Kitabı oku: «Tan cerca que no se mira», sayfa 3

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Trataba de respirar, de recobrar el ritmo en mi respiración, abrí los ojos y mi jadeante aliento fue normalizándose muy lentamente. No podía ver nada, todo era blanco. De repente, un toquido somató mi ventana. Era un bulto blanco. ¿Será un hombre? Un fuerte golpe rompió el vidrio y me encorvé para cubrirme la cara.

—¿Está bien, señora?

—Sí.

—¡Cami —le gritó a alguien que estaba en otro carro—, no te salgas del auto!

Pude ver a un hombre que ondeaba los brazos hacia la carretera pidiendo ayuda, pero no había nadie más. No venían más autos.

—¡Señora! —gritaba el hombre mientras abría la puerta de mi auto con fuerza y me desabrochaba el cinturón de seguridad.

Abrí los ojos.

—¿Está usted bien? —me preguntó con el celular en la mano y casi al mismo tiempo comentó—. ¡Mierda! Para variar no hay señal.

Yo estaba anonadada, no podía entender qué estaba pasando.

El hombre se me acercó más.

—¿Está usted bien? —repitió mientras me revisaba.

Asentí con la cabeza.

Él estaba todo cubierto de polvo, escupía arena y tosía sin parar. Yo me incorporé y respiré profundo, aunque en vez de aire, sólo respiraba arena.

—Estoy bien, creo que solamente me dio un ataque de pánico. No podía ver nada y tomé el desvío equivocado, la pendiente se hizo imposible y el auto no me respondió.

—Estoy tratando de pedir una ambulancia, pero no hay señal en esta parte de la montaña.

—¡Mi celular! —estiré la mano dentro del auto—. ¡Tengo que llamar a la oficina!

—Ya le dije que aquí no hay señal.

—Pero tengo que avisarle a mi jefe o al arquitecto Calderón —miraba confundida la empinada en donde me había atascado—. Miré hacia arriba y pensé: ¡Gracias a Dios me topé con esa montaña de tierra.

—Es para los buses y camiones que pierden los frenos. Es una rampa de emergencia, ésta no es una ruta para cualquiera. Venga y la llevo.

Con la ayuda de él, me subí a su auto. Estaba sucio y lleno de polvo, pero no por el momento, pues era un Jeep de trabajo.

— Siéntese atrás —me ordenó.

—Camelia —se dirigio a la niña que estaba en el asiento delantero—, la señora vendrá con nosotros.

—Me llamo Brisa —dije forzando una sonrisa, todavía sin aliento.

—Si no fuera por esta rampa de emergencia estaría usted muerta. La llevaré a un centro de salud.

—No se preocupe, estoy bien. ¿Estamos lejos de Antaño?

—Realmente no, éste es un desvío usado solo por locales, es una bajada muy empinada y peligrosa para quienes no conocen el lugar.

El auto tenía una radio y el hombre hablaba por ahí con autoridad, como dando órdenes. Pidió que alguien viniera a recoger a la niña y explicó que se le había presentado un imprevisto.

—Voy a tener que mandar a recoger su auto —me informó—, seguramente perdió los frenos.

Se quitó el sombrero, se sacudió el polvo de su pelo liso, alborotado, tomó un poco de agua y la escupió afuera, limpió sus lentes de sol y dejó ver unos increíbles ojos avellanados y expresivos. Me pareció familiar. Se hizo para atrás para abrir mi ventana y logré sentir su aliento muy de cerca.

—¿Disculpe, quiere? —preguntó extendiéndome su botella de agua.

—Sí, muchas gracias por ayudarme —le dije mientras él me veía por el retrovisor.

Su mirada me empezó a parecer más familiar, era como un déjà vu.

Guardé silencio unos minutos. ¿Conocía a aquel hombre? Mi mente no discernía mucho en ese momento. Me sentía aturdida.

Cada minuto que pasaba, revisaba si mi teléfono tenía señal para llamar a Ángela, pero nada, era imposible. Miraba por la ventana mientras nos íbamos acercando a Antaño y, cada vez que movía la vista, los ojos de ese hombre se cruzaban accidentalmente con los míos a través del retrovisor.

