Kitabı oku: «Tan cerca que no se mira», sayfa 2
Volteé a ver a Sonia.
—Espero que me hayas disculpado por lo de la otra tarde —dije apenada.
—Olvídalo, Brisa. Ya te has disculpado varias veces. No hay problema, ¡Ya eres la Brisa que conozco! Sentí alivio de que Sonia no me resintiera.
Seguimos nuestro recorrido en silencio por un buen rato.
—Esto es un pueblo en realidad, un pueblo donde tiembla la tierra. Aunque me han dicho que con el tiempo ya no se sienten los temblores. —Comentó él repentinamente obviamente tratando de parecer ameno.
—Uno se acostumbra —respondió Carlitos—. ¡Si tan solo uno supiera cuándo va a temblar la tierra! Bueno, Brisa, usted debe saber, ¿no? Digo, por su especialidad.
—No se puede saber, Carlitos, sólo se trata de tomar medidas al ejecutar los cálculos estructurales
—¿Usted se especializó en México?
—Sí.
—Brisa —intervino Sonia—, en la empresa me dijeron que hubo una tal Madre Rosa en un antiguo convento que se encuentra dentro de nuestros terrenos. Dicen que es muy conocida en el lugar. Se podría aprovechar su notoriedad para cuando se promueva el proyecto.
—¿Una monja? No la he oído mencionar —miré curiosamente a Carlitos— lo que sé es que hay ruinas de un convento y una escuela vieja que vamos a demoler, un internado que no es colonial. De una monja no sé nada.
—Se refiere a nuestra beata Madre Rosa —explicó Carlitos.
—¿Beata?
—Sí, terminología del Vaticano, es cuando se va a canonizar a una persona. Mucha gente piensa que es leyenda, pero realmente existió. Los creyentes como yo la consideramos la santa patrona del pueblo, pero para los turistas es sólo un objeto de curiosidad. Se venden souvenirs de ella.
Sonia y yo nos miramos sorprendidas por su fervor. Él observó nuestro escepticismo y agregó, sin tratar de ocultar su devoción:
—A mí me ha hecho milagros.
Carlitos era un arquitecto local de Antaño, graduado de la pequeña universidad del lugar, y estaba expuesto a las muchas supersticiones de una ciudad tan pequeña.
—¡“Los Arcos”! ¡Ya llegamos! —exclamó Sonia con emoción—. Esa es la posada “Los Arcos”, será tu casa por un tiempo, Brisa, y yo misma me quedaré ahí algunos días. Aparentemente, pasaré mucho tiempo aquí también —suspiró no muy emocionada—.
Carlitos asintió con la cabeza.
—Yo me bajo de una vez —dijo ella.
La posada era de lo más pintoresca, estilo colonial y rodeada de flores, especialmente de rosales rojos que justamente escalaban los muros de la construcción.
—Yo seguiré al proyecto con usted, Carlitos. Te veo al rato, Sonia.
Llegamos a los terrenos donde se encontraba el proyecto, ya en su fase de inicio: la limpieza del terreno. Allí estaba aquella mansión que tanto me había impresionado, una construcción muy antigua, aunque no colonial, que, para mi sorpresa y desilusión, ahora estaba destinada a ser demolida junto con los otros edificios para la obra.
—Va a ser una lástima derrumbarla —dijo él, como si pudiera leerme la mente.
Me quedé viendo el edificio hipnotizada. Un señor muy viejo rondaba la puerta principal. Parecía ser un campesino o un peón. Me sonrió tímidamente, dejando ver su torcida dentadura, y se levantó el sombrero levemente en señal de saludo.
—Bienvenida, arquitecta.
Pude sentir su aliento a alcohol. Busqué la mirada de Carlitos para ver su reacción con respecto a aquel hombre, pero él ya se había adelantado; no parecía haberse percatado de su estado de embriaguez, pero yo sí, yo era una experta. Me inquietó mucho el encuentro con esta persona. ¿Cómo podía trabajar en el proyecto, cómo podía estar en planilla? No quise preguntarle a Carlitos en ese momento. No quería criticar a ningún trabajador así, de entrada. Me abstuve de comentar.
