto, señala el autor:
Y lo mismo que el sacerdote es el intérprete de su Dios, el maestro es el intérprete de las grandes ideas morales de su tiempo y de su país. Por consiguiente, si se siente aferrado a esas ideas, si palpa toda la grandiosidad de las mismas, la autoridad que está contenida en ellas y de la que él tiene plena conciencia, entonces no podrá menos de ver cómo esa misma autoridad se comunica a su persona y a todo lo que de ella emana (Durkheim 1976, 112)
Como se puede apreciar en la cita, para Durkheim la autoridad pedagógica se instauraría a través de un acto de fe y convicción por parte del profesor, acto que operaría como tránsito para que las ideas morales de un colectivo humano sean encarnadas por un representante en particular. La autoridad, en consecuencia, es un acto de transferencia expedito del ascendiente moral de la sociedad hacia su representante, situación que desestima el involucramiento de los estudiantes en su construcción.
Por otro lado, Bourdieu y Passeron sostienen que toda acción y comunicación pedagógica, en tanto imposición de un arbitrario cultural, presupone la existencia de una autoridad pedagógica. Esta, por tanto, representa un prerrequisito en la imposición de la «violencia simbólica»22. Sobre esto señalan los autores:
En tanto que poder de violencia simbólica que se ejerce en una relación de comunicación […] la acción pedagógica implica necesariamente como condición social para su ejercicio la autoridad pedagógica (Bourdieu y Paseron 1995, 51-52).
En este caso, el carácter autogenerado de la autoridad implicaría la indiferencia respecto de las condiciones de su producción. En el fondo, la autoridad pedagógica emerge automáticamente y se autoinstituye, preexistiendo a la interacción pedagógica entre profesor y estudiante. Los autores expresan este fenómeno de manera categórica: «En tanto que la acción pedagógica en vigor dispone automáticamente de una autoridad pedagógica, la relación de comunicación pedagógica debe sus características propias al hecho de que se encuentra totalmente eximida de producir las condiciones de su instauración y de su perpetuación» (Bourdieu y Paseron 1995, 60).
Como se puede apreciar, y a pesar de las enormes diferencias teóricas e ideológicas existentes entre la teoría de la socialización de Durkheim y la de la reproducción expuesta por Bourdieu y Passeron, ambas coinciden subyacentemente en su análisis respecto de la generación de la autoridad pedagógica. En efecto, ya sea en su calidad de depositaria moral de la sociedad o como instrumento generado a priori para la imposición de la violencia simbólica, la autoridad escolar emerge de manera «externa» a la relación pedagógica misma. En este contexto, el tema de la obediencia estudiantil, atributo inherente de la autoridad pedagógica, sería un problema vacuo, sino inexistente, pues, esta se encuentra legitimada externamente, generada automáticamente –mediando la convicción en el caso de Durkheim– y asegurada en su despliegue fáctico.
Siguiendo la lógica weberiana, estos autores reconocerían la existencia de una transmisión institucional de la legitimidad, aquella que transforma directamente en autoridad a quien detente un determinado rango o cumpla una función de mando institucional, presuponiendo que es el ordenamiento mismo el que goza de legitimidad. Por lo mismo, estas propuestas minusvaloran la participación de los estudiantes en los procesos de producción de la autoridad escolar.
En síntesis, y avizorando los elemento de continuidad que presentan en ambas teorías, la autoridad pedagógica ha sido asumida por la sociología «tradicional» de la educación como una relación social de producción «autopoyética», que se encuentra legitimada externamente, es decir, por fuera y con anterioridad a la interacción profesor-estudiante, y que descansa sobre una obediencia voluntaria asumida como precondición relacional.
B. Mutaciones en la autoridad pedagógica
Contraviniendo la noción de autoridad pedagógica recién expuesta, en las últimas décadas ha surgido una serie de marcos interpretativos que comienzan a analizar la escuela a partir de la tesis del declive o desfondamiento institucional. Esta propuesta sostiene que, si la institución ya no es capaz de funcionar con todo su potencial performativo sobre los sujetos, entonces las autoridades pierden el sustento que las legitimaba y, con ello, la capacidad de emergencia «autopoyética» que le asignaron las corrientes sociológicas anteriormente revisadas.