—Yo la conozco —dijo él finalmente.

—Yo también creo lo mismo.

—La conocí una vez en la capital en una cafetería cuando un hombre le hacía muchos reclamos. ¿Venía hoy huyendo de alguna amenaza como aquel día en el café? —preguntó con ironía, aunque su intención parecía ser cortés.

—No —sonreí—, solamente me desubiqué. Y por favor, ya puedes tutearme.

—¿A dónde vas en Antaño?

—A la posada “Los Arcos”, ¿sabes dónde es?

—Sí, allí nos quedamos Cami y yo cuando andamos por aquí, por esta ciudad.

—Ah, ¿es que no son de aquí?

—Vivimos en la Finca “Camelia” —dijo la niña. —Se llama “Camelia” como yo, aunque todos me dicen Cami. Eso queda en el pueblo de Palmas Rojas. ¡Tenemos muchos caballos! —añadió entusiasmada.

—¿De verdad? Cuéntame más —trataba de ser condescendiente con aquella niña como de siete u ocho años, aunque para decir verdad, yo nunca había sido muy buena con los chiquillos.

El hombre nos miró con seriedad y nos pidió que nos abrocháramos bien los cinturones.

—¿Sabe usted que en Antaño espantan? —me preguntó la niña cambiando de tema—. Lenguaje para una niña de 7 u 8 años? “Dicen que los conquistadores españoles, las monjas y los padres que vivían en los conventos espantan. En el día no salen para no dar miedo a los turistas, pero en la noche sus almas caminan por las calles.

—Disculpe —dijo el hombre al escuchar lo que la niña decía. Mi nombre es Sebastián Salguero.

—Brisa Murillo.

—¿Como Brisa de mar? —preguntó Cami.

—Sí —dije sonriendo.

—¡Tenemos muchos caballos en la finca para montar! Mi yegua se llama Princesa. ¿Le gusta montar?

—¡Me encanta! —dije un poco más cómoda de tener algo en común de qué hablar con una nena. Ella volvió a ver a su papá y le dijo con excitación:

—¡Tenemos que llevar un día a Brisa a montar mi yegua!

—Ya veremos, Cami —contestó pacientemente.

Ella continuó charlando.

—Bueno, Brisa, si bajamos por aquel camino en una hora estamos en el mar, pero si seguimos hacia las cumbres, en una hora estamos en México. ¿Verdad, papá?

—Sí, Cami, Antaño está muy cerca de la frontera.

—Si usted es turista, le va a encantar Antaño. ¿Ve aquella gran roca que esta allá casi en la entrada de la ciudad? Pues esa es la monja Madre Rosa, ¿verdad, papá?

—Es solo una roca, Cami.

—Dicen que ella va a ser la santa del pueblo —continuó—, y que cuando eso suceda la encontrarán como dormida llena de rosas al abrir su féretro. Lo que no sé es por qué lo van a abrir.

—Dicen que se abrirá con un temblor, pero es sólo una leyenda, Cami, ya te lo expliqué.

—Pero hay gente que de veras le reza y le lleva rosas. Nanita le pide milagros porque ahora es “beyata”.

—Beata —corrigió él—. Respira, Cami, hablas muy rápido.

Asentí a su explicación, pensativa y ya un tanto más interesada. Era una historia intrigante para los turistas, como decía Sonia, tal vez era buena idea aprovecharla en el lanzamiento del proyecto. Pensé que ya iba siendo tiempo de que le pusiera más atención a la historia de esta monja, la Madre Rosa. Por lo visto los locales y gente de los alrededores la honraban vehementemente. En el fondo los envidiaba. ¡Cómo me hubiera gustado creer en algo o en alguien ‘divino’ para defenderme mejor de mis inseguridades y mis momentos de desgracia, para sentirme que no estaba tan sola! ¡Cómo hubiera deseado tener fe! Lastimosamente estaba convencida que eran tonterías de pueblo.

—¡Papi, enséñale a Brisa cómo la cuesta lo engaña a uno! ¡Vas a ver que espantan, Brisa! —volteó a decirme.