Esa noche nos propusimos no acostarnos tarde, cosa que era difícil con Sonia, a quien le encantaba charlar hasta deshoras. Yo quería amanecer descansada y salir temprano de la pensión hacia el proyecto.
—Primera aventura —dijo Sonia al día siguiente cuando llegamos al proyecto y nos bajamos de aquel mini taxi, un carruaje pequeño de madera halado por un caballo, la forma más fácil de moverse en Antaño sobre las estrechas calles empedradas.
—Llegan temprano —saludó Carlitos cuando salió a recibirnos—. ¿Les gustó la experiencia de nuestros taxis? Son pintorescos, ¿verdad?
—Pintorescos sí —dije mientras me estiraba un poco y reacomodaba mi ropa—. Pero veníamos rebotando por esas calles de piedra.
—Pasen adelante, aquí está nuestro centro de trabajo, les mostraré cómo ubicamos las oficinas provisionales. Usted me dirá, Brisa, los cambios que quisiera hacer más adelante.
Entramos al gran vestíbulo y de inmediato noté que sobre nosotros guindaba un bello y majestuoso candelabro de hierro forjado
—Ese es nuestro sismógrafo —señaló él sonriendo.
—¿Su sismógrafo? —preguntó Sonia.
—Nuestro propio medidor de sismos —dije uniéndome a la broma.
El vestíbulo se conectaba con unas gradas señoriales que subían al segundo piso, y los grandes ventanales con arcos dejaban entrar la luz de una forma que lo hacía ver muy misterioso, pero fascinante. El lugar estaba en muy mal estado, las gradas desgastadas y las paredes descascaradas y con hendiduras. Carlitos señaló hacia lo que parecía haber sido el comedor y la biblioteca, ahora oficinas con los primeros empleados. En el fondo se lograba ver una gran sala con una hermosa chimenea, vacía con excepción de unos cuantos muebles antiguos apilados en una esquina, por lo que, a medida que avanzamos en el recorrido, podíamos oír el eco de nuestras pisadas.
—Puede disponer de toda el área vacía, hemos ubicado a los empleados en los espacios más pequeños —comenzó a señalar—. Allá se encuentran temporalmente los arquitectos auxiliares, ésta es la sala de planos, al fondo en aquel espacio está la oficina del departamento de demolición… Habrá más personal conforme nos acerquemos a la construcción. Usted dirá qué desea hacer, podemos contratar un tráiler cómodo para que sea su oficina temporal.
Caminé hacia las salas vacías. Una cúpula sobre grandes ventanales dejaba ver en la distancia los volcanes circundantes, las ruinas de una iglesia con su viejo campanario. La vista era maravillosa, pero no dejaba de ser siniestra. Pensé en cuánta gente había residido allí y me pregunté cómo habría sido su vida personal. De mucha riqueza y abolengo, eso sí era obvio.
—Hay rajaduras en el techo —me hizo notar Sonia.
—No son estructurales —comenté.
—¿Aquí no espantan, Carlitos? —preguntó Sonia en tono de broma. Podía notar que a ella le incomodaba la casona.
—Bueno, como ya sabrán, estamos rodeados de campos electromagnéticos —respondió él sonriendo—. Dicen que la gente confunde esos fenómenos con espantos. Usted tal vez sabrá más de eso, Brisa.
—No es mi campo de experticia —expliqué—, pero cuando un ambiente está permeado de estos campos, se pueden presentar energías que alteran ciertas realidades cotidianas y la gente se confunde. Lo cierto es que los fantasmas no existen, Sonia —dije mirándola burlonamente.
Una joven, casi niña, pasó ofreciéndonos una taza de café.
—¿Gusta, seño?
—Gracias, Selena —dijo Carlitos tomando las tazas— . Selena nos ayuda con la limpieza —me explicó.