En primer lugar, y para situarnos correctamente en las coordenadas de esta corriente interpretativa, es necesario precisar que la noción de «institución» alude a la capacidad de un determinado ordenamiento social para «instituir» o producir individuos con una subjetividad específica. Al respecto señala Dubet: «utilizaremos la noción de institución en un sentido particular: el que tiene la función de instituir y de socializar. La institución es definida entonces por su capacidad de hacer advenir un orden simbólico y de formar un tipo de sujeto ligado a este orden, de instituirlo» (Dubet 2007, 40-41). En este contexto, continúa el autor, la institución escolar se caracterizó por crear un programa estructurador y una economía simbólica que permitían sacralizar su funcionamiento en tanto espacio configurador de la subjetividad moderna y mecanismo privilegiado en la construcción y urdimbre del lazo social23. Para Dubet, el cambio de época ha significado la desestructuración de dicho programa y por tanto la pérdida del carácter instituyente que mantenía la escuela. Esta incapacidad instituyente, por tanto, sería la manifestación palmaria del declive institucional.
Por su parte, y en lo atingente a la problemática que revisamos, el declive de la institución habría generado una brecha insalvable entre el estatuto –lugar que el sistema asigna– y el oficio docente –maneras en que el profesor realiza efectivamente su trabajo–. Así, el autor sostiene que el estatuto, pilar fundamental que durante la modernidad dotó automáticamente de legitimidad a la autoridad pedagógica, se ve eclipsado e impedido para realizar dicha transmisión en la actualidad. En este contexto, por tanto, el profesor debe obtener la obediencia a partir de su oficio, es decir, de las relaciones concretas que establece con los estudiantes (Dubet 2006, 171).
Para el caso latinoamericano, distintos autores han enfatizado en la progresiva incapacidad instituyente de la escuela. Una de las propuestas que se enmarca bajo estos presupuestos es la de Duschatzky y Corea. Las autoras sostienen, a partir del análisis de las escuelas vulnerables de Argentina, que la institución educativa ha sufrido una alteración radical de su fundamento institucional y de su soporte estructural: el Estado-nación. De acuerdo a esta versión, la destitución del Estado y su reemplazo por el mercado, producto de las políticas neoliberales impuestas en Latinoamérica en el último tercio del siglo XX, configuraron un escenario de declive de sus instituciones matrices. En este contexto, la escuela perdió su capacidad performativa sobre el imaginario colectivo y la hegemonía que ostentaba en la generación de una subjetividad específica: la del ciudadano. Al respecto concluyen las investigadoras: «el Estado-nación, mediante sus instituciones principales, la familia y la escuela, ha dejado de ser el dispositivo fundante de la ‘moralidad’ del sujeto» (Duschatzky y Corea 2011, 26). Por ello, el declive de la institución escolar sería una expresión del dispositivo pedagógico moderno, la consiguiente pérdida de la «autopoiesis» de la autoridad y la dispersión y heterogeneidad de fuentes utilizadas para la construcción de la subjetividad de las nuevas generaciones24.
Utilizando instrumentos teóricos similares, Lewkowicz y Corea sostienen la tesis del desfondamiento de las instituciones. De acuerdo a los autores, la escuela moderna dotaba de sentido a las personas y al colectivo nacional al inculcar ficciones discursivas estructurantes de la subjetividad. Fundamental al respecto era la ficción de la igualdad jurídica que instituía la figura del «semejante» o ciudadano. Sin embargo, una vez liberadas las fuerzas del mercado, la escuela habría perdido su capacidad instituyente. De esta manera, la institución escolar sufriría la dilución de su contenido o fondo y sólo permanecería como una forma o «caparazón» institucional vaciado (Lewkowicz y Corea 2011)25.
Por lo antedicho, y de acuerdo a Martuccelli, el fundamento de la autoridad pedagógica actual, en el contexto del declive o desfondamiento de las instituciones, reposa en la capacidad relacional del docente. Esta, antes que por la tradición, el rol o el conocimiento, es construida cotidiana y pragmáticamente dependiendo de las características individuales del profesor y de los recursos de que dispone para «seducir» a los estudiantes, legitimando su posición de mando y asegurando, siempre de manera provisoria y contingente, la obediencia voluntaria de los mismos (Martuccelli 2009).