Él hizo una mueca de impaciencia y me miró casi disculpándose.

—¡Para el auto! —gritó la niña emocionada.

Él obedeció, puso el freno de mano y el auto comenzó a retroceder para arriba en plena bajada.

Yo palidecí. Era como si hubiésemos entrado a otra dimensión. Cami me miraba emocionada esperando mi reacción.

—¿Viste que sí espantan? —dijo riendo—. Papá dice que son fuerzas electrométricas.

—Electromagnéticas —la corrigió.

Seguimos nuestro camino en medio de aquellos rosales silvestres de color rojo rubí, escuchando a la niña hablar casi sin respirar.

Al fin llegamos a la posada, entramos al lobby y nos pidieron esperar en el jardín.

—Te compraré un helado, Cami. ¿Usted quiere una cerveza? —preguntó Sebastián.

—Sí, gra… No, mejor una soda—. Él hizo la orden y se sentó a mi lado mientras Cami jugaba en los columpios.

Yo estaba inmóvil, pero muy inquieta por dentro. Me perturbaba la presencia de aquel hombre. No podía creer lo que estaba sintiendo por dentro. Aparentemente me gustaba, y mucho.

El sentimiento me tomó por sorpresa; nunca había vivido esa sensación de reaccionar ante otro ser humano como si lo conociera desde siempre. Sus ojos tenían algo y ahora parecían haber cambiado de color, se veían un poco más café. ¿Cambiaban de color? Él me miraba con seriedad mientras bebía su cerveza, y yo sentía que seguía en el auto en esa bajada estrepitosa que desafiaba la gravedad. Era como si su mirada me mandara por una caída libre vertiginosa, pero al mismo tiempo me impulsara hacia arriba al punto más alto. ¡Qué tontería de emociones y que cursilería me traicionaban últimamente! Me sentía tan vulnerable que no confiaba en nada de lo que sentía. Sebastián hablaba con el mecánico y arreglaba que fueran a recoger el carro a la carretera.

Me dio un nombre y un teléfono.

—Traerán tu carro aquí, ponte de acuerdo con ellos.

—De veras no sé cómo agradecerte.

—¿Trabajas cerca de ese bar en el que ese hombre te llegó a molestar?

—Sí, en una oficina muy cerca, ¿y tú?

—No, yo no soy citadino. Hay una firma de abogados por allí cerca y en Palmas Rojas, de donde vengo, no puedo hacer mis cosas legales. En mi pueblo sólo hay campo, plantaciones y ganado.

De repente, sentí que alguien me tocaba la espalda.

—¡Sonia! ¿Qué haces aquí? ¿No dijimos que te quedarías en la ciudad? ¿Cómo llegaste a Antaño antes que yo?

—Decidí sorprenderte porque estaba aburrida en la ciudad. ¿Por qué tardaste tanto?

—Tuve un pequeño percance. Él es Sebastián, me dio un aventón porque se me quedó el carro en una pendiente.

Ella lo vio y lo saludó con una sonrisa. Él condescendió cordialmente.

Se levantó para despedirse.

—¡Cami, nos vamos! —dijo él algo incómodo. Se notaba que era algo torpe socialmente.

—Muchísimas gracias de nuevo, no sé cómo agradecerte.

Él sonrió por compromiso y con aires de tener prisa.

—¿Papi, podemos llevar a Brisa un día a la finca a conocer mis caballos?

—Tal vez —dijo él por salir del paso y se alejó colocándose de nuevo su sombrero.

—¡Qué papasote! —exclamó Sonia viéndolos salir—. ¡Es guapísimo, hosco y muy masculino! Un poco serio, eso sí.

Sonia ya lo había analizado y yo quería cambiar la conversación.

—Tenía la camisa muy arrugada, el pobre no ha de tener quien se la planche. ¿Te gusta planchar Brisa? —bromeó.

Meneé la cabeza un poco disgustada por sus bromas.

—¿Viste cómo te miraba? Hablando de la atracción electromagnética que tanto mencionan aquí, ¿sabes cómo se veían?

No contesté porque sabía que ella continuaría.