—Gracias, Selena. Espero que en la tarde me presente a todos los empleados y colegas, Carlitos —sonreí—. Recuerde también que necesitaremos una sala de conferencias para juntas corporativas. Puede ser aquí en esta área donde está la chimenea, a la par de mi oficina. Desde aquí puedo ver a los trabajadores y tengo un hermoso paisaje enfrente —dije con un recién adquirido entusiasmo que a mí misma me sorprendió.
—¡Veamos qué hay arriba! —dijo Sonia—. ¿Por qué pusieron esta cinta amarilla de precaución?
—Porque las estructuras pueden estar frágiles —contestó Carlitos.
—Es verdad, mira todo esto descascarado y rajado —notó ella mientras subíamos—, ya veo por qué nadie sube al segundo piso.
—No es estructural —aclaré luego de analizar las grietas—. Eso se soluciona repellándolas, es cosmético. Es más, yo podría dormir aquí —comenté con cierta fascinación al entrar a una de las habitaciones. Era la alcoba principal de la casona. Sentí una inmediata fascinación por aquella habitación, casi como si siempre la hubiese conocido.
—¿Podría dormir aquí? —repitió Carlitos, incrédulo de mi comentario.
—Claro que sí.
—Bueno, podría comprarle muebles nuevos en el centro del pueblo —titubeó—, ahora cooperando con mi idea.
—Estos están perfectos, sólo necesitaría una cama nueva que combine con esa cabecera antigua.
—Podemos subir los cables de luz —continuó él, y tener listo el lugar, pronto.
Nos acercamos a la ventana desde donde se veían la escuela, las ruinas de la iglesia y el inmenso campanario.
—Es una lástima que esta vista no la tendrá por mucho más tiempo —dijo él.
De pronto el campanario empezó a sonar. ¡Ding, dong!
—Ese campanario está vacío, ¿verdad? —pregunté confundida.
—Sí, está abandonado —se dio cuenta de mi confusión y me aclaró—. Son palomas, les encantan los edificios viejos.
—Estás muy callada, Sonia.
—Es que tú tienes que estar loca de remate, Brisa. No te puedes quedar a vivir aquí. Esto es… ¡El castillo de Drácula! —concluyó bromeando, muy inquieta.
—Miremos los otros dormitorios —dije adentrándome al pasillo atraída por unos ruidos que provenían del fondo. —¿Qué será ese sonido? ¿Será que hay alguien aquí?
—No, está prohibido subir hasta aquí.
—Yo siento como si alguien nos observara
—susurró Sonia.
Nos adentramos hacia el fondo del pasillo.
Los demás dormitorios estaban llenos de polvo y telarañas, había muebles antiguos esparcidos por todos lados y las paredes aún sostenían viejas pinturas y fotografías decoloradas y con los vidrios rotos. Era como regresar en el tiempo a la era de las familias de los primeros privilegiados colonos españoles. Una fotografía en blanco y negro de una mujer mayor llamó mi atención, tenía un aspecto siniestro, casi fantasmagórico.
—Es doña Delfina Herradura. Ésta ha sido la casa de los Herradura por más de un siglo, creo que ella fue la última que vivió aquí. Tiene mala fama la señora, parece que no era muy buena.
—Puede haber ratones en estos cuartos tan abandonados —dijo Sonia asqueada.
—Fumigaremos hoy mismo —se apresuró a decir Carlitos. Se oyen ruidos porque aquí todo truena, la casa se asienta con los cambios de temperatura, solo le hace falta una buena limpieza.
—Brisa, tengo escalofríos en la espina dorsal ¿Cómo te vas a quedar aquí, Brisa? ¿No que te dan ataques de pánico? Era obvio que Sonia le había cogido aversión a la mansión.
—No, ninguna construcción me asusta; además, amo los edificios viejos como buena arquitecta, eso va con mi profesión.
—Sí, pero no como para vivir en ellos —agregó, viendo sigilosamente a su alrededor— ¿Sabes qué? Mejor volteemos el retrato de esta señora, tiene la mirada oscura y rostro de pocos amigos. Te juro que siento como si alguien nos observara, ha de ser esa anciana. Vivir aquí es una pésima decisión.