Siguiendo estas premisas, el declive, destitución y/o desfondamiento institucional modificaría radicalmente las condiciones de producción de la autoridad pedagógica. Esta, que emergía automáticamente durante la modernidad, ahora debe fundamentarse a partir de la capacidad práctica de los actores escolares para construir un nuevo «suelo compartido». La emergencia de la autoridad pedagógica, por tanto, se daría contingentemente y se soportaría en las capacidades relacionales del maestro. En este contexto, adquiere relevancia la figura de los denominados «maestros errantes». Por su parte, la nueva forma de configuración de la autoridad pedagógica constituiría la base de una «pedagogía a la intemperie», es decir, que se encuentra desprovista de un techo institucional que la cobije y legitime. De allí su fragilidad y el proceso permanente de construcción en el que debe soportarse (Duschatzky 2012)26.
Creemos que es precisamente esta radical transformación en las condiciones de producción de la autoridad pedagógica lo que generaría la sensación de crisis y decadencia tan pregonada en el último tiempo. Ahora bien, asumiendo que existen variadas «escuelas» sociológicas que postulan distintas directrices en torno a las formas de producción de las relaciones de autoridad en la escuela, se torna indispensable revisar cómo han sido estudiadas éstas en el contexto nacional y la forma en que se adscriben a alguna de las corrientes revisadas.
C. Estudios empíricos sobre las relaciones de autoridad en la escuela chilena
En su gran mayoría, los estudios respecto de las formas de ejercicio de la autoridad pedagógica en Chile adhieren tácitamente a la tesis de la sociología «tradicional», insertando su emergencia dentro de una interpretación crítica en torno al proceso de democratización. En efecto, los estudios empíricos sobre la autoridad pedagógica en el escenario nacional tributan a la teoría de la transmisión directa e institucional de la legitimidad, añadiendo, para el caso particular, una fuerte crítica a los remanentes autoritarios con que se tiñen las prácticas de mando-obediencia escolar27.
Al respecto, Leticia Arancibia ha estudiado el imaginario de los actores escolares y las relaciones de poder en el Chile postdictatorial, concluyendo que la imposición de un «imaginario autoritario» se ha perpetuado en las praxis concretas al interior de la institución educativa. Ello, a pesar de la intención de las políticas públicas y de los esfuerzos estudiantiles por democratizar el espacio escolar (Leticia Arancibia 2008). Al respecto, concluye la autora: «a partir del análisis de las significaciones imaginarias sobre el ejercicio del poder y la autoridad en la escuela, vemos la práctica de mantenimiento del statu quo de la institución escolar que se justifica, tanto por parte de un imaginario autoritario, como de aquello que podríamos nominar como un imaginario democrático restringido, con énfasis en la estructuración social, asociado a la definición político-administrativa de la democracia en el contexto de transición. Tales significaciones se hacen eco de la herencia institucional del pasado, así como de la práctica de la subordinación y de la exclusión» (Leticia Arancibia 2008, 385).
Por su parte, Llaña ha estudiado sistemáticamente las interpretaciones y significaciones de los estudiantes en torno a la realidad escolar y las relaciones con el profesorado. Sus investigaciones constatan que los alumnos mantienen una discursividad que interpreta dichas relaciones como extremadamente jerárquicas y persistentemente abusivas. De este modo, los jóvenes interpretarían la realidad escolar como coercitiva y persecutora, y a los profesores como instrumentos de dominación que desconocen las culturas o «habitus» estudiantil-juveniles. Por ello sentencia la profesora:
los estudiantes de estas nuevas generaciones visualizan la escuela como un espacio de poder, de directivos y profesores, y desde su propia mirada, como una institución poco democrática. Normas que afectan más bien a los estilos que los unen como grupos etarios, prohibidas en el espacio escolar y sancionadas rigurosamente, son rechazadas y resistidas con una variabilidad de estrategias que tensionan la convivencia. (Llaña 2010, 61).