—Como si entre ustedes hubiera una verdadera y estrecha relación, una cosa como entre electricidad y magnetismo, una fuerza que altera la realidad, el sentido común. ¿Qué te parece mi analogía científica? Yo lo investigué y, ¡vaya que esta tierra es extraña!

—Estás hablando tonterías, Sonia.

Me miró sonriente y me hizo bajar la guardia.

—Perdona, tienes tus cosas simpáticas, pero la situación vivida me dejó con las piernas flaqueando.

—Será el haber conocido al mango ese —volvió a bromear como si adivinara mis pensamientos.

—Creo que necesito una copa de vino.

Sonia me miró con sorpresa y reproche.

—Bueno, me voy a casa, necesito descansar.

—Aquí estaré si necesitas compañía, Brisa. Llámame si no puedes dormir en la casa de los espantos.

Tomé un mini taxi hasta la casa. No puede evitar observar aquel hermoso caballo que jalaba el pequeño carruaje. Pensé en la conversación con Cami sobre su yegua. ¡Yo amaba los caballos desde muy niña! Me instalé inmediatamente en mi cuarto y traté de encender la chimenea, pero el humo se regresaba hacia afuera, a la sala. ¿Cómo podía ser? Estas chimeneas tipo español eran siempre muy eficientes. Esparcí los leños y la apagué. Desistí de hacer un fuego en mi cuarto. Miré hacia el convento y al campanario tratando de procesar tan caótico día hasta que sonó mi teléfono. Era Sonia de nuevo.

—Dime.

—¿Te llegó el auto?

—Todavía no, voy a descansar ahora, ¿OK?

—¿Quieres que te lo lleve el guapo ese? —preguntó ella ajena a mi queja.

—Ya Sonia, déjalo. Ni siquiera me pidió mi teléfono.

—¡A mí sí! —dijo traviesa.

—¿A ti?

—Tu número, no el mío. Y no me lo pidió él, sino la niña. Dijo que te quiere enseñar unos libros y una colección de rosarios que tiene de la Madre Rosa.

—Adiós Sonia.

Bajé a la oficina, saqué la media botella de licor que llevaba en el bolso y la puse en la mesa momentáneamente. Necesitaba un trago, sólo uno para relajarme. Miré la botella debatiendo mi próximo paso. No lo podía hacer, no podía hacerme eso ahora a mí misma. No podía fallar en mi trabajo. Me levanté, tratando de pensar en otra cosa. Tomé la botella y me quedé viendo a la gran chimenea de la sala. Su construcción era muy interesante, masiva por fuera, pero el ingreso al hogar y cenicero disfrazaban su tamaño real. No se veía usada como la de mi habitación. ¿Será que no funciona? Orillé la ceniza con un cepillo y metí la mano hacia los ductos, palpé la vieja pared y noté que la cámara que daba al conducto de humo era diferente: la campana tenía poco hollín, un ángulo poco usual y unas denticiones que parecían peldaños que subían. No podía ver bien, estaba muy oscuro. Jalé mi botella y me dispuse a esconderla ahí donde nadie la viera, pero que al mismo tiempo tuviera fácil acceso.

—Aquí estarás bien resguardada y a la mano —le dije a la botella como si se tratara de una amiga o de mi oso de peluche.

Subí la mano para colocarla en la primera hendidura que encontrara. “¡Al fin!” La empujé un poquito, pero para mi sorpresa se cayó para atrás. Oí el eco del vidrio descendiendo en algún lado, lejos de donde yo estaba… pero ¿dónde? ¡Con razón no funcionaba la chimenea! Iluminé el conducto de humos con mi teléfono y le tomé unas fotos. Estaba abierta la compuerta reguladora del tiro. Tal vez podría componerla. ¡Era una chimenea tan señorial! Ameritaba el trabajo.

Tomé más fotos del hogar y del pecho frontal en el exterior para examinarla después. De pronto, el timbre del celular interrumpió mi aventura. Era un número de teléfono desconocido.

—¿Aló?