Se alejó por el pasillo para bajar de una sola vez. Carlitos y yo seguimos inspeccionando los antiguos dormitorios.
—Se lo tendré listo en unos días —me dijo él en voz baja para que no oyera Sonia.
Desde la mitad de las gradas se podía observar la majestuosa chimenea de la gran sala de abajo.
—Amo ese tipo de chimeneas —le dije a Sonia cuando llegué a la sala—, de estilo barroco que de verdad calentaban, no como las de ahora. Ingeniosa ingeniería la de entonces.
Sonia me miró incrédula meneando la cabeza en desaprobación.
—Los espero afuera —se alejó acelerando el paso—, necesito aire fresco.
Salí detrás de ella y me puse a caminar alrededor mientras Sonia y Carlitos hablaban con los jóvenes profesionales. Yo quería conocerlos en una junta más oficial. Encontré nuevamente al anciano con peste a alcohol y se me acercó nuevamente.
—Estos son los terrenos de nuestra santa Madre Rosa —dijo mirando hacia el viejo campanario y señalando las ruinas del convento.
Lo miré con algo de desconfianza, no entendía cómo permitían a alguien ebrio en el proyecto, habría que comenzar por evaluar al personal, pensé. No quería hablar con él, me desagradaba su presencia. Carlitos se nos acercó y decidí mejor preguntar por la popular monja.
—Así que va a ser canonizada la madre… ¿Cómo es que se llama? —me dirigí a Carlitos, ignorando a don Rogelio.
—Pues así dicen. Cuentan que durante un temblor se abrirá su féretro y, cuando la encuentren, ella estará intacta, incorrupta, con muchas rosas rojas; ese será el inicio de la reforma de sus enseñanzas que han sido olvidadas por el tiempo. Para nosotros ella es la santa Madre Rosa y se veneramos sobre todo en las aldeas de alrededor.
—Gracias por la explicación —dije sin mirar al anciano, quien parecía esperar entrar en la conversación.
—Usted no es creyente, ¿verdad? —preguntó Carlitos al ver mi cara.
—No —dije sonriendo pues no quería ser pesada.
—¿No cree en nada de Dios o del más allá?
—No, ni en milagros, ni religión, ni muertos. En realidad, no creo ni en los vivos —dije con sarcasmo mientras entrábamos de nuevo a la mansión que muy pronto sería mi casa.
—Pues aquí dicen que ella se aparece por el área y no faltará quien le haga el comentario de fantasmas y muertos que asustan, son cosas de pueblos, por eso yo vivo en el centro, allí no hay fantasmas —dijo bromeando—. Si gusta le presento a los que trabajan en la oficina — añadió cambiando el tema.
—En la tarde, Carlitos. Organice una junta de presentación para después del almuerzo.
—Mire, Brisa —me dijo serio—, antes de que se me olvide y ya que tal vez no debe esperar, al internado viene una persona que no trabaja con nosotros, parece que es una delegada del Ministerio de Cultura, siempre visita el edificio sin permiso. Yo le he explicado que ya no puede entrar, que esto ahora es propiedad de PROE S. A., pero ella no me hace caso, tal vez usted podría lidiar con ella, se llama Marta y lleva el uniforme y el gafete del Ministerio de Cultura.
—¿Es ella? —pregunté al ver a una pequeña mujer que abría la puerta del internado.
—¡Mire qué casualidad! Sí, es ella. Mire qué casualidad. Bueno, pero por ahora, volvamos a su nueva casa —dijo sonriente señalándome la misteriosa residencia.
Capítulo III
Aquella pequeña mujer no paraba de hablar, yo pretendía escucharla, pero mi atención estaba totalmente dirigida a convencerla de que el edificio del internado era propiedad privada, que ya tenía que conocer al personal de la oficina e iniciar mi trabajo. Aparentemente esta señora estaba dando molestias a los empleados con sus constantes visitas a la vieja escuela. Así que entré con ella y le expliqué la política de la empresa en cuanto a las edificaciones por derribarse. Ella muy campantemente me ignoró y actuó como si me estuviera dando un requerido tour.