Finalmente, Marambio y Guzmán han analizado cómo la mantención de las prácticas autoritarias en las escuelas nacionales se vería reforzada por una arquitectura erigida y experienciada como un espacio carcelario orientado a maximizar las posibilidades de control disciplinario y de obediencia estudiantil compulsiva. Por esto concluyen: «la representación social que los jóvenes entrevistados construyeron de su espacio escolar es la de un sistema obligatorio, marcado por la verticalidad y la vigilancia, en donde las estructuras físicas reflejan y están al servicio de los fines normativos establecidos por la autoridad. Un lugar en donde los jóvenes deben estar, pero que no eligieron y en el cual sólo les queda obedecer, generándoles sentimientos de impotencia, incomprensión, molestia y rabia» (Marambio y Guzmán 2009, 82).
Como se puede apreciar, estos estudios sobre las relaciones de autoridad pedagógica en Chile demuestran la persistencia de un modelo basado en la imposición jerárquica y autoritaria, es decir, en la utilización de un poder autoinstituido y discrecional frente al cual los estudiantes se presentan «a merced», razón por la cual su obediencia es «arrancada» coactivamente. La pretendida democratización de las relaciones sociales, de acuerdo a este marco, se desdibujaría en prácticas concretas y generalizadas de preservación del autoritarismo en la escuela, situación que generaría una dinámica relacional caracterizada por la permanente conflictividad. Esta conclusión, a su vez, podría llevarnos a inferir que, en Chile, la autoridad escolar no ha sufrido ninguna crisis, por lo menos en su potencia de mando. Ello, consecuentemente, supondría que sus condiciones de producción han permanecido inalterables. En este sentido, las investigaciones empíricas reseñadas tributarían subyacentemente a la teoría sociológica «tradicional» propuesta por Durkheim y Bourdieu.
Sin embargo, estos estudios no agotan el espectro total de las investigaciones en torno a las relaciones de autoridad en el escenario educativo nacional. En este sentido, los trabajos de Zamora y Zerón dan cuenta de una realidad distinta a la proporcionada por las investigaciones recién expuestas. En efecto, ambos han indagado en las formas mediante las cuales los estudiantes y docentes construyen las relaciones de autoridad, particularmente en establecimientos educativos de la capital que reciben a sectores empobrecidos. Respecto de los estudiantes, la investigación demostró que ellos reconocen cinco formas de ejercicio de la autoridad que producen una subordinación consentida (Zamora y Zerón 2010)28.
Antes que describir cada una de estas modalidades, lo que nos interesa es recalcar el hecho de que, para fundar una asimetría relacional avalada por estudiantes y profesores, se recurre a diversas fuentes, todas ellas provenientes de las dinámicas concretas que se establecen entre los propios actores escolares. Por lo tanto, la producción de la autoridad pedagógica ya no se soportaría en el abrigo institucional y el estatuto docente. Esta situación se torna aún más evidente en el caso de los estudios centrados en las narrativas docentes. Al respecto, concluyen los autores:
actualmente la autoridad pedagógica no es una condición provista automáticamente por la escuela y tampoco por la formación universitaria. Ello es consistente cuando se considera a la autoridad como un fenómeno social situado y no un concepto a priori […] La autoridad se construye en la interacción social cotidiana con los alumnos […] En otros términos, el actor decisivo para construir la autoridad son los alumnos; ellos se convierten para los profesores en el principal y quizás único referente. (Zamora y Zerón 2009, 179)
Como se aprecia, estos estudios demuestran que las relaciones de autoridad en el escenario educativo actual dependen de la capacidad interactiva, del oficio y de las legitimidades que emergen en el encuentro cotidiano entre estudiantes y profesores, propuesta reforzada por los resultados de investigaciones posteriores, donde esta constatación se complementa con el análisis de perfiles de autoridad por grupo socioeconómico (Zamora, Meza y Cox 2017; Zamora, Meza y Cox 2015) y la verificación de formas de transición de la legitimidad docente (Díaz 2016). Ello a su vez, y aunque no sea una adscripción realizada por los autores, nos posibilita concluir que la tesis de la desinstitucionalización de la autoridad pedagógica es pertinente, al menos en lo referente al carácter construido, frágil y contingente de la misma.
Existiendo, pues, estudios empíricos que respaldan las diversas corrientes sociológicas revisadas, debemos adentrarnos directamente en el relato de los estudiantes para, desde allí, verificar cómo se están construyendo, ejerciendo y legitimando las relaciones de autoridad en la escuela chilena actual.