—Brisa, es Cami. En la finca tengo un rosario que usé para mi primera comunión y unos recortes y unas leyendas de la Madre Rosa. ¿Te acuerdas de la monja dormida? Cuando vengas a la posada o a la finca… además, tengo estampas de caballos de to…

—Disculpa, Rocío —la interrumpió su papá, quitándole el teléfono—, pero Cami ha insistido…

—Brisa —corregí.

—Cami es muy entusiasta —se disculpó.

—No, está bien, la nena me puede llamar cuando quiera —mentí. Era una niña muy carismática, pero yo necesitaba terminar el día.

—¡Camelia, deja descansar a la señorita! —le dijo a la niña antes de volver a mí—. ¿Te llegó tu carro?

—Todavía no.

—Bueno, ya que Cami llamó, aprovecho para decirte que no le vayas a pagar al mecánico, yo ya le pagué. Es solo un comentario para que no cobren de nuevo.

—¿De verdad? ¡Qué pena! ¿Cómo y cuándo podré devolverte el dinero?

—No hay pena, algún día será, si no, es cortesía de “Finca Camelia”.

—Pero… —traté de seguir la conversación, pero él ya había colgado.

Me quedé pensando sobre los extraños encuentros que había tenido con aquel desconocido y decidí solamente descansar en lo que quedaba del día. Había sido una jornada muy aparatosa. Al día siguiente repondría mi botella.

Capítulo V

Me puse mi casco, mis botas de trabajo y el cinturón de cuero donde llevaba mis herramientas de uso diario para dar mi ronda de las mañanas. Tenía muchos trabajadores y equipo pesado despejando las áreas de acceso y sacando ripio del terreno de allá abajo, de la hondonada. Ya se había derribado el cincuenta por ciento de las pequeñas viviendas. Los que manejaban las grúas movían la tierra y el ripio desde muy temprano en la mañana. Durante mi recorrido, encontré a don Rogelio, el anciano que había visto antes, con unas cabras.

—Las subí para acá, seño, porque por allá abajo ya están moviendo las tierras, pero si usted no lo permite…

—Está bien —interrumpí distraída.

—La vieja iglesia del convento —se remonta a los tiempos de la Madre Rosa.

—¡Otra vez este anciano!

—¿Usted siempre ha trabajado aquí? —pregunté algo molesta pensando en delatarlo de una vez por todas.

—Sí, seño, yo nací aquí, aquí mismo en esta tierra —dijo con una sonrisa orgullosa. —Mi padre fue el capataz de la finca hace mucho tiempo, cuando yo era pequeño. Vivimos aquí hasta que murió el buen patrón y doña Delfina ya no nos quiso y nos mandó para abajo, al caserío aquel donde vivían los peones, el que acaban de demoler las grúas.

—¿Doña Delfina?

—Sí, doña Delfina de Herradura, la que quedó al mando de todo esto cuando se murió el patrón. Era una señora muy mala.

La recordé en aquel horrible retrato de mujer que tuve que remover de mi habitación. La última ocupante de la mansión. Lo miré interesada, pero sin decir nada. No le quería dar confianza ni mucha plática.

—Era la abuelastra del niño Juancho y niña Lucía. Jugábamos juntos y me trataban como un amigo igual a ellos. Sara también jugaba con nosotros y a ella también la trataban como igual.

No parecía estar tomado. Desistí de mi idea de delatarlo en la oficina.

—Ya que usted es de aquí, seguramente sabrá decirme qué hay con todas esas entradas a subterráneos tapados. ¿A dónde van? —sin darme cuenta yo había prolongado la conversación.

—A todos y a ningún lado, eran pasadizos secretos. Esta pequeña ciudad está construida sobre otra subterránea, hay muchos sitios coloniales bajo tierra, hemos vivido muchos terremotos.

—¿Aquí todos saben que usted bebe? —le pregunté curiosa sorprendiéndolo.

Miró hacia abajo.

—Mire, seño, cuando uno tiene un problema con la bebida todos lo saben, el último en darse cuenta de eso es uno mismo —me lo decía sin mirarme.

Volví a ver hacia las entradas subterráneas. Él siguió con sus comentarios y preguntas.