—Ésta es la recepción —dijo ignorando mis comentarios y con una sonrisita nerviosa que dejaba ver un par de dientes de oro.
Llevaba un apretado uniforme azul. Su apariencia era muy fuera de época, especialmente por su anticuada permanente de cabello.
—¿Quiere verlo por dentro? —me preguntó con cierta picardía infantil mientras sorteaba un montón de llaves que parecían abrumar su pequeña estatura.
—Está bien. —Yo estaba decidida a llevarle la corriente hasta convencerla.
—Éstas serán las últimas visitas antes de que todo sea demolido —suspiró con tristeza.
Reaccionó rápidamente con una recobrada sonrisa y abrió un portón de madera que hacía un gran rugido.
—Como ve arquitecta, éstas no son ruinas coloniales, es sólo un edificio viejo de los años sesenta que solía albergar un internado. Del otro lado de los restos de esa iglesia que se ve allí, donde está aquel campanario, hay verdaderas ruinas coloniales españolas de lo que fuera el convento de monjas original.
Vi los largos y solitarios pasillos que daban a un patio común a través de unos grandes arcos. El jardín estaba totalmente abandonado, lleno de ripio, escombros, maleza y rosas salvajes que se habían apoderado del edificio como si fueran buganvilias.
—Pronto la ciudad será llamada: “Antaño, Patrimonio de la Humanidad”. Yo creo que lo hacen por plata —continuó—. ¡Imagínese! Aquí todo es plata, arquitecta, todo es para que vengan los turistas. La UNESCO nos tiene dando vueltas con eso de preservar las ruinas. Quedan pocas edificaciones coloniales auténticas, de las que guardan tanta historia y leyendas. —Suspiró de nuevo—. Ciudad Antaño De Herradura.
—Yo prefiero Antaño —comenté, pensando en el romanticismo que encerraba aquel nombre y tratando de participar en la conversación.
—Es que Herradura tiene abolengo —continuó—. Era un apellido de mucha clase. ¿Sabe que hoy en día en España dicen que ya casi no hay gente con ese apellido? ¡Y menos con los dos, usted sabe, primero y segundo! Habrá cuando mucho un centenar en todo el mundo. Búsquelo en internet y verá, incluso parece que desapareció el escudo de armas, el escudo familiar, ya no hay rastro de él.
—No sabía —contesté sin interés.
—Bueno, por aquí quedaron todavía unos cuántos con ese apellido, aunque no es gente de mi gusto, si he de decirlo, pero a mí nadie me pregunta.
Marta siguió dando información como una pequeña enciclopedia de la ciudad.
—Marta, siento interrumpirla, pero necesito ver su permiso para venir aquí.
Ella seguía caminando, adentrándose hacia aquellos pasillos misteriosos con olor a mustio y sabor a historia y vidas pasadas. Huellas de antaño. Los corredores contenían nichos con estatuillas de piedra desquebrajadas, algunas decapitadas por los continuos temblores, aunque el último y devastador había sido más de medio siglo atrás.
Marta no contestó y siguió con su monólogo:
—Si aquí tiembla tanto, ¿para qué van a venir los demoledores? Que se esperen un poquito más y el mismo temblor se los lleva —bromeó.
Oí unas voces de lejos y por el eco parecían acercarse. A ratos se desvanecían y luego volvían. Decidí escuchar con atención exactamente de dónde venían.
—¿Oyó usted eso? —le pregunté confundida y sorprendida.
—¿Qué cosa, arquitecta? —respondió extrañada.
—Nada —comenté—. Obviamente Marta no había oído nada.
—Llámeme Brisa—. Decidí no comentar sobre lo que había escuchado.
Seguimos caminando y ella abrió la puerta de una gran sala oscura de grandes ventanales y puertas de madera, cuyo techo era una inmensa cúpula rajada por todos lados.