—¿Van a desaparecer las entradas a las catacumbas, seño? ¿Las van a dinamitar?

—No, estos pasadizos no estorban, no interfieren con la nueva construcción. En esta área no habrá mayores edificios, es la entrada de la urbanización y la garita —le dije mientras me imaginaba cómo quedaría todo aquello cuando ya fuera un hecho: Cumbres de Antaño. Pensé en cómo le daría el uso adecuado a la mansión y las ruinas coloniales.

¡Cómo me gustaría llevar a cabo mi proyecto! Salvar los edificios…

—¿Allá abajo habrá más demoliciones?

—No habrá mayor excavación de la que ya se hizo allá en esas casas donde usted vivía, aquí en el internado y tal vez el viejo convento. La verdad, espero que se salve gran parte.

¿Por qué le estaba dando explicaciones? Descubrí que tenía sentimientos encontrados con respecto de aquel señor. Por ratos yo respondía a su charla, por ratos me molestaba. Claro, yo tenía últimamente sentimientos polarizados con casi todo. No sabía ni lo que quería ni qué buscaba; de momento, lo único concreto en mi vida era Cumbres de Antaño. Era lo único que sabía con seguridad. Eso lo podía controlar.

Me apresuré y me dirigí hacia la casona, pero él me siguió con su charla.

—Quedarán soterrados muchos secretos, ya no tendrá por dónde deambular la seño Sara.

—¿Sara? —No me quedaba más que conformarme con la conversación. Era la segunda vez que mencionaba aquel nombre. —Ya que tiene tantas ganas de hablar, don Rogelio, cuénteme de ella.

—Era una joven que vivió aquí hace muchos años. Yo creo que la Madre Rosa sí le concedió su milagro a ella, así que yo estoy esperando el mío. No se debe perder la fe.

Lo miré curiosa.

—Que me quite la bebida, seño…

—Don Rogelio —dije tratando de sonar paciente. Su presencia me inquietaba, pero igual le ponía atención—. ¿A usted quién lo contrató?

—Cuando quiera saber más de quienes vivieron en esta casa, le cuento todo, seño —dijo ignorando mi pregunta.

—Con permiso, seño —dijo alejándose de allí.

—Brisa —me llamó Carlitos a unos cuantos metros—, al ingeniero Peña le urge que mire estas fechas y que evalúe estas gráficas. Ya empezamos a sacar el ripio de allá abajo del río con la pala excavadora y los camiones. La demolición de las casitas ya va viento en popa.

—Está bien, bajaré tan pronto pueda.

—Le da lástima, ¿verdad? —preguntó Carlitos, de la nada.

—¿Qué cosa?

—Demoler todas esas ruinas.

—Usted es un sentimental —bromeé—. Revisaré todas las ruinas para evaluar los niveles de precaución que debemos tener y crearé un protocolo de grietas. Ya debemos ir cercando el área.

—Bueno, tenga cuidado.

—¿Con las ruinas?

—No, con los rosales y las espinas que andan regadas por todos lados. Los rosales secos dejan muchas espinas alborotadas. Por si no lo sabe, éste es el área donde más rosas crecen en todo Antaño, específicamente por aquí por las ruinas. Dicen que porque aquí está enterrado gran parte del convento original de la Madre Rosa. Además, porque aquí mismito murió y se le enterró.

Caminé por las ruinas y vi que la iglesia y el campanario conservaban gran parte de su estructura intacta, e incluso mantenían la gran campana original de bronce. Era definitivamente barroca. Los cimientos eran enormes, había muchos arcos erguidos sin paredes, y era difícil creer que unos temblores hubiesen sido capaces de derribar aquellas monumentales paredes. Tenían que haber sido sismos de más de ocho grados para haber sacudido tremendas construcciones. Esperaba que no se repitiese algo así durante mi estadía en Antaño.

Unos gritos me sacaron de mi contemplación y, al mismo tiempo, recibí un mensaje de texto de Carlitos: Accidente en una de las grúas. La necesitamos.

Bajé corriendo lo más rápido que pude, pero el lugar del accidente no estaba tan accesible. Al fin logré llegar al sitio unos diez minutos después. Una retroexcavadora se había dado vuelta y un trabajador estaba mal herido.

Llamé inmediatamente a una ambulancia; ya los trabajadores se estaban aglomerando para ayudar al herido mientras los socorristas se aparecían. Pude ver de lejos que una mujer desconocida que parecía religiosa le sostenía la cabeza mientras los demás le daban primeros auxilios. Para entonces ya se acumulaba mucha gente alrededor del herido. En cuanto llegué al lugar empecé a dispersarlos para que le dejaran espacio y no estorbaran.

Finalmente se aparecieron los paramédicos y nos informaron que se trataba de una situación delicada. Busqué a la religiosa que lo había estado ayudando para que hablara con los socorristas, pero no había rastro de ella por ningún lado. Vi cómo lo levantaban en una camilla, lo colocaban sobre una pila de ladrillos cercana y le ponían una capa de pétalos de rosas rojas sobre las heridas supurantes.

—Va a estar bien —dijo Carlitos—, ya se lo encomendaron a la Madre Rosa.

Miré alrededor tratando de entender lo acontecido.

—¿Conoce usted a la mujer que lo atendió?

—¿Mujer? Usted es la única mujer en el área.

No había tiempo para más preguntas. Todos andábamos alterados por lo ocurrido. Volteé a ver esas ruinas guardianas de secretos y me di cuenta de que se me iba a hacer sumamente difícil derribarlas; mi única esperanza era que me aprobaran el anteproyecto de salvaguardar la mansión y las ruinas.

Un número desconocido llamó a mi celular y por un momento pensé que podía tratarse de Sebastián. Fue un pensamiento muy tonto, era Peña.

—Voy para allá ingeniero, deme unos minutos.

José lamentó el imprevisto con un tono muy reservado, propio de su personalidad, y me pidió que recorriéramos el terreno. Evaluamos las etapas de la demolición y me explicó que, para el momento, ya habíamos concluido la fase número uno de las casitas de abajo. Era una demolición mecánica bastante fácil.

—Los topógrafos están listos para entrar en cuanto se limpie todo el ripio y nivelemos. Creo que les daré un reentrenamiento a los de las grúas.

—De acuerdo. Urge revisar los protocolos de cautela. No podemos tener otro accidente. Al nomás terminar el reentrenamiento podemos empezar a canalizar la segunda etapa. Ya sabe que no vamos a tocar las ruinas, ¿verdad? Estoy haciendo un protocolo de grietas y daños en ellas así que prohíba el paso hacia allá, por favor. Estoy tratando de salvar lo que queda para usarlo como salón de eventos y bodas campestres. Me aseguré de llevar conmigo un mini equipo básico de herramientas de arqueología, en mi cinturón.

Él me miró interesado.

—Qué bueno saberlo. Me habían dicho que se botaría todo.

—Me voy a la oficina, me esperan para unas firmas —concluí.

—La acompaño —En ese momento sonó de nuevo la campana de la iglesia. Lo miré curiosa.

—Suena sola —comenté con una inquieta sonrisa.

Él no comentó. Aparentemente no se había percatado.

Entramos a la casona juntos y, justo en ese momento, hubo un pequeño temblor y pasó rápido, pero luego vino uno muy fuerte que hizo mecer el candelabro como un columpio.

—Pareciera que la casa hablara, ¿no cree, ingeniera? —me preguntó viendo mi reacción al temblor.

Y agregó bromeando:

—Pareciera decir “Váyanse de aquí”. Por eso para mí es blanco de demolición, esa es mi profesión así que no me ponga nada enfrente porque lo derribo. De hecho, hasta el mismo alcalde dice no querer ningún vestigio de estas construcciones en el área.

—Eso está en discusión —le recordé.

—¿Está segura de que esta casa tiene buenos parámetros de construcción estructural? —preguntó con la vista fija en el candelabro. Tengo la impresión de que podemos llegar a conocer lo que es un verdadero terremoto durante nuestra estadía aquí. Ojalá esté equivocado.

—Pues mire usted todos los años que ha aguantado —respondí admirando la construcción.