—Ésta era la biblioteca de las alumnas del internado. Mire cuánto libro viejo hay tirado por todos lados —explicó.
Pasamos a lo que había sido la oficina. Allí había muchas cosas regadas por todos lados. Todo estaba cundido de polvo, había muchos muebles viejos cubiertos con papelería amarillenta, basura y telarañas.
—Yo no soy la indicada para limpiar, ¿sabe? —me aclaró como si yo fuera a pedirle cuentas. Siguió caminando, sonando sus tacones.
—¿Usted tiene su oficina en la casona, arquitecta?
—Sí, es una bella mansión.
—¿Le gusta? Es siniestra.
—Perfecta para vivir —comenté compartiendo sin querer mis intenciones.
—Usted no se quedará a vivir en esa casona, ¿verdad?
No contesté. Tomé algunos libros viejos para hojearlos.
—Hasta aquí llegamos. Veía ahora su celular.
—¿Qué hay detrás de aquel pasillo?
—Nada, pasillos viejos, pero de todas formas no tengo esa llave—. Caminaba hacia el pasillo, buscando alguna que pudiera funcionar. Volví a escuchar las voces, esta vez provenientes de aquel corredor. A ratos parecían cantos, y otras, gritos de niños jugando.
—¿Marta, oye usted lo que yo oigo?
Ella había estado observando mi reacción y pude notar que sí escuchaba.
—Marta —repetí—, ¿oye usted a esos niños?
—¡Niñas! —me corrigió—. Mejor dicho, jovencitas adolescentes. No todos las oyen, ¿sabe? Usted tiene el don.
La miré asustada.
—Son ecos, no se asuste.
—¿Ecos? —pregunté sorprendida y en desacuerdo.
—Ecos del pasado —explicó ahora hablando como chica traviesa—. Es el eco que se queda atrapado a través de los años. A mí me explicaron que es una manifestación acústica repetitiva, energía aferrada a los edificios abandonados a través del tiempo.
—¡Tonterías! Es cierto que en las cúpulas se pueden experimentan fenómenos acústicos inusuales, pero de gente que está en el mismo cuarto en el momento, no del pasado.
—De verdad, arquitecta, dicen que donde han pasado muchos eventos dramáticos queda una energía residual dando vueltas y vueltas como un círculo vicioso —ahora señalaba el círculo del alto techo—. Ahora hasta programas hacen de estos fenómenos, búsquelo en Google y verá que hasta tiene un nombre científico.
—Eso no es científico—. Noté que mi tono era burlón —, es un montón de charlatanería.
Marta me miró ofendida.
—Deben ser niños afuera —comenté para dejar el tema de una sola vez.
En realidad, yo no tenía ninguna otra explicación. Probablemente llegaban los sonidos de niños jugando en los barrios aledaños. Pero Marta no se pudo quedar callada:
—Ah, porque usted es arquitecta con un montón de especialidades según dicen, cree saber hasta de los muertos. Pues yo también soy profesional, trabajo para el Ministerio de Cultura del país, soy empleada gubernamental.
—No quise ofenderla, Marta, es solo que creo que en esta pequeña ciudad abundan las supersticiones. —Ahora mi tono era conciliador.
Hice una pausa para regresar al punto de la visita.
—El hecho es que usted ya no puede entrar al proyecto sin un permiso. Las reglas de la empresa lo prohíben.
—Bueno, ya me voy, tengo que salir a firmar unos documentos —me dijo mientras hablaba al mismo tiempo por celular.
—Yo me quedaré unos minutos más.
Se despidió con una seña y siguió hablando en su celular mientras se alejaba.
Me quedé viendo aquel portón hasta que volvió el silencio, pero un fuerte campanazo retumbó en el lugar haciéndome salir del edificio.
¡Ding!
Cuando llegué afuera, Marta estaba hablando con un muchacho.
—¿Por qué suena la campana? —la interrumpí curiosa y pensativa.
—Son los pájaros. Hay sanates y palomas que hacen su nido ahí. Era obvio que trataba de minimizar su importancia. —Debemos apurarnos.