Capítulo VI

Pablo, el alcalde, iba al proyecto por lo menos tres veces por semana. Tenía un porte muy varonil, aunque no cuidaba bien su figura ni poseía una buena postura, era atractivo, pero yo nunca podía poner el punto en qué era lo que me desagradaba un tanto de él. No pasaba de los cuarenta años. Tal vez no era su físico, lo que no me gustaba, pues era alto, de cabello crespo y ojos negros grandes risueños. Su piel era morena bronceada. Tenía un aire muy pueblerino que a veces pareciera que deseara esconder bajo vestimenta urbana que siempre dejaba ver la marca de las prendas. Sin embargo, su ostentoso reloj dorado y la cadena gruesa de oro que siempre llevaba en el pecho contradecían su esmero por parecer más sofisticado. Su sonrisa era amplia y chabacana, sobre todo cuando fanfarroneaba. Era un entusiasta del complejo y de las demoliciones, le gustaba estar al tanto de cada pequeño detalle como niño con juguete nuevo y a veces hasta daba la impresión de que su trabajo en la alcaldía no requiriera de tanta atención.

Salimos de la mansión, de una junta de trabajo Pablo, Carlitos y yo.

—Cada vez se está haciendo más pesado el asunto con el dizque heredero de la familia Herradura. El tipo está pidiendo la custodia de Juancho Herradura, dice que es su tío —se quejó Carlitos.

—¿Custodia de qué? No entiendo por qué el señor Herradura necesita custodia y qué tiene que ver eso con nosotros. Sé que no es mi problema, pero me gustaría que me lo explicaran.

—Es una larga historia Brisa —dijo el alcalde.

—Son pequeñas, pero molestas complicaciones, gajes del oficio. Es un viejo parapléjico con algún tipo de senilidad, pero su guardián legal estaba de acuerdo con invertir todas estas tierras en el proyecto.

El detalle es que dicho guardián ya falleció y, aunque dejó todo firmado y en orden, ahora se presentó otro familiar reclamando la representación legal y quiere cambiar los acuerdos firmados anteriormente. De plano ese hombre lo que tiene es interés en la plata del tío. Usted sabe cómo son las familias ricas y los herederos que aparecen de última hora.

—Es un tema delicado. Además, eso me lleva a otra cosa que quiero preguntarle directamente, Pablo: ¿ya tenemos el permiso de la ciudad para disponer de estas ruinas?

—¡Claro, yo soy la ciudad! —aseguró bromeando y acercándoseme demasiado como si flirteara conmigo. Carlitos no se dio por enterado, era muy discreto.

—Mira, Brisa, tú sigue con lo planificado, que vas muy bien. Ángela se encargará de todos los problemas legales con los abogados de la ciudad.

—Bueno, si alguien conoce este tipo de líos eres tú —

Caminé hacia el internado y de pronto vi a Marta acercarse al edificio con prisa.

—¡Marta, no puede entrar más a la escuela, ya se lo he dicho! ¡Se están haciendo las señalizaciones para la demolición y no se le permite entrar a ningún trabajador!

—Lo siento, arquitecta, yo tengo órdenes del Ministerio de Cultura, de preparar mi reporte. Necesitamos ubicar claramente los sitios arqueológicos y, aunque la escuela no sea sitio arqueológico, puede salvaguardar objetos antiguos o reliquias que pertenecen a la ciudad.

—¿El alcalde sabe todo eso que usted me dice? Voy a llamarle a constatar.

—Por supuesto, mi oficina en la alcaldía está cerca de la de él, aunque yo doy cuentas directamente al ministerio, no a la municipalidad.

—Pero es solo una escuela vieja de los años sesenta, no es colonial —dije señalando el viejo edificio—, ¿qué puede haber de interés ahí?

—Mire, arquitecta, esta situación es delicada y usted es fuereña. Hay que establecer qué queda de las ruinas coloniales porque, aunque el alcalde dice que son propiedad privada, el ministerio tiene que establecer si la ciudad tendría que reclamarlas y, de ser así, dejar claro que no pertenecen al terreno, ni a los Herradura, ni mucho menos a su empresa.

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