Me quedé viendo al campanario.
¡Dong! —volvió a sonar.
Vi la hora en mi celular, eran las doce del mediodía.
—¿Ya se fueron todos a almorzar? —me preguntó Sonia, que entraba a la oficina.
Asentí.
—Solo quedamos Carlitos, tú y yo.
—Me parece que tenemos un buen equipo de profesionales. —observó.
La casona vacía se veía misteriosa y siniestra, pero majestuosa. Su encanto era obvio para mí. La señora de aquella fotografía ciertamente no me daba la bienvenida, pero la casa sí; emanaba un magnetismo que me atraía.
—Brisa, por favor, no te quedes a vivir aquí, tú estás muy vulnerable en esta casa, vente a la posada. ¿No te da miedo vivir así? ¿No te dan miedo los… fantasmas?
—Me dan más miedo los vivos. ¿Qué te pueden hacer los muertos? Los vivos sí te pueden hacer mucho daño. Además, hay algo de esta casa que me llama, me atrae, no lo puedo explicar.
Sonia miró alrededor y rodó los ojos para arriba cediendo a la discusión.
—Bueno, si es lo que quieres —dijo rascándose la cabeza—.
Quédate aquí hasta que lleguen con la bola de derribo y tumben estos viejos ladrillos.
—Voy a luchar para que no la derriben, Sonia. Conservarla va en beneficio de la empresa. Será un proyecto muy rentable para PROE S. A. Antaño lo merece —le aseguré.
—Ya veo que no piensas defraudar a Ángela.
—Claro que no. ¡Dormiré en la posada hasta que me alisten el lugar, que será máximo en una semana, ¿no es así, Carlitos?
Asintió.
—Ah, me olvidaba, ¿quién es el anciano que ronda los alrededores? ¿Qué trabajo hace? ¿Es algún trabajador o peón? —Omití mencionar que estaba ebrio.
—No sé de quién me habla. ¿Por qué? ¿Necesitaba algo?
—Olvídelo, no es importante.
Nos subimos al auto y Carlitos nos dejó en la posada para almorzar.
En la tarde conocí oficialmente al resto del personal. Contábamos con algunos jóvenes arquitectos que hacían interinatos y ayudaban con los planos de las calles. También como parte del equipo estaba José Peña, ingeniero civil de PROE S. A. y coordinador las demoliciones. Era un hombre callado e introvertido. La sección de contabilidad estaba muy bien situada en lo que hubiera sido el comedor de la mansión. La cocina y el área de servicio eran para el uso común.
Al cabo de unos días, la mansión se encontraba lista para recibirme y me mudé. Carlitos había limpiado y adaptado el segundo piso como mi apartamento. Se improvisó un sistema de luz eléctrica que iba desde el primer piso, ya que los conductos para la electricidad estaban completamente inservibles. En el primer piso había siempre mucho tráfico de trabajadores, pero al subir, era como entrar a otro mundo, a otro tiempo. Si bien es cierto que la mansión podía ser siniestra, también era enigmática, tan señorial. Dejé en mi habitación algunas de las pinturas antiguas originales. Lo único que pasé al último cuarto, el cual designamos como bodega, fue aquel cuadro funesto de la señora Delfina de Herradura. No quería aquella presencia en mi habitación.
Las noches eran muy ruidosas porque la madera de la casa tronaba continuamente y había pequeñas ventanas rotas que dejaban entrar el chiflón por distintos lados. Me tomó toda una semana acostumbrarme a los distintos ruidos, pero para mi sorpresa, y a pesar de todas las advertencias de Sonia, no había visto ningún fantasma o nada sobrenatural. Tenía que admitir que muchas veces oí pasos nocturnos como si alguien bajara las gradas y otras bajé a indagar si había alguien, pero todo estaba siempre muy bien cerrado y con llave. Tenía siempre en cuenta la cantidad de microsismos que experimentábamos diariamente en el área con tanta falla sismológica. Yo no era una persona que me iba a dejar influir por ese tipo de tonterías y, como nadie de la oficina tenía acceso al segundo piso, tenía toda el área para mí sola y cada día me sentía más como en mi propia casa.
Luego de dos semanas de vivir en aquella mansión, tuve que volver a la ciudad. Todos los lunes a partir de ese día tendríamos nuestra reunión semanal en la oficina para que el equipo completo estuviera al día del avance del proyecto y resolver problemas que se presentaban durante la operación.
La sesión de ese primer lunes fue bastante corta y me decidí a estar de regreso en Antaño antes del almuerzo. Era la primera vez que iba a conducir sola de la ciudad al proyecto en mi propio auto, pero, por alguna razón que no entendía, estaba muy contenta de volver a mi trabajo y a mi vida en la casona.
Capítulo IV
El retorno de la capital a Antaño se estaba complicando por un montón de pequeños desvíos y un tráfico apabullante. Luego de un par de horas de recorrido, recibí una video llamada de Ángela.
—La reunión de hoy se alargó mucho y no dio tiempo de hablar del otro proyecto que quieres proponer que reevaluemos. El de no demoler todos los edificios. Brisa, habrá que dejarlo para después. Por otro lado, no me convenzo de que vivas en esa vieja casa, yo sé que te encanta, pero tenemos que hablar de eso. Por cierto, no quise preguntarte delante de la gente, pero ¿cómo vas con lo demás? ¿Has estado bien? —Yo sabía a lo que se refería. Me sentí abochornada por su pregunta, pero logré responder con cierta confianza.
—Sí, Ángela, súper bien, despreocúpate. Te dejo, ya voy por el desvío mayor.
—Está bien. Chao.
El tráfico estaba muy confuso, así que me puse a dictar unos correos por celular e hice mis citas del día, cuando entró una llamada de Sonia.
—¿Diga? —contesté desganada pensando que necesitaba un descanso de ella.
—Veo que ya no me necesitas porque ya te entregaron tu auto.
—Así es, Sonia, pero agradezco que me hayas acompañado en las otras visitas.
—¿Para qué vas a Antaño? Este fin de semana es feriado, no habrá trabajo. No quiero parecer metiche, pero...
—Sí eres metiche. —Bromeé. “A veces imprudente”, pensé, pero no lo comenté—. Quiero conocer más Antaño yo sola, sentir el alma de la pequeña ciudad. Hablamos después.
Colgué y apagué mi celular.
Desaceleré y bajé la ventanilla para preguntarle a alguien que pasaba por ahí por qué había tanto tráfico.
—Pavimentaron una gran parte de la autopista y no se puede pasar —me informó un extraño.
—¿Qué camino tomo ahora? —le pregunté a un policía de tránsito que daba instrucciones.
—Vaya hacia la derecha y después del desvío encontrará unas cuestas, unas bajan a la costa y las otras siguen hasta Antaño y otros pueblos de las montañas —me contestó apresurado—. Siga el tráfico.
Los autos levantaban el polvo y vetaban la visibilidad de un estrecho camino de tierra donde buses y camiones pesados pasaban en ambas direcciones a gran velocidad. Me empezaron a sudar las manos, mi respiración se fue haciendo más rápida y el corazón me comenzó a palpitar cada vez más fuerte mientras recorría subidas y bajadas repentinas que aparecían de la nada.
Seguí así un par de horas, y de un momento a otro me di cuenta de que yo era la única viajera que quedaba en esa carretera de curvas y polvo. Bajé una empinada cuesta a toda velocidad, no por decisión propia sino porque el carro no me obedecía, ya no podía controlarlo. Traté de frenar desesperadamente, el polvo no me dejaba ver prácticamente nada y, para empeorar las cosas, ahora el día se había puesto gris y nublado. Supe que iba inevitablemente hacia abajo, hacia un abismo. Cerré los ojos y, de pronto, todo se detuvo, como si hubiera bajado y luego subido una montaña rusa. Pero una montaña de arena. Sentí cómo me soterraba en un paredón de tierra en medio de un silencio total y me quedé inmóvil.